Almanaque Chileno de terror - Paulo Guzmán Marín - E-Book

Almanaque Chileno de terror E-Book

Paulo Guzmán Marín

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Beschreibung

"Recorre todo Chile en los brazos de sus leyendas más lúgubres. Una colección de relatos que abarca el territorio nacional de norte a sur. Un viaje aterrador a través de paisajes rurales, donde cada historia se despliega como una pesadilla viviente. Caníbales, fantasmas, supersticiones, brujas y falsos profetas, infancias marcadas por la pérdida, rituales de toda índole y la religión siempre en primer plano. Nadie resiste la tentación de mirar lo que se esconde entre las sombras."

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© Almanaque chileno de terror

Sello: Nepenthe

Primera edición digital: Abril 2024

© Paulo Guzmán Marín

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: Camilo Palma

Corrección de textos: Felipe Reyes

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-73-0

ISBN digital: 978-956-6183-95-2

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

- Carlota y el Carbunclo 1934 Pampa del Tamarugal -

“Esta es la última”, y exhaló el metal sanguinolento tras presionar suavemente su diafragma con ambas manos. Se cansó de tentar su suerte tras despertar en el suelo de su dormitorio junto a la loza desparramada, observando a tientas las botellas de licor sobre el pequeño altar armado en un diminuto cajón de tomates.

Si de intentar disfrazar intenciones hablamos, Carlota era muy eficaz en ocultar su cometido, disfrazando el olor a trago colgando pequeñas ramitas de lavanda en su chal, lo más cerca posible de su clavícula, para pasar desapercibido el aliento a vino y tristeza.

Pero, a pesar de los intentos, ella sabía que su mente le cobraba cuentas en monedas que dilataban su juicio y esa mañana (¿era ya de mañana?) se enfocó en mantener su serenidad y evitar fracasar en el intento.

Reparó en la luz que se colaba por entre el cholguán de su estancia y otro suspiro ardiente depuró desde su estómago con un poco de alivio, gracias a Dios. Todavía no era hora de almuerzo y tendría tiempo para trapear la casa antes de que se despertaran las niñas.

De pie, mirando sus facciones en el espejo trizado junto a su cama, intentó pasar por el hecho de que sus ojos se parecieran tanto a los de su hija muerta.

***

La Sirena Azul era de las pocas casas de remolienda que quedaba en Iquique o, al menos, una que conservaba su renombre gracias a su reputación, amparada por su basta variedad en gustos para caballeros de todo Chile y algunos pocos que todavía cruzaban el mundo parando en el puerto norteño, antes de continuar a destinos más interesantes.

Una garantía, que en estos días podría tildarse de fetichista, aseguraba la supervivencia de la Sirena Azul gracias al catálogo de damas tratadas como reinas al presentarse a sí mismas como una exquisitez única, dejando atrás su pasado poco jocoso como esposas de las salitreras que quebraron, tal como el ímpetu de los mineros que avanzaban cabizbajos hacia los conventillos de Santiago.

En una esquina, no muy lejos de los edificios públicos, las dos plantas de la casa dormitaban plácidamente antes de comenzar su jarana: el jardín seco repleto de espinos, coartada de los vasos de whisky que se servían el interior del salón, funcionaba como la fachada perfecta para no denostar la moral de las señoritas que paseaban por la costanera observando de reojo el ventanal de la segunda planta, donde retozaban alrededor de siete mujeres, agotadas por un jueves que pecó de intenso, viviendo una vida de geisha como les recriminaría Betania apenas se despertaran. Pero antes, debía barrer las cenizas desperdigadas sobre el pasillo de madera que enceró hace tan solo dos días atrás.

Las paredes de tela roja recubrían el salón donde se encontraba el bar, estorbando su espacio central con diferentes figuras de animales marinos recubiertos en yeso que parecían moverse solos de aquí para allá en medio de la madrugada. Junto a ellos, las mesas redondas de color negro conservaban las circunferencias de licor fresco mientras los Chesterfield reposaban a medio quemar sobre las conchas de ostiones púrpuras.

La última aleta de la sirena, esa reservada al más perfecto ostracismo en la parte más desprolija de sus escamas, estaba reservada para Carlota junto a la pequeña habitación en el patio, que transformó en su hogar gracias a la generosidad de Betania, quien con mucho esfuerzo y sin saber prácticamente nada de construcción, logró armar cuatro paredes de madera y metal débil para que su inquilina descansara de sus propios demonios antes de hacer el aseo, todavía ebria de la noche anterior.

—Estos gringos dejan todo pasado a mierda —murmuró entre dientes mientras atravesaba la puerta trasera sujetando la escoba. Estaba un poco aliviada de que su olor a noche pasara desapercibido ante la escena y pensó en quitarse las flores del chal, pero no lo hizo.

Pasaron varios minutos, quizás media hora cuando, entre la prolijidad de su trabajo recogiendo los recovecos de conversaciones borrachas, apareció Betania con su bata carmesí sosteniendo un mate calentito.

—¿Mala noche, Carolita? —preguntó cariñosamente, mirándola a los ojos. Su voz grave rebotó entre los animalejos hasta perforar la consciencia de Carlota.

—Para nada, Betty, todo bien, gracias. ¿Cómo puedes tomar esa payasada con este calor? Afuera el sol pica como diablo. Dios, que eres loca, no te entiendo nada —apuró el paso con el aseo porque, por mucho que la dueña y administradora de la Sirena Azul fuera su amiga, no podía darse el gusto de continuar procrastinando y menos si los gringos tenían horarios tan raros, apareciendo de sorpresa y sin invitación (pero con los bolsillos llenos).

—El mate es para ti, niña, mírate la cara: parece que no comiste nada hace años... ya, siéntate conmigo y convérsame, ¿qué es lo que pasa? ¿Te falta algo?

Mientras Betania se acomodaba en el taburete, a Carlota le resultó imposible esquivar esa mirada casi parda de los ojos que hace años atrás la observaron mientras divagaba palabras sin sentido, bebiendo sola en la playa Cavancha.

—No me falta nada, Betty —respondió con la mirada puesta en la botella de whisky que le hacía una invitación indecorosa.

—Yo creo que sí, pero ¿sabes qué? Termina acá y tómate la tarde. Pero antes, te tienes que tomar el mate, total hoy me encargo de todo, qué más da, si tampoco está hecho un desastre, y alguna vez que las flojas de arriba hagan sus camas solas poh’, ¿o no?

—No, cómo se te ocurre, olvídalo —respondió Carlota, fregando las botellas con un paño—. Además, hoy es viernes, el Rómulo me va a odiar, no he hecho ni el almuerzo, qué horror…

Cansada de que no le hicieran caso a la primera, Betania aseguró que Rómulo salió temprano para pololear con un marino al que le hizo los puntos cuando vino a dejar una encomienda para su superior. Lo iba a obligar a que hiciera almuerzo como castigo por desaparecer sin aviso y por caliente. Pero también, la Betty conocía muy bien a los marinos y le daba miedo que Romulito llegara machucado, porque esos son bravos cuando se les confunde la cabeza y se empiezan a enamorar de otro varón.

A modo de agradecimiento, Carlota sirvió la primera caña del día para Betania, antes de retirarse a la jaulita que las chicas armaron para darle fortaleza y lograr que se pusiera de pie. Dentro de sí misma, con el pecho oprimido, al igual que la lavanda que ubicó cerca de su cuello, meditó sobre lo mucho que le gustaría estar sacudiendo las alfombras y los tigres de felpa antes de quedarse recostada todo el día con sus pensamientos.

Estirada en el colchón, escuchando el viento del norte maullar en medio de un sol fuera de lo común, se quedó dormida con el padre nuestro en la punta de la lengua. Ahí, las balas comenzaron a repiquetear sobre las costillas de sus amigos y familia, como ocurría apenas cerraba los ojos.

***

Desde Purén llegó al norte sobre la espalda pegajosa y mojada de su padre, quien sonreía orgulloso de una nueva vida que le otorgaría posibilidades inimaginables a él y sus compañeros, camino a la oficina salitrera cuyo nombre intentaban pronunciar sin mucho éxito.

El dueño, un gringo al que no conocerían jamás, manejaba el negocio desde su tierra, mientras las generaciones criadas en el campo como inquilinos, cuyo valor era menor al de los cerdos que criaban para el patrón, trabajaban el salitre en medio de la pampa inhóspita, exponiéndose a una dualidad valórica que seducía a la herejía por sobre las costumbres bien intencionadas: había calor, un frío glacial, había también oportunidades, pero también había jarana. Y donde se encuentra esto último, por supuesto, había derroche.

Las casitas de los obreros no eran más que estancias de latón, como las que sostenían los huesos de Carlota mientras dormía la mona, y pronto entre sus paredes se habló de oportunidades que conocían tanto peruanos, como chilenos y bolivianos. Una de ellas era el carbunclo.

Las familias no hablaban del carbunclo como una forma de entretención, para nada, incluso se tomaban mucho más enserio su existencia que la de varios personajes de la biblia que el cura vociferaba los domingos a medio día, pero varias veces discrepaban de su forma: algunos afirmaban que se trataba de un roedor pequeño, como una chinchilla, que tenía un espejo en su frente por donde expelía fuego.

Sin embargo, el padre de Carlota aseguraba conocer a alguien que conoció a Gaspar Huerta, un nuevo rico de La Serena que se encontró con el carbunclo cuando cavaba una acequia en Coquimbo. Según le dijo al conocido, Huerta se apresuró en romper el caparazón del animalito antes de que pudiera escabullirse entre las madrigueras, mostrando poca importancia por su composición, porque lo que realmente importante del asunto era lo que escondía dentro de su cascarón: oro.

Todo el mineral que los españoles buscaron sin éxito en Chile, lo resguardaba celosamente este bicho alimentándose de su material, burlándose de los mineros que picaban tierra en medio del desierto, para él pasear con una fortuna bajo sus pies descalzos.

Durante le sequía de 1924, muchos se lanzaron en búsqueda de una familia de carbunclos que aparentemente bajó desde los cerros que circundaban la provincia de Limarí. Para entonces, una joven Carlota comenzaba a escaparse de casa para beber chicha de manzana con Silvia, su amiga y confidente que se creía la muerte por encontrar trabajo en la pulpería de Franco, el italiano. Ninguna, y nadie más que las personas que movían los hilos de la salitrera en tierras lejanas, sabían cuánto cambiaría la vida de miles de personas que llegaron al norte para encontrar su independencia económica, su educación, libertad, y su propio carbunclo.

Entre risas, Carlota comentaba a Silvia que tenía ganas de casarse y no esperar a los quince, que su mamá ya le había contado todo lo que necesitaba saber. En ese momento, su rostro se llenó de sangre luego de que una bala redonda y metálica atravesara el cráneo de su amiga.

Despertó en el dormitorio del patio trasero de la Sirena Azul, y mientras rezaba con todas sus fuerzas para olvidar el horror que la perseguía desde hace años, Carlota lloró de impotencia por las ganas que tenía de tomar vino.

***

Sin complicarse demasiado, porque definitivamente el tiempo valió la pena, Rómulo pelaba las papas para el charquicán mientras gritaba intermitentemente entre canciones:

—¡A levantarse, flojas de mieeeeeerda!

Recién, mientras desgranaba las arvejas, escuchó las primeras pisadas de furia bajando por las escaleras. Por supuesto que se trataba de María Perla, pensó mientras reía sorbiendo un poco té con jengibre.

No estaba enojado con Carlota por evadir la responsabilidad de la cocina, ni tampoco con Betania que lo recibió con un coscacho en la nuca, solo pensaba en lo mucho que le gustaba pasar esas mañanas con el marino, su marino, a quien poco le importaba el nombre o lo que tuviera en los sesos. Se conformaba con hacer otras cosas que aprendió mirando a las niñas que sacaba de quicio actuando como despertador con patas.

—Puta que eres desagradable tú, oye, ¿qué te cuesta tocar la puerta y tratarnos con delicadeza alguna vez? —recriminó María Perla, sentándose en la mesa de la cocina esperando que le sirvieran.

—Bueno. Perdón, mi reina, aquí está su banquete —ironizó el joven, a quien los clientes llamaban el maricón del piano.

—De nuevo esta cuestión. Si te estás pescando a un marino, mínimo que vengas con unas ostritas de vez en cuando, ¿o es de medio pelo el susodicho? —se burló Perla, cansada del menú que indicaba Betania con rigurosidad.

Se rieron antes de que apareciera Rayén, la más callada y delgada de todas, famosa por sus modales y por ser el punto de sobriedad en una noche que se descontrolaba con facilidad. Ella atendía de forma exclusiva al turco Sebastián, de Antofagasta, que se enamoró de sus manos tiernas y hacía el viaje hacia Iquique todos los sábados, pese a las sospechas de varios de sus nueve hijos.

La Sirena Azul comenzó a zambullirse en la cotidianidad habitual de su disfuncional horario, y para Rómulo, las mejores horas eran cuando se hacía la previa entre todas antes de ponerse manos a la obra sobre clientes habituales. En el atardecer, luego del baño y el maquillaje, luego del perfume y la seda de imitación, después de quitarse el sudor de hombre del vientre y despejar de sus cabezas las culpas transmitidas luego de actuar como confidentes pagadas, podían beber algo comentando los pormenores de la noche anterior. La historia del marino, del hijo del alcalde que se emborrachó y no pudo debutar, de la chica que hace un año les robó todas las joyas y se escapó a Rancagua, según la información de otras compañeras de la zona, de todo, menos del futuro ni del miedo que les daba envejecer.

Oriana, la colorina italiana que en realidad se llamaba Helia Pérez, preguntó por Carlota, a quien todas querían por conservar esos ojos sinceros, pese a las circunstancias horribles que la llevaron hasta la puerta resquebrada de la Sirena Azul. Betty explicó que la niña no se sentía bien, que estaba preocupada por ella, que a veces la escuchaba gritar y que le perdonaba las botellas que se llevaba a su dormitorio a escondidas. Y entonces, en medio del salón, apareció Carlota fingiendo una sonrisa, con su tomate recién peinado, aparentando que todo lo que necesitaba era una siesta reponedora y nada más.

Yendo a la cocina para preparar los bocadillos, Betania le pisó los talones dudando de su falso ímpetu, preguntándose si realmente podría ser capaz de soportar otra jornada de farra. Carlota no era prostituta, pero funcionaba como un vínculo que le recordaba a sus clientes que esta no era tierra de nadie, que las señoritas se respetan, que deben pagar antes de irse y que, si era necesario extorsionarlos, lo haría, porque nadie se metía con ellas. Menos con Betania, eso sí que no.

Rómulo también cumplía ese rol (además de ofrecer sus servicios a los hombres que se atrevían a experimentar), pero varias veces le ofrecían pelea. A Carlota, en cambio, no podían golpearla por ser mujer, tragándose el orgullo cuando se veían acorralados.

“Le vuelve a tocar un pelo a Hermilda y todo el puerto sabrá que la tiene chica, coronel”, dijo una vez Carlota, sorprendiendo a Betty, que por poco se desmaya frente al atrevimiento de su protegida.

Mientras el calor realizaba su caída libre hacia el fondo del mar, las varitas de incienso llenaban el salón de humo y la música del giradiscos ponía a todos a tono, incluso Carlota bebía sin control y continuaba con los preparativos de la noche: unas plumas por acá, otras por allá; periódicos donde los hombres podían enterarse de lo último ocurrido en Chile, si es que venían de un largo viaje por el mar; ceniceros limpios, estatuas relucientes, chicas animosas y un hombre enamorado.

Betania pensó por un momento que, quizás, era cierto que Carlota necesitaba un descanso y nada más; que los gritos que despertaban al barrio durante la medianoche pronto serían parte de los recuerdos que enterraría, como todas quienes se olvidaron de la vida antes de entrar por el dintel de la Sirena Azul. Observando la escena, satisfecha por la familia que convergía en ese espacio tan poco probable, Betty abrió la puerta a tres caballeros de Santiago, quienes venían con una pinta tan desprolija, que por poco les rehusó el derecho de entrar.

Entonces, curiosa por los recién llegados, Carlota se acercó al recibidor y arqueó las cejas tras descubrir que conocía a uno de ellos: las patillas prominentes, los labios delgados y el temple tosco en los ojos de ese hombre, fue lo último que vieron sus hijos, su marido y sus amigos hace diez años, durante la matanza de La Coruña.

***

Dos días de huelga y Carlota ya estaba cansada de tener que cuidar todo el día a Esteban, de cinco, y Rosita, de tres. Su marido no era para nada revolucionario y poco entendía sobre la causa por la que luchaban. Mientras los demás hombres, comunistas y anarquistas, vociferaban contra la desigualdad por la que murieron miles de compañeros en la Escuela Santa María de Iquique, hace casi dos décadas, y en cómo su reclamo se escuchaba fuerte y claro a través de esta generación de idealistas que heredó su valor póstumamente.

Organizadas por los sindicatos de mujeres obreras, las vecinas de Carlota corrían de aquí para allá llevando municiones para sus esposos, quienes se atrincheraban en las calicheras, mientras Carlota hacía lo que podía para atender la olla común con víveres de la recién saqueada pulpería.

El estrés de cocinar para dos mil personas entre seis mujeres y vigilar a los revoltosos de sus hijos, le ocupaba toda la mente, sin dejar espacio para un ápice de la revolución que se llevaba a cabo.

No era la primera vez que se vivía una insurrección, pero esta olía diferente: el presidente era de Tarapacá, él conocía las condiciones de vida en las oficinas salitreras y era imposible que un hecho tan crudo como la matanza de Iquique se replicara, de eso ni hablar, era su única certeza y todos estaban de acuerdo con ello.

Revolviendo la carbonada, escuchaba las explosiones de granada que hicieron retumbar la madera del comedor comunitario; se preocupó por el flacuchento de su esposo que apenas se podía sostener los pantalones y ahora le daba por jugar a la guerra.

“¿Se habrá olvidado del chamanto?”, pensó mientras servía rápidamente a una veintena de niños que jugaban en el comedor felices por no ir a la escuela. Intentó doblar el trabajo porque Silvia, su amiga de toda la vida, estaba embarazada y tenía los pies hinchados como chancho, según le recriminaba para hacerla reír.

Los obreros y el ejército se disparaban unos a otros desde las viviendas y el desierto. Los primeros, con tarros de latón soldados rellenos de dinamita, y los segundos, con toda la artillería traída desde el puerto de Valparaíso.

Esteban escapó del comedor y Carlota se intentaba convencer de que el asunto terminaría pronto con acuerdos a corto plazo y que esa noche volverían a su casita de latón antes de retomar la vida cotidiana, esperando no sufrir demasiadas consecuencias. Se limpió las manos en el delantal, lista para darle un tirón de orejas a su hijo por mañoso, ¿por qué nunca le había gustado la carbonada?, si debía ser como su hermana Rosita, como los otros niños que se comían todo… Y en ese momento, casi al alcanzar el brazo de su hijo, el mundo quedó contrario, con el infierno en su cabeza y el diablo cabalgando hacia ellos.

El bombardeo de los cañones del regimiento Carampangue alcanzó las rampas de secado donde reposaba el salitre que recogían los hombres. Aquellas columnas metálicas llenas de humo intermitente, sus rampas y toda la enorme estructura que resaltaba en medio de una tierra hermosa y plana, ardió, explotó y el fuego consumió todo a su alcance mientras las balas no dejaban de atravesar la Coruña.

Carlota estaba en el suelo, todavía con la mano estirada, sintiendo un calor infernal, mientras los gritos que escuchaba a pocos metros le sonaban familiares: media estructura de las instalaciones cayó sobre el comedor comunitario, desde donde se arrastraban mujeres y niños en llamas, recibidos por las bayonetas del ejército descontrolado que no escuchaba una orden más que la de detener la aparente insurrección soviética de la que hablaban en Santiago.

El cielo se tornó negro y el fuego alcanzó las viviendas de los obreros, también la estupenda estructura, orgullo de sus propietarios. Ya no había causas, ni menos ideales, ni siquiera los chiquillos que miraban la escena con horror podían hacer caso omiso de sus superiores que, a modo de ejemplo, disparaban en la cabeza de los pobladores de la Coruña, como Silvia, que logró escapar del fuego, pero no de la mano de hierro de uno de los generales.

Muchas veces, según le contó su padre, los hombres se vuelven locos cuando toman mucho y empiezan a tener visiones. Carlota pensó que, tal vez, el charquicán tenía algo que la hizo alucinar, porque lo que ocurría no podía estar pasando. No podía ser Silvia la que yacía en el suelo de tierra mientras los pobladores le pasaban por encima, y no podían ser los gritos de su hija Rosita los que escuchaba a través de las llamas del comedor del que acababa de salir.

***

Tras correr por las escaleras ubicadas junto al recibidor, Carlota se encerró en un cuarto y vomitó sobre la primera palangana que encontró. Poco le importó que no estuviera vaciada y apenas logró sacar el odio de sus entrañas, un llanto soporífero sucedió sus arcadas.

Se cubrió el rostro para no enfrentar que seguía siendo la misma mujer traumada desde que vivió los hechos en la Coruña, cuando tenía veinticuatro años. Siendo el mundo tan grande, ahora tendría que soportar que el asesino se revolcara con una de las chicas, sintiendo placer en sus narices, paseándose con completa impunidad metros más abajo.

—¡Sírvase, guapo! —gritó entusiasta Betania mientras las chicas cantaban para el grupo de amigos, presidido por un serio Segismundo Tapia, que pidió una botella de whisky y que hicieran callar al maricón porque no le gustaba su presencia.

Rómulo se retiró con ganas, a sabiendas que estos cuatreros no eran de la calaña habitual de hombres que jugaban bridge mientras se servían alguna cosa, y le advirtió a Carlota, que bajaba las escaleras, que tendría mucho trabajo conteniendo a esos huasos.

Tras el bar, Carlota se agachaba y sorbía whisky mientras fingía estar bien tras su semblante pálido, evitando todo contacto con los ojos de Tapia, a quien vio acribillar a varios hombres por la espalda mientras ella fingía estar muerta sobre la tierra ardiente de la oficina salitrera.

Al hombre no le importó que una mujer fuera la encargada del bar porque solo bebía cañas de pisco, no demoró mucho en hacerse el lindo con las demás chicas, exigiendo la atención de Rayén, quien pensaba en el sábado como una forma de disociar la compañía de los brutos que, según contaron, se dirigían a Lima luego del éxito de un negocio que hicieron en Talcahuano, hace tan solo un par de semanas.

Betania observaba a Carlota de reojo, sin demostrar preocupación por verla tambaleando sobre sus pies, ya sin disimular que estaba bebiendo el whisky que tanto le gustaba al coronel Sepúlveda. Ya le era imposible fingir que no odiaba a ese desgraciado y las tardes de sueños imaginando un plan elaborado para hacer justicia se fueron al carajo. Quería saltar los taburetes y rajar su cuello con el sacacorchos, sin importar las consecuencias futuras de su acto, porque ninguna muerte era semejante a lo que vivió en su hogar.

Supuso que su marido yacía calcinado en las calicheras, como los cientos de hombres que fueron asesinados por el ejército; que su amiga Silvia le sobaba la espalda a la espera de un acto final de ajusticiamiento, y que, pese a que estaba en una especial desventaja porque el hombre era enorme, si moría, por lo menos volvería a los brazos de sus hijos, Esteban y Rosita.

Mientras Hermilda bailaba un pie de cueca con uno de los recién llegados, Carlota aprovechó el boche para fijarse en los detalles de Segismundo: su uniforme maltraído, su pelo desordenado, sus dientes amarillos; definitivamente no era un caballero que se jactara de venir a un lugar exclusivo como la Sirena Azul, donde el cliente aparecía con la misma prolijidad con la que esperaba ser tratado.

Y ahí, mientras observaba las costuras remilgadas de sus mangas, observó que el criminal llevaba en su bolsillo izquierdo la concha de un molusco, uno que brillaba de manera tenue mientras se asomaba tímidamente por las costuras.

No cabía duda: estaba frente a la presencia del carbunclo.

Cuando Betania la encontró divagando en la playa, gritando a los lobos marinos, comiendo algas crudas, perdiendo la cabeza que se quedó en medio de la pampa, ahora destruida para que no quedara resquicio donde honrar la memoria, Carlota nunca pensó salir de aquel trance.

Con el pasar de los años, la angustia se convirtió en algo profundo, que aparecía desde su pecho en forma de taquicardia y pequeños episodios donde temblaba frente al miedo de volver a perder el juicio. Más tiempo, y la tristeza se transformó en evasión: mucho mejor era no sentir nada, protegerse del todo frente a las circunstancias.

¿Por qué alguien como ella, tan simple, sin expectativas ni ambiciones de riquezas, tenía que pasar por esto? ¿Por qué vio explotar la Coruña y ser testigo de la seguidilla de asesinatos de inocentes?

¿Por qué tuvo que sobrevivir para ver a uno de los tantos responsables divirtiéndose con la familia, su familia, que apareció para rescatarla, pese a sus prejuicios iniciales?

Tenía que quitarle el Carbunclo, ese bastardo no se lo merecía; no podía estar sonriendo, ya no se trataba de venganza, se trataba de justicia. Betty se volvió presa del pánico tras ver la mirada de su querida Carolita, la conocía muy bien: era la mirada de aquellos que no miden riesgos ni consecuencias.

Pero antes de poder hacer cualquier cosa, las manos de Carlota ya apretaban el sacacorchos frente a la nariz del cliente, que fijó sus ojos en los de ella, extrañado, sin sospechar que moriría pronto. Y ante los gritos desaforados de las niñitas de la Sirena Azul, una bala cruzó el salón en dirección a la yugular de Segismundo Tapia, que se desangró observando los ojos negros de Carlota, llenos de un odio que no alcanzó a comprender.

***

Rómulo se encontraba en la entrada del salón junto al marino, que era su amante, y que también había disparado al cuello de Segismundo Tapia, que se llamaba en realidad Juan Dios Navarro y era buscado por asesinar al juez de Valparaíso, Ricardo Huidobro, mediante la encomienda de otro homólogo. La verdad es que Tapia o Navarro, su nombre no importaba, era un asesino a sueldo que a veces trabajaba de manera particular, y otras para el ejército y las fuerzas de orden que necesitaban contención y sangre fría.

Sus amigos temblaban junto a las niñas antes de ser apresados por carabineros, mientras el marino, que no quiso decir su nombre, se encondió en la habitación de Carlota, tomando la mano de su novio y explicando la razón de lo que acababa de hacer:

Esa mañana le mostró los dibujos de la banda holandesa a Rómulo, seguro de que pernoctarían en la Sirena por los aires de grandeza que se daba su líder: si bien era un eficaz asesino, era un pésimo inversor, y dilapidaba su fortuna dándose aires de caballero, de gastar mucho a costa de la vida de terceros, para verse en la ruina al día siguiente buscando donde generar más conflictos.

Tras estar seguro de su presencia, Rómulo corrió hasta el cuartel, dando la señal de actuar al marino que dudó un poco de esta buena suerte y se pavoneó con su arma en la mano por su buena intuición.

Sin embargo, no podía decir que le dio muerte en una casa de remolienda, y menos que el hombre que le había dado el dato tenía una estrecha relación amorosa con él. Por el primer motivo podrían destituirlo, porque si bien no es el primer marino que iba a pasar un buen rato con prostitutas, el caso era tan mediático que su nombre aparecería en todos los periódicos de la nación: desde los anarquistas hasta los conservadores. Pero, y como ya sospechaban sus compañeros, si se comenzaba a hablar sobre su relación con otro hombre, lo enviarían a Pisagua. Y de ahí nadie volvía.