Al sur de Tenerife - Cristina Fernández - E-Book

Al sur de Tenerife E-Book

Cristina Fernández

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Beschreibung

Tras su complicado divorcio, Mari Ángeles se muda a una casita que hereda en las Islas Canarias para poder empezar de cero junto a su hija pequeña, con el fin de huir de su ex y del hombre que ha cautivado de nuevo su corazón. Refugiada en el sur de Tenerife, cree estar a salvo de sus propios sentimientos, que sanan poco a poco sus heridas del pasado. Mientras ella se reconstruye, el destino le presentará a personas que la harán replantearse su sencilla manera de vivir. Sin embargo, el pasado no se dará por vencido, apareciendo sobre una moto a toda velocidad y recordándole que su corazón, aún dañado, tiene dueño y que este no se rendirá con tanta facilidad. Tras la trilogía Atados, llega la secuela de unos personajes secundarios muy esperados, con la intención de robarnos el aliento y hacer palpitar nuestro corazón.

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Al sur de Tenerife

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Cristina Fernández 2022

© Entre Libros Editorial 2022

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: abril 2022

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-18748-60-8

Al sur de

Tenerife

Cristina Fernández

Este libro se lo dedico a mis príncipes azules. Uno, aquel que conocí el 25 de enero del 2012. Gracias, Diego, por enseñarme a vivir de nuevo.

El segundo, por ser mi estrella guía y no soltarme de la mano. Te añoro, papá.

Con todo mi cariño, se lo dedico también a todas aquellas personas que en alguna ocasión apostaron por una segunda oportunidad y ganaron con ella.

Índice

1

MARI ÁNGELES

GASTÓN

2

3

5

6

7

8

ALICIA

9

10

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

EPILOGO

Agradecimientos

Biografía de la autora

Tu opinión nos importa

1

MARI ÁNGELES

El señor Palo por el Culo ha vuelto a llamarme la atención por no ser más amable con los clientes. «¡Madre mía, si va a darme dolor en la cara de tanto sonreír a lo bobo!», pienso mientras plasmo esa estúpida sonrisa en mi rostro para asentir. Sin embargo, no le parece suficiente.

Pero es que para este tipo nada es suficiente: no sonrío suficiente, no soy suficientemente amable, no soy suficientemente puntual, y desde luego no le caigo suficientemente bien. Esto es ahora, porque recién llegada le parecía la mar de simpática y mona, hasta que le dije que no necesitaba sus atenciones.

Llevo ya siete meses y pico como recepcionista de este hotel y no hay manera de hacer nada a derechas a sus ojos. Empecé a caerle mal ese día que no me mordí la lengua y le dije que no quería ligues en el trabajo, y menos ahora, recién divorciada y con la cabeza hecha un lío.

Jolín, cómo se indignó.

Al principio, todo eran atenciones y sonrisas. Alicia, mi mejor amiga, ya me advirtió de que ese chico estaba ligando conmigo, pero no quise verlo hasta que me invitó a cenar. Tres veces. La primera me excusé con Saray, mi hija de veintidós meses. Creí que pillaría la indirecta, pero no. La segunda vez le dije que no me encontraba bien y que prefería quedarme en casa. Tampoco quiso entender el mensaje. A la tercera tuve que explicarle educadamente que estaba pasando por un divorcio, que tenía un bebé y que lo que menos me hacía falta era un ligue.

¡Para qué lo llamé ligue!

Muy indignado, me hizo saber que él no era el ligue de nadie y que yo era una creída por ver cosas donde no las había, ya que solo quería ser mi amigo. ¡Un huevo mi amigo!

Desde entonces, no hago nada a derechas. Despechado, eso es lo que es. Busca una excusa siempre para llamarme la atención, tenga razón o no. Y la verdad es que casi nunca la tiene. Ya se le pasará. Supongo. Mejor pensar así, porque si pienso que va a ser siempre así de cretino, acabaremos a la larga como el rosario de la aurora.

Por suerte, hoy se va enseguida. No soporta mucho rato mi presencia. Eso me reconforta.

—Buenos días, cielo —me desencanta de mis pensamientos una dulce voz que me saluda con amabilidad. Es la ya conocida en el hotel como la señora Lyon. Su acento francés es suave y agradable para mis oídos. Tiene siempre una frase bonita que acompaña a su saludo con una preciosa sonrisa. Es mayor que yo, unos sesenta años, sin embargo, goza de una bonita belleza serena que deja deducir que en su juventud fue una verdadera preciosidad.

—Buenos días, señora Lyon. ¿Como siempre? —Le devuelvo el saludo con una sonrisa; hay que decir que esta no es fingida. Me cae muy bien.

—Sí, querida —me contesta mientras se acerca.

Entretanto, yo llamo al restaurante desde la recepción del hotel para avisar de que la señora Lyon va a almorzar, como viene haciendo desde hace un tiempo; unos tres meses, aunque no está hospedada. A saber el tiempo que lleva haciendo este ritual, pues, por lo visto, ya la conocen de anteriores años. Sin embargo, creo que ella es así: divina sin quererlo, sin poder evitarlo. Auténtica.

Estoy cuadrando los check in de hoy con los check out de las habitaciones. El hotel es un cinco estrellas, situado en la zona más turística de Tenerife, donde yo, por cosas de la vida, resido desde hace unos nueve meses. Encontré el trabajo antes de mudarme siquiera. Nunca sopesé irme de la Barcelona de mi corazón, pero la separación, la inesperada herencia de una de mis tías maternas —una casita al sur de esta preciosa isla— y todo lo que me ha pasado en el último año me han hecho replantearme la vida de arriba abajo.

Pienso en lo diferente que eran las cosas hace solo un par de años o tres, cuando creí conocer la felicidad. Qué ciega estaba. Qué tonta era. Recuerdo con añoranza a ese hombre que me devolvió la sonrisa cuando peor estaba pasándolo, a ese hombre dueño de los ojos más azules que he visto en mi vida, a ese hombre que me llenó de caricias cuando más lo necesitaba. El que me eriza la piel cuando oigo su voz o lo huelo; sí, sí, con solo aspirar su aroma. No me había pasado nunca, ni siquiera con Javi, mi futuro exmarido. Faltan un par de documentos para que tenga oficialmente ese título.

Y es que ese olor, a suavizante, a perfume y algo de tabaco, me arrebata la razón.

Sacudo la cabeza. No quiero acordarme de él. Ahora no.

En un momento dado, veo cómo se arma un gran revuelo de gente entrando a toda prisa en el restaurante. Algo en mi espalda, un cosquilleo, un ardor, me pone en sobre aviso. Algo malo está sucediendo, lo sé. No sé cómo, pero lo sé.

Salgo corriendo de detrás del mostrador hacia donde está el alboroto. Al llegar al restaurante, me hago sitio casi a empujones, apartando a mirones y a personas grabando con el móvil a alguien que parece que se ha desvanecido. «Pero ¿qué le pasa a la gente?», pienso mientras los aparto, quejándome del afán de estas personas por mirar y no ayudar, cosa que me enfurece.

Entonces, el corazón se me encoge cuando la veo, tumbada en el suelo, con los ojos en blanco. Mi preciosa señora Lyon yace sobre las baldosas del restaurante, y parece inerte. No lo pienso ni un solo segundo. Me acerco a ella, llamándola por su nombre, Briggitte, y le tomo el pulso, comprobando la ausencia de este. «¡Madre mía!». El corazón me va a mil por hora. Respiro de manera acelerada a pesar de que sé qué he de hacer en todo momento. De manera automática, empiezo con los masajes cardiacos, alternándolos con el boca a boca. Estoy en plena RCP cuando el señor Palo por el Culo llega y se pone cerca de mí. Llama a emergencias, dando aviso de lo que está ocurriendo. Menos mal que sirve para algo.

No sé por qué, mientras continúo haciéndole la RCP, pienso que, si esta mujer muere, morirá el glamur con ella. Es como si quisiera evitar mi propia muerte. Es una sensación muy extraña, y lo único que sé es que no voy a consentir que nada malo le suceda, aunque no entienda la razón.

Pasan los que creo que son unos efímeros minutos, aunque a mí parecen eternos, hasta que llegan las ambulancias y los médicos con una uci móvil. Me atabalean a preguntas: cuánto tiempo llevo con las maniobras de reanimación, qué edad tiene, si toma medicación… Todo ello mientras me hacen el relevo. Bajo mi atenta mirada, empiezan a pincharle cosas mientras le ponen tubos y tubos. Noto cómo mi boca se seca, cómo las cosas toman distancia, cómo van y vienen, pareciendo dar vueltas a mi alrededor. Estoy mareándome, lo noto. Poco a poco, me retiro a una silla apartada. Observo a una distancia prudencial cómo se la llevan llena de tubos y monitorizada. Oigo a los sanitarios informar a mi jefe de que la trasladan al Hospital del Sur. Pausadamente, retomo el aliento, maldiciéndome a mí misma por lo floja que soy.

Aún estoy recuperando el aire cuando el gilipollas de Luis, mi encargado despechado, alias el señor Palo por el Culo, se acerca a mí.

⸺Buen trabajo, Angie. ⸺Por primera vez, me llama como el resto de mis compañeros, dejando lejos el nombre por el que me conocían hasta ahora: Mari Ángeles.

⸺Gracias ⸺le contesto en un tono casi imperceptible mientras me pongo el pelo que tengo en la cara detrás de la oreja. Suspiro y le sonrío.

Luis asiente, dándome su beneplácito por lo que acabo de hacer, y me sonríe. Después, se marcha de manera discreta sin decirme de malas maneras que vuelva a mi puesto, como yo esperaba. Eso me sorprende a la vez que lo agradezco.

Me tomo unos minutos de descanso para recuperar el aliento cuando la ambulancia ya se ha ido. Poco después, vuelvo a mi trabajo algo más calmada pero con la mente allá donde está Briggitte. Soy incapaz de concentrarme en nada. Me regaño a mí misma mientras mis pensamientos vuelan para hacerle compañía a la señora Lyon.

Las horas transcurren más lentas que nunca. Aunque la relativa calma ha llegado al hotel, tengo los nervios a flor de piel, y lo noto. Quisiera olvidarme por un rato del susto, pero los cotilleos de mis compañeros me lo ponen difícil. Creo que son tres los que me han preguntado si he auxiliado yo a Briggitte, para después felicitarme por mi reacción.

Dan las dieciocho horas en punto. Alcanzo mi bolso y, sin pensármelo dos veces, llamo a Lourdes, mi canguro, para avisarla de que tardaré un poco más en ir a casa. Subo a mi coche sin meditar lo que hago y pongo rumbo hacia el Hospital del Sur. Por el camino, no quiero pensar mucho en lo que estoy haciendo, ya que una parte de mí me dice que no tiene sentido que vaya a verla.

Al llegar a la recepción, pregunto por ella. Me informan de que están atendiéndola y de que ya me avisarán cuando los médicos acaben. Me siento a esperar. Mi mente comienza a divagar con unos ojos azules como el mar, con decepción, con dolor reflejado en ellos, con el orgullo herido, con la voz quebrada y con su marcha. No sé cuánto tiempo me quedo así, recordando, sin saber si son horas o minutos. «¿Cómo y cuándo caí en la profundidad de sus ojos?... ¡Qué tonta soy! ¿Cómo te has enamorado de un hombre como él? ¿No ves que puede tener a la mujer que desee?». Mi mente vuelve a traicionarme cuando mi imaginación vuela de nuevo en su busca.

Una puerta se abre y me saca de la ensoñación en la que he caído sin remedio.

—¿Familiares de la señora Briggitte Lyon? —pregunta una enfermera, acompañada por un joven médico, que entra con unos papeles en la sala de espera.

—Yo —contesto dubitativa.

—¿Usted? —me pregunta, frunciendo el ceño como si hubiera olfateado la duda—. ¿Y usted es…? —Deja el final de la frase para que yo la responda, como si fuera una profesora de primaria esperando la respuesta de un alumno.

—Su sobrina —le digo tranquila, sin dar ninguna explicación más—. ¿Cómo está mi tía? —le pregunto, con esa extraña preocupación que me tiene en vilo.

—Estable —interviene el médico—. Al principio nos temíamos lo peor, pero le hemos realizado un cateterismo de urgencia, colocándole un estent para abrir la arteria que tenía obstruida. Si todo sigue su ritmo, en unos días será dada de alta. —Prosigue con su relato con una sonrisa tranquilizadora que me contagia—: Pero eso sí, a casa, y con reposo absoluto.

Me quedo mirando al médico y asiento con la cabeza. La enfermera me toca uno de los antebrazos. Tengo los brazos cruzados sobre mi pecho. Sin entender por qué, doy gracias al cielo, pensando que menos mal que está bien.

—¿Se encuentra bien, señora? —se interesa el médico con aire preocupado.

—Señora no, solo Angie —lo corrijo, sintiendo que tengo las mejillas cubiertas de lágrimas. No me he dado cuenta de que estaba llorando.

—Si necesita cualquier cosa… —Saca de su bolsillo un depresor de madera y apunta con un boli algo. Frunzo el ceño, igual que la enfermera que lo acompaña. Me extiende el depresor y lo recibo sorprendida—. Soy el doctor Costa. Andrés Costa —se presenta, al más puro estilo James Bond—. Llámeme si me necesita. —Acaba la frase mirándome, dedicándome una preciosa sonrisa ladeada. Se marcha en compañía de la enfermera, que lo observa atónita.

Compruebo que es su número de teléfono lo que ha apuntado en el depresor de madera y me ruborizo yo sola. «Joder, qué manera de ligar más original», pienso mientras me seco las lágrimas con impaciencia con el dorso de la mano.

—Tonta y más que tonta —me regaño en voz alta—. ¿Tan tocada te ha dejado Javi que no sabes cuándo coquetean contigo? —me abronco.

Y es que no necesito a nadie. Así soy yo de estupenda.

Sigo las instrucciones que la enfermera me ha dado antes, preguntándome dónde está ingresada Briggitte y cuándo son las horas de visita, ya que solo pueden entrar dos personas. Al llegar, otra de las enfermeras, una de las que está en control de la uci, me explica qué he de ponerme para pasar a verla. Se trata de una bata y unos peúcos de quirófano, todo de ese papel desechable hospitalario. La mascarilla no hace falta. Briggitte duerme plácidamente, tan a gusto descansando que me siento a su lado mientras leo un libro en una aplicación del móvil. Estoy allí un par de horas, hasta que tengo que ir a recoger a mi hija. Por suerte, Briggitte sigue dormida.

Los días van pasando. Mi rutina diaria se mueve entre mi trabajo de recepcionista en el hotel y en el hospital y ver a Briggitte, para después recoger a mi pequeña. Es en el tercer día cuando Briggitte me sorprende a su lado en cuanto despierta, recibiéndome con una encantadora sonrisa. Tiene buen color y aspecto, tanto que empieza a hablar como si nos conociéramos de toda la vida.

Me explica que los médicos, el doctor Costa en particular, le ha contado con todo detalle que su preciosa sobrina ha estado cada día aquí, que le ha salvado la vida y que es encantadora. Todo esto luciendo una pícara sonrisa. Para sorpresa del pobre buen doctor, Briggitte le aclaró que no tiene sobrinas ni hijas, así que cuando él le dijo el nombre, describiéndola como una guapa muchacha rubia, supo enseguida de quién se trataba. Lejos de extrañarse, Briggitte espera mis visitas a diario, en las que charlamos de todo lo humano y lo divino. Me sorprende que, además de ser glamurosa y bonita, es exquisita, culta y muy inteligente.

Con el paso de los días, mis sospechas se hacen realidad: es más encantadora de lo que suponía. Por su parte, el doctor Costa realiza las visitas en mi horario de visita, siendo estas más extensas y menos espaciadas en el tiempo. Nos ha contado que está separado y sin niños, y que es un romántico empedernido. Esto último lo dijo mirándome a los ojos. Evité devolverle la mirada, pero creo que malentendió el gesto pensando en que era timidez y no una huida en toda regla. Vamos, una retirada.

Bien mirado, el doctor Costa es un hombre de lo más apañado, con unos ojos azul mar que, en vez de encandilarme, me llevan imaginariamente a los brazos de otro hombre, pero este con un azul más intenso. Otro hombre más rudo, mucho más alto y corpulento, con el pelo engominado hacia atrás, una barba de dos o tres días que me enrojecía la cara y una sonrisa de anuncio. Ese hombre de manos tibias y gigantes, con cálida sonrisa.

Briggitte me habla de todo, y pronto empiezo a confiar en ella, tanto que le comento acerca de mi matrimonio y lo sucedido con Javi, de mi hija Saray, de mi mejor amiga Alicia y de Sandro. Por último, le relato lo de Fernando y me escucha sin juzgarme en ningún momento. Eso es un alivio. Me sujeta la mano mientras lloro por lo que pudo ser y no fue…

Y ella a mí me confiesa que está casada y que no le ha dicho nada de lo sucedido a su marido, ya que es un importante tratante de diamantes y está de viaje de negocios a pesar de su edad. No quiere preocuparlo. También me explica que ella es una vieja gloria de los años 70 en su Francia natal. Aún conserva ese glamur de las estrellas de antaño. Todavía convaleciente y en la cama empotrada, parece que vaya a recoger un Óscar. Es impresionante en sus gestos y palabras. Y por mentira que parezca, hace días que ya no me siento sola y puedo ver la luz al final del túnel, todo esto gracias a su amistad.

No sé por qué esa dulce mujer está ayudándome a que los días me parezcan menos largos y a apreciar los momentos a solas y con mi hija. Creo que, sin haberlo planeado, estamos haciéndonos amigas.

GASTÓN

Me levanto de la silla y miro al muchacho, quien hace un gesto muy profesional llevándose la mano cerca de la boca, donde tiene un micro bajo la manga. Creo que le indica al resto de su equipo de seguridad que vamos a salir del edificio. Tal y como siempre me dice, toda precaución es poca, y más en estos países, donde abundan los atentados y secuestros para ganar fortuna rápidamente. Y todo esto, sumado a lo que me dedico, es delicado.

Le pongo una mano en el hombro mientras le indico en voz baja:

—Vámonos a casa.

El chico me sonríe. Siempre tiene una sonrisa en la boca, aunque últimamente es una cansada.

Sé lo que le ocurre. Nuestros años de amistad hacen que tenga confianza conmigo, tanta que ha llegado a explicarme aquello que le roba el sueño. Hacía más de tres años que ya no trabajaba conmigo, y ahora, al verlo regresar, me he alegrado, egoístamente. He tenido mil escoltas, pero ninguno tan bueno como él. Además de ser un gran guardaespaldas, es un buen hombre y me duele verlo tan hundido. Sí, sí. Hundido.

Mi escolta, mi amigo, ha regresado hace unos meses para trabajar conmigo, pero esta vez es diferente. Sigue siendo tan profesional como siempre, aunque está cansado, preocupado, ido. Una noche de copas en uno de mis viajes me confesó aquello que lo mortificaba. Ser el tercero en una relación no es fácil. Y menos cuando la mujer tiene ya algún hijo. Y menos todavía cuando tú no eres el elegido. No está preocupado ni triste. Está destrozado. Y mis esfuerzos para hacer que se sienta mejor no han servido de nada.

Me despierto de mis pensamientos mientras Álvaro, el conductor, conduce el BMW blindado camino al aeropuerto. Llamo al chico tocándole el hombro desde atrás. Se gira sobre el asiento del copiloto para ver qué quiero.

—¿Te he contado alguna vez lo bonita que es mi esposa? —Sonrío.

—Sí, señor, y lo que la ama también. —Dice eso mientras suspira como si sintiera que una bola se aloja en su pecho y lo oprime. Por un momento sonríe, como si recordara algo, y me ha parecido ver un destello de luz en sus ojos. Sin embargo, ese brillo ha sido fugaz.

—Mi ama de llaves me ha avisado de que hace unas semanas mi señora tuvo un percance y que no quería que me enterase. —Sonríe de nuevo, negando con la cabeza—. Esa preciosidad mía siempre preocupada porque yo no tenga más quebraderos de cabeza. Pero quiero saber qué le ha ocurrido esta vez. Además, tengo ganas de verla y de volver a casa. ¿Hay inconveniente en ello? ⸺le pregunto a mi noble amigo, sabiendo que romper así el itinerario de viaje le dará dolor de cabeza.

—No hay problema —me contesta. Sabe que Briggitte es la mujer de mi vida.

Por un momento, me pongo en su lugar y me viene a la cabeza mi ángel, pensando en si ella estará bien. «¿Y si no lo está?», me pregunto, sintiéndome culpable por viajar tanto. Ya no soy un mozalbete.

⸺¿Sabes algo de ella? ⸺me atrevo a preguntarle por esa mujer que lo tortura en secreto.

⸺No, Gastón, no ⸺me responde, con una sonrisa triste⸺. Ella no quiere saber nada de mí.

⸺Su posición no era fácil ⸺la defiendo, ya que, aunque solo la conozco de oídas y por fotos de su móvil, simpatizo con ella⸺. Tienes que entenderla.

⸺Deja de decir idioteces ⸺me amonesta con confianza⸺. Si me quisiera, no me habría dejado marchar ⸺sentencia, devolviéndome al mundo real.

Suspiro y niego con la cabeza. Lo quiero como a un hijo, es un gran tipo, pero a cabezón no le gana nadie, así que decido dejar la conversación de nuevo a un lado y seguimos con el viaje.

MARI ÁNGELES

Por fin llega el ansiado día del alta de Briggitte, y aunque echaré de menos estas visitas al hospital, me alegro mucho por ella.

La ayudo a vestirse. Ya le han quitado hasta el último suero y tenemos los dichosos papeles del alta, que se han hecho de rogar hasta última hora.

—Angie —llama mi atención—, por favor, ¿serías tan amable de venir el viernes a casa a cenar? Mi esposo llega por la tarde y me gustaría presentarle a la muchacha que me salvó la vida.

—Briggitte, por favor, tú habrías hecho lo mismo —le contesto abrumada, sonriendo—, pero iré encantada. Me muero de ganas de ver al caballero que te enamoró hace tantos años. —Le guiño un ojo con complicidad.

Ella ríe suavemente mientras la enfermera la ayuda a pasar a una silla de ruedas para poder llevarla en ambulancia a su añorada casa al fin.

—Briggitte, tengo que irme. —Pienso en Saray—. Pero dime la hora del viernes y allí estaré.

—A las siete de la tarde, querida, así nos tomaremos una copa y me pones al día de si has vuelto a saber algo de ese guapo rubio tuyo —concluye con ojos pícaros mientras yo suelto una carcajada. Me despido de ella dándole un beso en la mejilla.

«Ojalá supiera yo algo de mi rubio. A estas alturas, si me quisiera, ya me habría encontrado», me digo sin piedad, ahogando algunas lágrimas de pena y decepción que quieren salir.

Me enfado conmigo misma porque no me lo saco de la cabeza. Recuerdo nuestro último encuentro y me dan ganas de salir corriendo a ninguna parte. A veces solo quiero huir. Cuando me acuerdo de sus besos, de cómo su aroma me invadía y cómo me cautivaban esos ojos, quiero morirme por haberle dejado marchar. Pero ¿qué podría haber hecho en esa ocasión?

Camino a casa mientras me seco las lágrimas de decepción y culpa, sabiendo que probablemente dejé marchar al amor de mi vida.

2

Siempre he odiado los miércoles, ese odioso día que está en medio de la semana. ¿De verdad? ¿Hay alguien a quien le guste los miércoles? Desde luego, a mí no.

Cuando salgo del trabajo, me parece raro no dirigirme al hospital e ir directamente a casa. Al llegar, me meto en la ducha y preparo algo de cenar mientras Lourdes, mi niñera, me trae a Saray. No me acordé de avisar que no me pasaría por el hospital y la ha llevado a su casa para que juegue con sus sobrinos. Esta chica es majísima.

El jueves lo paso sin mucha gloria, y no solo porque Saray ya anda, sino porque ya corre y lo abre todo. Es un bichillo. O, mejor dicho, una demonia. ¡Todo lo toca! ¡Todo lo tira! Y tiene un genio de mil demonios —nunca mejor dicho—. Me vuelve loca. Es una niña preciosa y curiosa. Tiene el pelo rubio, como yo, pero más claro y rizado, y los ojos azules como el mar. Nació con los ojos verdes amarillentos, parecidos a los míos, pero ahora tiene el color más azul que he visto nunca. Unos ojos que me recuerdan al capullo innombrable, quien tiene el mismo color de ojos que ella incluso sin ser su padre.

¿Por qué a todos los hombres a los que atraigo tienen ese color de ojos? Javi, el doctor, Fernando… Sin embargo, aunque todos son azules, no son iguales. Javi los tiene grisáceos, y el doctor, azul oscuro. Los de Fernando son de un azul como un cielo en verano, como el mar. A cualquier otra mujer la volverían loca. No obstante, yo creo que les estoy cogiendo manía. Menos mal que los míos son entre verde y miel. Parecen como amarillos verdosos; es una cosa rara, vaya. Tengo esa peculiaridad, y, o te gusta, o te espantan. No hay más.

Los días van pasando, más o menos. Son las noches lo que llevo peor.

Cuando la niña ya se ha dormido, pienso en ese hombre que me roba la tranquilidad y el sueño. El ser que con un solo roce ha despertado millones de sensaciones que, antes, con millones de caricias, no había sentido con nadie. Añoro el tacto de sus manos en mi piel, dibujando caminos hacia un placer sin retorno. Añoro sus tibios labios bordeando mi cuello y buscando con ansia mi boca.

Recordando su cuerpo sobre el mío, me acaricio en la oscuridad, simulando que mis manos son las suyas, al cobijo de la noche, buscando mi propio placer al sacudir mi cuerpo. Relamo mis labios mientras ahogo mis suspiros para no hacer ruido con mis gemidos cuando mis dedos saquean mi sexo en busca de mi ansiado clímax. Mi inflamado clítoris late, demandando las sacudidas que mis dedos le regalan, hasta que llega el orgasmo que invade mi cuerpo, expulsando mis gemidos en forma de su nombre.

Tras el clímax, suspiro mirando por la ventana, por donde entra la tímida luz de la luna. En lugar de sentirme plena por haber gozado, me invade un tremendo vacío que hace que me encoja desnuda sobre mis sábanas y abrace mis rodillas. Apoyo la barbilla, dejando que las lágrimas me inunden el corazón. Me derrumbo sin remedio mientras digo su nombre. Veo todas las horas de la madrugada, deseando que la luz del alba acabe con esta noche especialmente larga.

Por fin, mis deseos se cumplen y amanece.

Llega el viernes.

Al menos esta noche veré a Briggitte y conoceré a su marido, y podré poner cara a esa historia de amor. Este es el fin de semana de mi descanso mensual, así que no tengo que preocuparme de la hora de llegada. ¡Cómo la echo de menos! A pesar de que hemos estado hablando por teléfono, no es lo mismo. Me ha preguntado hasta la saciedad por mi rubio, pero creo que por fin ha detectado que no va a volver, y que me apena decirle siempre que no sé nada de él, así que estas dos últimas veces que hemos charlado ya no ha preguntado por él, cosa que agradezco. Hemos hablado hasta tres veces al día y hemos forjado una bonita amistad a pesar de los años que nos separan.

Pienso y pienso en mil cosas a la vez.

Después de darle algunos consejos a Lourdes sobre mi hija y avisarla de que no sé a qué hora llegaré, le indico que acueste a Saray sobre las ocho, nueve como mucho. Lourdes no me pone inconveniente a nada.

Dicho esto, me voy a trabajar, pensando en la cena de esta noche y en lo feliz que sería si, como en una película romántica, apareciera él de la nada. Saco esa idea de mi cabeza al comienzo de mi turno, pero las horas acaban pareciéndome interminables. Y aunque parecía que nunca iba a llegar, al fin es la hora de salir. Menos mal, porque creía que me moriría de aburrimiento.

Hoy ha sido un día muy parado para ser viernes. Tan tranquilo que me ha resultado aburrido. Me quito el uniforme y me coloco un vestido ibicenco fresquito de color blanco roto. Llevo una chaquetilla en la mano y un bolso de punto. Las sandalias son de mimbre, de cuña. Me maquillo poco, lo justo para disimular mi cara de cansancio, y llamo a un taxi desde recepción. He creído que es mejor no coger el coche hoy por si tomo alguna copa. Nada más subir, le doy la dirección de Briggitte. Durante el camino, esos azules ojos me invaden otra vez. Es como si en algún momento me hubieran atrapado, y cuanto más lucho, más me enredan en su recuerdo, como si de una tela de araña se tratara. Y cuanto más me empeño en salir, más me enmaraña.

El taxi llega a su destino. Tras llamar al timbre con cámara, se abren las majestuosas puertas de forja de la entrada y avanzamos sobre un camino de grava fina gris que conduce a la casa. Casa, digo; más bien, una mansión inmensa. Bajo del taxi tras pagar lo indicado y se marcha mientras miro hacia arriba, examinando la mansión como si se tratara de un castillo. Ya he visto alguna parecida, la casa de mi mejor amiga Alicia, pero esta tiene otro aire, aunque no sé decir cuál. Los jardines son como de un trocito de paraíso, con una fuente que está enfrente mismo de la mansión, donde dan la vuelta los vehículos para marcharse. En la puerta me espera una mujer vestida de uniforme que me comenta que se llama Victoria y que la siga. La entrada de la casa rebosa lujo y buen gusto por todas partes. Sin poder evitarlo, la comparo con mi chabola, riéndome por dentro.

Tras recibirme Victoria, la ama de llaves, a la que conozco de sobra aunque sea solo de oídas, educada y amable, cruzamos la mansión. Me conduce al jardín trasero, donde está Brigitte, sentada en una mesa blanca y con las sillas del mismo color. Unos metros más alejados, se encuentran el porche, la carpa y una gran piscina.

Deja la copa de lo que parece vino blanco y se acerca a mí con los brazos abiertos. Sin dejar de sonreír, nos abrazamos como si hiciera meses que no nos vemos.

⸺Estás preciosa, Angie ⸺me halaga Briggitte, cogiéndome de las manos.

⸺Tú también, Briggitte ⸺le correspondo con una sonrisa.

⸺Hola ⸺nos interrumpe una voz masculina que carraspea detrás de nosotras para llamar nuestra atención.

Me quedo petrificada al ver quién es.

⸺Quería darte una sorpresa ⸺me dice Briggitte en un murmuro casi imperceptible.

No sé qué decir. Estoy abrumada. Verlo en traje me sorprende gratamente, pero su presencia es lo último que imaginaba.

⸺Creo que no me esperaba ⸺habla el hombre que tiene toda nuestra atención.

⸺Pues no, no le esperaba, doctor Costa ⸺digo como puedo, intentando disimular mi sorpresa.

⸺Andrés ⸺me corrige, ofreciéndome tutearnos, y sorbe lo que parece whisky o algún licor parecido de un vaso con mucho hielo.

Asiento con la cabeza e inevitablemente miro a Briggitte, quien sonríe pícaramente. Suspiro. Sé que sus intenciones son buenas y que el doctor es de mi edad y guapo. Pero, muy a mi pesar, no tengo ganas de coqueteos, de juegos ni de apariencias.

⸺¿No iba a venir tu marido? ⸺le pregunto a Briggitte, rompiendo el abrupto silencio que se ha creado en un instante.

⸺A última hora me ha dicho que vendrá dentro de unos días. ¡Y yo que quería que conociera a quienes me salvaron la vida! ⸺exclama mirando al cielo, haciendo un poco de teatro que nos hacer reír tanto a Andrés como a mí⸺. Pero tendremos que esperar. Pobrecito, no sabe nada de lo que me ha ocurrido.

⸺¿No sabe que ha estado en el hospital? ⸺le pregunta Andrés, adelantándose a mis pensamientos.

⸺No quiero preocuparlo más de lo necesario. ⸺Sonríe al mirarnos⸺. Yo estaba en las mejores manos del mundo ⸺dice mientas me coge una mano a mí y otra a Andrés⸺. Y, además, estoy bien. Pasemos al salón.

Andrés y yo la acompañamos al interior, a un precioso salón donde nos acomodamos en un gran sofá de piel blanca. Me traen Bailey con hielo.

Estoy sentada en el sofá, oyendo cómo Andrés cuenta algunas anécdotas de su profesión. Briggitte lo mira con auténtica devoción, riéndole todas las gracias. La verdad sea dicha, Andrés cuenta sus historias con simpatía, gesticulando y haciendo monólogos entre los sucesos. Sin darme cuenta, le río sus ocurrencias y me hace partícipe de sus conversaciones. La velada es de lo más entretenida y amena. Cenamos esta vez escuchando las historias de la anfitriona, que las cuenta con esa elegancia que la caracteriza, y para el postre ya río con ganas junto con mi envidiable compañía. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan tranquila y a gusto.

Después de una copa, hablamos de diversos temas, cosa que aprovecha Andrés para enterarse de que estoy divorciada —obvio que está en trámite— y que tengo una niña pequeña, además de cerciorarse bien de saber dónde trabajo. Sonrío cuando le respondo a sus preguntas, sorprendiéndome a mí misma cuando muestro fotos de mi Saray, presumiendo de niña bonita. Briggitte me recrimina que no la haya traído, a lo que contesto que me apetecía pasar una velada de adultos. Mi ocurrencia les hace reír a los dos.

A medida que enseño las fotos de cuando era una bebita, paso una en la que está Alicia, Sandro con su hermano y yo. La siguiente instantánea pertenece al dueño de mis noches. Es entonces cuando bloqueo el móvil todo lo rápido que puedo y los presentes me miran algo extrañados.

Briggitte sorbe de su vaso de mosto, el cual ha cambiado hace rato por el vino blanco, aunque no le convenga durante su recuperación.

⸺Cariño, tienes una niña preciosa ⸺me halaga mientras sonrío.

La verdad es que el comentario ayuda a romper el silencio que mi bloqueo instantáneo de móvil ha creado. Haberlo visto en la foto ha hecho que se me encoja el estómago, tanto que no me apetece seguir con la copa ni con la velada.

⸺Creo que voy a retirarme ya ⸺les anuncio, mirando la hora.

⸺La noche es joven, querida ⸺me incita Briggitte.

⸺No quiero llegar muy tarde. Saray es madrugadora, y quisiera llevarla mañana al Loro Parque ⸺me excuso.

Briggitte asiente.

⸺Tenemos que repetirlo ⸺dice sonriendo la bella mujer⸺, pero espero que la próxima vez yo pueda conocer a Saray y tú a mi marido.

⸺Eso espero, Briggitte. —Me levanto del sillón donde estaba acomodada.

⸺La próxima vez podrías quedarte a dormir, así la niña y tú no tenéis que iros a altas horas de la noche ⸺me invita amable⸺. Tú tampoco puedes faltar a la cena ⸺le dice a Andrés mientras lo coge del brazo para levantarse y despedirme.

⸺Llamaré a un taxi. ⸺Saco el móvil de mi bolso.

⸺Ni hablar de eso ⸺interviene Andrés en la conversación⸺. Yo te acercaré —se ofrece. Me coge de la mano con la que sujeto el móvil.

⸺No quiero molestar, Andrés ⸺declino su ofrecimiento.

⸺Yo te llevaré, no hay más que hablar ⸺insiste, sonriéndome. Aún no me ha soltado la mano⸺. Es tarde, y prefiero saber que llegas bien a casa.

Me limito a sonreír. La verdad es que me viene de perlas que me acerque a casa.

Nos despedimos de Briggitte y nos dirigimos al coche de Andrés. Es un Audi A3 negro. Precioso. Al llegar, se adelanta y me abre la puerta del copiloto cual caballero andante, esperando a que entre y me acomode, para cerrarla después. Lo agradezco de forma tímida, ya que no estoy acostumbrada a estas atenciones últimamente.

Nos ponemos en marcha y le indico adónde ir. La verdad es que no tardamos en llegar ni veinte minutos.

⸺¿Aquí vives? ⸺me pregunta al detenerse frente a mi casita.

Es una casa de dos plantas, no muy grande, heredada, y aunque a mí me parece un palacete encantador, le hace falta una buena y evidente reforma.

⸺Sí. ⸺Giro la cabeza hacia la casa. Aún estamos en el interior del coche⸺. Es muy vieja ⸺empiezo a explicarle mientras continúo contemplándola, y él a mí⸺. Me la ha dejado en herencia una tía materna. Tiene cuatro habitaciones y un gran jardín traser…

⸺Está hecha trizas ⸺me interrumpe⸺. ¿Y ya vivís aquí?

Me giro para mirarlo.

⸺Sé que no es un palacio ⸺le contesto airada, abriendo la puerta del coche⸺, y quizá no pueda dejarla nunca a mi gusto, pero la reformaré yo misma, y mi hija y yo seremos muy felices aquí.

El comentario me ha sentado como una patada en el estómago. ¿Quién se ha creído que es? ¿Quién le ha pedido opinión?

Cuando voy a salir del coche, noto que me coge la mano.

⸺No quería ofenderte ⸺me dice con voz suave⸺. Discúlpame, por favor. Lo último que quiero es que te enfades conmigo por un comentario idiota. ⸺Miro al suelo. Todavía no he salido del coche⸺. He sido un cretino.

⸺Has sido un capullo ⸺le aclaro, mirándolo.

Lejos de ofenderse, mi insulto le provoca una carcajada.

⸺Está bien, un capullo. Perdóname ⸺insiste, sin soltarme la mano⸺. Por favor.

La verdad es que estoy ñoña y en la isla no tengo muchos amigos, así que decido pasar por alto el inoportuno comentario. Asiento con la cabeza.

⸺No pasa nada ⸺le resto importancia, con voz ya más tranquila.

⸺Sí, sí pasa. Es tu casa, la reformarás y será la envidia de toda la ciudad. ⸺Esta vez es él quien me hace sonreír⸺. Es antigua, pero tiene personalidad y encanto. Estoy seguro de que tú y tu hija seréis muy felices en esta preciosa casa.

Andrés maneja la situación con verdadera maestría. Vaya labia que tiene. Olvido que se ha comportado como un capullo y le sonrío como una boba. Hace mucho tiempo que nadie me trata como él está haciéndolo, y eso, en el fondo, me gusta.

⸺Tengo que irme ya, Andrés ⸺le digo, recuperando mi mano⸺. Buenas noches.

⸺Lo he pasado muy bien. Buenas noches a ti también ⸺se despide, y me da un beso en la mejilla⸺. ¿Te veré pronto? Tienes mi teléfono, así que puedes llamarme si quieres.

⸺Andrés, yo… ⸺No sé cómo decirle que me gusta estar con él pero que estoy pasando por un mal momento.

⸺Entiendo que no quieras ver a nadie en plan cita ⸺me interrumpe⸺. Yo solo quiero ser tu amigo. Nada más.

Lo acepto con una sonrisa. «Solo es un beso de amigos», me digo a mí misma mientras salgo del coche. Me encamino hacia la entrada cuando oigo la puerta del coche detrás de mí. Al girarme, veo a Andrés apoyado en el vehículo, mirándome.

⸺¿Qué haces? ⸺le pregunto con un movimiento de hombros que acompaña a mi pregunta.

⸺Quiero ver cómo entras en casa ⸺me responde con una sonrisa⸺. Venga, ve.

Me doy la vuelta, con una sonrisa también en los labios. Eso de que alguien se preocupe por ti no está nada mal.

Tras abrir la puerta de casa, me giro sobre mis talones para despedirlo con una mano. Responde a mi despedida, se incorpora y le da la vuelta al coche para subir a él. Cierro la puerta al entrar y me apoyo en ella. Suspiro. «No quiero encapricharme de nadie», me regaño mientras niego con la cabeza. Mi corazón está aún muy herido.

Lourdes me despierta de mis pensamientos, haciéndome reaccionar:

⸺¿Qué tal ha ido? ⸺me pregunta, con su chaqueta ya en la mano. Debe tener unas ganas locas de marcharse.

⸺Bien, bien ⸺le digo, tocándole un brazo. Abro el bolso y busco el dinero para pagarle⸺. Muchas gracias, Lourdes

⸺A ti, Angie. Hasta el lunes ya, ¿no?

Sonriéndole, asiento. Ya le comenté que este fin de semana libraba.

Nos despedimos y se marcha. Cierro la puerta y me quito las sandalias.

Es ya septiembre, pero el clima canario junto con la buena temperatura de finales de verano hacen que pueda vestir aún como si estuviéramos en pleno agosto. Lo dejo todo por ahí: el bolso, la chaquetilla, las sandalias… Camino hacia la habitación que contiene lo más valioso de la casa y de mi vida. Saray está dormida plácidamente, con las braguitas de noche. Estoy intentando quitarle el pañal, pero la verdad es que no controla mucho. Miro su respiración tranquila y deseo que siempre duerma con esa paz.

Egoístamente, me quito el vestido y me meto en la cama con ella, entrando por los pies, ya que está pegadita a la valla de seguridad de la cama. Debe olerme, pues se gira hacia mí y me toca. Sonriendo entre sueños, me llama «Mami», sin despertarse, mientras busca mi cobijo. La abrazo y le beso la cabeza. Yo no sé cómo me irá en la vida a partir de ahora, pero lo único de lo que estoy segura es de que soy muy afortunada siendo su mamá.

3

El viaje hasta Puerto de la Cruz ha sido tranquilo, pero llenos de «¿Anto fata?» de mi niña, preguntándome a voz en grito cuánto queda para llegar.

No tardamos en acceder al Loro Parque. Aunque es sábado, no hay mucha gente. Paseamos viendo los animales. Llevo una mochila enorme, con mudas para mi meona-agua y demás cosas que llevaría cualquier mamá paranoica. Menos mal que he traído el carrito de paseo, porque, aunque anda, sé que se cansará al mediodía, y si se duerme, puedo llevarla mejor. Mientras, lo cargo con la bolsa, que pesa lo suyo.

Saray corretea de sitio en sitio, señalándolo todo, dando gritos, sobre todo cuando ve los colores de los guacamayos, señalando y diciéndole a todo el mundo:

—¡Antos pipis!

Me hace reír a mí y a los que la oyen.

Está para comérsela. Lleva un pantaloncillo corto y rosa y una camiseta de tirantes de hilo, de alguna marca carísima, cortesía de su tita Alicia. Le he puesto las sandalias cubiertas, ya que son más atadas y creo que lleva el pie más sujeto para que pueda corretear cual loca de atar. La gorra Nike que tiene puesta deja ver sus tirabuzones color trigo de la coleta y los que se le escapan, haciéndola ver como una preciosa muñeca. ¿Cómo puede ser que no me canse nunca de mirarla?

Ya hemos estado antes en este parque, pero cada vez que venimos es como si fuera todo nuevo para ella. Me encanta esa frescura infantil de ver cada detalle como si fuera la primera vez, descubriendo lo mismo regresa su mirada, una manera nueva de verlo. Eso, lastimosamente, lo perdemos cuando vamos creciendo. Cómo envidio a los niños en este sentido. Todo es nuevo. Todo es una aventura.

Sonrío mientras corre hacia mí para darme la mano y arrastrarme para que vea ese guacamayo azul que dice ella que es el papá de todos los demás. Me muero de risa con ella.

⸺Saray, ¿quieres ir al baño? ⸺le pregunto, poniéndome a su altura⸺. ¿Tienes pipí?

Ella niega con la cabeza.

⸺No, no engo pipí ⸺me contesta seria.

La miro incrédula, pues empieza con esos saltitos que mi experiencia me dice que sí lo tiene.

⸺Vamos al lavabo, mi amor.

Me yergo, tirando de la mano de mi preciosidad, pero la muy canalla se planta.

⸺¡No engo pipí! ⸺Patalea.

Mierda, se avecina una lucha de titanes, pues, aunque habla mucho para su edad, no entra en razones, así la maten.

⸺Saray, tenemos que ir a hacer pipí. Si no, te lo harás encima y te mancharás, con lo guapa que vas ⸺intento convencer a mi cabezona.

⸺¡Nooo engooo pipííí! ⸺Ha gritado tan fuerte que ha hecho girarse a la gente de alrededor.

Ya empezamos.

Decido no discutir con la enana y empiezo a caminar con ella de la mano, tirando del carro como puedo, pero al ver que no puede soltarse de mí, se deja caer. Intento cogerla, sin embargo, se me escurre cual boquerón poseído.

⸺Me cago en la puta… ⸺mascullo mientras intento hacerme con ella, pero me lo pone francamente difícil. ¿De dónde saca esa fuerza?

⸺Puta ⸺repite tan claro que hasta la familia que pasa por nuestro lado nos mira.

⸺¡No, eso no se dice! ⸺La dejo en el suelo, regañándola.

⸺¡Puta! ⸺insiste enfadada y a voz en grito.

⸺La madre que te parió ⸺mascullo, quitándome el pelo de loca de la cara. Parezco una salvaje. En nuestra particular pelea, se me ha deshecho la coleta⸺. Saray, ya está bien ⸺la regaño de nuevo⸺. Vamos al baño a hacer pipí, y si vuelves a decir puta, nos vamos a casa.

La niña se cruza de brazos, pero no contesta. Anda que no es lista. Cómo entiende la cabrona la amenaza.

Cuando tengo la situación controlada, o eso creo, noto cómo me tocan la cintura por la espalda. La niña iza la mirada y yo me giro, con ella de la mano.

⸺Hola ⸺me saluda Andrés.

⸺Hola ⸺le contesto⸺. ¿Qué haces aquí? ⸺Estoy asombrada.

⸺Dijiste ayer que traerías a la niña, y como hoy no trabajo, pensé que era un gran plan, así que me copié ⸺me explica mientras lo miro con cierta extrañeza⸺. Espero que no te moleste.

⸺No, no, claro que no. ⸺La verdad es que no sé si me molesta o me halaga.

⸺Así que esta es Saray ⸺dice, agachándose hacia la niña e interrumpiendo mis pensamientos mientras le toca la barriguita de forma cariñosa. Sonrío. La niña lo mira con esa cara enfurruñada. Está cabreada, y me da miedo⸺. Me llamo Andrés. ¿Y tú?

⸺Puta ⸺contesta el encanto de mi hija.

⸺¡Saray! ⸺la reprendo. Ella me mira desafiante⸺. Discúlpame ⸺me excuso, forzando una sonrisa hacia el buen doctor.

⸺No pasa nada ⸺le quita importancia el pobre mientras se endereza, sin saber si reír o no.

⸺Íbamos a un lavabo ⸺le aclaro.

Mi hija se acerca a él, soltándome de la mano, y se pone frente al doctor. Lo mira hacia arriba. Él se agacha de nuevo a su altura mientras yo pienso en lo que estará tramando la pequeñaja. Él la sienta en una de sus rodillas y con la otra se apoya en el suelo. La niña se deja y me sorprendo. Cuando está enfadada, no hay quien le sople. Sin embargo, cuando creo que Andrés ya le cae bien, veo que la levanta de golpe, dejándola a un lado, y se mira las piernas.

⸺Pipí ⸺dice la cría a la vez que él se sacude el pipí de mi hija de la pernera.

«Tierra trágame». Lo ha puesto perdido de pis.

⸺Saray… ⸺me lamento⸺. Perdona, no lo lleva bien. Perdona, por favor.

Me acerco a él con un pañuelo de papel que tenía en el bolsillo e intento limpiarlo. Me aparta educadamente, sin decir nada. Sonríe forzado mientras mi hija lo mira sonriente, con el dedo índice en los labios a la vez que se balancea como la bebé que es.

⸺No pasa nada ⸺dice sonriendo⸺. Vayamos todos a un baño. No te agobies.

Andrés se va a los servicios de caballeros con las setecientas toallitas que le doy mientras me disculpo por enésima vez.

Me llevo a mi demonia a los cambiadores, donde la aseo como puedo. Está sentada en el cambiador, mirándome mientras recojo las cosas, con esos ojos azul como el mar.

⸺Saray, tienes que portarte bien.

Ella me contempla sonriente, dejando ver esos dientecillos de ratón.

⸺Mamá apa ⸺me dice, acariciándome el brazo más cercano a ella, haciéndome la pelota llamándome guapa.

No puedo evitar reírme y comérmela a besos por la cara y el cuello, despertando en ella esas carcajadas que para mí son melodía.

Me miro en el espejo al incorporarme, fijándome en que estoy despeinada. Llevo el rímel corrido y tengo un lamparón en el pecho de la camiseta. ¡Qué espanto! Me doy miedo a mí misma. Me avergüenzo por un momento por cómo he ido en público. Me peino como puedo, me lavo la cara y me pongo rímel de nuevo, sin nada más de maquillaje. Por suerte, ser paranoica tiene su parte buena, por eso llevo una camiseta de cambio para mí también. No es la primera vez que Saray me mancha.

Me cambio, y aunque no me gusto un pelo, me hago una mueca en el espejo.

⸺Es lo que hay ⸺me digo en voz alta mientras la niña me mira.

Al fin, salimos de los servicios, encontrándonos con el buen doctor sentado en uno de los bancos de fuera. Veo su pernera con una gran mancha y finjo que no se nota.

⸺Lo siento, Andrés. ⸺Arrastro a la niña y el carrito hacia él.

⸺Déjalo ya. ⸺Sonríe, poniéndose de pie. Parece más relajado que cuando mi hija se ha meado en él⸺. No te preocupes.

La niña sale de detrás de mis piernas y se pone delante de él, mirándolo con curiosidad. Se lleva otra vez el dedo índice a los labios. Algo trama.

⸺Estás muy guapa ⸺la halaga Andrés. Parece que a la niña le gusta su piropo, porque sonríe⸺. ¿Qué quieres ver ahora, Saray? ⸺le pregunta en un tono meloso, supongo que esperando caerle bien.

⸺A las putas ⸺le responde la ricura.

Andrés se endereza y me mira serio.

⸺Venimos de un barrio marginal ⸺le digo; no sé ni por qué. No quiero dar más explicaciones, y desde luego no tengo fuerzas para pedir más veces perdón.

Empiezo a caminar, dejándolo sorprendido por mi respuesta. Sé que lo que acabo de decir es una barbaridad, pero no quiero pedir más disculpas por hoy. Creo que he cubierto el cupo.

Seguimos paseando por el parque, charlando tranquilamente por fin mientras la niña corretea. Parece que se le ha olvidado lo de ir diciendo puta, por el momento. Nunca lo había dicho. Andrés debe pensar que soy la peor madre del mundo, y no puedo culparlo por ello.

Al mediodía, elegimos un lugar en la zona de picnics para comer algo. Estamos en la sombra. Lo bueno de ser una exagerada es que, con la comida que he traído, podemos comer los tres sin problemas, y sobra. La verdad es que no como mucho.

Por fin, un rato de tranquilidad. La niña está entretenida con el móvil, tumbada en el carrito, la mar de tranquila. Estoy impresionada. A estas horas suele enloquecer si no duerme un rato, pero al parecer hoy no deja de sorprenderme. Mientras, Andrés aprovecha para contarme que está separado desde hace unos tres años, que su última pareja fue una enfermera del hospital y que era demasiado celosa. De eso hace ya meses, casi un año.

Yo le explico que hace casi un año que me separé del padre de mi hija, que yo trabajaba en Barcelona, como agente inmobiliaria de lujo, pero que pedí una excedencia cuando me quedé embarazada. Le comento que no conocía a mi marido, a pesar de llevar media vida con él. Un día, el hombre bueno del que yo me enamoré desapareció, y para mi sorpresa, detrás de su apariencia, descubrí muchísimas infidelidades, además de que parte del sueldo —y comisiones que yo desconocía— se lo gastaba en juego, mujeres y vete tú a saber qué más.

También le cuento que cuando dejé de trabajar, le faltó tiempo para enrollarse con una compañera de trabajo, Paola. Menudo zorrón. Como me da confianza, le comento también que me había pedido perdón y otra oportunidad para poder criar a nuestra hija juntos, y que muy tonta de mí acepté, a pesar de que no estaba enamorada de él ya. Creí que sería lo mejor para mi hija: que la criaran su mamá y su papá juntos. Sin embargo, tardé muy poco en darme cuenta de que estaba equivocada, que no podía estar con él y ser infeliz, porque eso no le haría feliz a mi hija. No le haría ningún bien a la larga. Aún me arrepiento de haber tomado esa decisión y no otra, aunque obvio laotra opción. Fernando vuelve a mi mente, pero no lo nombro. Sé que me pondré blanda si lo hago.

Andrés me pregunta ni corto ni perezoso si he estado con alguien más, a lo que me limito a decir que sí, pero que no funcionó. Aparto la mirada al decir eso, ya que no quiero que vea que se me empañan los ojos, aunque algo intuye.

⸺¿Aún lo quieres? ⸺se interesa por mi otra opción.

⸺Y qué más da ⸺casi le espeto, tocándome los ojos e intentando disimular que estoy al borde del llanto cuando lo recuerdo⸺. Ya no puede ser.

⸺¿Es que está muerto o algo así? ⸺me pregunta sin tapujos.

⸺Nooo ⸺le contesto, algo escandalizada⸺. No está muerto. Se fue cuando yo escogí probar de nuevo con Javi. ⸺Retengo el aliento.

⸺¿Y sabe que no ha funcionado?

⸺A estas alturas, claro. Tenemos amigos en común. ⸺Pienso en Sandro, su hermano, que lo tiene al día, ya que yo se lo cuento todo a Alicia, su mujer, y ella a mí, y así me consta.