Amar por venganza - Yvonne Lindsay - E-Book

Amar por venganza E-Book

YVONNE LINDSAY

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Beschreibung

Casarse antes de cumplir los treinta años o perder una fabulosa herencia. Lo que para Amira Forsythe era una decisión difícil, para su ex prometido, Brent Colby, era una oportunidad de oro para vengarse.Brent pensaba que Amira era una caprichosa joven de la alta sociedad y nunca creería para lo que de verdad necesitaba el dinero. Ocho años antes, Amira lo había humillado delante de cientos de invitados a una boda que nunca se celebró. Ahora él tenía la oportunidad de hacer lo mismo: seducirla, hacerle el amor y marcharse.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Dolce Vita Trust

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amar por venganza, n.º 1707 - septiembre 2021

Título original: Convenient Marriage, Inconvenient Husband

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-701-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Cásate conmigo y te compensaré.

¿Qué demonios estaba haciendo allí? Amira Forsythe, más conocida como «la princesa Forsythe», estaba tan fuera de lugar en el lavabo de caballeros del salón de actos anexo a la capilla del colegio Ashurst como lo estaba en su vida. Punto. No sabía qué le parecía más extraño: esa petición o que lo hubiera seguido hasta allí.

Brent Colby se apartó del lavabo y, sólo después de secarse cuidadosamente las manos y tirar la toalla en la cesta de mimbre, se volvió hacia ella.

La miró de arriba abajo, desde la preciosa melena de un tono rubio dorado que caía sobre sus hombros hasta el inmaculado maquillaje o el exquisito traje negro que cubría sus generosas curvas. Su fragancia, una intrigante combinación de flores y especias, penetró en sus sentidos calentando su sangre, que se concentró directamente en su entrepierna.

En el cuello llevaba un collar de perlas que hacía juego con el tono nacarado de su piel. Pero bajo ese perfecto exterior, era evidente que estaba asustada.

¿Asustada de él?

Debería estarlo. Desde que lo dejó plantado en el altar ocho años antes, Brent había estado furioso con ella.

Pero cuando Amira dejó claro que no tenía justificación alguna para tal comportamiento, él reconstruyó su mundo, sin su prometida.

Y para mejor.

Brent clavó los ojos en los de Amira y sintió cierta satisfacción al ver que sus pupilas estaban dilatadas, casi ocultando el iris azul; el distintivo azul de los Forsythe.

¿Casarse con ella? Tenía que estar de broma.

–No –contestó, pasando a su lado.

Incluso volver al salón de actos, donde los congregados intercambiaban aburridas frases hechas tras el funeral por la esposa del profesor Woodley, sería preferible a aquello.

Pero Amira puso una mano en su brazo.

–Por favor, Brent. Necesito que te cases conmigo.

Él miró su mano, intentando no traicionar lo que le hacía sentir ese roce; cómo todo su cuerpo se ponía tenso, cómo los latidos de su corazón aumentaban de velocidad. Que nada le gustaría más que enterrar los dedos en su sedoso pelo rubio y besar su cuello.

Incluso después de ocho años, Amira Forsythe seguía afectándolo de esa forma.

Pero en lugar de soltarlo, ella apretó más su brazo con gesto desesperado. Brent no sabía lo que tenía en mente, pero una cosa era segura: él no quería saber nada.

–Aunque estuviera dispuesto a hablar del asunto, éste no es ni el sitio ni el momento.

–Mira, Brent, sé que estás molesto conmigo…

¿Molesto? Aquella mujer lo había dejado plantado ante el altar en una iglesia llena de invitados con poco más que un mensaje de texto al padrino. Sí, estaba un poco «molesto» con ella. Brent tuvo que controlar una carcajada.

–Por favor… ¿no quieres escucharme al menos?

La voz de Amira temblaba ligeramente. Sólo ligeramente. Otro ejemplo de la inimitable calma de los Forsythe. Pero si su abuela estuviera viva, sin duda se sentiría profundamente decepcionada con su única nieta por mostrar tal debilidad.

–Si no recuerdo mal, tuviste una oportunidad de casarte conmigo y la desaprovechaste. No tenemos nada más que decirnos.

–Tú eres el único hombre en el que puedo confiar.

Brent se detuvo, con la mano en el picaporte. ¿Confiar en él? Eso era hilarante viniendo de ella.

–¿Tú confías en mí? ¿No temes que me quede con tu dinero? Porque, después de todo, el dinero es el problema, ¿no?

–¿Cómo… cómo lo sabes?

Brent suspiró.

–Con la gente como tú, siempre lo es.

Seguir hablando con Amira era lo último que necesitaba, de modo que, de nuevo, Brent empujó el picaporte.

–Espera. Al menos dame una oportunidad de explicarte por qué. En serio, te compensaré. Te lo prometo.

–Como si tu palabra valiese algo…

–Te necesito, Brent.

Una vez habría caminado sobre brasas ardiendo por oírla decir eso otra vez, pero ese tiempo había pasado. Los Forsythe de este mundo no necesitaban a nadie. Punto. Utilizaban a la gente. Y cuando habían terminado de utilizarlos, los descartaban. Pero había algo en su tono, y en las líneas de preocupación que se marcaban en su frente, que despertó su interés. Que tenía un problema era evidente. Que pensara que él podía resolverlo, de lo más extraño.

–Muy bien, pero ahora mismo no puedo. Mañana trabajo desde casa. Nos vemos allí a las nueve y media.

–¿A las nueve y media? Pero tengo…

–O no nos veremos en absoluto –la interrumpió él. Ni muerto iba a esperar a que ella eligiese el día y la hora. Lo vería en su territorio, en sus términos, o no lo vería en absoluto.

–Muy bien, entonces a las nueve y media.

Amira abrió la puerta del lavabo y salió al pasillo. Qué típico, pensó Brent. Había conseguido lo que quería y ahora él era despedido. Pero entonces se dio la vuelta.

–¿Brent?

–¿Qué?

–Gracias.

«No me des las gracias todavía», pensó él.

Mientras la veía perderse entre la gente, se le ocurrió que ella debía de ser la mujer que, según su secretaria, había llamado insistentemente a la oficina durante los últimos días, negándose a dejar un mensaje cuando le decía que estaba de viaje fuera del país.

¿Cómo lo habría encontrando allí?, se preguntó. Había vuelto la noche anterior a toda prisa, sin decírselo a nadie. Acudir al funeral de la señora Woodley era un asunto profundamente personal para él, una cuestión de respeto. Y pensó entonces que Amira había agriado un día ya de por sí difícil.

Brent miró alrededor. No tenía que ver las filas de chicos impecablemente uniformados ni escuchar la sonora voz del director del colegio para experimentar la sensación de que aquél no era su sitio.

Él no había querido ir a Ashurst, uno de los colegios privados más exclusivos de Nueva Zelanda, pero su tío, el hermano de su madre, había insistido porque, según él, aunque no llevaba el apellido Palmer tenía derecho a la prestigiosa educación que habían recibido todos ellos.

Ése era el problema con los ricos de familia. Todo el mundo decidía por ti porque así era como se hacían las cosas desde siempre.

Y Brent no quería ningún regalo porque había visto lo que no poder pagar aquel colegio tan caro le había hecho al orgullo de su padre. Zack Colby nunca había tenido el dinero de la familia de su madre, pero le había enseñado a trabajar para ganarse un sitio en el mundo. Como resultado, Brent había estudiado más que nadie para conseguir una de las cotizadas becas del colegio Ashurst y le había devuelto cada céntimo a su tío antes de terminar sus estudios.

Pero no había sido un estudiante tan bueno como para no pasar malos momentos. Él y sus dos mejores amigos se habían metido en más de un lío. Brent buscó entre los alumnos, antiguos y nuevos, entre los miembros del profesorado y el equipo de dirección buscando las caras de sus compinches: su primo, Adam Palmer, y su amigo Draco Sandrelli, que se dirigían hacia él.

–Hola, primo –Adam fue el primero en saludarlo–. ¿La mujer que ha salido del lavabo hace un minuto es quien yo creo que era?

–¿Qué? ¿Ahora necesitas gafas? –Brent estaba sonriendo, pero tomó un vaso de agua de una de las bandejas que pasaban los camareros porque tenía la garganta seca.

–Muy gracioso. Bueno, ¿y qué quería Su Alteza?

Brent no sabía si debía contarles la verdad. Pero nunca había habido secretos entre ellos y aquél no era el momento de empezar a tenerlos.

–Me ha pedido que me case con ella.

–Lo dirás de broma, ¿no? –rió Draco, su acento italiano traicionando sus orígenes, aunque llevaba la mitad de su vida viajando por todo el mundo.

–Ojalá fuera así. En fin, mañana me enteraré de algo más.

–¿No me digas que, después de lo que te hizo, vas a pensártelo?

–No te preocupes. No tengo pensado decir que sí inmediatamente.

Brent miró alrededor, buscando una cabeza rubia, pero no la veía por ninguna parte.

–¿Sabes por qué te lo ha pedido? –preguntó Draco.

–La última vez que supiste algo de ella fue a través del mensaje de texto que me envió cuando estabas esperando en la iglesia –le recordó Adam.

Brent apretó los labios, recordando. Estaban los tres frente al altar, bromeando porque la novia llegaba tarde y por su inminente estatus de hombre casado cuando sonó el móvil de Adam. No contestó, por supuesto, pero el tiempo pasaba y no había ni rastro de Amira.

Al final, Adam comprobó su móvil y se puso lívido al leer el mensaje de texto:

 

Dile a Brent que no puedo hacerlo. Amira.

 

Inicialmente, Brent se había preguntado si habría cambiado algo de haber leído antes el mensaje o si hubiera podido llegar a su casa antes de que Amira desapareciese con su abuela.

Había dejado de pensar en ello muchos años atrás, a pesar de haber estado furioso consigo mismo durante mucho tiempo por haberla creído cuando le decía que ella no era un juguete de su abuela.

Entonces Amira le decía que el dinero no era importante para ella y Brent la había creído. Pero poco antes de la boda su negocio había sufrido un serio revés: un contenedor lleno de juegos informáticos de importación para el mercado juvenil contenía productos defectuosos. Para ahorrarle ansiedad a Amira antes de la boda, Brent no le contó que había tenido que dedicar su primer millón de dólares, por el que se había matado trabajando, a pagar las reclamaciones. Había logrado que la noticia no se hiciera pública durante unos días pero, no sabía cómo, había aparecido en la primera página de todos los periódicos el día de su boda.

Y, por lo visto, el dinero le importaba más de lo que decía. Brent lo había descubierto de la peor manera posible cuando envió ese mensaje de texto, sin tener valor para decírselo en persona.

Pero Brent Colby siempre aprendía la lección a la primera y la princesa Forsythe no tendría otra oportunidad de destrozar su vida otra vez.

–No sé qué está tramando, pero lo descubriré tarde o temprano. Bueno, venga, vamos a saludar al profesor Woodley y luego nos iremos de aquí.

De repente, lo único que quería era sentir la carretera y el poderoso rugido de su moto Guzzi alejándolo de sus demonios.

Los tres hombres se abrieron paso entre la gente, sin fijarse en las miradas de admiración que les dedicaban las mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, hasta un grupo que hablaba con el profesor. Uno por uno, todos fueron despidiéndose, dejándolos solos con su tutor favorito de los viejos tiempos.

–Ah, «los granujas». Gracias por venir, chicos.

El profesor Woodley no los había llamado «granujas» desde que los pilló haciendo caballitos con las motos en la peligrosa carretera de la costa, a diez kilómetros del colegio. Brent aún podía oír el tono airado, furioso, de su tutor por haber arriesgado sus vidas tontamente.

–Todos los estudiantes de este año son diamantes… algunos pulidos, otros en bruto. Todos salvo ustedes tres. ¡Ustedes, señores, no son más que unos granujas!

El castigo había sido estar cuatro semanas sin poder salir del colegio, pero ninguno de ellos había podido olvidar nunca el disgusto que le habían dado al hombre. Especialmente cuando supieron que su único hijo había muerto precisamente en la zona de la carretera en la que ellos estaban haciendo el tonto con las motos. Y se pasaron el resto del año en Ashurst intentando compensarlo.

–¿Cómo estáis? Casados los tres, espero. No hay nada como el amor de una buena mujer –los ojos del anciano se humedecieron y los tres tuvieron que aclararse la garganta, emocionados–. En fin, es ahora cuando me doy cuenta de cuánto voy a echarla de menos.

–Lo sentimos mucho, profesor Woodley –siempre el portavoz del grupo, el pésame de Adam estaba lleno de sinceridad.

–Yo también, hijo, yo también. Pero no creáis que vais a darme esquinazo tan fácilmente. ¿Estáis casados o no?

Uno por un uno, los tres tuvieron que carraspear, incómodos, ante la penetrante mirada del anciano hasta que Woodley se echó a reír.

–Veo que no. En fin, no importa, sois jóvenes aún. Ocurrirá cuando tenga que ocurrir.

–A lo mejor el matrimonio no es para nosotros.

El comentario de Brent abrió la puerta para que el viejo profesor les diera una charla sobre la santidad de la institución.

Pero Brent había dejado de escuchar, su atención en la expresión sorprendida de Draco, que parecía estar viendo un fantasma. Un segundo después, su amigo se excusó para ir al otro lado de la sala.

–¿Qué ha pasado? –le preguntó Adam, cuando otro grupo de alumnos se acercó para saludar al viejo profesor.

–No lo sé, pero parece interesante –contestó Brent, mirando a la joven de pelo corto que parecía estar a cargo del catering.

A juzgar por su expresión, no le había hecho demasiada gracia ver a Draco. Su amigo estaba sonriendo, con esa sonrisa suya tan seductora, pero la chica levantó la cabeza, muy digna, y se dio la vuelta. Y Draco se quedó parado como un tonto, con la sonrisa helada.

–Uf, no creo que eso le haya gustado mucho –rió Adam.

Por supuesto, un segundo después, Draco fue tras ella con gesto decidido.

–Parece que no a venir con nosotros –murmuró Brent. Últimamente, los tres amigos se veían muy poco–. Venga, ya me he cansado de estar aquí. Vámonos.

Fuera, vieron a Draco en la entrada intentando convencer a la encargada del catering para que no se fuera. Pero la chica no parecía querer saber nada de él porque arrancó su coche y salió a toda velocidad, dejando una nube de piedrecitas tras ella.

Drago se acercó a ellos, con expresión seria.

–No me preguntéis –les advirtió, tomando el casco de su moto.

Asintiendo con la cabeza, Adam y Brent hicieron lo mismo y, poco, después las poderosas motos atravesaban el portalón de hierro del colegio.

 

 

Desde su coche, aparcado bajo las pesadas ramas de un viejo roble, Amira vio a Brent salir del salón de actos del colegio. Y le temblaron las manos sobre el volante del BMW Z4 cupé.

Y ella convencida de que había logrado controlar los nervios…

No podía creer lo que había hecho. Había estado planeando aquello desde que supo de la muerte de la esposa del profesor Woodley, pero no sabía de dónde había sacado valor.

Brent siempre hablaba tan bien de su tutor que estuvo segura de que acudiría al funeral. Era la única manera de verlo, de sorprenderlo. Había imaginado muchas veces cómo sería su encuentro, lo que le diría. Pero nunca creyó que tuviese la valentía de hacerlo.

Había tenido que hacer un esfuerzo para disimular su reacción cuando lo tuvo delante. Al ver sus anchos hombros, los puntitos verdes en sus ojos pardos, el pelo ondulado y rebelde… había tenido que hacer un esfuerzo para no apartarlo de su frente como solía hacer antes.

Los últimos ocho años habían sido amables con él, a pesar de las dificultades financieras por las que atravesaba cuando se separaron. Pero desde entonces se había colocado en la lista de los veinte hombres más ricos de Nueva Zelanda y se preguntó si seguirían importándole esas cosas. Ese tipo de reconocimiento lo había empujado en el pasado… aunque lo que más deseaba era la aceptación de los demás.

Amira no dejaba de mirarlo mientras se ponía la chaqueta de cuero y el casco, el visor oscuro ocultando sus atractivas facciones. Lo habría reconocido en cualquier parte, hasta con la cara tapada. Por cómo se movía…

Parecía haber ensanchado un poco desde los veinticinco años, pero siendo tan alto le sentaba bien. Tenía un aura de poder, de seguridad… o quizá era ella. Su reacción al verlo de cerca. Su reacción ante la cruda masculinidad de Brent Colby.

Incluso ahora no podía creer cómo había encontrado valor para seguirlo al lavabo de caballeros y pedirle que se casara con ella. Pero nunca antes había estado a punto de quedarse en la calle. La necesidad era la madre del ingenio, decían. Y ella haría lo que tuviese que hacer para que Brent aceptase sus condiciones.

Amira apretó el volante para controlar el temblor de sus dedos. Iba a tener que hacerlo mucho mejor al día siguiente si quería convencerlo. Pero había saltado el primer obstáculo y el siguiente paso no podía ser tan difícil, pensó. Se negaba a creer otra cosa.

Brent Colby podía ser uno de los veinte hombres más ricos de Nueva Zelanda, pero siempre sería un nuevo rico… a menos que se aliase con los grandes empresarios; un favor que había sido bloqueado durante años por su difunta abuela. Pero Amira podía darle entrada en ese mundo. Sólo esperaba que lo deseara como una vez la había deseado a ella.

Su futuro, todo lo que era importante para ella, dependía de eso.

Nadie podría entender lo fundamental que era aquello para Amira. Nadie. Por una vez en su vida, quería que la tomaran en serio. Ser reconocida como un valor para la sociedad, algo más que la portavoz de varias asociaciones benéficas, un mero rostro y no la persona que de verdad hacía el trabajo.

Estaba acostumbrada a ser colocada en un pedestal, a estar aislada… pero no podría vivir con el fracaso. Era demasiado importante para ella tener éxito esta vez sin la influencia de su abuela.

La muerte de Isobel Forsythe había sido el catalizador que la había sacudido… y no sólo su muerte, sino los términos draconianos de su testamento. Amira sabía que su abuela había hecho todo lo posible para que no lograra ese sueño, pero eso sólo había servido para que lo buscase con más determinación. Al contrario de lo que su abuela pensaba, Amira no creía que fuera absurdo intentar llevar algo de felicidad a los menos afortunados. Y era su misión personal hacerlo realidad, hacer algo importante con su vida.

Se sobresaltó al oír el rugido de las motos cuando pasaron a su lado y miró la espalda de Brent, poniéndose en cabeza de inmediato con la precisión con la que lo hacía todo.

Había sido tan frío y distante cuando intentó hablar con él… claro que no era una sorpresa.

Ni siquiera parecía enfadado por lo que había ocurrido entre ellos ocho años antes. Y Amira sabía que estaba enfadado, más que eso, furioso.

Había sabido de la reacción de Brent a través del abogado de su abuela, Gerald Stein, que estaba en la iglesia ese día.

Se le encogió el corazón al recordarlo. Entonces no hubo boda, pero tenía que asegurarse de que la hubiese ahora o no podría cumplir la promesa que le había hecho a la pequeña Casey… y a más de una docena de niños huérfanos o enfermos.

Brent tenía que aceptar. Tenía que hacerlo.