Un paraguas en primavera - Cristina Fernández - E-Book

Un paraguas en primavera E-Book

Cristina Fernández

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Beschreibung

¿Puede ser un paraguas un arma de defensa? ¡Puede! Rut, una chica dulce y tranquila, enfermera en un gran hospital, lleva una vida relativamente sencilla, intentando superar una antigua relación y viviendo siempre preocupada por los demás. Enamorada de los clichés de las películas románticas, sueña con un romance perfecto, aunque está convencida de que el amor de su vida nunca llegará. Manuel Maqueda, un hombre de negocios de éxito, reconocido mujeriego y aferrado a su soltería, vive plácidamente de relación en relación, hasta que se cruza de bruces con un paraguas. Cupido está dispuesto a poner patas arriba sus vidas, escondido esta vez tras los colores de un paraguas en primavera.

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Un paraguas en primavera

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© Cristina Fernández 2021

© Editorial LxL 2021

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: octubre 2021

Composición: Editorial LxL

ISBN: 978-84-18748-23-3

Un paraguas

en

primavera

Cristina Fernández

Esta novela se la dedico a tres personas muy importantes para mí.

A mi madre, la mujer más fuerte y buena que he conocido nunca. Tus actos, el amor que profesas y toda tu esencia demuestran que aún hay gente maravillosa en este mundo.

A mi padre, el hombre de mi vida. Te extraño, estés donde estés.

Y también te la dedico a ti, mi lectora 0, mi maldita alma gemela, Jul.

Siempre juntos. Siempre fuertes.

Índice

Agradecimientos

1

Rut

2

3

4

Manu

Rut

5

6

Manu

Rut

Manu

Rut

7

Manu

Rut

Manu

Rut

Manu

Rut

Manu

Rut

8

Manu

Toni 1

9

Rut

10

11

12

Manu

Rut

13

Manu

Dani

Manu

Rut

Susana

Manu

Rut

14

Manu

Rut

15

Rut

Manu

16

Rut

Manu

17

Rut

18

19

20

Manu

Rut

21

22

Manu

Rut

23

Manu

24

Rut

Manu

Rut

Fin

Biografía de la autora

Agradecimientos

En primer lugar, agradecer a Editorial LxL su confianza.

A mi familia, en especial a mi madre, que toda palabra que escriba es poca para agradecer lo que hace por mí.

A mis hermanos: Salva, por su cariño; Paqui, por corazón, y Júlia, por ser sencillamente única y extraordinaria.

A mis cuñados Ramón y Sergio y a mi cuñada Judith, por su cariño y amistad.A mis Catetas de mi corazón: Ana, Mónica, Aroha, Noe, Rebeca, Merche, Yolanda, incluyendo a Pili, Meli y Saray. No me canso de agradecer a la vida por presentarnos.

A mi amiga Eva, por su brillo y su luz.

A Rosa, un ejemplo a seguir, por darme esperanza y fuerza.

A Juan Luis, por tu interés, por tu apoyo en la distancia.

A mis compañeros y amigos Samuel, Dani B., Iván, Sanmi., Raúl, Manu G., Sergi, a los Edus y a los Joseps y a José O., por estar al pie del cañón.

A mis primas Pili, Sole y Tamara y a mis primos Dani, Edu, José, por su apoyo y ánimos.

A mis lectoras, quienes siempre me hacen sonreír cuando más lo necesito.

A todos mis lectores, gracias por compartir mis historias y enamoraros un poquito de mis personajes.

A colegas escritores y escritoras por el apoyo mostrado.

Por último, al centro de mi vida, mi hijo Diego, por existir.

1

Rut

Iván casi me arranca el brazo de cuajo cuando me pone a gatas, escondida entre los vestidos de fiesta. Acaba de dislocarme el hombro, y me ha sollado enterita la cara con un vestido de lentejuelas. «¡La madre que lo parió!».

—Pero ¿qué haces, tarado? —lo regaño. Para una vez que estamos en Gucci y la que estamos liando.

Me hace callar con un gesto de su dedo en sus labios mientras aparta el vestido asesino de lentejuelas fucsia y señala hacia un lado de la boutique. Miro en dirección al lugar y observo boquiabierta a Toni 3, el marido de Susana, acompañado de una mujer despampanante. Abro tanto la boca que debo parecer un teleñeco loco, con la mandíbula desencajada y a gatas entre la ropa.

Hemos venido a Madrid para pasar un fin de semana divertido. En principio, el fin de semana era para Iván, para Su y para mí. Susana es nuestra mejor amiga. Somos un trío inseparable, pero este fin de semana, Su, que es como la llamamos, había quedado en llevar a su hija Eva a esquiar. Y, claro, lo primero es lo primero. No puedes fallarle a tu hija adolescente. Por lo que dice Su, entre su mal genio y las hormonas que le llegan a los ojos, explotaría como una bomba.

En teoría, el fin de semana iba a ser en la Molina para Su, la niña y Toni 3, pero este último, que es cirujano en el Hospital San Miguel, donde trabajamos, dijo tener una conferencia de cirugía cardíaca en Madrid. Mira por dónde, lo cazamos en Gucci, haciéndole un reconocimiento a una rubia de escándalo. Ni conferencia ni ocho cuartos. «¡Será mentiroso el cacho rata!».

La verdad es que tengo que mirarlo dos veces para creérmelo. Se supone que estaba coladito por Susana. «¡Ay, madre mía, ¿cómo le explico esto a Su?!», pienso, sin poder dejar de mirar cómo no paran de hacerse arrumacos entre ellos.

—Si lo ve Su, lo arrastra —dice sonriendo Iván. Para él no es descabellado que Toni 3 esté de escarceos. No cree en la fidelidad ni de lejos.

Aquí seguimos escondidos para no ser descubiertos por ese adúltero. Pero es que estoy alucinando con lo que veo. «Ella no se merece este engaño, esa vergüenza». Mi mente no deja de bombardearme con estas frases y con la idea de que Su va a quedar destrozada.

—¡Adúltero! —sale de mi boca; un insulto hecho grito que ni siquiera he planeado.

Intento levantarme de nuestro escondite, decidida a salir para arrastrarlo yo misma. Toni me oye, aunque es difícil no hacerlo. A pesar de ello, no nos localiza, y no por falta de ganas, sino porque Iván no está dispuesto a soltarme y dejarme abandonar el camuflaje que nos proporcionan los trapitos de fiesta.

—¿Estás loca? —me regaña entre risas—. ¿Quieres que nos vea el doctor Amor y su vikinga?

Un carraspeo de exasperación pone nuestra atención detrás de nosotros antes de que pueda contestarle. Es una de las dependientas, quien, con toda la razón del mundo, nos mira entre enfadada y alucinada, cruzada de brazos y con gesto firme. Por un momento, me recuerda a la señorita Rottenmeier de Heidi.

Educada como ella sola, nos invita a irnos de la tienda inmediatamente. Nos deslizamos como dos víboras hasta la puerta, desde donde nos vamos corriendo como si hubiéramos cometido un crimen. El crimen más horrendo del mundo. Creo que la pobre dependienta tiene una buena anécdota que contar: dos tarados venidos arriba por el deseo de espiar a un adúltero, escondidos con poca o muy poca gracia entre los vestidos. Menos mal que Toni 3 no estaba por nada más que no fuera la rubia y sus tetas de goma; porque son de goma, ya te lo digo yo. Por otro lado, jamás me habían echado de ningún sitio con esa exquisitez. Qué bonica, oye.

Cuando acabamos nuestra carrera, a dos o tres calles, decidimos volver al hotel. Ayer salimos de fiesta. Estoy cansada, consternada y muy cabreada por lo que he visto. No dejo de darle vueltas. Sin embargo, aunque también Iván está flipando, él ha hecho planes ya. Se va a comer con Raúl, un chico guapísimo que conoce de hace tiempo. Y, claro, aprovechando la estancia en la capital, quiere verlo.

Iván insiste hasta la saciedad en que vaya con ellos. Reitera una y otra vez que lo pasaremos en grande. La verdad es que no me convence. Yo prefiero hacerme un masaje en el spa del hotel. No me apetece nada salir a comer por ahí y hacer de celestina con Iván y su tortolito, así que quedamos en vernos directamente en la estación de trenes a las cinco y media de la tarde de mañana domingo para coger el AVE de vuelta a nuestro mundo real. Solo pensarlo me da pereza. Una pereza increíble.

El masaje me va como anillo al dedo. Me relaja tanto que me quedo extasiada, casi me duermo. Sin embargo, no tengo ni hambre ni ánimo para bajar al salón del hotel a cenar. Pido algo al servicio de habitaciones, cantándole a mi conciencia para acallarla que «Un día es un día, ¡qué demonios!». Encargo una riquísima ensalada y una cerveza. El señor que me coge el teléfono para atenderme con la cena insiste en que pida un tinto de yo qué sé qué año. Lo que no sabe es que como beba vino tinto, va a lamentarlo la señora de la limpieza y la moqueta de la habitación. No sé qué tiene el vino tinto que hace que me ponga malísima. Me sube al momento y después se me gira el estómago del revés. Vamos, que parezco la niña de El exorcista. Recuerdo que alguna vez me he quedado seminconsciente por beber tinto y le he echado las culpas a cualquier otro licor ingerido. Fue Su quien se dio cuenta de que cada vez que bebía esa variedad me ponía malísima a morir, borracha antes de tiempo y casi sin conciencia, teniendo lapsus de memoria de lo vivido mientras el vino recorría mis venas. Es decir, lo que viene siendo un auténtico desastre.

Al final me hacen caso y me traen mi ensaladita y mi cerveza. Entre la morriña que me ha dado el masaje y las dos cervecitas que me he metido en el cuerpo, el sueño me vence. La ensalada casi no la he tocado.

Al día siguiente vuelvo al spa; esta vez sin masaje, solo el circuito. Decido comer algo en el bufé del hotel y preparo las cosas para marcharnos a Barcelona; el mundo real me espera. Sin darme cuenta, es casi la hora a la que había quedado con Iván. «¡Madre mía! ¡Madre mía! No llego, no llego y no llego», me digo mientras siento un dolor punzante en el costado de correr como una descosida por las calles de Madrid. «¡Que me muero con este flato!».Así estoy: corriendo como alma que lleva el diablo hacia la estación por callejuelas que ni conozco camino de mi encuentro con Iván. Y, cómo no, llego tarde, para variar, por no decir que además llovizna. Para una vez que me pongo las botas de tacón, voy derrapando como una loca por las calles de la capital.

Arrastrando la maleta con ruedas —que para colmo se le atasca una endemoniada ruedecilla como si fuera un lastre—, con un flato horroroso y con pelos de auténtica desquiciada, voy por las calles madrileñas en busca del premio a «La loca del año». Entretanto, pienso que, como siga lloviendo así, van a ponérseme los pelos cual sota de bastos.

Por fin veo la estación. Entro a todo trapo y miro a mi alrededor. Allí está mi imponente Iván, guapo como él solo, con su sonrisa de película, moreno y con ese plante que muchos quisieran para sí. Iván, mi amigo del alma, es moreno, con ojos color azul mar, una barbita de lo más atractiva y un mentón cuadrado con un hoyito a lo Douglas precioso. Es muy alto, más o menos un metro ochenta. Aparte de todo eso, tiene un cuerpazo de escándalo que hace girarse a cualquiera con ojos en la cara. «Lástima para mí que no le van las mujeres», pienso al mirarlo. Pero de irles, seguramente no seríamos tan amigos.

—Pero, Rut… —me dice entre risas y asombrado al verme llegar.

—No te rías, sinvergüenza. Parezco la loca de Madrid. Ha empezado a llover y se me ha roto una rueda de la maleta —me lamento. Entonces me doy cuenta de que Iván se ríe de mí a carcajadas.

—Si es que lo que no te pase a ti, Chinchilla, no le pasa a nadie —ríe divertido, utilizando a una servidora. Cabronazo.

—No me llames Chinchilla —lo regaño mientras me retira el pelo de la cara en un gesto cariñoso.

Me llama a veces así de manera cariñosa, desde que el gracioso del supervisor de Urgencias, mi primer día de trabajo, confundió mi nombre, Rut Cerrillas, con Rut Chinchilla. Iván estaba cerca y lo oyó. Desde entonces, para el Área de Urgencias soy la enfermera Chinchilla. Y ese honor se lo debo a Iván. «Qué majo que es», pienso con cierta ironía. Me acuerdo de él cada vez que alguien se dirige a mí de ese modo.

—Vas hecha unos zorros, querida —dice, intentando arreglar mi flequillo. A estas alturas, debería saber que mi flequillo no tiene arreglo.

—No me animes. —Lo miro seria aunque no enfadada, con una sonrisa ladeada.

—Aún nos queda un rato, así que podemos tomarnos un café —resuelve Iván a la vez que coge mi maleta y yo intento recomponerme.

Falta más de media hora para que salga el tren de vuelta a Barcelona. Pues, al final, no he llegado tan tarde.

Caminando hacia el café, pienso en que, si no hubiera sido por el fortuito encuentro con Toni 3, habría sido un fin de semana perfecto.

—¿Qué vamos a hacer, Iván? —le pregunto casi con un puchero, volviendo a la realidad. La idea de decir algo que pueda hacer infeliz a alguno de mis seres queridos me tortura.

—Por supuesto, contárselo a Su. Para que le corte las pelotas —concluye, muy seguro de su idea.

Yo no lo tengo tan claro. Por un lado, tiene que saberlo. Por otro, no quiero ser yo quien le destroce el corazón. Que Toni 3 es un mujeriego empedernido es algo conocido por todo el Hospital San Miguel. Pero se enamoró de Su y parecía haberse reconducido. O quizá no. Iván y yo lo hemos hablado hasta la saciedad, acabando la conversación siempre con un «La cabra tira al monte. En este caso, el cabrón».

Es algo que no comprendo, mi cabeza no da para más. Por muy rubia que sea la vikinga, no puede compararse con Susana, con su metro setenta y su prominente busto, al cual se refiere siempre entre risas diciendo: «Mis nenas no son operadas». Tiene una melena ondulada, piel morena y ojos negros como la noche. Es una auténtica belleza. Tiene mucho de la familia de su padre. En su día se casó con su madre, una hermosura de mujer que conquistó su corazón. Un encanto de matrimonio.

Me despierto de mi particular letargo. Me viene a la cabeza que mañana tengo turno de día: doce dulces horas en urgencias del hospital. Solo pensarlo me vence la desidia.

Le doy un sorbo al café mirando a Iván, que ya está coqueteando con un camarero con sonrisitas y caídas de ojitos.

—¿No puedes parar un rato? —lo medio regaño sonriendo.

—Pararé cuando me muera —me contesta con firmeza y una preciosa sonrisa.

—¿Qué tal ha ido con Raúl? —cotilleo. Quiero pensar en otras cosas.

—Bien, bien… Un poco aburrido. No lo recordaba tan muermo. Desde que se ha sacado noviete, está de un tontito fiel que espanta. —Resopla y sorbe su café.

Sonrío al oírlo. Si algo tiene Iván, además de ser guapo, es un salero impresionante.

—¿Cómo se lo decimos a Su? —Decido atacar el problema que viene dando vueltas y vueltas en mi cabeza desde que vi a Toni 3 comiéndole el cuello a la rubia.

—Ni idea, Chinchi. Ni idea —me contesta con aire de tristeza mientras sorbe de nuevo el café—. No hay manera suave de decirle a una amiga que su marido la engaña con otra.

—Iván, ¿y si nos equivocamos? ¿Y si es su prima o su hermana? —Una duda me ataca. Una duda momentánea. Una duda que, a decir verdad, es ínfima.

—¡Por favor, Rut! —Sube el tono de Iván el Normal a Iván la Medio Loca—. ¿Tú le metes mano a tu hermano así? ¿O a tu primo? Bueno, según el primo.

Reímos con picardía.

—¡No seas degenerado! —lo amonesto entre risas—. Tú ve pensando que hay que decírselo a Susana. Este tío está aprovechándose de ella, y hay que buscar una manera delicada de hacerlo.

—Vamos. Vamos ya al andén, que al final no llegamos —me apremia Iván, zanjando así una conversación que, aunque lo niegue, lo incomoda.

Me apresura para que espabile, y no es para menos. No sé si haber dormido poco es lo que me hace estar algo empanada.

El tren no tarda en llegar. Una vez sentados en nuestros respectivos asientos, caigo en el sueño que ha estado persiguiéndome desde que he subido al tren.

Poco antes de llegar a Barcelona, Iván me despierta con delicadeza. Bajamos del vagón sin hablar; el cansancio del fin de semana empieza a hacer mella en nosotros y los ánimos ya bajan de manera estrepitosa. En la misma puerta de la estación, me despido de Iván con un superchinchiabrazo. Cojo allí mismo un taxi destino a Castelldefels, a mi añorada casita.

Hace unos meses que vivo en un encantador apartamento en primera línea de playa en el pueblo de Castelldefels, que está cerca de Barcelona. Allí está el Hospital San Miguel, donde trabajo. Se encuentra lo suficientemente lejos de la gran ciudad como para vivir en tranquilidad. La capital, aunque me encanta, no está hecha para mí como residencia. Demasiado ajetreo. La verdad es que el pisito donde ahora vivo me lo consiguió Iván después de que yo dejara mi relación con David, ya que la casa en la que vivíamos juntos era de él. Mi pisito es el lugar ideal donde empezar de cero. Por lo visto, es de unos amigos alemanes de los padres de Iván, que ahora frecuentan mucho más Mallorca y tenían el piso vacío, por eso me lo alquilaron. Mi reinado es pequeño: dos habitaciones, un comedor-cocina, un baño con una preciosa bañera de hidromasaje la cual me encanta y, lo que más disfruto, una terracita que da a la calle, justo frente al mar, donde al atardecer en las tardes tibias puedo oler el salitre de la playa. Si hay el suficiente silencio, puede oírse el mar.

Al llegar, ni siquiera deshago la maleta. Me preparo un reparador baño con musiquita de fondo, con mi Rosarillo Flores y su Qué bonito. Así empieza mi particular sesión de relax, junto con unas velas aromáticas para evadirme de todo y una buena Coronita que me bebo a sorbos mientras no consigo quitarme de la cabeza a mi maldito ex: David.

Toda esa situación en Madrid me ha evocado el recuerdo del puerco de mi exnovio. David ya no es parte de mi vida desde hace unos ocho meses, pero a veces vuelve a mi mente y el muy cabrón se adueña de ella, sin que pueda hacer nada para evitarlo. «David…», me repito mientras recuerdo su pelo castaño engominado, esos ojos color miel siempre brillando y esa sonrisa por la que habría matado.

Reconozco que aún me duele el corazón al recordar cómo encontré entre su ropa interior una pulsera grabada que ponía «Con todo mi amor». Era la pulsera más bonita que nunca había visto, con pequeños colgantes en forma de delfines que a su vez formaban un corazón con una piedrecita engarzada en el centro moldeada por los mismos delfines. La encontré a finales de julio, así que, siendo el 13 de agosto mi cumpleaños, se me encogió el alma. Con una sonrisa, volví a guardarla en su sitio.

Mi sorpresa fue cuando, el 5 de agosto, estando trabajando en urgencias del hospital, vi a Elena, la nueva administrativa de recepción. Era el centro de un corrito de chicas, y lucía sonriente con algo en su muñeca. Me acerqué con una sonrisa, y entonces pude ver de qué se trataba. Un jarro de agua helada me cayó encima cuando vi la preciosa pulsera que había visto días antes escondida en el cajón de David. Elena se dio cuenta de mi cara y no tardó en apartarse del corrillo, marchándose con aire disgustado a otro lugar. Me quedé de piedra. Tonta de mí, no pude reprimir las ganas de llorar y me metí en el primer baño de personal que encontré, hasta que, no sé cómo, Su me encontró. Llamaba a la puerta mientras yo lloraba a moco tendido en el interior, pensando que mi mundo había acabado. No tardé en abrirle la puerta. Entre sollozos, con falta de aire y los mocos colgando, le expliqué lo que había ocurrido, y ella me propuso diversas maneras de matar a la preciosa Elena por zorrasca, según decía mientras me secaba las lágrimas. Me repetía una y otra vez: «Él se lo pierde, preciosa». Aunque agradecí las palabras de Su, en ese momento creí que la que perdía era yo. ¡Qué tonta!

Les pedí a Su y a Iván que por favor me dejaran solucionar el problema, que a lo mejor la pulsera estaba guardándosela al novio de Elena por algún motivo. Aun con caras de no creerlo y con un disgusto enorme por prohibirles matar a David, me dejaron hacer lo que yo decidí en aquel momento. Recuerdo cómo esa misma tarde, al llegar David de trabajar, me dio un vuelco el corazón. Al verlo, sentí que era lo que más quería y que estaba dispuesta a confiar en lo que me dijera, sin hacer preguntas.

Fui directa, como me prometí a mí misma:

—David, he visto la pulsera de Elena en el hospital. —Él soltó el maletín de muestras de medicamentos en el sillón y se dejó caer en el sofá con las manos en los ojos—. Es la pulsera que vi el otro día en…

—En mi cajón —terminó diciendo, interrumpiéndome.

Hubo unos minutos de silencio. Él se incorporó en el sofá y me miró con ojos tristes. Yo cerré los míos y derramé las lágrimas que ya habían acudido a mis ojos.

—Entonces, ya lo sabes —dijo mientras apoyaba los brazos en sus piernas, alternando miradas del suelo a mí.

—Yo no sé nada… —sollocé con la esperanza de que disimulara, de que me mintiera. ¡Qué sé yo lo que en realidad esperaba! Solo quería creerle.

—Elena y yo llevamos tres meses viéndonos —comenzó a explicarme. Para entonces, mis disimuladas lágrimas ya eran sollozos audibles—. Rut, no llores. —Se levantó y caminó hacia mí, pero alcé una mano para que no se acercara. Con la otra, me tapé la boca con la única intención de acallar mi llanto—. Creí que era una aventura, pero se nos ha ido de las manos.

—¿Estás enamorado de ella? —le pregunté con angustia, deseando que su respuesta fuera un rotundo no, para así poder perdonarlo y seguir con nuestra vida como si nada hubiera pasado.

—Sí, Rut. Me he enamorado de ella —sentenció, rompiéndome el corazón—. No llores, Rut. Lo nuestro ya estaba muerto. Lo de Elena solo ha hecho adelantar lo que era inevitable.

Sus ansias por explicarse lo empeoraron todo. «¿Cuándo había muerto lo nuestro?», me pregunto aún hoy, sin atinar la respuesta. Y lo peor: ¿Cómo no me di cuenta de ello? Los recuerdos vienen a mí como fotogramas, reviviéndolo todo.

Hice acopio de mi poco orgullo para marcharme de allí.

—Recogeré mis cosas. Esta misma tarde me iré —le dije en un sollozo ahogado.

David no contestó. Ni siquiera me miró. Solo se tapó los ojos cual cobarde.

Aquella tarde me fui a casa de mi madre, y entre llantos le expliqué a mi maravilloso tío Adolfo todo lo que había ocurrido. También se lo conté a mi hermana y a mi madre, pero ellas me revelaron algo que yo no veía. «Es que no podía funcionar», me dijeron, dejándome más hundida por mi ignorancia que por el propio abandono. En cambio, la primera reacción de mi tío fue matar a David por hacerme llorar, pero si en algo era experto, era en la propia vida. Así que, secándome las lágrimas, me dijo una sola frase: «Si ha pasado esto, es por algo, Rut. El destino tiene reservado algo mejor para ti. Estoy seguro de ello».

Mi tío ha creído desde siempre en el destino de cada persona, pero mi madre nos ha inculcado desde pequeñas a mi hermana y a mí que cada uno se labra su propio camino. Siempre me ha parecido preciosa la idea de que cada uno tiene un sendero definido, y que si te dejas llevar por la casualidad o el destino, te llevarán a tu sitio en el momento adecuado y al lugar preciso. Sin embargo, en el fondo me cuesta creerlo, porque, aunque desees hacerlo, es difícil cuando te han criado con otras ideas tan contrarias. Muchas veces deseo tener ese algo que tiene mi tío, eso que te hace ser especial. Él tiene el don de esas personas que saben qué decir en cada momento y en cada ocasión. Es de los elegidos que no solo da en el clavo con las palabras, sino que además tiene razón y te da paz, haciéndote reflexionar sobre el problema.

Noto cómo mis ojos se inundan de nuevo al recordar todo aquello, pero me niego a llorar. Me obligo no caer en ese bucle de recuerdos tan dolorosos y los abro, volviendo a mi bañera y al presente.

Ya no.

Ya no puede hacerme daño.

Ya no es parte de mi vida.

Ahora soy fuerte, mucho más fuerte.

—Que les vaya muy bien —brindo conmigo misma en voz alta pensando en David y Elena.

El hecho de que haya ascendido de puesto en la farmacéutica y así no tenga que verlo por el hospital me facilita mucho olvidarlo, o al menos no pensar en él.

Le doy un sorbo a mi Coronita después de un especial brindis: «Tú te lo pierdes». Y me obligo a creérmelo.

2

Suena ese horrible y diabólico sonido del móvil-odioso-despertador a las seis y media de la mañana, recordándome, como si se riera de mí, que es lunes y tengo que levantarme ya.

Me pongo mis vaqueros comodín de «No sé qué ponerme» a la par que un suéter de hilo de color violeta y me calzo las botas marrones, ya que, a pesar de ser marzo, aún hace bastante frío. No tengo ganas de batallar con mi pelo ondulo-rizado-liso-encrespado-loco, así que me lo recojo en una coleta alta. Me maquillo discretamente porque mi color blanco de piel pasa a ser casi fosforito. Una vez restaurada me guiño un ojo, prometiéndome que hoy va a ser un gran día. Al salir, tropiezo con mi guitarra. La dejé a un lado del sofá. Pobrecilla, no sé cómo sigue entera. Era de mi padre, y los primeros acordes me los enseñó cuando yo aún ni siquiera sabía hablar. Tiempo después, cuando tendría unos diez años, quise aprender a tocarla, y mi tío Adolfo me apuntó y me pagó las clases hasta cerca de los veinte. No se me da mal, y aunque muy poca gente sabe que compongo y canto en soledad, los que tienen conocimiento de ello, me dicen que lo hago muy bien. Por otro lado, los que me lo dicen, me quieren, así que su opinión no es muy válida ni objetiva.

Sin más, subo a mi coche y pongo a tope la radio rumbo al trabajo, pasando por alto el tráfico de la Ronda del Litoral a estas horas. Paso de amargarme el día de buena mañana. Bailo mientras conduzco. Algunos de los conductores de la caravana que hay formada sonríen al verme, negando con la cabeza, seguramente pensando que estoy medio tarumba.

Un ratito antes de salir de casa, he hablado con Iván por WhatsApp y quedado para almorzar en la cafetería del hospital con Su. Hemos acordado abordar el tema de Toni 3. No sé cómo diablos vamos a decírselo.

Toni 3, menudo ejemplar.

Sí, sí. Toni 3.

Así llamamos al marido de Su, ya que su primer marido, con el que tuvo a Eva, su hija adolescente siendo Su jovencísima, se llama Toni, por lo que él es Toni 1.

Hacían una pareja de ensueño, hasta que Eva tuvo cuatro años y Toni 1 viajaba más que nunca a Suiza, donde había expandido su empresa Innovations, una pequeña compañía informática y de las primeras creadoras de App, la cual le comía todo el tiempo, pasándole la terrible factura del amor de su vida. La empresa creció de manera vertiginosa y abrió varias sucursales en Barcelona, Madrid, Mallorca, París y Suiza, con la inestimable ayuda de su hermano, Manuel, un joven informático algo rarito. Manu es solo un par de años menor que Toni, y cuando no parecía un friki de la informática, se transformaba en un macarra de barrio. Había algo característico en ese chico, que además de ser todo un bicho raro, tenía un ojo de cada color. Un tío de lo más especialito, vaya. Pero hace como diez o doce años que no lo veo.

Susana dejó a Toni 1, pues casi no se veían y la relación fue enfriándose. Toni 1 quería tener otro hijo, a lo que Susana le reprochaba que, si no tenía tiempo ahora para Eva y ella, ¿cómo iban a tener otro bebé? Su no tardó en poner punto final a la relación más bonita que habían tenido ambos en la vida, precipitándolo todo a un aborto que ella nunca superó, y culpando a Toni 1 porque en esos momentos tan duros no estaba a su lado. Él, sin poder olvidarla, se trasladó a Suiza con su hermano Manu, el tío rarito, para dirigir la ya más que importante empresa y poder pasar página. Incluso separados tenían una preciosa relación de amistad, unida por la pequeña Eva, y aprendieron a vivir uno sin el otro gracias al mayor tesoro que ambos protegerían con su vida.

Diecisiete años tiene ya la pequeña Eva. «¡Madre mía, qué es una mujer!», me recuerdo a mí misma cada vez que me viene a la cabeza mi niña.

Toni 2 fue un guapo piloto a quien Su ayudó a operar de urgencias. Se enamoraron uno del otro como si de una película ñoña se tratara. Duró con él unos cuatro años, dejándolo por incompatibilidades varias. Sinceramente, lo que yo creo es que Susana no estaba enamorada de él. Toni 3, cirujano cardíaco en San Miguel, se enamoró de Su en una cena de Navidad. Era un reconocido mujeriego, que habría dejado de lado a las mujeres por Susana, al menos hasta ahora.

Esa es la historia de los Tonis de la vida de Su. Que acabará con un Toni, eso es seguro. Pero no sé qué número tendrá.

La mañana es bastante amena, gracias a Dios, y la hora del almuerzo llega volando. Nos encontramos en la cafetería, como de costumbre, donde Susana nos cuenta con pelos y señales cómo ha ido el fin de semana en la Molina con Eva, sin escatimar en enseñarnos las dos mil fotos del móvil que había hecho.

Una vez que acaba de explicarnos su fin de semana, nos mira con aire de saber que algo ocurre, aunque sin entender muy bien el qué. Nosotros seguimos en silencio, Iván y yo, tomándonos el café, ideando cómo abordar lo del puñetero Toni 3.

—Vamos a ver —interrumpe Susana el abrupto silencio—. ¿Se puede saber qué narices os pasa? ¿Habéis matado a alguien en Madrid o qué?

Iván y yo nos miramos sin saber muy bien qué decir. En ese momento, llega Toni 3, quien le planta un beso en los labios a Su.

—Nena, hoy llego tarde, no me esperes —le dice en un tono cariñoso mientras Su asiente y nosotros vemos estupefactos cómo ese cara dura se marcha del lugar como si nada hubiera hecho el muy alimaña.

Respiro hondo varias veces para no clavarle la cucharilla del café en el cráneo a ese desalmado. Tanto escudriñamos a Toni 3, que Susana nos despierta del sueño en el que lo perseguíamos para guillotinarlo.

—¿Qué es lo que pasa con Toni? —Iván y yo volvemos a mirarnos. Si algo tiene Su, es intuición. Además de que Iván y yo disimulamos fatal.

—Su —empiezo con la explicación para acabarla cuanto antes—, nosotros estábamos en Madrid, fuimos a Gucci. Entonces… Bueno, eso fue el sábado por la mañana. Queríamos saber… —Estoy haciéndome un lío, pero sigo hablando sin sentido, esperando que algo o alguien me saque de esta.

—¡Rut, por favor! —me interrumpe Iván.

«Gracias a Dios». Y es que, la verdad, cuando me voy por los cerros de Úbeda, soy única.

—Vale, vale —me repongo—. Vimos a Toni 3 con otra mujer. —Lo suelto así, como una bomba. Venga. Sin anestesia.

Lejos de una reacción exasperada de Su, con llantos y gritos incluidos, ella sonríe con tristeza y se mira las manos entrelazadas sobre la mesa.

—Sabía que me engañaba —contesta con aire triste mientras enjuga uno de sus ojos color noche—. Solo esperaba confirmarlo. —Vuelve a mirarnos y sonríe con pesadumbre.

—Lo siento, Su —le digo, sintiéndome culpable por ser la portadora de la noticia. Le cojo las manos y aguanto como una campeona las ganas de llorar que tengo nada más mirarla a los ojos. Pero ahora me necesita fuerte—. Su —repito, apretando sus manos entre las mías para hacerle saber que estoy aquí, a su lado.

Iván le rodea los hombros con su brazo y la acerca a su pecho.

—Tranquilos, hace semanas que me temo esto. Lo que no me esperaba es que la confirmación me llegara de parte de alguien tan fiable. —Vuelve a sonreír con pena, tocándose con impaciencia los ojos—. Lleva un mes sin apartar el ojo del móvil y del portátil, chateando hasta las tantas —nos confiesa—. Correos electrónicos misteriosos, wasaps que esconde, llamadas a deshoras. Me esquiva y se excusa cada vez más para no estar conmigo —concluye—. Os dejo. Tengo que ir a hablar con Toni. No quiero que pase ni un minuto más.

—Su, si necesitas algo… —le digo preocupada.

—Lo sé chicos. Tranquilos. —Se marcha a la vez que nos tira un beso.

Si de algo está provista Su, es de una fuerza envidiable.

Iván y yo acabamos el café sin mucha más conversación, a sabiendas de que eso es el inicio de la búsqueda de Toni 4. Susana está empeñada en ser feliz con alguien, y eso traerá a su vida seguramente al cuarto Toni de su particular saga.

Por fin llega el final del turno. Seguimos sin saber nada de Susana, quien, para postre, no contesta a mis mensajes ni al teléfono. Iván me tranquiliza asegurándome que necesita tiempo a solas con ella misma. Así que, aun estando muy preocupada por ella, decido darle espacio.

Cuando llego a casa, me encuentro sentada en el escalón de mi portal a Susana, con una bolsa de deporte a sus pies.

—¡Su! —Me acerco a ella casi corriendo—. ¡¿Qué haces aquí?! —La espachurro entre mis brazos mientras ella, sin perder la sonrisa, no puede ni hablar.

—No aguanto compartir casa con ese idiota —me dice cuando la suelto y coge aire. Está entre triste y furiosa—. He enviado a Eva a casa de una amiga a dormir. Ya le he dicho que Toni y yo vamos a separarnos.

—¿Cómo se lo ha tomado la niña? —le pegunto, sin saber si estoy siendo indiscreta, aunque ella es lo más parecido a una hermana para mí. Entre ella y yo no hay discreciones ni secretos.

—Casi brinca de alegría la sinvergüenza —me contesta sonriendo—. No le ha caído bien nunca. Anda, abre la puerta. ¿Es que no piensas invitarme a pasar? —me increpa mientras rebusco en el bolso mi manojo de llaves con mi pequeña jirafa de peluchito color rosa y lila.

—¿Y Toni? —La miro tras encontrar la llave del portal.

—Se ha quedado allí, inmóvil. No me ha dicho nada. Ni si ni no. Nada. Y lo más triste es que yo tampoco quería oírle decir nada. —Me contempla seria—. Abre, anda. No sufras más.

Una vez en casa, saco dos cervezas del frigorífico. Susana está en la terraza, encendiéndose un cigarrillo, sentada en una de las azules sillas plegables, con las piernas subidas a la barandilla cómodamente y con los pies cruzados sobre ella.

—Pero ¿tú cómo estás? —me intereso. Le alargo la cerveza, que ella coge con una sonrisa.

—En realidad, me siento liberada —se sincera tras un suspiro mientras mira el mar. Yo la observo entre sorprendida y aliviada—. Sabía que lo de Toni 3 y yo no tenía futuro. Lo sé desde hace tiempo.

—Aun así, lo siento mucho, Su —me lamento, y bebo un sorbo del botellín de mi cerveza—. Puedes quedarte en casa el tiempo que quieras. En realidad, estaba pensando en buscar un compañero de piso para compartir gastos.

Susana parece bajar de la luna en la que estaba y me mira con una sonrisa.

—Entonces, ya tienes compañera. —Baja los pies de la barandilla y me ofrece su botellín a modo de brindis, el cual acepto con sumo gusto.

«No hay mal que por bien no venga». O al menos eso es lo que diría mi tío Adolfo.

Pasamos lo que queda de tarde charlando sobre lo impresentables que son algunos hombres, por lo menos con los que hemos topado. Lo más importante es que hemos decidido compartir piso. La habitación del miedo, esa habitación que hasta ahora me sobraba y está llena de cajas aún embaladas desde la mudanza, ropa de fuera de temporada y prendas por planchar, será la idónea una vez arreglada para ella.

Al principio pregunto por Eva, pero Susana me comenta que ha acordado con Toni 1 que su hija irá a Zúrich con él a pasar la Semana Santa mientras ella se aclara las ideas. Será una buena manera de familiarizarse con el entorno, ya que Eva ha convenido con sus padres acabar sus estudios en Suiza. En cuanto vuelva a casa con Su, podrá dormir con ella hasta buscar algo un poco más grande. De todas maneras, los hermanos de Susana o su madre tienen sitio de sobra para las dos en caso de necesitarlo.

Así que está decidido: mañana, que las dos libramos, haremos limpieza de la habitación del miedo con el fin de poder apañar un dormitorio para Su.

En medio de la conversación, nos damos cuenta de que en la radio suena la canción de Luis Fonsi y Demi Lovato, Échame la culpa. En un arranque de bailoteo, Su y yo nos marcamos un medio karaoke, medio danza de la lluvia. Entre risas, entendemos que en realidad nos hace mucha ilusión vivir juntas, como un par de veinteañeras.

Vamos animándonos y bebemos una cerveza tras otra, seguidas de unos chupitos de un licor típico de algún rincón desconocido de la Tierra, que seguramente está a días de caducar, si es que no lo está ya. Lo he sacado de una caja perdida de la habitación del miedo. Riéndonos, con mi guitarrita y alguna canción, incluyendo rumbas, acabamos la velada, sin saber a qué hora terminamos yéndonos a dormir. Menos mal que casi no tengo vecinos. La mayoría de los pisos colindantes son segundas residencias.

A la mañana siguiente, los rayos de sol empiezan a darme de lleno en los ojos. Cuando por fin despierto, aún vestida sobre mi cama, veo que Susana está dormida a mi lado, atravesada y tapada con una mantita de sofá. Miro el reloj y me doy cuenta de que ya son las nueve y media de la mañana. Me levanto con parsimonia y hago una cafetera mientras busco con desesperación por los cajones algún maldito ibuprofeno; la cabeza va a estallarme.

El olor a café despierta a Susana, que se levanta cuando yo ya estoy tomando una ducha rápida para activarme. Menos mal que hoy libramos. Después del café y la caja de ibuprofeno compartida, empezamos a sacar y chafardear cajas de la habitación del miedo. Con la radio de fondo, mientras suena Perro Fiel, de Shakira, me doy cuenta de lo que ya sabemos de sobra: lo mal que estamos de la cabeza.

—¿Esto qué es? —Saca unas entradas antiguas del Circo del Sol de una de las cajas sin abrir.

—Es cuando David y yo…

No me deja acabar y las lanza por los aires:

—¡A la basura! —exclama una y otra vez—. ¡A la basura! —Entretanto, vacía cajas y cajas de lo que yo creía recuerdos.

—¡Eso no! —me quejo.

—¿Cómo que no? Cielo, esto no es sano. ¿Tienes Diógenes? ¿Eres masoca? No. Pues a la basura.

Me río mientras me mira.

En realidad, tiene más razón que un santo, y agradezco en lo más profundo de mi ser que alguien me obligue a armarme de valor para tirar todo aquello que me encalla en el pasado. Desde las Navidades, donde me sentí tremendamente sola y desdichada, quise hacer un cambio de actitud que incluía quererme más a mí misma, no culparme por todo y divertirme más. Pensar menos, y desde luego no sentir culpa por aquello que sucede y que no tengo el poder de controlar. Las cosas son como son, sin más.

—Gracias, Su —le agradezco entre sonrisas.

Ella sabe perfectamente a lo que me refiero.

—Esto no es nada, Rut. Cuando empiece con tu armario, no voy a acabar. —Se ríe cual bruja removiendo su marmita.

—¿Qué tiene de malo mi armario? —me escandalizo.

—Pues que estás desaprovechada, hija. Voy a hacer que todos los tíos se giren a tu paso. Ya está bien. —Sonrío al oírla—. Con esa melenaza morena y esos ojazos que gastas, ya está bien de lamentarse por los rincones. —Continúa tirando cosas a diestro y siniestro—. No voy a consentirlo, y ahora que estoy soltera, ¡¡¡a golfear!!!

Las dos soltamos una carcajada.

—En eso estoy de acuerdo —coincido, riendo por su sermón.

Me guiña un ojo y sigue lanzando cosas, pero esta vez me uno a ella.

Está siendo de lo más divertido y liberador. Me siento valiente según me deshago de esos malditos recuerdos que lo único que hacen es anclarme a un pasado que ya no quiero. A decir verdad, ni siquiera sabía que ya no los quería. A decir verdad, me siento genial.

Para comer, pedimos comida china, y para las ocho de la tarde, ya tenemos la habitación amueblada. O casi. Iván y su hermano Alfredo nos ayudan a traer los muebles de IKEA con la furgoneta de Alfredo. Susana ha elegido durante la misma tarde una cama, un escritorio-tocador, un espejo de pie, una mesilla de noche, un nórdico, un colchón, una almohada y un par de juegos de sábanas, y no tardamos en montarlo todo entre los cuatro. Por suerte, la habitación, aunque pequeña, tiene un armario con unos altillos empotrados, lo que nos ahorra varios dolores de cabeza con el tema de armarios. Para las diez, estamos comiendo una pizza junto con Iván y Eva, quien ha traído ya su maleta para que al día siguiente la recoja su padre y se la lleve a Zúrich cerca de un mes. Al menos, así lo han acordado. Eva ya tiene hasta apalabrados los trabajos de clase que tendrá que hacer en su ausencia, los cuales tendrá que enviarle por correo electrónico a su tutora puntualmente. Toni 1 ha contratado a una tutora personal para que su hija no se retrase en sus estudios, aunque los siga en Suiza.

Susana me comenta que ha quedado al día siguiente en la plaza de Gaudí, parque que está delante del templo de la Sagrada Familia en Barcelona, donde ella ha vivido hasta ahora con Toni 3, para que Eva baje las otras dos maletas que tiene preparadas. Han quedado en el puesto de zumos naturales del parque sobre las tres, para así tomarse un cafelillo y despedirse de Eva. Creo que es un buen plan para que el padre de Eva disfrute de la compañía de la niña mientras Su vuelve a poner orden en su vida.

Sonrío mientras miro ese círculo de personas a las que quiero tanto: Susana, Iván y, cómo no, mi pequeña Eva. Mi familia. Soy muy afortunada y muy consciente de ello. Ellos, junto con mi tío, conforman el núcleo duro de mi familia. Es verdad que tengo a mi madre y a mi hermana Carla, pero ellas dos son mucho más pragmáticas y prácticas que yo. No se alimentan de sueños ni ilusiones; lo que hay es lo que hay y nada más. En cambio, mi abuela, que falleció hace años, y mi padre, que me dejó también siendo muy niña, eran más como yo: soñadores y risueños, hechos de ilusiones y sin querer creer que la gente puede ser mala porque sí y sin razón aparente. Vaya unos pobres inocentes. Pero me gusta ser como soy.

Luego está mi querido tío Adolfo, el hermano de mi madre, al cual quiero como a un padre. Él, incondicional, siempre está a mi lado, ayudándome a ver las cosas que no se ven y haciéndome entender que cada uno tiene su propia batalla. Una persona maravillosa.