La novia fugitiva - Yvonne Lindsay - E-Book

La novia fugitiva E-Book

YVONNE LINDSAY

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Beschreibung

Atrapado con una novia a la fuga, qué más podía pasar… Una preciosa cabaña apartada del mundo era el retiro ideal para el fotoperiodista Sawyer Roberts, que había resultado gravemente herido en una de sus misiones. En aquel lugar encontraría paz y tranquilidad, así que se quedó horrorizado al ver aparecer a una novia en la puerta de la cabaña, con el vestido empapado por la lluvia.Sawyer se quedó aislado con Georgia O'Connor durante dos semanas, con una sola cama… y una química innegable. Los opuestos se atraían, ciertamente, pero ¿qué ocurriría cuando llegara el momento de marcharse?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Dolce Vita Trust

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La novia fugitiva, n.º 2189 - noviembre 2024

Título original: Stranded with the Runaway Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410740303

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Georgia se quedó mirando el teléfono móvil casi sin poder respirar.

–No –gimió–. Esto no puede estar pasando.

Se dejó caer en la cama de la suite de su hotel. La falda del vestido de novia se arremolinó a su alrededor como si fuera una nube brillante de tul y diamantes. Abajo, en el salón de actos, estaban las sillas alineadas a cada lado de un pasillo por el que, supuestamente, caminaría como mujer soltera por última vez, con un traje que era lo que había soñado desde niña. El traje que declaraba ante todos cómo era estar enamorada.

Pero aquellos sueños estaban destrozados, y todo por algo que era más pequeño que su dedo meñique. Miró de nuevo la pantalla del teléfono sin querer reconocer la silueta de un bebé en una ecografía que había publicado, en las redes sociales, una mujer desconocida para ella. No debería tener importancia, salvo que el #babydaddy, el padre de aquel bebé que aparecía en la publicación, era el hombre con el que se iba a casar dentro de treinta minutos.

Se abrió la puerta de la suite y su madre entró rápidamente, nerviosa.

–Ya está casi todo el mundo aquí, Georgia. ¿Estás lista? ¿Tienes todo lo que necesitas? ¿Has ido al baño? Oh, Dios mío, pensé que nunca vería este día.

Poco a poco, la madre de Georgia se dio cuenta de que no todo iba de perlas en la habitación.

–¿Georgia? ¿Va todo bien?

–No, mamá. Nada va bien. No va a haber boda –dijo Georgia solemnemente.

Miró a su alrededor. Aparte de la funda del traje de novia, el vestido que se había puesto aquella mañana y el bolso, todo lo demás estaba en las maletas que, a su vez, estaban en el maletero del coche en el que Cliff y ella iban a ir al aeropuerto a tomar un vuelo hacia las islas Cook, donde empezarían su nueva vida juntos.

–Oh, Georgia, no seas tonta. Lo que pasa es que ahora estás muy nerviosa. A todo el mundo le pasa lo mismo.

–No, mamá, no son los nervios –dijo, y le puso el teléfono debajo de la nariz.

Angela O’Connor miró la pantalla con los ojos entrecerrados.

–¿Qué es eso? No lo veo bien.

–Es un bebé, mamá –dijo Georgia.

–Vaya, bonita manera de decirle a tu madre que estás embarazada el día de tu boda. ¿En qué estabas pensando?

Georgia se habría echado a reír si no se sintiera tan desgraciada.

–No es mío, pero sí es de Cliff.

La expresión de su madre cambió al comprender lo que le estaba diciendo, pero, después, volvió a quedarse desconcertada.

–Pero… ¿cómo?

–Supongo que por el método habitual. En esta imagen aparece un feto de tres meses y… –dijo Georgia.

Pasó a la siguiente pantalla de la publicación del anuncio y apareció una foto de la madre del bebé con Cliff, que estaba abrazándola por la espalda y tenía las manos posadas en su vientre. Sabía que era una fotografía reciente porque él llevaba una camisa que le había regalado ella misma hacía unas semanas.

En aquel momento, las cosas estaban empezando a cobrar sentido. Las citas canceladas, el toque de perfume de su ropa, que a veces él achacaba al suavizante de la lavadora. Y aquello. La pareja de la imagen era tan perfecta que resultaba difícil creer que no fuesen ellos quienes iban a casarse aquel día.

–Estos son Cliff y la madre del bebé.

–¿No son solo buenos amigos?

–Sí, yo diría que claro que son buenos amigos –respondió Georgia, con amargura–. ¡Ella dice que él es el padre de su hijo!

–Pero eso no significa nada, ¿no? La boda puede celebrarse de todos modos.

–Pero… ¿tú crees que aun así debería casarme con Cliff? –chilló ella, con incredulidad.

–Por supuesto. De verdad, Georgia, aunque sea el hijo de Cliff, las mujeres adoptan a hijos de otras mujeres todo el tiempo. Él está ahí abajo, esperándote. Sé que quiere casarse contigo. Y, seamos francas, no es que tengas a una fila de hombres esperando.

Georgia intentó que lo que le había dicho su madre no le hiciera daño, pero no pudo evitarlo. De la misma manera que siempre le hacía daño que su madre se sintiera ofendida porque su hija no era lo que ella consideraba «perfecta».

–Soy consciente de eso –dijo Georgia.

–Entonces, ¿cuál es el problema?

Georgia miró a su madre treinta segundos antes de responder.

–Entiendes que es un feto de tres meses, ¿no?

–Sí, ¿y qué?

–Y sabes que Cliff y yo empezamos a salir hace seis meses y nos comprometimos hace cuatro.

–Por supuesto que sé todo eso –respondió su madre con un resoplido.

–Me ha sido infiel, mamá. Me ha engañado durante nuestro compromiso. Para mí esto no es negociable. Deberías entenderlo, sobre todo teniendo en cuenta lo que tú pasaste con papá. No voy a aguantar preguntándome todos los días si cada vez que llega tarde a casa de trabajar o se va de viaje de negocios va a tener una aventura con otra mujer. Ya no puedo confiar en él. La boda está cancelada.

Dicho esto, Georgia se puso de pie y tomó su bolso. Sacó las llaves del coche y se dirigió hacia la puerta, seguida por una nube de tul que iba ondeando y soltando destellos a su paso.

–Pero… ¿qué pasa con los invitados? ¿Qué van a pensar? ¿Y qué pasa con Cliff? ¿Ni siquiera le vas a decir que te marchas?

–¿Te importa lo que piense la gente?

–Bueno… no, en realidad, no –tartamudeó su madre, aunque Georgia sabía perfectamente que era su principal preocupación.

No el hecho de que una infidelidad hubiera destruido la confianza y el amor de su hija, ni que se le hubiera hecho trizas el corazón, ni que su autoestima hubiera quedado por los suelos.

Georgia esperó unos segundos más. Esperó el abrazo de consuelo que necesitaba tan desesperadamente. Esperó la demostración de que, pasara lo que pasara, su madre siempre la querría. Pero esperó en vano.

–Voy a llamar a Cliff desde el coche. En este momento necesito poner la máxima distancia posible entre nosotros.

–Georgia, espera.

Georgia se detuvo y volvió a mirar a su madre, esperando alguna palabra reconfortante y comprensiva.

–¿Crees que nos devolverán la fianza del banquete?

–No, mamá, no nos van a devolver nada. Ya hice el último pago, así que lo mejor es que todos disfrutéis de la fiesta y del drama. O eso, o ve a donar la comida al comedor social más cercano. Lo dejo en tus manos.

Salió al pasillo y se dirigió hacia los ascensores. Aquel día iba a ser el desenlace. Llevaba cinco años trabajando de organizadora de bodas en aquel resort con vistas a Puget Sound. Lo suyo era hacer que las bodas de la gente se convirtieran en el día más importante de su vida. Se enorgullecía de todo lo que hacía y se aseguraba de que, fuera cual fuera el presupuesto, los clientes del resort vivieran un día tan memorable que estuviesen deseando recomendárselo a todos sus amigos solteros. Y, mientras organizaba su propia boda, hasta la última flor de los centros de mesa, estaba segura de que todo iba a ir perfectamente.

Cliff la había tomado en brazos tan rápidamente que todavía le daba vueltas la cabeza cuando le pidió que se casara con él. Y ella, llena de alegría, le había dicho que sí, aunque tuviera que renunciar a un trabajo que le gustaba tanto como el chocolate para ir a vivir a una nación isleña del Pacífico de la que casi no había oído hablar. No sabía lo que iba a hacer mientras Cliff supervisaba la construcción de un nuevo hotel en la isla de Rarotonga, pero estaba segura de que se le ocurriría algo.

En el aspecto positivo, marcharse iba a ser fácil. Había rescindido el alquiler de su apartamento. El hotel ya había contratado a otra persona para que ocupara su puesto de trabajo. No tenía nada que la obligara a quedarse. En el aspecto negativo, no tenía adónde ir.

Salió del ascensor y entró en el pasillo de la limpieza, la lavandería y las cocinas. Al pasar, oyó mucho ruido y charla detrás de aquella puerta. El aparcamiento de personal estaba al final del pasillo, así que solo le quedaban veinte pasos más para salir. Se abrió una puerta a su espalda y oyó pasos en el pavimento de cemento pulido.

–Eh, disculpe, señora. Esta zona está reservada solo al personal.

–¡Ya lo sé! –gritó ella hacia atrás.

–¿Georgia? ¿No se suponía que ibas a casarte ahora mismo?

–Ya, no –dijo ella, totalmente concentrada en la puerta que tenía ante sí.

Por fin, salió al aparcamiento. Estaba lloviznando al típico estilo de Washington, y notó que el producto que la peluquera le había aplicado en el pelo se le ponía pegajoso y pesado con la humedad. Fue hacia el coche rápidamente y se sentó tras el volante con dificultad. Iba a costarle cambiar de marchas y ver el salpicadero debido a lo voluminoso de la falda del traje de novia; debería haberlo pensado mejor. Sin embargo, en aquel momento lo único que quería era alejarse todo lo que pudiera de su novio infiel.

Arrancó el motor y, a los pocos minutos, salió a la carretera principal. Le ardían los ojos y tenía el corazón acelerado por lo que acababa de hacer. Se había convertido en aquel horrible cliché de la novia a la fuga. Como las lágrimas le nublaban la vista, buscó un lugar donde parar y desahogar, por fin, su horror y su rabia, la ira que se había apoderado de ella desde que había visto la ecografía.

El teléfono comenzó a vibrar en su bolso y la llamada se conectó al manos libres del coche. El nombre de Cliff apareció en la pantalla del salpicadero. Tuvo la tentación de no contestar, pero él le debía una explicación, así que respondió a la llamada.

–¿Georgia? ¿Dónde estás? Por favor, deja que te lo explique –dijo él en tono de preocupación.

–Creo que el post que ha publicado tu novia ya lo dice todo, ¿no?

–Ex.

–¿Qué?

–Exnovia. Shanna es mi exnovia.

–Mira, no me importa quién sea. Va a tener un hijo contigo, ¿no? ¿Siempre te acuestas con tus exnovias cuando ya te has comprometido con otra?

–Estás molesta.

Georgia puso los ojos en blanco.

–¿Tú crees? Pues sí, lo estoy, después de enterarme el día de mi boda de que vas a ser padre con otra mujer. Por supuesto que estoy molesta. ¿Cuándo pensabas decírmelo? ¿No te parece que tenía derecho a saberlo?

–No podía decírtelo, sabía que lo ibas a exagerar todo.

–¿En serio? Me has sido infiel.

–No significó nada, de verdad.

Ella no podía dar crédito a lo que estaba oyendo.

–Bueno, Cliff, pues para mí sí significa algo. Significa que ya no puedo confiar en ti. Eso es importante, ¿no te parece?

–Georgia. Te quiero. Quiero casarme contigo. Por favor, vuelve. Todavía podemos hacer esto.

–No, Cliff. No podemos. Nuestro compromiso y nuestra boda quedan cancelados. Nuestro futuro en común, también. Que disfrutes del futuro con tu exnovia, aunque solo sea por tu hijo.

Colgó para no seguir oyendo el sonido de su voz y sus fanfarronadas. Miró hacia arriba al oír una sirena de policía y vio que a su lado paraba un coche patrulla. Un policía se acercó a la ventanilla.

–Señora, ¿sabe que está prohibido parar aquí?

–Sí, lo siento mucho, señor policía. Necesitaba responder a una llamada.

Él observó su ropa y lo que, seguramente, eran manchas de maquillaje por toda su cara.

–Carnet de conducir y documentación del vehículo, por favor.

Ella se lo entregó todo sin decir una palabra.

El policía dio un gruñido y se lo devolvió.

–Parece que todo está en orden. ¿Va a una boda, señora?

–No, acabo de salir de una.

–¿Se encuentra bien?

–En este momento, no, pero estaré bien. ¿Puedo marcharme?

–Sí. Conduzca con cuidado.

Georgia volvió a subir la ventanilla y salió con cautela a la calzada, entre el tráfico. El policía se quedó allí, observándola, seguramente, preguntándose qué demonios estaba ocurriendo. A ella no se le escapaba el hecho de que aquel agente, que era un desconocido, había demostrado más preocupación por su estado que su propia madre. Eso sí, pensó, mientras se miraba en el espejo retrovisor, seguramente estaba preocupado por si ella iba segura conduciendo en aquellas condiciones. Se concentró en la carretera. La carretera larga y vacía.

–Vamos –se dijo–. Ánimo. Tú has sobrevivido antes a las decepciones. Puedes hacerlo otra vez. Vamos, piensa. ¿Dónde vas a ir?

A la cabaña del bisabuelo.

La idea se le ocurrió como si fuera un salvavidas en medio de un torrente furioso. El abuelo de su madre había construido una cabaña cerca del Olympic National Park cuando era joven. Había muerto recientemente, a los cien años, y le había dejado la cabaña en herencia a su madre. Y a su madre le habían dado escalofríos solo con pensar en ir allí y estar en medio de la naturaleza.

Sin embargo, ella sabía que el entorno no era tan salvaje. Sus bisabuelos la llevaban allí a menudo durante las vacaciones de verano. La casita solo tenía una habitación, pero, con los años, el bisabuelo había equipado la vivienda con todas las comodidades modernas para que quien se alojara allí tuviera una experiencia lujosa apartado de la civilización.

Eso era lo que necesitaba. Paz, tranquilidad y tiempo a solas para recuperarse e imaginar cómo iba a ser su vida.

Dejó la autopista por la salida más cercana y tomó el desvío a Edmonds, hacia la terminal del ferry.

Y algo de la tensión que le agarrotaba el cuerpo fue relajándose.

Durante el trayecto en ferry permaneció en el coche y, en cuanto llegaron al puerto, siguió su camino. La llovizna se hizo más fuerte según avanzaba hacia el oeste por la autopista 101. La visibilidad disminuyó y a ella se le escapó un gruñido de agobio. Sin embargo, ya llevaba en la carretera de Kingston al menos dos horas, así que no podía quedar mucho para llegar al desvío que la conduciría colina arriba, hacia la cabaña de su bisabuelo. Se inclinó hacia delante para intentar ver un poco mejor a través del parabrisas y, por fin, llegó al desvío. Su coche derrapó un poco, porque pisó el freno con más fuerza de la necesaria, y ella tomó la curva con el corazón en un puño.

La primera parte del camino servía de entrada a varios senderos que recorrían la zona, pero la parte superior se convertía en el acceso a la finca de su abuelo y era de uso privado. Allí terminaba el pavimento de asfalto y tuvo que pasar por baches y desniveles hasta que llegó a la casa. En cuanto mejorara el tiempo, habría que arreglar la carretera. Incluso el pequeño puente de madera que cruzaba uno de los arroyos de la zona estaba más desvencijado que la última vez que ella había pasado por allí.

Al acercarse al claro en el que estaba la cabaña, se sorprendió. Salía una columna de humo de la chimenea de piedra y una luz cálida brillaba por las ventanas. Un momento. ¿Luz? ¿Humo? Allí no debería haber ninguna señal de vida.

Detuvo el coche y apagó el motor. Rápidamente, notó que allí hacía mucho más frío que en Lynwood. Llevaba el traje de novia, con escote palabra de honor y sin tirantes y, al apagar la calefacción del coche, sintió agudamente el descenso de temperatura. No podía quedarse allí preguntándose qué sucedía, necesitaba entrar en la cabaña.

La lluvia le empapó el velo y el vestido en cuanto salió del coche. Rápidamente, sacó las maletas del maletero y caminó hacia el porche de madera. Giró el pomo el pomo, abrió la puerta y… dio un grito.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

A Sawyer Robert se le heló la sangre al oír un grito en la puerta. Sabía que la cabaña estaba aislada, pero no recordaba que mencionaran la presencia de banshees por la zona en la información que le habían proporcionado sobre aquella casita de alquiler vacacional. Vio la aparición enmarcada en el vano de la puerta y pestañeó. No apreció ningún cambio en la visión de la puerta, que estaba abierta de par en par y por la que escapaba todo el calor que había acumulado cuidadosamente con la chimenea encendida. Aunque él siempre había evitado las bodas y todo lo referido a ellas durante su vida de adulto, parecía que, de algún modo, una había conseguido alcanzarlo.

No había ninguna duda de que la mujer que acababa de aparecer, con la máscara de pestañas corrida por la cara, el pelo aplastado y el vestido empapado, era la viva imagen de una novia trágica. Aunque su estado era, de por sí, preocupante, lo que más le inquietó fueron las maletas que llevaba en ambas manos.

Peor aún, estaba entrando en la cabaña y cerrando la puerta.

–¿Qué se cree que está haciendo? –le preguntó él, avanzando para cortarle el paso.

–¿Y usted qué cree? Buscando refugio de la lluvia –respondió la mujer–. Y ¿qué está haciendo usted aquí? Esta es una propiedad privada. Tiene cinco minutos para marcharse.

Su tono autoritario no impidió que él se fijara en las curvas de aquella mujer, que estaban a la vista de un modo muy atractivo por encima del escote del vestido. Y, para su enfado, no pudo evitar sentir una chispa de interés. Reprimió la sensación. Él no estaba allí para eso y, a juzgar por la expresión de la recién llegada, ella, tampoco.

–¿Disculpe? –le preguntó.

–Creo que me ha oído perfectamente. Le quedan cuatro minutos y treinta segundos para que llame a la policía.

–Tengo un contrato legal de alquiler que me otorga el uso exclusivo e ilimitado de esta cabaña durante treinta días. La intrusa aquí es usted, señora.

Ella dio un resoplido.

–¿Señora? En serio, ¿quién se cree que es?

–El actual inquilino de la casa, lo cual significa que usted tiene que irse.

–Muéstreme el contrato de alquiler y lo pensaré.

Sawyer dio un resoplido de frustración y subió al dormitorio, que estaba en un altillo, y bajó con el documento que había llevado impreso por si había algún problema. Y, claramente, ella representaba un problema en varios sentidos. Siempre le habían encantado las pelirrojas, aunque su pelo, al menos por lo que podía distinguir con tanta cantidad de agua, probablemente tendía más al color caoba. Tenía los ojos del color de una avellana, más verde que castaño, con unas motas doradas que… Un momento. ¿En qué estaba pensando? Tal vez fuera su mirada de fotógrafo la que había notado aquellos detalles, pero allí era donde su interés iba a terminar.

Al bajar, se dio cuenta de que la mujer estaba temblando, pero no quería invitarla a que se acercara a la chimenea ni permitir que se cambiara de ropa. Simplemente, quería que se marchara y que su retiro volviera a ser exactamente eso, un retiro.

–Como verá, está todo en orden –dijo, mientras le entregaba el contrato.

Ella lo leyó, y él creyó que decía algo como «Muchas gracias por mantenerme informada, mamá», pero lo dijo en voz tan baja que no podía estar seguro.

–Vaya, esto es algo inesperado –dijo la mujer, por fin, y le devolvió el documento–. No me informaron de este alquiler.

–Lo siento. Ahora, le pido que se marche.

–¿Ha visto cómo está el tiempo ahí fuera?

No lo había visto, pero, si ella había conseguido llegar hasta allí, podía arreglárselas para salir.

–No es mi problema.