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Amalia decide embarcar en un crucero que recorrerá las costas más australes del continente americano, pasando incluso por el cabo de Hornos. Tiene el firme propósito de encontrar a bordo ese hombre ideal que pueda compartir su vida con ella. Muy decepcionada, con el corazón deshecho y llorando lágrimas de rabia tras algunos encuentros y citas fallidas, sube a la cubierta superior en medio de un clima frío y lluvioso para apreciar y fotografiar al glaciar que por casualidad lleva su mismo nombre. En ese momento el navío está justamente cruzando frente a él. Resbala en el piso mojado, se enreda en su propia vestimenta y cuando esperaba caer, es sostenida muy a tiempo por unos musculosos brazos de hombre. Entonces renacerán en ella la esperanza y la ilusión de amar y ser amada. Es este, Amalia en la lluvia, el relato que da título a la selección de cuentos con que la escritora suiza Dill McLain vuelve a sorprendernos. Con una narrativa fresca, amena y directa, nos atrapa y nos hace partícipes de sus increíbles historias de amor. En ellas, escritas muchas veces con aires de humor y ambientadas en sitios muy variopintos, luego de pasar por periodos de carencias, decepciones amorosas y relaciones rotas, los protagonistas terminan siempre por encontrar la felicidad. La autora nos propone viajar con ella mientras disfrutamos leyéndola, pero al mismo tiempo nos hace reflexionar acerca de las situaciones en que la vida alguna que otra vez suele colocarnos. Su mensaje es claro. Por más difíciles que parezcan las circunstancias, nunca debemos abandonar los sueños, nunca debemos rendirnos, nunca debemos dejar de luchar por lo que nos interesa. Al final, de una forma u otra el destino jugará a nuestro favor y acabaremos por ser recompensados.
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Seitenzahl: 437
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Amalia en lalluvia
Dill McLain
Traducido al español por Manuel Olivera Gómez
Primera edición: octubre de 2021
ISBN: 978-37-5435-616-6
© Del texto: Dill McLain
© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo
Editorial Círculo Rojo
www.editorialcirculorojo.com
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Círculo Rojo no se hace responsable del contenido de la obra y/o de las opiniones que el autor manifieste en ella.
Con especial agradecimiento a Manuel Olivera Gómez
por la traducción de mis cuentos,
escritos originalmente en idioma inglés.
Amor Eterno
«Podrá nublarse el sol eternamente,podrá secarse en un instante el mar,podrá romperse el eje de la tierracomo un débil cristal.¡Todo sucederá! Podrá la muertecubrirme con su fúnebre crespón,pero jamás en mí podrá apagarsela llama de tu amor».
Gustavo Adolfo Bécquer (1836—1870)
Capuchino
Ella se reclinó hacia atrás, levantó su taza y se dispuso a disfrutar del primer sorbo de capuchino. Lo había esperado con mucha ansiedad. Pero, justo antes de probarlo, quedó rígida de estupefacción. La taza resbaló de sus manos, voló por encima de la mesa y el café caliente se derramó sobre la pierna derecha de un hombre alto parado delante de su silla.
—¡Pero Dios santo! ¿Qué es esto? ¿Una nueva forma de hacer amigos? —preguntó el hombre al tiempo que se daba la vuelta para mirarla. Ella continuaba petrificada en su asiento, observándolo. No podía hablar.
Él palpó su pantalón embarrado de café y dijo:
—Desconozco si es este el método que emplea para aproximarse a los hombres, pero le advierto, y disculpe que sea tan directo, usted podría perfectamente ser mi abuela, así que debe haber sido otro el motivo por el cual se impresionó de tal manera.
Mientras tanto, ella pareció recuperarse. Abrió su bolso, aunque sin apartar ni por un momento la mirada de aquel hombre. Sus dedos buscaron dinero dentro del monedero hasta que por fin encontró un billete de banco.
—Joven, yo siento mucho todo lo que ha pasado, no tuve ninguna intención de agredirlo —logró articular—. Debe creerme, así que, por favor, ¡tome este dinero para que pueda limpiar y recomponer sus pantalones!
Tendió hacia él un billete de cien euros y agregó:
—¡Por favor, siéntese y no haga ningún alboroto más!
Él se sentó de frente, mientras ella ordenaba dos nuevas tazas de capuchino. El camarero asintió con la cabeza y limpió los restos de café de la mesa.
Permanecieron en silencio hasta que las dos tazas fueron servidas. Entonces ella dijo:
—Mi nombre es Edith, tengo setenta y cinco años y hace siete que enviudé. Cuando usted apareció, cuando lo tuve frente a mis ojos, le juro que fue como si hubiera visto a mi primer gran amor. Fue como haber retrocedido cincuenta años en el tiempo. El mismo peinado, los mismos movimientos y también un perfil bastante similar. Fue como si la luz de un relámpago me hubiese iluminado por dentro. ¡Y me hizo pensar que debo encontrarlo!
Se dieron la mano y el joven declaró en medio de un suspiro:
—Bueno, yo me llamo Mirko y tengo treinta y seis años. Soy informático, pero perdí mi empleo porque no quise trabajar de noche y porque, además, existían ciertas irregularidades en ese trabajo con las que no me sentía a gusto. También pinto; la pintura es mi gran pasión y precisamente necesito las noches para eso. En fin, que estoy como moviéndome entre dos aguas. Trabajo a medio tiempo en la galería de arte que está ahí a la vuelta de la esquina y de cuando en cuando me dan la oportunidad de mostrar en ella mis propios trabajos. También tres veces a la semana, durante medio día, imparto clases de informática a adolescentes discapacitados.
Movió el billete encima de la mesa.
—No le puedo aceptar esto. Esta noche ya me encargaré de lavar mis pantalones. Eso haré. Y, por favor, quiero disculparme por haberla llamado abuela, es que estaba un poco estresado. Pero lo podría tomar como un cumplido, porque en verdad usted tiene cierto parecido con mi propia abuela, a quien yo quise mucho —dijo y tomó entonces un trago de capuchino antes de preguntar—: ¿Tiene idea de dónde puede estar viviendo ahora ese gran amor suyo?
También Edith tomó un gran sorbo de capuchino y, luego de una pausa, respondió con cierta luz en su mirada:
—No, no lo sé, absolutamente no. Hace ya muchos años que le perdí el rastro. Pero en estos últimos tiempos, después de enviudar, he pensado repetidamente en Curt, en qué habrá sido de él, en cómo le estará yendo. Cuando usted apareció, de inmediato algo dentro de mí me hizo sentir que debía buscarlo.
Mirko se apoyó sobre la mesa.
—Ok. Entonces, ¿por qué no empezamos? Hoy en día no es complicado. Tenemos la red, que ayuda bastante.
—¿Cuál red? ¿Me está diciendo que debo irme de pesca?
—La Internet.
—Ya, ¿y piensa que esa Internet sabe dónde puede estar Curt?
—La Internet como tal no puede saber dónde está Curt, pero puede ayudar a encontrarlo.
—¿Me está diciendo que la Internet puede ayudar a buscarlo? ¿Me está hablando en serio?
—¡Claro, señora!
—¡Por favor, llámeme Edith! —se arrimó un poco más a la mesa para acodarse sobre ella—. Tengo que ser con usted completamente franca, nunca le presté mucha atención a todas esas cosas electrónicas y ni siquiera tengo computadora. Pero, por favor, explíqueme todo lo que necesito para instalar esa Internet.
Ella le pidió a Mirko que le hiciera una lista bien precisa. El fuego en sus ojos parecía volverse más ardiente en la misma medida en que Mirko le iba explicando las posibilidades. De forma divertida, anotaba los insumos que necesitaría. Cuando hubo terminado, Edith le agradeció y le dijo:
—Voy a ocuparme de adquirir todo esto y luego usted se encargará de enseñarme cómo es que funcionan esas modernidades y esa laptop. Yo voy a pagarle el curso, claro. Ahora necesito irme, que tengo un montón de cosas por hacer. ¡Adiós!
Ella se alejó de prisa y Mirko, con el ceño fruncido, se quedó por un rato más.
Cuatro horas más tarde, Edith estaba sentada en el sofá de su sala de estar. Tenía una postura derecha y miraba fijamente una foto que sostenía en sus manos. La foto de cincuenta años atrás mostraba a un hombre alto, de cabellos abundantes y algo largos, con unos ojos azules que le iluminaban la cara, hermosa y de aspecto amigable. Su corazón comenzó a latir de prisa. Luego se aceleró más.
Estuvieron comprometidos por más de dos años, hasta que él le confesó sus planes de fundar una escuela de navegación a vela en Australia. Luego de terminar sus estudios de comercio, solo tenía una idea en la cabeza, trabajar duro durante un par de años y ahorrar el dinero suficiente para poder realizar su sueño. Cuando llegó el día en que debía tomar la decisión de acompañarlo, Edith no estaba lista para emprender un viaje a un sitio tan distante. Él se marchó solo. Y entonces poco a poco se fueron distanciando el uno del otro.
Edith ya pasaba de los treinta y cinco años cuando decidió casarse con un hombre mucho mayor que ella, que trabajaba como consultor en la administración de empresas. No tuvieron hijos, llevaban una vida muy tranquila y llegaron a ser una pareja ideal. Él murió dos años después de haberse jubilado. Desde entonces, Edith vivió sola. Estuvo cerrada a muchos intentos de aproximación por parte de algunos hombres interesantes. Pero, en cambio, tenía un buen círculo de amistades con las que compartía intereses comunes.
A lo sumo solo en dos o tres ocasiones pensó ella en Curt en los últimos años. Lo más probable era que estuviese felizmente casado y ella solo sería una intrusa si intentaba comunicarse con él. Pero, además, tampoco sabría cómo encontrarlo. No conseguía recordar a cuál costa australiana había planeado ir. Por tanto, alejaba con rapidez esos pensamientos de su cabeza.
Un jueves en la mañana, como era ya habitual en ella, salió a dar un paseo por los alrededores del lago. Sus pasos la llevaron finalmente a tomar un capuchino en la misma cafetería de siempre. Al aparecer frente a ella aquel hombre tan apuesto —con un impresionante parecido a Curt— en el momento exacto en que esperaba deleitarse con el primer sorbo del capuchino, supo que debía encontrarlo.
El viernes, bien temprano, Mirko estaba sentado en un taburete en la galería, reflexionando sobre su situación. A pesar de trabajar tres tardes a la semana como profesor de informática para personas discapacitadas, no era suficiente para vivir. Necesitaba algo más. ¿Pero qué? El resto de su tiempo lo dedicaba a pintar y ya había tenido una gran suerte al poder exponer sus obras junto a las de otros cuatro artistas en esta galería. Sin embargo, era muy complicado vender alguno de aquellos cuadros. Siendo un artista desconocido, no podía contar con ingresos regulares que vinieran de esas ventas. Compartía un diminuto piso con su novia, una violinista que integraba un trío de música de cámara y que a menudo estaba de gira. Sabía que ya era tiempo de proponerle matrimonio, pero sentía vergüenza de tomar una decisión tan seria sin que su economía hubiese mejorado. Mirko suspiró y movió los hombros hacia arriba y hacia abajo. Sí, ya era tiempo de hacerle la propuesta.
El sonido del viejo timbre de la puerta de entrada a la galería lo sacó de sus románticos pensamientos. Edith se tambaleaba en el vestíbulo por el peso de dos grandes bolsos que cargaba con ella.
—¡Dios santo, ahora no! —murmuró Mirko. Pero antes de que se repusiera totalmente de la sorpresa, los dos bultos ya estaban colocados a la derecha y a la izquierda de su taburete.
—Joven, tiene mucho trabajo aguardando por usted —dijo Edith con una sonrisa plena, aunque un poco afectada por la falta de aliento.
—Pero yo tengo que trabajar aquí, tengo que cuidar de la galería casi el día entero. Yo lo siento mucho, pero no puedo ayudarla en este momento —el asombro de Mirko lo hizo ponerse un poco nervioso.
Ella se sopló la nariz y continuó:
—Joven, eso yo lo sé perfectamente. Aquí tiene la llave de mi casa, aquí tiene la dirección —dijo, y colocó una llave y una tarjeta sobre el escritorio de madera—. Y aquí está el dinero para un taxi. Lleve con usted los dos bolsos. Uno está lleno de comida y en el otro están tanto la computadora que compré como los demás componentes necesarios para nuestro trabajo. A las 2:00 de la tarde viene el electricista y a las 2:30 viene el agente de la Compañía del Cable para instalar el paquete de correo electrónico y la Internet que necesito. Yo me quedaré a cuidar de la galería. Usted, mientras tanto, vaya e instale en la máquina todo lo que haga falta. Ya yo he dispuesto una mesa en mi sala de estar. Cuando cierre aquí, iré a preparar alguna comida ligera y entonces comenzaremos la investigación a través de Internet. Usted me enseñará. ¡Manos a la obra!
Esta abuelita resultaba demasiado insistente para el gusto de Mirko y lanzó un profundo suspiro antes de preparar su defensa. Pero ella no le dio oportunidad. Le recordó a su propia abuela. Edith ya había avanzado por todo el local, al tiempo que le preguntaba:
—¿Cuáles de estos son obra suya?
Renunciando a su defensa, solo pudo decirle a media voz:
—Los más grandes, los que tienen a unos músicos con coronas hechas de hojas de árboles.
—Son fabulosos. Este debe ser Beethoven. ¡Usted debería aumentarle el precio!
Mirko sintió que el orgullo henchía todo su ser. Por qué no hacerlo. Se levantó de su silla. Le dio su consentimiento y le mostró todo lo necesario para que pudiera reemplazarlo. Luego abandonó la galería.
A las 8:00 de la noche ya ambos estaban sentados en la sala de estar de Edith, disfrutando de una ensalada y de un delicioso pollo digno del paladar de un emperador o de un maharajá. Él se sentía grande. Edith había logrado vender dos de sus cuadros. Al parecer, un grupo de turistas chinos estaba paseando por el lugar y ella los animó a entrar a la galería para mostrarle sus cuadros. Pagaron en efectivo. Y la guía que venía con ellos le prometió a Edith que regresaría luego con otros grupos. Esta abuela parecía tener gran habilidad para administrar y promover el talento.
Comenzaron a trabajar. Él le preparó tres cuartillas con las instrucciones de cómo debía usar la laptop, cómo encenderla, cómo apagarla, cómo hacer búsquedas en la Internet, cómo imprimir páginas que le interesara conservar y, finalmente, cómo enviar y cómo leer un mensaje de correo electrónico recibido. Obviamente esto último a Edith no le interesaba mucho, pero apenas sí podía esperar para comenzar con la gran búsqueda.
—Ok, ¿cuál es el apellido de su Curt?
Ella pareció estar un poco avergonzada y se movía hacia atrás y hacia adelante en su silla.
—¿Podríamos probar primero con otro nombre?
Mirko escribió entonces el nombre «Beethoven», explicándole cada paso y lo que significaba cada resultado. Ella pareció muy excitada. Probaron entonces escribiendo «Escuela de navegación en Perth» y finalmente escribieron un correo electrónico de prueba dirigiéndolo a la dirección de Mirko. Se fue a la medianoche, no sin antes ponerse de acuerdo para volver a reunirse con ella el lunes. Le dio su número de teléfono por si surgía algún imprevisto.
El lunes, Mirko llegó al apartamento de Edith sobre las 11:00 de la mañana y la encontró en medio de cientos de páginas dispersas por toda la alfombra. Todas llenas con direcciones de escuelas de navegación en Australia y en el resto del Pacífico. Edith había comenzado por Hawái. Parecía haberse dedicado a investigar sin interrupciones durante todo el sábado y el domingo. Restos de comida rápida se amontonaban en la mesa del salón, rodeando a las copias impresas.
—Hasta ahora no he podido encontrar nada que tenga que ver con su nombre —le dijo Edith en un suspiro—. Quizás ya no viva. ¡Quizás todo esto haya sido un gran sueño mío!
Mirko se sentó, se rascó la cabeza y entonces le preguntó:
—¿Podría ahora usted ser tan amable de decirme el nombre completo de él para que yo pueda ayudarla en su búsqueda?
—Su nombre es Curt Bergström —murmuró ella tiernamente.
—Ok, Curt Bergström, ¡ya vamos por ti! —pronunció Mirko en medio de la sala.
Edith movió hacia un lado su cabeza y sonrió. ¡Parecía él tener tantas esperanzas!
—Por el momento, le he conseguido algo más de trabajo —dijo ella—. Siete señoras mayores, todas amigas mías, quieren ser adiestradas por usted en el uso del correo electrónico y la Internet. Ya yo he acordado además un precio justo por la instalación de las computadoras. Tomaremos las clases en la misma galería de arte. Estoy segura de que luego algunos de sus esposos se unirán también al curso.
Mirko se quedó sin habla. Debía trabajar en la tarde impartiendo clases a los niños discapacitados, pero le prometió continuar ayudándola luego en la investigación por Internet y pensaría en alguna nueva estrategia de búsqueda que resultara más eficaz.
El martes a las 11:30 de la mañana Edith entró a la galería. Hasta ahora no tenía ningún resultado. No había señales de Curt Bergström. Y eso que ella había expandido su área de búsqueda de escuelas de navegación hasta las costas del Mediterráneo, comenzando por las islas griegas. Salieron a tomar un capuchino y luego Edith decidió dar un paseo antes de continuar con su odisea en la red. Había estado navegando toda la noche a través de la máquina, hasta que finalmente cayó vencida por el sueño.
El miércoles llamó a Mirko para expresarle sus dudas acerca de todo aquel proyecto en que se había involucrado. Sin embargo, de cualquier manera, quería seguir adelante.
El jueves a las 7:30 de la mañana sonó el teléfono. Era la voz de Mirko.
—¡Ya lo he encontrado, ya tengo a ese señor Bergström!
Edith quedó muda y le quitó el seguro a la puerta. Un cuarto de hora después Mirko estaba llegando. Encontró a Edith sentada en el sofá, muy rígida, con la foto de Curt Bergström entre las manos.
—¿Dónde está él? —preguntó con ansiedad.
—Bueno, pues aquí lo tenemos, Thin-Bergström. Tienen una escuela de buceo en un archipiélago de Birmania.
—¿Y quién es Thin? —preguntó Edith en un susurro.
—Es su hija. Ella es quien dirige la escuela. Su madre murió cuando tenía apenas siete años de edad. Curt está viudo. Estuve jugando un poco a ser detective, y mire toda la información que he recopilado para usted. Aquí está hasta su dirección de correo. ¡Vamos primero a tomarnos una buena taza de café y luego le enviamos un mensaje!
Edith quedó como clavada en el sofá. Ni se movía. Fue Mirko quien debió ir hasta la cocina a preparar el café. Cantaba una de las óperas más famosas de Verdi. Cuando volvió con el café, Edith estaba sentada delante de su laptop diciendo:
—¿Y ahora qué voy a escribirle yo? A lo mejor él ni quiere encontrarme.
—¡Sería un gran tonto! ¡Claro que quiere encontrarla! ¿Piensa usted que hemos pasado todo este trabajo y hemos vivido toda esta locura para ahora sencillamente cambiar de opinión?
Edith escribió: «Hola Curt. Estoy desde el sábado buscándote por todo el mundo. ¿Cómo estás? ¿Podemos encontrarnos? Espero noticias tuyas… Edith».
Le pidió a Mirko que apretara el botón «Enviar». Ella estaba muy excitada. Mirko agregó con mucha claridad su dirección y su número de teléfono y envió el mensaje. Entonces, los dos suspiraron al unísono delante de la laptop.
—¿La puedo dejar sola ahora? Mary está regresando de una de sus giras y queremos pasar un par de días en las montañas. Estaremos de vuelta el sábado en la noche.
—Claro, claro; si tengo un montón de cosas que hacer ahora. Tengo que limpiar este piso. Tengo que sacudir los muebles y lavar las cortinas. Luego debo ir al peluquero y pasar a comprarme ropa nueva. Y tengo también que verificar mi pasaje para el viaje que he planificado hacer a Merguy. Como ve, tengo más que suficiente para las dos próximas semanas.
Mirko se quedó un rato más de pie, contemplando a aquella señora que lucía ahora veinte años más joven.
—No se olvide de comprar también un nuevo y sexy camisón de dormir —dijo él con picardía y abandonó la casa con una sonrisa en los labios. Su cara enrojeció con su propio comentario.
El sábado, Edith abrió su armario y se puso a registrarlo por todos los rincones. Por fin encontró lo que estaba buscando: las medias negras con el bordado y el cinturón elástico. Suspiró y decidió ver cómo le sentaban. Después de todos estos años, le costó bastante que las cosas quedaran en su lugar. Se plantó delante del espejo y sonrió. Se dio la vuelta y se dijo a sí misma: «Bueno, lo más importante es que logra disimular en algo los estragos de la edad». Se enfundó luego en su nueva blusa de seda negra con cenefas y encontró todo el conjunto bastante elegante. Ya estaba lista y presentable para cualquier cosa que pudiera surgir. Continuó posando y sonriendo. «¿Qué pensaría él si me viera ahora así? ¿Le gustaría?».
Sonó el timbre. Ella no esperaba a nadie. El timbre sonó de nuevo. Se apresuró hacia la puerta y espió hacia afuera a través de la mirilla. Logró ver algo parecido a unas flores. «¡Oh, qué bien, él me ha enviado flores!», susurró, y pudo reconocer que era un pequeño y maravilloso ramo de orquídeas.
Su corazón le dio un vuelco. Una ola de calor le recorrió todo el cuerpo y vino a instalarse en sus mejillas. Se olvidó por completo de cómo estaba vestida y precipitadamente le dio una vuelta a la llave. Abrió la puerta.
—¡Hola, Edith! ¡Pero qué bien, me encanta cómo te ves con esa ropa!
Ella se quedó de una pieza, con los ojos muy abiertos, los espejuelos en una mano y mirando a aquel señor mayor alto, cargando un ramo de orquídeas. Era Curt Bergström.
—¡Oh, estás aquí, no puedo creerlo! —dijo ella tartamudeando, al tiempo que apretaba las rodillas como queriendo ocultar la piel que sobresalía por encima de las medias negras.
—Te avisé en la respuesta que le di a tu correo —dijo él con paciencia.
Ella se dio la vuelta y se dirigió presurosa hacia su cuarto de estar para hundirse en la silla frente a la laptop. Curt Bergström entró, cerró la puerta y acomodó las orquídeas sobre la mesa. Entonces, caminó hacia Edith, extendió la mano por encima de su hombro y apretó una tecla en la máquina. Tardó solo un rato. Abrió la carpeta de correos entrantes y había solo un mensaje que leyó en alta voz: «Hola, Edith. Ya estoy en camino».
Ella se puso en pie y se sumergió en sus brazos.
Se casaron tres meses más tarde y abrieron una sala de navegación por Internet para jubilados en un gran espacio trasero de la galería de arte donde trabajaba Mirko, y donde ahora, de cuando en cuando, el trío al que pertenecía Mary solía amenizar con música alguna velada.
Mirko muchas veces pensaba mientras sonreía: «La vida es mucho más placentera cuando nosotros los jóvenes podemos trabajar unidos a nuestros vecinos más veteranos».
Trepando con rosas
Matteo estaba pletórico de orgullo y felicidad, porque el de hoy era un día muy especial. Llevaba su nuevo traje de lino negro, una ligera camisa azul y sus ultrasuaves mocasines marrones puestos sin calcetines. En su mano derecha sostenía un maravilloso ramillete de rosas de un rojo muy intenso.
Se detuvo delante de una enorme casa de cuatro plantas, construida en el siglo pasado por una familia muy rica. Un aspecto particular de su arquitectura eran las escaleras de incendio que tenía adosadas a la pared del frente, y que al mismo tiempo le servían de decoración. En el siglo anterior fue una propiedad única, pero, ahora, tras algunas renovaciones y transformaciones, los pisos estaban divididos y constituían propiedades individuales. Matteo alzó la vista hacia la parte izquierda del último piso y sonrió, anticipándose mentalmente a lo que iba a hacer. Puso el pie en el primer peldaño de la escalera de incendios, sujetó el ramillete de rosas bajo su barbilla y, muy despacio, comenzó a trepar. Esta idea se le había ocurrido un tiempo atrás y esperaba que una acción así de valiente sirviera no solo para impresionar a su novia, sino también para sorprenderla con su propuesta de matrimonio.
Matteo estudiaba el séptimo semestre de Filosofía y en las noches trabajaba como portero en un pequeño hotel. Vivía con su madre al final del pueblo, en una vieja casa que ella había heredado de sus padres. A menudo, la hermana de su madre venía y pasaba largas temporadas en la casa. Coincidentemente, ambas mujeres habían perdido a sus esposos en un accidente de tráfico. Los planes de Matteo eran llegar un día a convertirse en profesor universitario, pero por ahora esto era tan solo un sueño aún lejano.
Por más de tres años, él y su novia habían mantenido una relación estable y pensaba que ya era tiempo suficiente para dar paso al matrimonio. Podrían vivir entonces en la acogedora buhardilla que una vez se preparara como apartamento para su hermano, agregándole retrete y cuarto de baño. Su hermano era un guía de turismo que se la pasaba viajando y el ochenta por ciento de los días del año estaba fuera, en cualquier parte del mundo. Cuando regresara a hacer sus cortas visitas a la casa, podría quedarse en el cuarto original más pequeño que tenía desde la niñez y que, de seguro, sería lo suficientemente espacioso para él.
La madre de Matteo, que estaba educada a la vieja usanza y era muy estricta en el cumplimiento de los preceptos religiosos, había dejado claro que no aceptaría que él y su novia fueran a vivir a la casa sin estar debidamente casados. Por tanto, se encontraban siempre en el diminuto apartamento ya mencionado que ella tenía en el cuarto piso de esta enorme casona con escalera de incendios en la pared frontal. Vivir allí le resultaba muy costoso y Matteo pensaba que el mudarse a la vieja casa familiar, aparte de ser una agradable opción, la ayudaría también desde el punto de vista económico. Esta idea él aún no la había conversado con su novia, pero estaba convencido de que estaría encantada con su manera de ver y de resolver las cosas.
Entre tanto, ya había alcanzado el nivel del primer piso. Hasta aquí todo parecía fácil, porque desde esta altura aún podía saltar al suelo en caso de problemas. Ascender incluso hasta la segunda planta debía ser algo que manejara sin dificultad, pero de ahí en adelante ya las cosas no serían tan sencillas y la escalada se convertiría en un desafío real. Mirar hacia abajo por encima del hombro desde el tercer nivel requería tener un gran valor y no ser propenso al vértigo. Y, finalmente, llegar hasta el cuarto piso era una verdadera heroicidad y se requería para ello de una absoluta concentración y de habilidades propias de un antiguo mosquetero. Matteo era de carácter amistoso, muy equilibrado y, en general, muy buena persona. Prefería la paz, tenía cierto apego al refinamiento y despreciaba por completo cualquier atisbo de rudeza.
Justo ahora estaba alcanzando la tercera planta e hizo un breve descanso. Respiró profundamente y una enorme sonrisa de felicidad se dibujó en su rostro al pensar en los ojos desorbitados por el asombro que pondría su novia cuando lo viera aparecer así, de una manera tan poco usual y al mismo tiempo tan valerosa. Imaginó también su alegría infinita cuando conociera de su propuesta de matrimonio. Volvió a sonreír de la forma en que solo puede hacer alguien que está a punto de proporcionarle una gran sorpresa a otro, y, despacio, continuó su ascenso. Cuando ya estaba a la mitad del tercer piso y dispuesto a seguir hasta el cuarto, se inclinó para, furtivamente, echar un vistazo a través de la ventana que tenía delante. La habitación estaba en silencio y encima de la cómoda ardían tres velas grandes. Su luz provocaba un aura muy romántica, proyectando largas sombras en las paredes. En ese instante se abrió la puerta y una mujer muy atractiva entró en su campo de visión. Apenas sí estaba vestida. Llevaba un camisón azul de seda, de los usados para dormir en las noches. Solo le cubría media espalda y se veía extremadamente sexy con su cabello oscuro, suelto y llegándole casi a la cintura. Sostenía en su mano una copa de champaña y estaba a punto de tomar un sorbo, cuando un hombre muy bronceado por el sol y también medio desnudo entró a la habitación. Solo vestía un calzón con estampado de piel de leopardo e igualmente sostenía en la mano una copa de champaña. Matteo se sintió avergonzado por haber invadido su privacidad y, en el momento en que quiso moverse, el hombre lo descubrió a través de la ventana. Apuntándolo con el dedo, gritó con enojo:
—¿Qué rayos está usted haciendo ahí?
Sin esperar una respuesta, se volvió hacia la hermosa mujer, que miraba a Matteo con los ojos muy abiertos, asustada por lo que estaba viendo. Matteo continuaba en la escalera de incendios, en una posición muy incómoda, sosteniendo aún bajo la barbilla el ramillete de rosas. El hombre medio desnudo en su calzón con estampado de piel de leopardo dio dos pasos hacia la ventana para ver mejor quién era el que estaba allá afuera. Entonces movió la cabeza incrédulo, los ojos se le inyectaron de sangre y se volvió hacia la atractiva mujer, que había terminado por dejarse caer en la enorme cama llena de cojines de todos los tamaños y colores. En un gesto de sumo enojo, le arrojó a la cara el contenido de la copa y luego la hizo añicos al lanzarla contra el suelo.
—¡Ya ves! ¡Yo lo sabía! ¡Yo siempre lo supe! —le gritó en muy mala forma y la asió por el hombro—. ¡Tú no me respetas! ¡Te acuestas con otros hombres mientras yo estoy en mis viajes de negocios! ¡Siempre supe que esto iba a pasar! ¡No se puede confiar en las mujeres! ¡Esto es el colmo! ¡Ahora tu gigolo trepa por la escalera de incendios para traerte un barato ramillete de rosas!
Estaba totalmente poseído por los celos y hasta alzó la mano para pegarle. Pero la atractiva joven pudo escapar y refugiarse en el otro extremo del cuarto.
Matteo movió con rapidez la cabeza hacia atrás y por un momento no supo qué hacer. Estaba aturdido con todo lo que estaba viendo. Luego reaccionó y pensó: «Bueno, esta relación de ella no puede durar mucho. Al menos, le servirá para que aprenda a medir consecuencias, porque no creo que quiera seguir manteniendo contacto con semejante monstruo». Y entonces, con mucho cuidado, terminó por ascender al cuarto piso.
Cuando alcanzó el nivel de la ventana, se inclinó para mirar al interior de la habitación de su novia. Ella estaba sentada en el sofá, sostenía un teléfono junto al oído y evidentemente hablaba con alguien. Cuando lo vio, dejó caer el teléfono y con una sonrisa en el rostro corrió hasta la ventana para abrirla y dejarlo pasar. Matteo entró a la habitación y se sentó por un momento en el alféizar, sosteniendo ahora las flores con la mano derecha para imprimirle más importancia a la escena que vendría. Se dejó caer entonces, hincó la rodilla en el suelo, la miró con lastimeros ojos de perro —cosa que ya había ensayado en casa delante del espejo— y le hizo la propuesta matrimonial poniendo el ramillete de rosas rojas bajo su rostro.
Estaba contento y se sentía ahora relajado, convencido de poder sorprenderla y de que todo saldría bien. Cerró los ojos por un momento y esperó a que ella tuviese tiempo de armar su discurso. Antes de abrir de nuevo los ojos y escuchar lo que debía ser su tierna respuesta, sintió de pronto un terrible dolor en el rostro, como si mil espinas estuviesen hiriéndolo una y otra vez. Mantuvo los ojos cerrados, pero supo de inmediato que su novia estaba azotándolo con el ramillete de rosas lleno de innumerables espinas puntiagudas. Ella debía haber perdido el juicio. Por un instante, Matteo pensó que esa noche aquella casa estaba habitada por el diablo. Abrió muy despacio los ojos para asegurarse de que el ataque había terminado y descubrió al ramillete de rosas totalmente desguazado junto a sus pies.
—¿Quién piensas que soy? —le gritó ella poniéndose delante de él—. ¿Una muchacha estúpida que no sabe cómo se mueve el mundo? ¿Una propuesta de matrimonio con tan solo un ramillete de rosas rojas por delante? ¡No lo voy a aceptar! ¿Dónde está mi anillo de diamantes, eh? ¿Dónde? ¿Nunca has leído un libro romántico o has visto una moderna película de amor? ¡Una propuesta de matrimonio sin un anillo de diamantes no merece para nada la pena! ¡No quiero para mí un hombre que no conoce ni siquiera lo básico de las reglas que rigen un buen matrimonio! Y, para ser franca, ¡no estoy dispuesta a irme a vivir con tu madre a un piso de esa casa vieja! ¡No es lo mío! ¡Aquí terminamos! ¡Se acabó todo entre nosotros!
Puso una cara tan horrible mientras hablaba que Matteo pensó «¿Qué rayos vi yo en esta mujer?» mientras permanecía allí de pie organizando sus ideas. Sintió que la sangre goteaba y que las heridas le ardían en el rostro.
—¡Tú ni siquiera sabes defenderte! —volvió ella a sus gritos—. ¡Eres un cobarde! ¡Quiero que salgas de aquí ahora mismo!
Se apresuró por el corredor y le abrió la puerta de entrada. Se puso ambas manos en la cintura y, mirándolo con cara compungida, esperó a que se fuera.
Matteo la dejó de pie allí. Se dio la vuelta y salió por la ventana aún abierta. Tenía que tener mucho cuidado al bajar, porque ahora que estaba roto por el dolor no solo físico, sino también emocional, aquel descenso se convertía en una acción muy riesgosa. No sabía qué le dolía ni qué le preocupaba más, si aquellas heridas en el rostro o la otra que llevaba en el corazón. Era como si un cuchillo estuviese horadándolo. Intentó ser valiente, se guardó las lágrimas para después y se concentró en llegar seguro a tierra.
Cuando iba por el tercer piso, se ladeó y echó una ojeada a través de la ventana. Vio a la joven desconocida sentada en el suelo, delante de la cama. Tenía el rostro hundido entre sus rodillas. Su largo cabello le caía sobre las piernas y casi tocaba el piso. Parecía llorar. Matteo golpeó en la ventana para llamar su atención. Nada pasó. Golpeó de nuevo, esta vez con más fuerza. Lentamente, ella levantó el rostro y miró hacia la ventana. Se veía muy triste. El maquillaje se le había corrido por toda la cara y sangraba por la nariz. Cuando lo vio, se asustó y abrió desmesuradamente los ojos. Se puso en pie y corrió hasta la ventana para abrirle y ayudarlo a entrar.
—¿Qué le pasó en el rostro? —le preguntó ella con una voz que expresaba dolor y real compasión—. ¡Lo tiene todo cubierto de sangre! ¿Quién le ha hecho eso?
Lo empujó ligeramente hacia donde estaba situado el espejo en la pared. Cuando él se vio a sí mismo, no podía creerlo. ¡Su rostro parecía el de un muñeco de una película de horror! Estaba lleno de heridas y de rastros de sangre por todas partes. Ahora podía explicarse por qué sentía tanto dolor.
—Ella estuvo azotándome con un ramillete de rosas rojas que le entregué mientras le hacía una propuesta de matrimonio. Al parecer, los tallos tenían unas espinas muy afiladas —explicó Matteo con voz tranquila, mientras la hermosa joven le palpaba y le curaba con sumo cuidado cada una de las heridas producidas por las espinas de las rosas.
Entonces él quiso saber lo que había sucedido un momento antes entre ella y su pareja, allí en aquella habitación.
—Bueno, él se puso fuera de sí —dijo ella al cabo de algunos segundos sin dejar de inspeccionarle las heridas—. Supuso que usted había subido las escaleras por mí. Insinuó que estaba teniendo una relación con usted y que siempre supo que no era yo la mujer adecuada para él. Golpeó y tiró algunas cosas al piso y también me golpeó a mí varias veces. Lo hizo en la cara, por eso me sangra la nariz. Luego me gritó que él ya tenía a alguien más y que seguramente nunca le haría lo que yo le había hecho. Me dijo que era una mujer que lo obedecía en todo y que, además, era muy bella. Después de desearme lo peor, tiró la llave en el corredor y se marchó. Ahora entiendo que en realidad esto era algo que quería hacer desde hace tiempo. Era él quien me engañaba a mí y con este malentendido encontró el pretexto perfecto para terminar y encima echarme la culpa.
Ella calló por un momento, lo miró y continuó con voz firme:
—Al final me alegro de que todo esto haya pasado y por fin se haya ido. ¡No quiero para mí a un bruto mujeriego!
Entonces extendió hacia él su mano derecha y, mientras sonreía ligeramente, dijo:
—¡Hola! ¡Me llamo Lara! ¡Es lo primero que debía haber hecho, presentarme!
Matteo también se presentó y le agradeció por haber atendido sus heridas. Luego, Lara le brindó una taza de té y le propuso conversar un rato sobre sus respectivas vidas.
Matteo se sentó a la mesa ovalada situada en el salón que llevaba directamente a la cocina. Desde allí podía observar sus movimientos diligentes preparando el té y algún bocadillo para acompañarlo. Era de una belleza extrema y él pensó que un hombre que se comportara de una forma tan poco elegante como lo había hecho aquel salvaje debía ser un total idiota. No pudo aguantar ni controlar su asombro y se escuchó pronunciar en alta voz lo que estaba pensando.
—Bueno, ¡él llegó a decir que soy una bruja sanguinaria! ¡A lo mejor es verdad! ¡Así que tiene que cuidarse! —dijo Lara mirándolo sonriente.
Matteo se envalentonó y la contradijo:
—¡Pues puede ser que el idiota sea yo, pero no creo en absoluto que seas una bruja sanguinaria! Creo que ambos manteníamos relaciones equivocadas y esta noche los dioses han conspirado para que pudiésemos encontrarnos. Quizás de una forma algo cruel, pero tal vez fue la única que hallaron.
Lara y Matteo disfrutaron tomando varias tazas de té y conversando por un largo tiempo. Luego, para animar la noche cambiaron para vino rojo e hicieron planes para estar juntos al día siguiente. A las tres de la madrugada, Matteo bajó las escaleras, no sin antes despedirse de ella varias veces. Todo el camino de vuelta a casa lo hizo silbando lleno de alegría.
Al otro día, dieron un extenso paseo a lo largo del río.
No había aún concluido sus estudios de Filosofía, cuando un sábado de verano él trepó por las escaleras de incendio hasta el tercer piso. Llevaba entre sus dientes una diminuta bolsa de papel glaseado que había comprado en una exquisita joyería. Cuando ella vio el anillo que él le estaba ofreciendo, no lo dejó ni terminar su ensayada frase para proponerle matrimonio. Se abrazó a su cuello al tiempo que repetía:
—¡Sí, sí, claro que quiero!
Violeta
La hora del desayuno ya había llegado a su fin en el Palazzo Dalla Rosa Prati. Sin embargo, una mujer con el cabello completamente desordenado y el rostro cubierto de lágrimas se mantenía aún allí, sentada a la mesa y comiendo. Traía puesto un mono deportivo para hacer jogging de color rosado. Se notaba por sus gestos que disponía de todo el tiempo del mundo. Su mirada era como perdida, sin fijarla en ningún sitio en especial. Parecía aburrirse, llevándose lentamente a la boca un pedazo de pan o tomándose un sorbo de capuchino que, de seguro, ya debía estar frío. Un artista muy guapo, que rondaría los cuarenta años, se movía con agilidad a su alrededor, cargando grandes pinturas ya enmarcadas. Trataba de colgarlas aquí o allá de los finos alambres que pendían del cielo raso del techo y que habían sido dispuestos allí para eso. Las obras de arte mostraban composiciones modernas, a base de trazos ondulados en diferentes colores —tal vez simulando cascadas o ríos— que parecían generar olas al mezclarse entre ellos a través de toda la pintura y volver luego a separarse unos de otros. Todas ellas estaban muy bien concebidas, dando testimonio de la buena mano del artista, quien, con su trabajo, hacía que el espectador se quedase un buen tiempo contemplándolas y se sumergiese en la singularidad de su arte. Aunque algo sí parecía faltar, tal vez un clímax cautivador. Y precisamente ese clímax era el que estaba preparando el artista a través de seis obras que debían estar listas para la venidera inauguración de la exposición, que tendría lugar en horas de la noche.
—¿Qué demonios está haciendo? ¿Se ha vuelto loca? —sonaron sus gritos de enfado a través de todo el salón de desayuno—. ¡Acaba de destruirlos! ¡No estaban secos aún!
El artista estaba a punto de sufrir un soponcio, corriendo de una esquina a la otra y echando a volar a su paso un montón de maldiciones en tonos dramáticos. La mujer de rosado había estado intentando abrir un paquete de celofán que contenía muesli y, como le resultaba muy difícil la operación, puso en ello todas sus fuerzas. Hasta tuvo incluso que auxiliarse de los dientes. El paquete de cereales se abrió entonces de repente y su contenido se dispersó frenéticamente sobre la mesa. Como un acto de reflejo, ella intentó impedir que los copos de cereales se le escaparan, gesticulando y moviendo ambas manos. Su esfuerzo fue en vano y, lejos de resolver el problema, lo empeoró, pues la taza con el capuchino, el vaso con el jugo de frutas recién hecho, el yogurt y el tarro de mermelada de cerezas oscuras volaron también por encima de la mesa para esparcir su contenido sobre dos de los grandes cuadros hechos con pintura de aceite que el artista había apoyado momentáneamente de forma vertical sobre la mesa más próxima. La confusión fue total. El jugo de frutas y el café corrían con rapidez a través de aquellas delicadas piezas de arte, y el yogurt y la pegajosa mermelada de cerezas demoraban un poco más en deslizarse sobre los lienzos. Uno de ellos estaba totalmente empapado en la leche que tan solo unos minutos antes la mujer de rosa había pedido en el buffet para echarle por encima y mezclarla con su muesli.
El artista parecía haber perdido el control de sí y con ambas manos se sujetaba la cabeza. El hombre de la recepción llegó corriendo para ver qué estaba sucediendo y dos invitados que en aquel justo momento solicitaban una reservación estaban también pendientes de la escena. Igualmente lo hacían algunos transeúntes, que, ante el barullo, se detuvieron para curiosear a través de un gran ventanal. Y llegó también el dueño del hotel, descendiente de una de las familias más conocidas del pueblo. Miró en una actitud de súplica hacia las dos obras desfiguradas y trató de buscar las palabras correctas para expresar su pesar. La mujer de rosa se mantenía allí, muy calmada, reclinada hacia atrás y con los brazos colgando, mirando fijamente las dos obras de arte destruidas con rostro inexpresivo, tal vez hasta indiferente, a pesar de haber sido ella la causante de todo aquel alboroto.
El artista estaba desesperado, presintiendo que su reputación corría el riesgo de verse seriamente dañada. Las dos obras que ahora estaban arruinadas eran el trabajo principal de su exhibición; por ende, las más valiosas y las que debían ser expuestas en la gran pared de este vestíbulo, donde serían pronunciados, además, los discursos de apertura del evento. Comenzó una discusión acerca de la posible cancelación de la muestra. Pero aun con las posibilidades de mensajería instantánea que ofrece esta era digital, donde la información acerca de la suspensión del evento podría ser transmitida en cuestión de segundos, los problemas que algo así generaría serían considerables. A un buen número de importantes personalidades de la sociedad local se le había cursado invitación, así como a la prensa. Al final todo resultaría en pérdidas tanto para el Palazzo Dalla Rosa Prati como para el artista, que estaba a punto de estallar en lágrimas. ¡Reinaba la impotencia! De hecho, el artista sacó un pañuelo de su bolsillo y se limpió los ojos, uno después del otro, con una expresión de desespero en el rostro. Para él, esto era el fin del mundo.
—¡Queréis parar ya con esta tontería! ¡Lo que pasó, pasó! ¡No eché a perder a propósito vuestros cuadros sagrados! ¡Y no va a ayudar si estáis aquí ahora con esas caras tristes y desvalidas sin ánimo para hacer nada! ¡Lo que necesitamos es hallar una solución! —sonó la voz seca de la mujer de rosa.
El artista emitió un fuerte sollozo y le lanzó una hiriente mirada, como de odio.
—¡Ninguna pieza que tenga la calidad de estas obras puede ser reemplazada en unas horas! —dijo, subrayando su manera de pensar con ademanes de desdén hacia ella y como menospreciándola; volvió su rostro hacia el otro lado mientras recalcaba en un tono de enojo:
—¡Usted no tiene ni idea!
La mujer de rosa se incorporó y con una mirada que parecía haberse incendiado de repente, le gritó:
—¡Deje ya de comportarse como un demente! ¡Tranquilícese! ¡Esto no es el fin de nada!
Se plantó luego delante del artista y, como si fuera la cosa más natural del mundo, le pidió con una voz muy segura:
—¡Por favor, consiga una variedad de colores de pintura acrílica que puedan secarse rápidamente!
Se volvió entonces hacia el dueño del Palazzo y le dijo:
—¡Me encantaría si usted me mostrara ahora, por favor, la colección de muebles viejos que guarda en el sótano del hotel!
Y antes de seguir al dueño, quien, frunciendo el entrecejo se puso en marcha de inmediato a través del vestíbulo, se volvió hacia el artista —que continuaba allí con la incredulidad prendida a su mirada— y con una sonrisa en los labios le dijo:
—¡Dese prisa! ¡Nos encontraremos en media hora en el último piso, en la Violeta!
Desapareció luego a través de la puerta.
Ella no se equivocó. El enorme sótano de aquella edificación con una historia muy antigua era el sitio perfecto para, en cuestión de minutos, poder encontrar lo que estaba buscando. El elegante dueño se había quedado apostado junto a la entrada y la vio aparecer de vuelta, trayendo dos puertas de madera que en el pasado debieron de pertenecer a alguna especie de armario, pero ahora estaban tiradas y aparentemente olvidadas bien al fondo, en la oscuridad de aquel recinto.
—¿Qué hay de estas? ¿Podría quedármelas? ¡Encajarían perfectamente en el propósito que tengo y estoy segura de que se convertirán en un éxito total! —preguntó la mujer de rosa, casi convencida de que la respuesta sería de su agrado. Sin detener el paso, abandonó el local cargando con las dos puertas a su costado.
—Bueno, son parte de algunos armarios que solemos colocar ahora sin puertas en los corredores para exhibir en ellos objetos decorativos. ¡Jamás hemos usado esas puertas! ¡Así que sí, puede quedarse con ellas! —le respondió el hombre elegante, siguiéndola por el corredor tras haber cerrado con llave la puerta del sótano. Se quedó algo intrigado pensando qué podría hacer ella con aquellos dos pedazos de madera.
Al llegar a la recepción, la mujer de rosa se detuvo por un momento, soltó las puertas y explicó:
—¡La vernissage se va a llevar a cabo tal y como estaba planeada! ¡Eso os lo aseguro! ¡No tenéis motivo alguno para el pánico! ¡Por favor, es necesario que consigáis dos sábanas viejas y una gran lámina de plástico! ¡Llevádmelo todo ahora mismo a la Violeta!
Dicho esto, asió de vuelta las dos puertas de madera y desapareció.
Media hora después, el artista apareció en la recepción cargando algunas bolsas de plástico. Le echó una mirada llena de dudas al recepcionista y, mientras agitaba varias veces la cabeza a un lado y otro, preguntó cuál era el camino para llegar a la Violeta —nombre que obviamente él sabía bien que debía corresponder a una habitación del hotel—. Luego de obtener respuesta, desapareció también en dirección al ascensor.
Mientras tanto, la mujer de rosa había transformado una esquina de la habitación, convirtiéndola en una especie de taller con la ayuda de dos sillas de baño sobre las cuales había apoyado las dos puertas de madera, no sin antes desempolvarlas. Abajo, el suelo estaba cubierto casi en su totalidad con sábanas de cama, así como con una gruesa lámina de plástico. Cuando escuchó que tocaban a la puerta, se incorporó con rapidez y avanzó presurosa para abrir. Era el artista quien estaba allí, cargando bolsas de plástico y mirándola con una expresión llena de dudas, de descontento y de profunda repulsión. Entró molesto, pasó con rapidez por su lado y colocó abruptamente las bolsas de plástico casi en el medio de la habitación. En tono enojado, le espetó:
—A fin de cuentas, ¿qué demonios pretende hacer usted con toda esta payasada? ¡Usted destruyó mis obras con su comportamiento tan idiota en la mesa! ¡Obras que son irremplazables! Y esa perspectiva de que salga algo más o menos decente, o al menos medianamente exitoso para el evento de esta noche, es absolutamente nula. ¡Es usted una vaca tonta!
—¡Eh! ¡Eh! ¡Mi nombre es Luna, no Vaca! —le dio ella un ligero golpe en el hombro—. Y el suyo es Sandro, de acuerdo a lo que pude leer en sus pinturas. ¡Siéntese ahí y pare ya con su furor!
Ella le señaló una silla situada frente a donde estaban apoyadas las dos puertas de madera y él se sentó gruñendo y con cierta vacilación.
Luna desempacó los tubos de pintura y los colocó con mucha gracia cerca de sus piernas, junto a algunos pinceles y una toalla.
—¡Ahora va a demostrarme que es realmente un artista! ¡Va a pintar sobre esas puertas, y en diferentes colores, sus típicas figuras onduladas! Eso sí, como tenemos tanta presión con el tiempo, usted lo ejecutará de prisa, ¡pero sin perder ni el placer de hacerlo ni su poderosa energía de siempre! Después yo haré mi parte. ¡Le daré el acabado final a ambos trabajos, pero solo cuando usted haya concluido!
Lo primero que Sandro pensó fue que aquella mujer estaba completamente loca, pero, en la misma medida en que fue asimilando el modo en que ella había preparado las cosas, comenzó a tener dudas acerca de su primera impresión. En realidad, comenzó a creer que ella podría tener algo bajo la manga y él no tenía pista alguna de qué podía ser. La manera tan decidida en que explicó su plan era sumamente rara y hasta parecía interesante. Como un autómata, empezó a abrir los tubos de pintura acrílica y, mientras se inclinaba sobre ellos, no dejó de observarla de reojo. Llevaba ahora el pelo recogido atrás en una cola de caballo. La luz de la habitación, al caer sobre su rostro, la favorecía notablemente, dándole una expresión dramática. Mirándola bien, se podría decir que era una mujer muy atractiva y que tenía un cuerpo muy bien tonificado. Sonriendo, ella le echó un vistazo y él fingió dedicarse —aún irritado— a colocar los diferentes tubos de pintura en cierto orden, pero en realidad hacía esto para ganar tiempo. Luna tomó entonces una revista y se tendió a leer en el sofá de estilo antiguo.
Después de pasar algunos minutos contemplando las puertas de madera, Sandro agitó por fin la cabeza, dejó escapar un par de comentarios inciertos y comenzó a pintar. Decidió darle a este misterioso proyecto de arte —propuesto por aquella mujer llegada de cualquier parte— una oportunidad, y con movimientos muy seguros les dio vida a grandes manchas onduladas de pintura acrílica sobre toda el área de la madera, no dejando libres ni siquiera los bordes.
«¿Por qué no haces algo loco alguna vez?», llegó hasta él su voz interna, mientras se llenaba de orgullo artístico y se disparaba su creatividad. Hasta ahora nunca imaginó poder pintar sobre puertas de madera. Pero, haciéndolo, se sintió incluso liberado, inspirado y hasta satisfecho de cierta manera. Al concluir, después de aproximadamente cuarenta y cinco minutos, se sintió relajado y en tono medio alegre declaró:
—¡Arriba, que aquí vamos! ¡Ahora le toca a usted hacer su parte!
Luna se levantó de su asiento, soltó la revista y vino a ver la labor que había hecho.
—¡Sí, perfecto! ¡Eso es exactamente lo que quería! ¡Ahora ya puede usted continuar con el segundo trabajo! —comentó ella moviendo la cabeza en señal de aprobación y como si su orden fuera lo más natural del mundo.
Se sentó entonces en el piso, justo frente a la obra a medio hacer, extendió la mano hasta los tubos de pintura y acercó hacia ella tres colores diferentes. Con un pincel en la mano estuvo un momento sin apenas moverse, como concentrándose con intensidad en las manchas coloreadas de la madera. Sandro comenzó a trabajar en la segunda puerta, pero sin dejar de observarla meticulosamente con el rabillo del ojo, muy pendiente de lo que hacía. Ella lo sabía muy bien. De repente empezó a trabajar y en un santiamén tuvo listo una especie de árbol ambulante, muy erguido y a todo lo largo y ancho de la puerta. Parecía moverse a grandes pasos a través de las ondas multicolores. Se veía enorme y le daba, sin dudas, un gran aporte a todo el trabajo. Sandro quedó tan sorprendido ante esta acción creativa que, por un momento, solo pudo quedarse sentado allí con la boca abierta, sosteniendo el pincel hacia abajo, sin darse cuenta de que la pintura acrílica comenzaba a chorrearse y a manchar sus pantalones. Estaba aturdido, absolutamente aturdido, y no era consciente de que le estaba sonriendo con felicidad a ella y que sus ojos habían adquirido un extraño brillo.
«Esto es increíble», pensó.