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La novela más divertida del autor más inclasificable. Christopher Moore es el mejor exponente de la llamada "Ficción absurda", un movimiento literario que se caracteriza por cultivar el humor absurdo y los argumentos imposibles. Los títulos de Moore son auténticos fenómenos de ventas en los Estados Unidos y han convocado a una legión de fans muy activos e implicados. En "Almas de segunda mano", Charlie Asher, uno de los personajes más emblemáticos de los libros de Moore, acepta la tarea de recolectar las almas de los difuntos recientes para mantener a raya a las fuerzas de la oscuridad. Mientras procura cumplir con esta tarea desquiciada, se enfrenta a todo tipo de criaturas fantásticas y, en el curso de esos combates, muere; pero su alma se librará del infierno gracias a la intervención de su hija, Sophie, que parece haber heredado los mismos poderes místicos que tenía Charlie. Este es apenas un apunte de una trama enloquecida y desternillante que transita entre San Francisco y el inframundo y que resulta tan difícil de contar como divertida de leer. "Escribir debería ser divertido. [Moore] lleva esta idea a nuevas alturas… raro, locamente entretenido… Es imposible imaginarse historias así. Excepto para Christopher Moore." Washington Post "Fantásticamente extraña… poderosamente entretenida… un viaje divertidísimo… Moore ha creado una novela que late con su propia y brillante alma de principio a fin." USA Today "Moore ha creado un mundo que es completamente suyo, trata temas oscuros con una irreverencia desenfadada. Tiene bastante pathos para ser una historia dedicada a un hombre ardilla con un pene gigante. Fans de Moore, alegraos." AV Club "Esta novela es tan chiflada, franca, irresistible y extraña como presume serlo… "Almas de segunda mano" no decepciona como secuela, se sostiene sola, está llena de humor, diversión, horror y un elenco fantástico de personajes." New York Journal of Books
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CHRISTOPHER MOORE
ALMASDESEGUNDAMANO
Traducción de
Victoria Horrillo Ledesma
© Christopher Moore, 2015
© Traducción: Victoria Horrillo Ledesma
© Los libros del lince, S. L.
Gran Via de les Corts Catalanes, 657, entresuelo
08010 Barcelona
www.linceediciones.com
Título original: Secondhand Souls
ISBN DIGITAL: 978-84-947126-1-6
Depósito legal: B-8445-2017
Primera edición: junio de 2017
Imagen de cubierta: © Dan Christofferson
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préstamo públicos.
Índice
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Índice
Prólogo
PRIMERA PARTE
1. El día de los muertos
2. Los rumores de mi fallecimiento
3. Algo pasa con Sophie
4. Las tribulaciones del Mentolado
5. Los habitantes de debajo del porche
6. Los fantasmas del puente
7. Cagarrutita y muerte
8. Los Amigos de Dorothy
9. Café con Lily
SEGUNDA PARTE
10. Remembranzas del pasado
11. Lágrimas de cocodrilo
12. La oscuridad sobre ruedas y la monja culona
13. La sombra de un millar de pájaros
14. Soñar, acaso
Rivera
Minty Fresh
Mike Sullivan
Lily
Audrey y Charlie
Las Morrigan
15. Jueves en el puente
16. Un nuevo día
17. Ven, tiéndete a mi lado
18. Estrategia
TERCERA PARTE
19. La aventura de Charlie Tembleque
20. Probando, probando
21. Matar a Villarreal
22. Fresh
23. Atractores extraños
24. Batalla
25. La carta de la muerte
26. El Inframundo
27. Fort Point
28. La provocación de Minty
29. Así que pasó de verdad
Agradecimientos
Colofón
Prólogo
(Extraído de El gran libro de la muerte, primera edición.)
Enhorabuena, has sido elegido para ejercer de Muerte. Es un trabajo muy sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Tu labor consiste en recuperar las vasijas de las almas de los muertos y los moribundos y ocuparte de que lleguen a su siguiente encarnación. Si fracasas, las tinieblas cubrirán el mundo y reinará el caos.Hace algún tiempo, el Luminatus o la Gran Muerte, que mantenía el equilibrio entre la luz y la oscuridad, dejó de existir. Desde entonces, las fuerzas de la oscuridad tratan de levantarse desde el Inframundo. Tú eres todo lo que se interpone entre ellas y la destrucción del alma colectiva de la humanidad. Intenta no cagarla.Para contener a las fuerzas de la oscuridad necesitarás un lápiz del número 2 y un calendario, preferiblemente uno sin ilustraciones de gatitos. Te llegarán nombres y números. El número indica cuántos días tienes para recuperar la vasija del alma. No llegues tarde. Reconocerás las vasijas por su resplandor carmesí.No le digas a nadie lo que haces ni hables sobre las fuerzas de la oscuridad, etcétera, etcétera, etcétera.Puede que la gente no te vea cuando desempeñes tus obligaciones como Muerte, así que ten cuidado al cruzar la calle. No eres inmortal.No busques a otros. No vaciles en tus deberes o las fuerzas de la oscuridad te destruirán a ti y todo lo que te importa.Ni causes la muerte ni la impidas, eres un servidor del destino, no su agente. Que no se te suban los humos.Bajo ninguna circunstancia permitas que la vasija de un alma caiga en manos de los de abajo... Sería fatal.PRIMERA PARTE
No tengas miedo.
Han muerto quienes te precedieron.
No puedes quedarte,
como un bebé no puede quedarse en el vientre materno.
Dejar atrás todo lo que sabes,
todo lo que amas.
Dejar atrás el dolor y la aflicción.
Eso es la muerte.
El libro de los vivos y los muertos
(Libro tibetano de los muertos)
1 El día de los muertos
Era un fresco y apacible día de noviembre en San Francisco y Alphonse Rivera, un hombre de cincuenta años, enjuto y moreno, estaba sentado detrás del mostrador de su librería hojeando un ejemplar de El gran libro de la muerte. Sonó la anticuada campanilla de la puerta y Rivera levantó la vista en el instante en que entraba tambaleándose el Emperador de San Francisco, un tipo grande y esponjoso como una nube de tormenta, seguido por Holgazán y Lazarus, sus leales canes, que bufaron y retozaron con ansiosa vehemencia antes de recorrer acto seguido la tienda a toda prisa, como agentes del Servicio Secreto Canino dispuestos a asegurarse de que no había un taimado asesino o una pizza de carne escondidos entre los estantes.
—¡Hay que llevar un registro de los nombres, inspector —proclamó el Emperador—, no sea que se nos olviden!
Rivera no se alarmó, pero se llevó inconscientemente la mano a la cadera, allí donde solía llevar la pistola. Había sido poli veinticinco años y, aunque ahora la pistola estuviera guardada en la caja fuerte de la trastienda, aquella costumbre formaba parte de su carácter. Debajo del mostrador tenía una pistola eléctrica que, en el año que llevaba abierta la tienda, solo había tocado para limpiar el polvo.
—¿Qué nombres?
—Pues los nombres de los muertos, ¿cuáles van a ser? —contestó el Emperador—. Necesito un libro de registro.
Rivera se levantó de su taburete y dejó las gafas de leer sobre el mostrador, junto al libro. Un instante después, Holgazán, el boston terrier, y Lazarus, el golden retriever, estaban detrás del mostrador, a su lado, el primero de pie sobre las patas traseras y con los ojos saltones alzados, llenos de esperanza, hacia los dioses de las golosinas, un olimpo al que estaba dispuesto a elevar a Rivera a cambio de un precio.
—No tengo nada para ti —dijo Rivera, apenado por no haber previsto que debería haber tenido chucherías a mano—. Ni siquiera deberíais estar aquí. No se permite la entrada de perros.
Señaló el cartel que había en la puerta, que no solo daba hacia la calle, sino que estaba en un idioma que Holgazán no sabía leer (o sea, en un idioma cualquiera).
Lazarus, que se había sentado detrás de su compañero y jadeaba apaciblemente, desvió la mirada como si no quisiera contribuir a avergonzar a Rivera.
—Cállate —le ordenó Rivera al retriever—. Ya sé que no sabe leer, pero sí puede creerme cuando le digo que eso es lo que pone en el cartel.
El Emperador se alisó la barba, se tiró de las solapas del astroso abrigo de tweed, dispuesto a echar una mano a un ciudadano en apuros, y comentó: —Inspector, también es usted consciente de que Lazarus no sabe hablar.
—De momento —repuso Rivera—, pero tiene cara de querer decir algo.
El expolicía suspiró y estiró el brazo para rascar a Holgazán entre las orejas. El perro se lo permitió, se puso a cuatro patas y pareció estar en la gloria. «Podrías haber sido genial —pensó—, un héroe, pero ahora tendré que husmear dos kilómetros de intensa caca para quitarme de la nariz el olor de tu fracaso. Ay, qué bien. Qué gustito. Eres mi nuevo mejor amigo.»
—¿Inspector?
—Ya no soy inspector, Majestad.
—Pero se ganó usted ese título gracias a sus excelentes servicios y es suyo por los siglos de los siglos.
—Por los siglos de los siglos —repitió Rivera con una sonrisa.
La grandiosidad con que hablaba el Emperador siempre le había hecho gracia: le remitía a una época más noble y galante que él no había llegado jamás a conocer.
—No me importa mucho quedarme con el título, pero confiaba en dejar atrás los sucesos extraños cuando dejé el trabajo.
—¿Qué sucesos extraños?
—Ya sabe. Usted estaba allí. Esos seres que había debajo de las calles, los mercaderes de la muerte, los perros infernales, Charlie Asher… No sabe usted ni qué día es y sabe…
—Es martes —contestó el Emperador—. Un buen hombre, Charlie Asher. Un hombre valiente. Dio su vida por la población. Será largamente añorado, pero me temo que los sucesos extraños no han terminado.
—No, no han terminado —dijo Rivera con más firmeza de la que sentía.
Pasar página. Seguir adelante. El hecho de que fuera el Día de los Muertos le había puesto tan nervioso que había terminado de sacar del cajón El gran libro de la muerte, pero no quería dar importancia a otros presagios. «Si reconoces la existencia de una pesadilla, le das poder», le había dicho alguien, quizá aquella chica gótica tan rara que trabajaba para Charlie Asher.
—¿Ha dicho que necesita un libro de cuentas?
—Para consignar los nombres de los muertos. Se me aparecieron anoche a cientos y me dijeron que anotara sus nombres para que no caigan en el olvido.
—¿En un sueño?
Rivera no quería saber nada de todo aquello. Nada. Desde que llegara El gran libro instándole a actuar ya había pasado un año de todo aquello y él se había escaqueado. Y, de momento, todo iba como la seda.
—Anoche nos quedamos traspuestos junto a los aseos del Club Náutico Saint Francis —explicó el Emperador—. Los muertos vinieron por el agua, flotando como la niebla. Se pusieron muy insistentes.
—Así son los muertos, ¿no le parece? —contestó Rivera.
El Emperador era un viejo loco, un lunático tierno, generoso y sincero. Por desgracia, muchos de sus absurdos desvaríos habían resultado ser reales, de ahí que Rivera sintiera agitarse en su pecho cierto desasosiego.
—Entonces, ¿a usted también le hablan los muertos, inspector?
—Trabajé quince años en Homicidios. Uno aprende a escuchar.
El Emperador asintió con un gesto y apretó paternalmente el hombro de Rivera.
—Nosotros protegemos a los vivos, pero evidentemente también estamos llamados a servir a los muertos.
—No tengo libros de contabilidad, pero sí unos cuadernos de hojas blancas muy bonitos.
Rivera condujo al Emperador a la estantería donde tenía expuestos cuadernos de diversos tamaños encuadernados en tela y piel.
—¿A cuántos muertos hay que registrar?
Por algún motivo, tratar con el Emperador disponía a su interlocutor a decir cosas que sonaban absurdas.
—A todos —respondió el Emperador.
—Claro. Entonces necesitará un volumen muy grueso.
Rivera le pasó un recio cuaderno de piel con hojas tamaño holandesa.
El Emperador lo cogió, lo estuvo hojeando y pasó la mano por la tapa. Miró a Rivera y se le saltaron las lágrimas.
—Es perfecto.
—Necesitará también un bolígrafo —dijo Rivera.
—Un lápiz —repuso el Emperador—. Un lápiz del número 2. En eso fueron muy concretos.
—¿Los muertos? —preguntó Rivera.
Holgazán resopló como diciendo: «Pues claro que los muertos, tontolaba. ¿Acaso no te enteras?». Rivera no había sacado aún ningún manjar y había dejado de rascarle detrás de las orejas, así que por él podía irse a la mierda.
Lazarus gimió en tono de disculpa, como diciendo: «Siento que mi compañero sea un gilipuertas insufrible desde que le concedieron los poderes de sabueso infernal, pero el viejo le tiene cariño, ¿qué le vamos a hacer? Aun así, harías bien en tener unas golosinas detrás del mostrador para tus amigos».
—Sí, los muertos —respondió el Emperador.
Rivera hizo un gesto afirmativo.
—No vendo lápices, pero creo que puedo echarle una mano.
Regresó detrás del mostrador y abrió un cajón. Cuando El gran libro de la muerte había aparecido en su buzón, había comprado la agenda y los lápices, como le habían ordenado. Seguía teniendo los cinco lápices. El Emperador cogió el que le ofreció y, después de inspeccionar la punta, se lo guardó en el bolsillo interior de su enorme abrigo, donde Rivera estaba seguro de que no volvería a encontrarlo.
—¿Qué le debo por el cuaderno? —preguntó el Emperador sacándose del bolsillo varios billetes arrugados que Rivera rechazó con un ademán.
—Invita la casa. Por el bien de la ciudad.
—Por el bien de la ciudad —repitió el Emperador, y les dijo a sus tropas—: Caballeros, nos vamos a la biblioteca. Hay que empezar la lista.
—¿De dónde va a sacar los nombres? —preguntó Rivera.
—Pues de las necrológicas, claro. Y puede que también me pase por la comisaría, para echar un vistazo a las denuncias de personas desaparecidas. Seguro que allí alguien me echa una mano, ¿verdad?
—Seguro que sí. Llamaré antes a la jefatura de Vallejo, pero me temo que tiene por delante una tarea muy ardua. Ha dicho que tiene que registrar a todos los muertos. Y la ciudad existe desde hace… ¿cuánto? ¿Ciento sesenta años? Eso son muchos muertos.
—Me he expresado mal, inspector. Todos los muertos, pero dando prioridad a los fallecidos este último año.
—¿Este último año? ¿Por qué?
El Emperador se encogió de hombros.
—Porque me lo han pedido.
—Me refiero a que por qué especialmente a los de este último año.
—Para que no sean olvidados. —Se rascó la barba enorme y cana mientras se esforzaba por recordar—. Aunque ellos dijeron «perdidos», no «olvidados». Para que no se pierdan en la oscuridad.
Rivera sintió que se le resecaba la boca y palidecía. Le abrió la puerta de la tienda al Emperador y el sonido de la campanilla pareció devolverle el habla.
—Buena suerte, entonces, Majestad. Voy a llamar a jefatura. Lo estarán esperando.
—Muchas gracias. —El Emperador se metió el cuaderno de piel debajo del brazo e hizo un saludo militar—. ¡Adelante, mis valientes!
Condujo a los perros fuera de la tienda y Holgazán restregó las patas traseras contra el felpudo como si quisiera librarse de aquella inmundicia que era Alphonse Rivera.
Rivera regresó a su puesto detrás del mostrador y miró El gran libro de la muerte. Desde la portada le sonreía alegremente un esqueleto estilizado con cinco cadáveres pintados con los colores alegres del Día de los Muertos ensartados en sus dedos huesudos.
¿Perdidos en la oscuridad, ese último año?
Había comprado los lápices y la agenda tal y como indicaba Elgran libro, pero no había hecho nada con ellos, solo los había guardado en el cajón, junto a la caja registradora. Y no había pasado nada malo. Nada. Se había prejubilado apaciblemente, había abierto la librería y se había dedicado a leer, a tomar café y a ver los partidos de los Giants en el pequeño televisor de la tienda. No había pasado nada malo.
Entonces advirtió que, justo debajo del título de Elgran libro, decía «edición revisada». Estaba seguro de que aquellas palabras no figuraban en la portada antes de que el Emperador entrara en la tienda.
Abrió el cajón, apartó los lápices y los restos de material de oficina y sacó la agenda que había comprado. Justo ahí, en la página correspondiente a la primera semana de enero, había un nombre y un número escritos con su letra. Y luego otro y, cada pocos días o pasada una semana, otros, y así hasta finales de mes, todos anotados de su puño y letra a pesar de no recordar él haberlos escrito.
Fue pasando las páginas. Toda la agenda estaba llena, pero nada había sucedido. Ninguna de las pavorosas advertencias de El gran libro se había hecho realidad. Volvió a meter la agenda en el cajón y abrió El gran libro de la muerte por la primera página, una primera página que había cambiado desde la primera vez que la leyera.
Decía: «Así que la has cagado…».
—¡AHHHHHHHHIEEEEEEEE! —gritó una voz aguda justo detrás de él.
Rivera dio un brinco de medio metro y, al caer de esa altura, rebotó contra la caja registradora y se giró hacia quien había soltado aquel alarido. Aterrizó con la mano en la cadera, los ojos como platos y el aliento entrecortado.
—¡Madre de Dios!
Allí, a menos de quince centímetros de él, había una mujer amojamada, azulada y blanca como la leche y cubierta de trapos negros que parecían un sudario hecho jirones. Olía a moho, a tierra y a humo.
—¿Cómo ha entrado…?
—¡AHHHHHHHHIEEEEEEEE! —le chilló a la cara.
Rivera retrocedió bruscamente hasta chocar con el mostrador y se inclinó hacia atrás intentando alejarse de ella. Tenía tanto miedo que corría riesgo de partirse la espalda.
—¡Basta!
El espectro dio un paso atrás y sonrió enseñando unas encías negroazuladas.
—Es mi oficio, cielo. Soy el heraldo del destino, ¿vale?
Tomó aire como si fuera a soltar otro de aquellos chillidos y se oyó un chisporroteo cuando los electrodos de la pistola eléctrica encontraron agarre entre sus andrajos. Cayó al suelo como un montón de harapos mojados.
2Los rumores de mi fallecimiento
—No puedes tirarte a una monja una vez y estar sacándole jugo a la cosa toda tu vida —dijo Charlie Asher.
—Bueno, no estás sacándole jugo precisamente —contestó Audrey.
Tenía treinta y cinco años, era guapa y pálida, con una melena de color caoba que le caía ladeada sobre el hombro y un cuerpo tan fibroso y esbelto que cabía pensar que practicaba yoga. Y, en efecto, practicaba mucho yoga.
—Nunca sales de casa —añadió.
Quería a Charlie, pero durante aquel año que llevaban juntos él había cambiado mucho.
Estaba sentada sobre una alfombra oriental extendida por el suelo de lo que había sido el comedor de la enorme casona victoriana reconvertida en el Centro Budista Tres Joyas. Charlie estaba de pie cerca de ella.
—Pues eso es lo que digo. Que no puedo seguir así. Que necesito tener una vida, cambiar las cosas.
—Ya has cambiado las cosas. Salvaste el mundo. Luchaste con las fuerzas de la oscuridad y las derrotaste. Eres un triunfador.
—No me siento un triunfador. Mido treinta y cinco centímetros y, cuando ando, arrastro la pilila por el suelo.
—Perdón —dijo Audrey—. Fue una emergencia.
Agachó la cabeza, acercó las rodillas a la barbilla y escondió la cara. Charlie había cambiado. Cuando se conocieron, era un viudo guapo y encantador, un tipo flacucho que vestía bonitos trajes de segunda mano y que se esforzaba ansiosamente por descubrir cómo criar él solo a una niña de seis años en un mundo enloquecido. Ahora le llegaba a la altura de la rodilla, tenía cabeza de cocodrilo y pies de pato y vestía una túnica de mago de raso morado debajo de la cual colgaba un badajo de veinticinco centímetros.
—No, si no pasa nada, no pasa nada —dijo—. Estuvo bien pensado.
—Creía que iba a gustarte —repuso Audrey.
—Ya lo sé. Y, además, me salvaste. No es que no te lo agradezca.
Trató de poner una sonrisa tranquilizadora, pero el efecto quedó diluido por sus sesenta y ocho dientes afilados y sus ojillos negros y vidriosos. Echaba mucho de menos poder levantar las cejas en señal de complicidad. Fue a darle unas palmaditas en el brazo, pero, como Audrey le había puesto garras de reptil en vez de manos, la pinchó y ella se apartó.
—Es una unidad muy bonita —se apresuró a añadir él—. Solo que no es… en fin, muy práctica. Si las circunstancias fueran otras, no me cabe duda de que los dos la disfrutaríamos muchísimo.
—Lo sé, y me siento como un genio de pacotilla.
—No bromees, Audrey, bastante dura está ya la cosa sin tener que imaginarte vestida de genio.
Habían hecho el amor una vez (bueno, unas cuantas) la víspera de su muerte, la muerte de él, pero después de que ella hiciera resucitar su alma instalándola en su cuerpo actual, fabricado a partir de piezas sueltas y fiambre, habían acordado que se abstendrían de practicar el sexo porque sería una cochinada (también porque él se desmayaba cada vez que tenía una erección, pero, sobre todo, porque sería una cochinada).
—No, quiero decir que tú formulaste un deseo y que yo te lo concedí, pero te olvidaste de especificar los parámetros concretos y la cosa no salió del todo bien.
—¿Cuándo he pedido yo esto? —Señaló su polla, que se desplegaba por debajo de la túnica y se apoyaba en la alfombra.
—Delirabas mucho cuando te estabas muriendo. No es que lo pidieras expresamente, pero sí que hablaste de las cosas de las que te arrepentías y una de las más importantes parecía ser no haberte acostado con más mujeres, así que pensé que…
—Me habían envenenado. Estaba con un pie en la tumba.
Durante su batalla en las cloacas de San Francisco contra las Morrigan —un trío de diosas celtas de la muerte en forma de cuervo—, una de ellas le arañó con sus garras ponzoñosas, lo que al cabo de un tiempo le causó la muerte.
—Bueno, y yo estaba improvisando —repuso Audrey—. Acababa de hacer el amor por primera vez en doce años, así que puede que me entusiasmara un pelín de más con las partes viriles. Y se me fue la mano.
—¿Como con tu pelo?
—¿Qué tiene de malo mi pelo?
Se atusó la melena: aquella melena suya tenía la forma aproximada de La gran ola de Hokusai y habría estado más a tono en un desfile de moda vanguardista en París que en cualquier lugar de San Francisco, especialmente en un centro budista.
—No tiene nada de malo —contestó Charlie.
¿Por qué de pronto se ponía a hablar de su pelo? Como macho beta que era, sabía instintivamente que hablarle a una mujer de su pelo era meterse en un berenjenal. Daba igual por dónde empezaras: no cabía duda de que en algún momento terminarías cayendo en una trampa. A veces tenía la sensación de haber retrocedido intelectualmente uno o dos peldaños al pasar su alma a aquel cuerpo, aunque la transferencia hubiera tenido lugar solo unos segundos después de su muerte.
—Me encanta tu pelo —dijo intentando salvar los trastos—, pero tú misma has dicho que tratabas de compensar los doce años que pasaste en el Tíbet con la cabeza rapada.
—Quizá —convino ella.
Iba a tener que dejarlo pasar. En primer lugar, como monja budista, presumir y quejarse de su pelo parecía una regresión clarísima de su evolución espiritual, pero, además, ella era quien había atrapado al hombre al que amaba en un cuerpo diminuto que había fabricado usando partes de distintos animales y una pieza de jamón de pavo tamaño grande y se sentía responsable. No era la primera vez que mantenían aquella conversación y no quería recurrir al «kungfú del ultraje capilar» para intentar escurrir el bulto: aquella era una excusa muy endeble. Suspiró.
—No sé cómo transferirte a un cuerpo de verdad, Charlie.
Bien, allí estaba: la verdad pura y dura a la vista de todos al descubierto, tan floja e inútil como… en fin, como eso.
Charlie abrió la boca de par en par (y la tenía muy grande). Hasta entonces, Audrey siempre había dicho que podía ser complicado, difícil, y, ahora, en cambio…
—Cuando empecé a comprar vasijas de almas en tu tienda y en las de otros mercaderes de la muerte y a trasladarlas al Pueblo Ardilla, tampoco sabía cómo se hacía. Bueno, conocía el ritual, pero en ningún sitio ponía que fuera a funcionar. Y, sin embargo, funcionó, así que quizá se me ocurra algo.
No creía ni por un segundo que fuera a descubrirlo. Había transferido almas de vasijas a los muñecos de carne que fabricaba sirviéndose del p’howa por proyección forzada, creyendo que estaba salvándolas. Y había utilizado el p’howa de los no muertos con seis ancianas desahuciadas, creyendo que les estaba salvando la vida cuando en realidad solo estaba retrasando su muerte. Era una monja budista a la que le habían entregado los manuscritos perdidos del Libro tibetano de los muertos y que sabía hacer cosas que nadie más sabía hacer, pero no podía hacer lo que Charlie quería que hiciera.
—El problema es el cuerpo, ¿verdad? —preguntó él.
—Más o menos. Quiero decir que sabemos que hay personas que van por ahí sin alma y que con el tiempo una vasija las encuentra o que son esas personas las que encuentran su vasija, pero ¿qué sería de su personalidad si metiéramos tu alma por la fuerza en el cuerpo de una persona y luego esa persona encontrara su vasija?
—Creo que eso no sería bueno.
—Exacto. Además, cuando un alma entra en una vasija, pierde su personalidad: cuanto más tiempo permanece fuera de un cuerpo, menos personalidad tiene, lo cual es bueno. Creo que por eso los budistas aprendemos a desprendernos del ego para ascender espiritualmente. Y, siendo así, ¿qué pasaría si pudiera trasladar tu alma a alguien que no la tiene, o sea, que no ha encontrado aún su vasija? Que su personalidad o la tuya podrían quedar destruidas. Y no quiero perderte otra vez.
Charlie no supo qué decir. Audrey tenía razón, claro. El Pueblo Ardilla era un claro ejemplo de almas que no guardaban ningún recuerdo de su personalidad anterior. Exceptuando dos a los que Audrey había transferido cuando el alma todavía estaba fresca en su vasija, todos los demás no eran más que tontorronas marionetitas de carne y hueso que habían construido su propio pueblecito debajo del porche.
—Teléfono —dijo Bob, la marioneta, al entrar en la habitación seguido por una docena de sus congéneres del tamaño de Charlie.
Bob se llamaba así1 porque Audrey le había fabricado utilizando un cráneo de lince que ahora descansaba sobre el minúsculo uniforme rojo de alabardero de la Torre de Londres que le servía de traje. Bob era el único ejemplar del Pueblo Ardilla, aparte de Charlie, que sabía hablar. Los demás solo podían sisear, chasquear la lengua y gesticular para hacerse entender, pero, eso sí, todos iban muy bien vestidos con los trajes que les confeccionaba Audrey.
Bob le pasó el teléfono inalámbrico a Audrey, que pulsó el botón del manos libres.
—Hola —dijo.
—¡Me he convertido en la Muerte, destructora de mundos! —respondió una vocecilla de niña.
Audrey le pasó el teléfono a Charlie.
—Es para ti.
El detective inspector Nick Cavuto, compañero de Rivera en el Departamento de Policía de San Francisco durante quince años, se erguía sobre el montón negro y ceniciento que había en el suelo, detrás del mostrador de la librería.
—Al parecer has matado a una bruja —dijo—. Una pena —añadió—. ¿Nos vamos a comer?
Medía metro noventa y tres, pesaba ciento diecisiete kilos y tenía muy a gala hacer el papel de tipo duro, de detective de la vieja escuela: lucía traje arrugado y sombrero de fieltro de los años cuarenta, mordisqueaba puros que nunca encendía y llevaba en el bolsillo una porra plegable de la que Rivera nunca le había visto echar mano. En el barrio de Castro, donde vivía, lo llamaban Inspector Oso. Nunca a la cara, por supuesto.
—No está muerta —afirmó Rivera.
—Pues es una lástima. Me habría gustado que vinieran los munchkins a cantar la canción del «ding, dong».2
—No está muerta.
—Si quieres, podríamos marcarnos un par de estrofas. Empiezo yo. Tú entra cuando diga «which old witch».
—Que no está muerta.
—¿Cuánto tiempo lleva así?
—Primero, unos veinte minutos y, luego, media hora, que fue cuando te llamé, y después… —dijo consultando su reloj—, unos quince minutos más.
—Entonces, ¿llegó y le endiñaste una descarga?
—Para tener tiempo y decidir qué hacer.
—Echas de menos el curro, ¿verdad? —Cavuto se echó el sombrero hacia atrás y miró a Rivera, esperando una confesión—. ¿Sabes? Teóricamente estás en la reserva activa: cuando tengas ganas de arrearle una descarga a alguien, te vienes conmigo a trabajar, pero electrocutar a una jipi así, por las buenas, en tu tienda, no puede ser bueno para el negocio. Tendrás que invitarme a comer, claro está.
Cuando trabajaban juntos, Cavuto solía empezar a hablar de la comida cuando todavía se estaba comiendo el desayuno.
—No es una jipi normal y corriente.
—No me cabe duda: la mayoría de la gente se cae redonda pero vuelve a levantarse enseguida. Demasiado tiempo para estar desmayada por una descarga de nada.
Rivera se encogió de hombros.
—Desde mi punto de vista, esa es su mejor cualidad.
—Vas a tener que inventarte algo, no puedes seguir dándole con la Taser. Huele como a quemado. Un poco a whisky, ¿no?
—Sí, a turba, creo. Pero no es de la pistola. Así es como huele ella.
—¿Quieres que le ponga las esposas? ¿Que la detenga? Seguro que puedo meterla en un psiquiátrico solo por su manera de vestir.
—Creo que puede ser un ser sobrenatural —repuso Rivera, y se rascó la sien para no tener que ver la reacción de Cavuto.
—¿Como la presunta mujer pájaro a la que presuntamente disparaste nueve veces antes de que supuestamente se convirtiera en un cuervo gigante y se largara cagando leches? ¿Así, quieres decir?
—Iba a matar a Charlie Asher.
—Dijiste que le estaba haciendo una paja.
—Ella es distinta.
—¿No hace pajas?
—No, digo que es una criatura completamente distinta. Esta no tiene garras, por lo menos yo no se las veo. Esta solo chilla.
—¿Y por qué crees que es un ser sobrenatural?
—Porque cada vez que chilla empiezo a ver gente muriéndose y otras cosas horribles. Es un ser sobrenatural.
—Sobrenatural lo serás tú, idiota —dijo una voz de mujer desde el suelo.
La bruja se incorporó.
Rivera y Cavuto retrocedieron de un brinco, este último soltando un gritito.
—Eres uno de esos tipos que recogen almas, ¿no? Uno de esos que van por ahí haciéndose los invisibles.
Se apartó el pelo de la cara y cayó al suelo una ramita.
—Usted no es de por aquí, ¿verdad? —preguntó Cavuto, haciendo como que no había chillado de miedo como un perrillo asustado.
—¡AHHHHHHHHHIEEEEEEEEE!
Dieron otro salto hacia atrás cuando se levantó. Cavuto meneó la cabeza como si intentara despejarse la vista.
—¿Lo ves? —le dijo Rivera.
—A ver, señora, documentación —le requirió Cavuto.
—¡Soy una bean sidhe, oh tú, grandísimo zangolotino! ¡AHHHH- HHHHHIEEEEEEEE!
ZZZZZT hizo la pistola.
La mujer cayó al suelo hecha un guiñapo. Cavuto había agarrado la pistola eléctrica y la había reducido. Se la devolvió a Rivera y, acto seguido, se arrodilló, se sacó las esposas del cinturón y se las puso en las muñecas esqueléticas.
—Está fría.
—Porque es sobrenatural —insistió Rivera.
—Pues por lo visto no es la única. —Se quitó el sombrero para que Rivera pudiera ver que había torcido una ceja interrogativa.
—Yo no soy sobrenatural.
—No es que te esté criticando. A mí no me gusta criticar. Sé lo traumático que es. Recuerdo cómo me sentí cuando tuve que salir del armario por sorpresa.
—¿Por sorpresa? ¿Cómo que por sorpresa? Desfilaste el Día del Orgullo Gay vestido con tu uniforme azul de gala, sin pantalones y con un suspensorio amarillo.
—Eso no significaba que fuera gay. El tema de ese año era Polis sin pantalones. ¿No tendrás por ahí cinta americana? El puto chillido ese pone los pelos de punta.
Cavuto, como siempre, encajando las cosas raras como si fueran de lo más normal. Tenía una habilidad especial para negar una situación sobrenatural y, al mismo tiempo, enfrentarse a ella de la manera más práctica. Por eso Rivera había recurrido a él en primer lugar.
—¿Vas a taparle la boca?
—Hasta que la lleve al Saint Francis y consiga que la seden y la ingresen en psiquiatría. Diré que se ha amordazado ella misma.
—El Saint Francis no está ni a diez manzanas de aquí. Métela en el coche, pon la sirena y llegarás antes de que vuelva en sí.
—No voy a cargar con ella hasta el coche cuando seguramente puede ir andando ella solita.
—Yo te ayudo. Puede que tarde veinte minutos en volver en sí.
—Tiempo de sobra para que vayas a comprar unas hamburguesas y las traigas.
—Voy a llamar para hacer el pedido y luego voy a recogerlo.
—Patatas rizadas. Dos hamburguesas dobles sin tomate. Pagas tú.
—Inspector Cavuto, es usted una grandísima puta, se vende por un almuerzo —dijo Rivera al echar mano del teléfono.
—«Proteger y servir… el almuerzo»: ese es el lema del Departamento de Policía de San Francisco. —El corpulento policía sonrió—. Pero quizá no sea mala idea tenerla inmovilizada. Tengo unas abrazaderas de plástico en el coche, podríamos atarle los tobillos. Tú ve pidiendo las hamburguesas.
Rivera pulsó la tecla del número de la hamburguesería, que tenía grabado en la memoria del teléfono, mientras su excompañero salía y se acercaba al Ford sedán marrón que, como de costumbre, estaba aparcado en un vado. El hombretón abrió el maletero y empezó a hurgar en su interior.
La chica de la hamburguesería contestó con voz alegre y vivaracha:
—Gourmet Burgers, calle Polk, ¿en qué puedo ayudarle?
—Pues quería…
ZZZZZT.
Casi no lo oyó: notó un dolor ardiente que, atravesándole como un rayo la columna vertebral, le alcanzó las extremidades. Mientras notaba cómo se le achicharraban los pensamientos, se acordó de que había dejado la pistola eléctrica detrás de él, en el mostrador. Cuando volvió en sí, Cavuto estaba arrodillado a su lado.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Diez segundos, puede que quince.
Rivera se frotó el cogote. Debía de haberse dado un golpe con el borde del mostrador al caerse. Le dolían todas las articulaciones. Se puso a gatas y miró hacia atrás, donde hacía un momento había estado tumbada aquella individua andrajosa.
—Se ha largado. —Cavuto le puso las esposas delante de los ojos. Todavía estaban cerradas—. La oí dar otro chillido, vine corriendo y ya se había ido.
—La puerta trasera está cerrada con llave —dijo Rivera—. Ve tras ella.
—Qué más da ya. Se ha largado.
—¿Y por qué hay tanto humo? ¿Le ha prendido fuego a algo?
—Qué va. Solo había una nube de humo detrás del mostrador, donde estaba ella, imagino, cuando te atizó la descarga.
—Ah.
—Sí —añadió Cavuto—. Vas a tener que llamar a alguien con más experiencia que yo en estas cosas. —Cogió el teléfono tirado en el suelo y se lo acercó a la oreja—. Sí, ¿ha tomado nota del pedido? Dos hamburguesas dobles tirando a hechas, con todo menos tomate, y patatas rizadas. —Y miró a Rivera—: ¿Tú quieres algo?
1Bobcat significa «lince». (Todas las notas son de la traductora.)
2 Referencia a un famoso número musical de la película El mago de Oz, de Victor Fleming.
3Algo pasa con Sophie
Sophie Asher tenía siete años. Vivía en San Francisco con sus tías Jane y Cassie, en la primera planta de un edificio con vistas a la línea de tranvía de North Beach. Tenía el cabello oscuro y los ojos azules como su madre y una imaginación hiperactiva como su padre, aunque tanto uno como otro hubieran desaparecido, razón por la cual cuidaban de ella sus tías y también dos viudas que vivían en el mismo inmueble, la señora Ling y la señora Korjev, así como dos enormes perros infernales negros llamados Alvin y Mohammed, un par de animales que aparecieron un buen día en su cuarto cuando aún llevaba pañales. Le gustaba disfrazarse de princesa, jugar con sus ponis de plástico, comer palitos de queso crujientes y hacer grandilocuentes declaraciones acerca de su poder sobre el Inframundo y su dominio sobre la Muerte. Por eso precisamente la habían mandado un rato a su habitación mientras la tita Jane hablaba frenéticamente por teléfono en el salón.
De cuando en cuando, Sophie asomaba la cabeza por la puerta y lanzaba otra salva de ostentosas paparruchas, porque ella era la Luminatus, jopé, y ella sería quien dijera la última palabra.
—¡Me he convertido en la Muerte, destructora de mundos! —gritó, pero su soflama quedó algo diluida cuando el lazo rosa de su coleta se enganchó con la puerta al volver a meterse en su cuarto.
—Así que esa es la situación a la que nos enfrentamos —dijo Jane al teléfono—. Se nos ha ido completamente de las manos.
Jane era alta y angulosa y llevaba el pelo corto y de color rubio platino eclécticamente esculpido formando agresivos pinchos y suaves ondas, todo lo cual servía de contrapunto a los trajes de hombre que solía ponerse para ir a trabajar al banco y que, una de dos, la hacían parecer ferozmente atractiva o atrozmente despistada. En ese momento vestía un traje de pata de gallo de Savile Roe heredado de Charlie, chaleco con leontina y zapatos de charol con tacón de dos palmos, del mismo tono de rojo que su pajarita. Era como si una máquina del tiempo averiada hubiera mezclado por accidente al doctor Who con una robot estríper.
—Tiene siete años —contestó Charlie—. Descubrir que eres la Muerte… Eso es muy duro para una cría. Yo tenía treinta y tres cuando pensé que era el Luminatus y todavía estoy un poco traumatizado.
—Cuéntale lo del hada de los dientes —dijo Cassie, la esposa de Jane.
Estaba descalza junto a la barra del desayuno, vestida con pantalones de yoga y una enorme sudadera de color verde oliva, con la melena roja y rizada suelta sobre los hombros. Era una mujer apacible, tierna y cariñosa, una amante de la manzanilla, no como Jane, a la que le iba más el vodka y el sarcasmo disparado a bocajarro.
—Chsss… —susurró Jane.
Sophie no sabía que Jane estaba hablando con su padre. Creía, de hecho, que Charlie estaba muerto. Así lo había querido él.
—No sabe jugar con otros niños —añadió Jane—. Porque, claro, como ella es mágica, tiene expectativas muy poco realistas sobre otras… eh… personas mágicas. El otro día se le cayó un diente y…
—¡Hala! —dijo Charlie.
—¡Hala! —repitió Bob, y los demás ardillas que se habían reunido con él en la habitación, en torno al altavoz del teléfono como si este fuera la hoguera de un cuentacuentos, emitieron diversos ruiditos de asombro.
—Sí, bueno, pues el hada de los dientes se olvidó de dejarle dinero debajo de la almohada esa noche…
Al oír mencionar al hada de los dientes, Sophie asomó la cabeza por la puerta.
—¡Le voy a dar una paliza a esa zorra y a robarle su saco de peniques! ¡A mí que no me joda!
Jane la apuntó con el dedo hasta que Sophie se retiró a su cuarto y cerró la puerta.
—¿Lo ves?
—¿De dónde saca esas cosas? Los niños pequeños no hablan así.
—Pues Sophie sí. Ha empezado a hablar así de repente.
—Cuando yo vivía no hablaba así. Alguien ha tenido que enseñarle esas palabras.
—Ah, así que te parece perfecto que de repente se convierta en la encarnación de la Muerte sin haber visto siquiera un episodio de Barrio Sésamo sobre el tema y vas a echarme la bronca por oírle decir cuatro palabrotas de nada.
—No es eso lo que digo, es…
—Es culpa de Jane —afirmó Cassie desde el otro lado de la habitación.
—Boyera traidora.
—¿Lo ves? —dijo Cassie—. Es una ordinaria.
—Y una puta mierda, Cassie, soy fina a más no poder, pero ¿quién tiene monedas hoy en día? Pensaba darle el dinero del diente al día siguiente. Sophie tiene unas expectativas muy poco realistas.
—¿Y qué quieres que haga yo? —se excusó Charlie—. No puedo meterla en cintura precisamente yo.
—Ese es el problema: que nadie puede meterla en cintura.
—¿Miedo al gatito? —preguntó Charlie.
Cuando Sophie estaba aprendiendo a hablar, su padre le compró docenas de mascotas, desde hámsteres a pececitos, así como una cucaracha, pero a los pocos días todos aparecían muertos. Fue entonces cuando Charlie descubrió, casi por accidente, que si Sophie señalaba a un ser vivo con el dedo y decía la palabra «gatito», dicho ser vivo la palmaba inmediatamente. La primera vez que pasó —a un gatito en el parque de Washington Square— fue alucinante, pero la segunda vez, cuando unos minutos después Sophie señaló a un señor mayor y al pronunciar la temible palabrita que empezaba por ge el hombre cayó muerto en el acto, aquello ya resultó ser un problema.
—El caso es que no estoy segura de que siga haciendo eso —dijo Jane—. No sé si ha perdido… Bueno, ya sabes, sus poderes.
—¿Por qué lo dices?
Jane miró a Cassie buscando apoyo. Su mujer, pelirroja y menudita, asintió con la cabeza.
—Díselo.
—Los perros han desaparecido, Charlie. Ayer por la mañana, cuando nos levantamos, ya no estaban. La puerta estaba cerrada con llave y todo estaba en su sitio, pero los perros se habían esfumado.
—Entonces, ¿no hay nadie protegiendo a Sophie?
—Bueno, nadie no. Estamos Cassie y yo. Yo soy muy marimacho, y Cassie sabe kárate para lentos.
—Taichí —puntualizó Cassie.
—Eso no sirve para luchar —dijo Charlie.
—Ya se lo he dicho yo —comentó Cassie.
—Bueno, pues tenéis que encontrar a los perritos, chicas. Y tenéis que averiguar si Sophie aún tiene poderes. Quizá pueda defenderse sola. Con las Morrigan se las arregló bastante bien.
Charlie había perseguido a las mujeres cuervo por una enorme gruta subterránea abierta bajo San Francisco y estaba luchando contra ellas a brazo partido cuando de pronto apareció la pequeña Sophie con Alvin y Mohammed y las hizo desaparecer con un gesto de la mano, pero no llegó a tiempo de salvar a su padre del veneno de las Morrigan.
—Bueno, no puedo pedirle que liquide a nadie —contestó Jane—. Puede que sea la única cosa que le enseñaste que todavía tiene grabada a fuego.
—Eso no es verdad —dijo Cassie—. Siempre se pone la servilleta sobre el regazo y dice «por favor» y «gracias».
—Bueno, pues intentadlo —repuso Charlie—. Haced un experimento.
—¿Con la señora Ling? ¿Con la señora Korjev? ¿Con el cartero?
—No, claro que no, con una persona no. Con un animal de laboratorio, quizá.
—¿Me permites recordarte que la inmensa mayoría de tus amigos son animales de laboratorio?
—¡Oye! —exclamó Bob.
—Como ellos, no —dijo Charlie—. Me refería a animales que no tengan alma.
—¿Y cómo voy a distinguirlos? Porque fíjate en ti…
—Imagino que no puedes —repuso Charlie.
—Bienvenida al budismo —comentó Audrey, que se había colocado en un rincón de la habitación para que los ardillas pudieran reunirse alrededor del teléfono.
—Eso no ayuda mucho —contestó Jane.
—Tú encuentra a los perros —repitió Charlie—. Da igual lo que pase con Sophie, ellos la protegerán.
—¿Y cómo lo hago? ¿Pongo carteles por ahí con su fotografía? ¿«Perdidos dos perros indestructibles de ciento ochenta kilos de peso. Responden por Alvin y Mohammed»? ¿Eh?
—A lo mejor funciona.
—¿Cómo los encontraste tú?
—¿Que cómo los encontré? Yo no conseguía librarme de ellos ni a sol ni a sombra. Echaba galletitas delante del autobús 90 para ver si conseguía deshacerme de ellos, pero Sophie los necesita.
—Necesita a su papá, Charlie. Deja que le diga que estás vivo. Entiendo que no quieras que te vea así, pero podemos decirle que estás de viaje. Puedes hablar con ella por teléfono. Casi no te ha cambiado la voz. La tienes un poco más aguda y un pelín más rasposa, pero casi ni se nota.
—No, Jane. Tenéis que seguir como hasta ahora. Estáis haciendo un gran trabajo con Sophie.
—Gracias —contestó Cassie—. Siempre me has caído bien, Charlie. Gracias por confiar en mí para que sea una de las mamás de Sophie.
—No hay de qué. Ya se me ocurrirá algo. Tengo que hablar con una persona que sabe más que yo de estas cosas. Mañana os llamo.
—Mañana —repitió Jane.
Colgó y, al levantar la vista, vio a Sophie salir de su cuarto con un brillo de ilusión en los ojos.
—He oído que decías «Charlie» —dijo la niña—. ¿Era papá? ¿Estabas hablando con papá?
Jane se puso de rodillas y le tendió los brazos.
—No, tesoro. Papá ya no está con nosotras. Estaba hablando sobre él con otra persona. A ver si puede ayudarnos a encontrar a los guauguaus.
—Ah —dijo Sophie, dejándose abrazar por su tía—. Lo echo de menos.
—Lo sé, cielo. —Jane apoyó la mejilla en la cabeza de Sophie y sintió que se le rompía el corazón por tercera vez ese día; parpadeó para que no se le saltaran las lágrimas y besó a su sobrina en la coronilla—: Pero si vuelve a corrérseme el rímel, te vas otra vez a tu habitación.
—Ven aquí —dijo Cassie agachándose—. Ven con tu mamaíta buena. Vamos a comernos un helado.
En el Centro Budista Tres Joyas, Bob el alabardero miró el teléfono callado y luego a Charlie.
—¿Animales de laboratorio? ¡Cómo se ha pasado!
El Pueblo Ardilla asintió. Se había pasado un poco, sí.
—Jane es una persona con muchos traumas —se disculpó Charlie encogiéndose de hombros.
Bob miró a los demás ardillas, con sus ropajes en miniatura y sus partes descabaladas.
—Estamos debajo del porche si nos necesitas —dijo, antes de salir airosamente del comedor.
El Pueblo Ardilla se marchó tras él. Los que tenían labios, los fruncieron.
Cuando se hubo marchado el último, Charlie miró a Audrey.
—Aquí está pasando algo raro.
—Eso parece.
—Mi hija me necesita.
—Lo sé.
—Tenemos que encontrar a sus perros.
—Lo sé.
—Pero no puede verme así.
—Puedo hacerte otro traje —repuso Audrey.
—Lo que necesito es un cuerpo.
—Temía que dijeras eso.
—Está pasando algo —añadió Charlie—. Necesito hablar con alguien que esté metido en el ajo.
Mike Sullivan llevaba doce años trabajando como pintor en el Golden Gate cuando se encontró con su primer suicida.
—Retírate o salto —le dijo el chaval.
La verdad era qua ya no era ningún chaval. Parecía tener más o menos la misma edad que Mike, treinta y pocos años, pero, por cómo se agarraba a la barandilla, parecía un poco infantil e inseguro. Además llevaba una chaqueta de punto amarilla que le quedaba dos tallas pequeña. Daba la impresión de que lo había vestido su abuela. A oscuras.
No era la primera vez que Mike estaba en el puente cuando alguien saltaba. Perdían de media a uno de cada dos y Mike incluso había visto (y oído, lo que daba aún más miedo) a un par arrojarse al agua, pero solían saltar por barandillas del carril para peatones que había en la carretera, no se encaramaban allí arriba, encima de una de las torres. Aquella era la primera vez que Mike se encontraba con uno cara a cara y procuró recordar lo que les habían enseñado en el seminario.
—Espera —le dijo—. Vamos a hablar.
—No quiero hablar. Y menos contigo. ¿Qué eres, un pintor?
—Sí —contestó Mike a la defensiva. Era un buen trabajo. Demasiado anaranjado quizá, y a menudo frío, pero estaba bien.
—No quiero contarle mi vida a un tío que se dedica a pintar un puente de color naranja constantemente, una y otra vez. ¿Qué vas a decirme que me dé esperanzas? Deberías estar a este lado de la barandilla, conmigo.
—Bueno, vale, pero quizá deberías llamar a algún número de ayuda psicológica.
—No tengo teléfono.
¿Quién sale a la calle sin teléfono? Aquel tipo era un perfecto perdedor. Aun así, si conseguía acercarse un poco más, tal vez pudiera agarrarlo. Tirar de él para que no saltara. Desenganchó la cuerda de seguridad del lado izquierdo, la enganchó más arriba y luego hizo lo mismo con la del lado derecho. Llevaban un arnés con dos cuerdas de seguridad con grandes mosquetones de acero en los extremos de modo que uno estuviera siempre sujeto al puente. Mike se encontraba solo a unos pasos de lo alto de la torre. Podía caminar por el cable del puente y agarrar a aquel tío de ridícula chaqueta. Una vez, un compañero suyo estiró el brazo por encima de la barandilla, agarró a un tío que acababa de saltar y consiguió rescatarlo tirándole del cuello del jersey. El Servicio de Guardabosques le dio una medalla.
—Puedes usar mi teléfono —propuso Mike, y dio unas palmaditas a su móvil, que llevaba en una funda sujeta al cinturón.
—No toques la radio —dijo el de la chaqueta.
El personal de mantenimiento usaba la radio para mantenerse en contacto y Mike debería haber avisado de que había un suicida antes de intentar hablar con él, pero iba subiendo por el cable en piloto automático, por decirlo de algún modo, sin prestar atención, y no se había fijado en el chico hasta que ya estaba casi arriba del todo.
—No, no, solo el teléfono. —Se quitó el guante de cuero y sacó el móvil de su funda de loneta—. Mira, hasta tengo el número listo.
Por lo menos confiaba en tenerlo. El supervisor les había hecho grabar el número de ayuda psicológica a suicidas una mañana antes de empezar el turno de trabajo, pero de eso hacía ya dos años. Mike ni siquiera estaba seguro de tenerlo aún.
Pero sí, lo tenía. Pulsó el botón de llamada.
—Aguanta un poco, colega. Aguanta un poco.
—No te acerques —repuso el tipo de la chaqueta y, soltando la barandilla con una mano, se inclinó hacia delante.
Allá abajo, a decenas y decenas de metros, los peatones contemplaban la bahía, paseaban, señalaban con el dedo y hacían fotografías. Y decenas y decenas de metros más abajo aún, un carguero tan largo como dos campos de fútbol pasaba por debajo del puente.
—¡Espera! —dijo Mike.
—¿Por qué?
—Eh, porque duele. Eso no te lo habrán dicho. De aquí al agua hay casi doscientos treinta metros. Te aseguro que pienso en ello todos los días. Tocas el agua a una velocidad de doscientos ochenta kilómetros por hora, pero no siempre te mata el impacto. Lo sientes y duele de cojones. Acabas con todos los huesos rotos y dentro del agua fría. Bueno, no estoy del todo seguro, claro, pero…
—Centro de Crisis. Le atiende Lily. ¿Puede decirme su nombre?
Mike levantó un dedo para indicar al chico que esperara solo un segundo más.
—Soy Mike. Perdone, pero creía que este número era el de la línea de ayuda urgente para suicidas.
—Sí, lo es, pero no lo llamamos así porque suena deprimente. ¿Qué puedo hacer por usted?
—No llamo por mí. Llamo por un tipo que necesita ayuda. Está en la barandilla del puente Golden Gate.
—Mi especialidad —aseguró Lily—. Pásemelo.
—No te acerques —dijo el hombrecillo de la chaqueta de punto.
Volvió a apartar una mano de la barandilla. Mike notó que las manos se le estaban poniendo moradas. Hacía buen día, pero, allí arriba, con el viento, hacía frío, y más aún si estabas agarrado a la barandilla de acero. Todos los empleados de mantenimiento llevaban calzoncillos largos debajo del mono y guantes hasta en los días más calurosos.
—¿Cómo se llama? —preguntó Lily.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Mike al de la chaqueta.
—Geoff, con ge —contestó.
—Geoff con ge —repitió Mike al teléfono.
—Dígale que lo de la ge no tiene por qué decírselo a nadie —ordenó Lily.
—Dice que lo de la ge no tienes por qué decírselo a nadie.
—Sí que tengo que decirlo. Sí que tengo que decirlo. Sí que tengo que decirlo —repitió Geoff con ge.