Amor en el olvido - Lindsay Armstrong - E-Book

Amor en el olvido E-Book

LINDSAY ARMSTRONG

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Beschreibung

Los padres de Olivia habían fallecido cuando ella solo tenía doce años y, desde entonces, había estado a cargo de su tío, que era el propietario de un rancho en la región de Queensland. Con los años, Olivia había ido asumiendo más responsabilidades en el rancho, pero también se había dedicado al diseño, la pintura y la restauración. Su vida era grata y apacible hasta que, de repente, un atractivo extranjero apareció medio inconsciente en sus tierras. Nadie sabía quién era ni cómo había llegado hasta allí, ni siquiera él mismo estaba cualificado para resolver esos misterios, porque el doctor le diagnosticó una amnesia temporal. Sin embargo, bajo los cuidados de Olivia, el hombre empezó a recuperarse y a recordar... y Olivia tuvo que empezar a desear que no hubiese recuperado la memoria.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Lindsay Armstrong

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor en el olvido, n.º 1432 - septiembre 2021

Título original: Outback Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-867-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

OLIVIA Lockhart se echó hacia atrás uno de los mechones de cabello rubio y se ahuecó la camisa de cuadros rojos y blancos que llevaba. Estaba sentada sobre una de las vallas del cobertizo, una estructura abierta con un techo ondulado, rodeada por cuatro niños.

Se detuvo cuando otros dos niños llegaron corriendo y jadeando. Eran mellizos. Un niño y una niña con idénticos rizos de color rojizo, pecas y que lucían unas sonrisas amplias y traviesas.

–¿Qué habéis estado haciendo vosotros dos? –preguntó la muchacha, resignada.

–¡Nada! Nada malo –replicó Ryan Whyte con gesto ofendido, al tiempo que miraba a su hermana Sonia buscando apoyo.

Ella asintió con energía.

–Pero, Livvie…

–Ahora no, Sonia; déjame terminar de hablar. No podemos permitirnos el lujo de malgastar agua…

–Pero, Livvie…

–Sonia, haz lo que te digo. ¿Dónde habéis estado?

–En el establo de los caballos y…

–Pues no deberíais haber ido allí solos. Tu padre se enfadará si se entera. ¿Qué estaba yo diciendo? –la muchacha se calló y observó el rostro de los dos jóvenes. Hablaba sobre el asunto del agua con varios niños, hijos de la gente que trabajaba en el rancho–. Está bien, lo diré de nuevo: hasta que llueva tendremos que…

–Pero, Livvie, vimos allí a un hombre –insistió Sonia.

–Tenemos que tener mucho cuidado con el agua y…

–¡Está muerto! –dijo Ryan.

Olivia tardó varios segundos en dar sentido a aquellas palabras. De repente saltó de la valla y los miró confundida.

–Si estáis diciendo eso para…

–No, Livvie. Está tumbado en el suelo y sangra mucho. No se mueve. Lo tocamos con un palo y no ocurrió nada.

 

 

–No está muerto –declaró la muchacha con alivio, arrodillada bajo un cielo azul de mediodía–, pero está inconsciente y tiene un corte profundo en la sien –la muchacha estiró el brazo para agarrar el botiquín de primeros auxilios que había llevado con ella–. ¿Quién demonios es y cómo ha llegado aquí?

Jack Bentley, el capataz, se quitó el sombrero de ala ancha y se rascó la cabeza.

–No lo había visto en mi vida, pero será mejor que lo llevemos a la hacienda y llamemos a un médico. Es extraño que no haya aparecido ningún caballo extraviado –el hombre puso las manos sobre los ojos a modo de visera y miró a su alrededor.

–Muy extraño, sí –murmuró Olivia–. Yo lo agarraré por los pies.

Pero costó bastante. El desconocido era bastante alto y corpulento, de manera que les fue difícil meterlo en la parte de atrás del Land Rover. A pesar de todo, él no se despertó.

Olivia se subió en la parte de atrás con él, mientras que Jack condujo hacia la hacienda. Ella se puso a observar al hombre.

La muchacha pensó que debía de tener poco más de treinta años. Olivia presintió que sus ojos debían de ser azules. Tenía el pelo oscuro, pero su piel era muy blanca, aunque tostada por el sol. Su rostro, a pesar de las manchas de sangre y el corte, parecía atractivo y delgado.

El resto del hombre, que llevaba unos pantalones y una camisa de color caqui, era igualmente impresionante. Alto y fuerte, pero sin un gramo extra de grasa.

Olivia frunció el ceño y metió las manos en los bolsillos. Aparte de algo de dinero y un pañuelo, no había nada más. Olivia hizo un gesto negativo con la cabeza.

–Seas quien seas, espero que no sufras amnesia, porque es como si hubieras caído de otro planeta.

 

 

Dos horas más tarde, el doctor observaba al extraño con semblante serio. Lo habían puesto en la habitación de invitados y entre los tres: Jack, el doctor y Olivia, le habían quitado la ropa y lo habían lavado. Luego el doctor curó su sien. El hombre seguía sin moverse ni mostrar ninguna reacción.

–¿Está en coma? –quiso saber Olivia preocupada, observando el cuerpo del hombre sobre la cama ancha, bajo una sábana blanca inmaculada.

–Eso parece. Tiene un buen golpe en la cabeza, pero sus constantes vitales parecen ser correctas. Yo diría que está deshidratado, así que voy a ponerle un poco de suero. ¡Mirad!

Los tres se acercaron al ver que el hombre se estiraba, decía algo entre dientes y abría los párpados.

Efectivamente, sus ojos eran azules, pensó Olivia. De un azul profundo.

–¿Dónde demonios estoy? –dijo, con visible esfuerzo.

–El problema es que no sabemos cómo ha llegado aquí –contestó el doctor.

–¿En qué… estado?

–En Queensland. En la parte central. ¿Recuerda algo?

Los ojos del hombre parpadearon perezosamente.

–¿Puede creer que no recuerdo mi nombre… ? –entonces se incorporó, al mismo tiempo que Olivia comenzó a sentirse un poco culpable, casi como si hubiera deseado que aquel hombre tuviera amnesia.

 

 

Los tres se reunieron en el porche para comentar la situación.

–Yo me atrevo a decir que sufre amnesia temporal –dijo el doctor–. Ha tenido un fuerte golpe en la cabeza. Si se debe a ello, volverá a recordar poco a poco y no tendremos ningún problema grave. Tenemos que cuidarlo y dejarle que descanse mucho. Podría tener una conmoción cerebral. ¿Podrás con ello, Olivia?

–Desde luego, pero… ¿y si no es temporal? ¿No deberíamos llevarlo a un hospital?

–Sinceramente, no creo que sea necesario en este momento y estamos bastante ocupados. Yo iba a recoger a alguien que se ha roto una pierna cuando oí vuestra llamada. Y la otra avioneta ha salido para vigilar un brote de meningitis. Pero si todo marcha bien, en uno o dos días estaremos más tranquilos. Si ocurre algo, no dudes en llamar. ¿Está tu tío en casa?

–No. Ha viajado a Japón con una delegación de venta de carne. Pero Jack puede ayudarme si lo necesito. A propósito, supongo que tendríamos que llamar a la policía –la muchacha hizo una pausa y frunció el ceño–. Puede que viva cerca de aquí y su caballo haya vuelto a casa.

–Podría ser –afirmó Jack–. Yo me ocuparé de ello.

 

 

–¿Es enfermera?

Olivia se incorporó y observó al paciente.

–No. Pero tengo bastante experiencia en primeros auxilios. ¿Cómo se encuentra? –preguntó, colocando la sábana y sentándose al lado de la cama.

–Terriblemente mal –dijo, con una extraña sonrisa que curvó sus labios–. Tengo un dolor de cabeza impresionante, mucho calor y mi lengua tiene un tamaño el doble de lo normal.

–Eso es porque se ha deshidratado y quemado con el sol. No debería de haber caminado por el campo sin sombrero. Y el dolor de cabeza se debe a que tiene un chichón espectacular en la cabeza y tres puntos en la sien. Aparte de eso, no tiene nada. O eso parece.

–Tengo también una extraña sensación de irrealidad.

–Eso es debido a la amnesia temporal –aseguró Olivia, con más confianza de la que sentía en realidad–. El doctor me ha dicho que se le irá pasando poco a poco.

–Espero que tenga razón –contestó, moviéndose inquieto. Olivia le colocó las almohadas para que estuviera más cómodo.

Los rayos del sol de últimas horas de la tarde, que estaba comenzando a ponerse en el horizonte, se filtraban por las puertas del porche y proyectaban una luz dorada sobre la cama, los muebles antiguos y los techos altos de la habitación. Se oía el grito de algún pájaro desde el bosque cercano.

El hombre observó detenidamente a Olivia. Observó su cabello rubio. Varios mechones le salían de la coleta a la altura de la nuca. La línea de su barbilla era suave y el cuello, delgado. Tenía los ojos grises y la piel suave. Sus manos eran de una mujer trabajadora. Llevaba una camisa de cuadros rojos y blancos y unos pantalones largos de color caqui.

De pronto, algo cruzó por los ojos del hombre, aunque Olivia no pudo saber el qué.

–¿Podría contarme algo más sobre usted y sobre este lugar?

–Si se bebe esto primero –contestó, tomando un vaso de la mesilla de noche y ofreciéndoselo.

–¡Sabe fatal!

–Es suero, para reemplazar todos los minerales y sales que ha perdido. También se puede administrar en vena. Mírelo de ese modo.

–Y usted podría ser una enfermera –contestó él, con brillo en los ojos.

–¡Tómelo o déjelo! –dijo ella, con una mueca.

El hombre bebió un sorbo largo e hizo una mueca.

Olivia se sentó de nuevo.

–Bien. Soy Olivia Lockhart y está en el rancho de Wattle Creek. Mi tío es el propietario y está fuera en estos momentos. Yo he vivido aquí toda la vida y le ayudo a cuidarlo.

–¿Cuántos años tiene?

–Veinticinco y criamos…

–¿No ha hecho otra cosa? Desde luego no tiene aspecto de ser la típica ranchera.

–Pues lo soy –contestó, mirándolo fijamente a los ojos.

–¿Qué? –el hombre preguntó con un gesto serio, aunque sus ojos sonreían.

–Me preguntaba si va a seguir interrumpiéndome, señor… bueno, como se llame.

–Tendremos que inventar un nombre para mí por el momento. No me gustaría que se refirieran a mí como el hombre sin nombre.

Olivia se quedó pensativa unos segundos.

–¿Qué le parece si le llamo… ? Bueno, puede elegir. ¿Tom, Dick o Harry?

Él pareció dolido.

–Podría pensar en otros nombres. ¡Esos nombres parecen de perro!

–¿No tiene… ? –preguntó ella, mientras se reía–. No, perdone. Yo…

–¿Que si no tengo ni idea? De verdad que no –contestó pensativo–. Y es una sensación terrible.

–No se ponga nervioso –le aconsejó Olivia–. Estoy segura de que recuperará la memoria, y tiene razón, puedo imaginar nombres mejores que Tom, Dick o Harry. Empezaré por el comienzo del alfabeto –dijo alegremente–. Veamos. Adam, Adrian, Alexander. Bueno, ese nombre no es el más adecuado para una persona extraviada… Mmmm… Arnold, Alfred…

–Espere –dijo bruscamente–. Arnold… ¿sabe? Creo que ni nombre es Benedict… Ben… Ben…

Pero no pudo recordar nada más. Soltó una maldición y se derrumbó sobre la almohada.

–Eso es estupendo. Parece que ya empieza a recuperar la memoria. Ben, abreviatura de Benedict. Pero ahora, relájese.

–Sí, señorita –murmuró con amargura–. Si sigue hablándome sobre sí misma.

–No hay mucho más que decir…

–Tiene que haberlo –interrumpió–. ¿Cómo es que no está toda seca y arrugada?

–Yo… –Olivia se dio cuenta de que aquellos ojos azules recorrían todo su cuerpo, para luego volver al rostro–. Siempre me he cuidado la piel… –se encogió de hombros–, he usado sombrero y gafas de sol, manga larga, etc… Mi madre también lo hacía. Pero por debajo soy como cualquier otra persona que viva en un rancho –terminó, esbozando una mueca.

–¿Y nunca ha hecho ninguna otra cosa? –repitió el hombre.

–Sí, y todavía lo hago –contestó, agarrándose las manos.

–Si no me lo dice –murmuró–, voy a sentir otra vez calor y dolores.

Ella lo miró frunciendo el ceño.

–Tengo el presentimiento de que usted es especialista en conseguir lo que quiere, Benedict Arnold. Eso es algo que parece no haber olvidado.

Pero él se limitó a mirarla con gesto inocente.

–Dios sabrá para qué querrá usted saber…

–No todos los días me atiende una mujer tan guapa como usted, Olivia Lockhart.

Ella se mordió el labio. Luego se fijó en el brillo malicioso que había en los ojos del hombre.

–De acuerdo. Estuve tres años en la universidad estudiando arte, y pinto y diseño tarjetas, por si quiere saberlo. También he restaurado la hacienda, devolviéndole su antiguo aspecto. Me apasiona todo lo antiguo. Eso es todo. ¿Satisfecho, Ben? ¿Le puedo tutear?

–Por supuesto. Siempre que yo pueda tutearte a ti también… Y no, no estoy satisfecho. Pero es interesante lo que me has contado. ¿Qué tipo de tarjetas pintas?

–Son tarjetas con dibujos de flora y fauna, así como escenas de interiores.

–Me has impresionado. Pareces llevar una vida muy productiva y útil. ¿Existe un señor Lockhart? –los ojos de él se posaron directamente en la mano izquierda de ella–. Veo que no, a menos que no lleves anillo.

–No hay ningún señor Lockhart –dijo Olivia en un tono frío. En ese momento, se oyeron pasos en el porche. Se levantó y miró al enfermo con gesto travieso–. Espero que no te importe que los que te encontraron vengan a asegurarse de que estás vivo. Me dijeron que te habían tocado con un palo y que no reaccionaste, así que pensaron que estabas muerto.

Ella se rió de un modo nervioso al darse cuenta de que el hombre parecía incómodo con aquella revelación. Luego se volvió hacia la entrada.

–Entrad, Ryan y Sonia. Aquí tenéis a Ben.

Los mellizos entraron de puntillas y se colocaron junto a la cama.

–¡Cielo santo! ¿Qué tenemos aquí? Tenéis cara de ser unos chicos algo traviesos.

–No te equivocas –murmuró Olivia.

–No son hijos tuyos, ¿verdad?

–No. Sus padres trabajan en la hacienda.

–Puede hablar –comentó Ryan a Sonia–. No podías hablar cuando te encontramos –añadió enfadado, mirando a Ben.

–¡Creímos que estabas muerto! –aseguró Sonia–. Nos diste un susto terrible.

–Lo siento. Debí de darme un golpe contra algo. Pero estoy muy contento de que me encontrarais vosotros. Os lo agradezco mucho.

Los mellizos se miraron.

–Eso quiere decir que no nos pegarán con el cinturón por haber ido al establo, ¿verdad, Livvie?

–Ryan, sabes de sobra que nadie va a pegarte con el cinturón. Tu padre simplemente se preocupa por vosotros. Podría atacaros una serpiente o cualquier otro animal…

–Aunque no use el cinturón, nos regaña tanto que es como si lo hiciera, Livvie –dijo Sonia–. De verdad.

–Y por eso le hacéis tanto caso –dijo Olivia seriamente, luchando por controlar la risa–. Pero en este caso lo olvidaremos. ¡Ahora salid de aquí!

–¡Adiós, Ben! –gritaron a la vez.

–Ese establo lleno de serpientes y… lo que sea, ¿cómo crees que llegué allí? –preguntó Ben perplejo.

–Sólo se me ocurre que vinieras a caballo desde una zona no muy lejana y que tu caballo se asustara y te tirara. Luego se habrá ido a casa –aventuró la muchacha, encogiéndose de hombros.

–No me ha tirado un caballo jamás… o no desde que cumplí los diez años.

–¿Cómo lo sabes? –quiso saber Olivia.

–Simplemente lo sé –contestó impotente.

–Le puede ocurrir a cualquiera –objetó Olivia–. Quiero decir que podría haberse asustado con una serpiente. De todas maneras, Jack, nuestro capataz, está intentando averiguar algo. También está intentando ponerse en contacto con la policía. Y ahora, pareces cansado, ¿por qué no descansas un poco?

–¡No me siento bien! –admitió, moviéndose inquieto.

–Te daré una de esas pastillas. Te ayudará… y ahora, tranquilo. Sé que los hombres no suelen ser buenos enfermos, pero no creo que eso sea verdad en tu caso.

Los ojos azul oscuro del hombre miraron fijamente a la muchacha.

–¡Maldita sea! ¿Cuántos años crees que tengo, Olivia Lockhart?

–¿Treinta y algo? Razón de más para que te comportes –le dio la pastilla y le sirvió un poco de agua de una jarra. Luego lo miró tranquilamente.

El hombre dudó unos segundos. Después se tomó la pastilla con ayuda del agua.

–Bien, ahora iré a preparar la cena, pero si necesitas algo, sólo tienes que pulsar ese timbre. No se te ocurra levantarte de la cama, ¿entendido?

–Me equivoqué contigo –dijo con amargura–. Deberías haber sido militar.

Ella esbozó una sonrisa y le colocó una mano sobre la frente.

–Ahora duerme. Estoy segura de que te sentirás mejor cuando despiertes.

 

 

Se quedó dormido enseguida.

Jack Bentley llegó cuando Olivia estaba cenando en la mesa de la cocina. La muchacha le ofreció una taza de café.

–¿Hay alguna noticia? –preguntó, mientras sacaba las tazas del antiguo armario.

–Nada. Nadie parece conocerlo ni haberlo visto. La policía está investigando. Les di una descripción… a propósito, hay una cosa que puede ser interesante. Ha habido una tormenta muy fuerte en el distrito de al lado y hay algunas carreteras cortadas. Pudo ocurrir que él quedara atrapado y decidiera caminar para refugiarse. Aunque…

–Oh, Jack. ¿Viene hacia aquí?

–¡Claro que sí! –asintió alegremente Jack–. Hay un sistema de bajas presiones que podría… pero ya sabes lo caprichoso que es el tiempo. Que llueva mucho a cincuenta kilómetros no significa que llueva aquí.

–Crucemos los dedos –dijo Olivia, tomando la cafetera de esmalte del fuego y sirviendo en las tazas–. Justo hoy he estado hablando a los niños sobre que tienen que ahorrar agua –se detuvo y suspiró profundamente–. Lo último que necesitamos en este momento es una sequía.

–Aparte de los bajos precios de la carne y la inflación actual –añadió Jack.

–Y aún así, Wattle Creek logra mantenerse –continuó Olivia, echándose el flequillo hacia atrás.

–Sí, eso parece. ¿Y qué me dices del desconocido? ¿Cómo está?

–Apagado como una luz, pero está bien. He estado revisando regularmente su pulso. Por cierto, ya se acuerda de su nombre, aunque todavía no de su apellido. Se llama Benedict.

–Tengo el presentimiento de que es alguien de dinero.

–¿Tú crees? –Olivia miró a Jack por encima del borde de la taza–. Podría ser. El hombre parece seguro de que ningún caballo se atrevería a tirarlo.

–¿Orgulloso, eh?

–Sí, parece bastante seguro de sí mismo a pesar de la amnesia. La verdad es que puede que sí sea algo orgulloso –respondió Olivia.

Jack arqueó una ceja.

–¿Necesitas ayuda? Puedo quedarme aquí esta noche.

–No, pero gracias de todos modos, Jack. –la muchacha se calló al ver que la puerta de la cocina se abría y las cortinas se movían–. Se está levantando viento –puso las manos sobre la cabeza–. Recemos para que esas bajas presiones lleguen hasta aquí.

Jack se levantó.

–Entonces será mejor que me vaya a comprobar si todo está bien sujeto y cubierto. Te veré por la mañana, Livvie. No te olvides de llamarme si necesitas ayuda con el señor Benedict.

 

 

Olivia limpió los platos y ordenó la cocina.

Era una cocina grande y antigua, dominada por un gran armario donde estaba colocada la vajilla. También había una gran mesa y una estantería colgada del techo, llena de cacerolas y cubos y unas ramas y hojas atadas boca abajo que Olivia estaba secando.

Las paredes eran de color amarillo pálido. Las cortinas, amarillas con margaritas blancas. Al otro lado del armario, una mesa estrecha y alargada colocada frente a la pared, sostenía la colección de objetos antiguos: una picadora de carne antigua, un molinillo de madera, una balanza de bronce, una caja de galletas antigua y otras cajas de latón de épocas pasadas. Por último, podían verse una serie de platos azules y blancos del siglo pasado. El suelo era de azulejo verde y las sillas y la mesa, de madera.

Aunque la hacienda tenía otras habitaciones, la cocina era el centro de la casa.

Olivia salió fuera y respiró el aire de la noche. Definitivamente iba a ser una noche poco tranquila, pensó satisfecha, al ver las nubes que cubrían la luna. Volvió a la casa y comprobó las puertas y las ventanas, dejándolas todas cerradas.

Luego se fue a ver a su paciente.

Había dejado una lámpara en la habitación, que había cubierto parcialmente con una toalla. Pudo ver que el hombre seguía durmiendo, aunque con un sueño inquieto. Olivia lo observó pensativa. Llevaba un pijama de su tío demasiado corto y ancho de cintura. No podía hacer nada al respecto, así que se concentró en su cara de rasgos finos, piel tostada y mandíbula oscurecida por un vello oscuro.

Entonces pensó que parecía frágil, sumergido en ese sueño intranquilo, pero, debido a la conversación que habían mantenido, tenía el presentimiento de que fragilidad no era su estado normal. Y entonces, por alguna razón, se dio cuenta de que aquel hombre despertaba en ella una emoción extraña y puso una mano cuidadosamente sobre su frente.

Él murmuró algo ininteligible. Luego tomó su mano y se la llevó a la boca. Le besó la palma y al mismo tiempo abrió sus ojos azules.

–Cariño, yo… –entonces se detuvo bruscamente.

Olivia se quedó inmóvil. Enseguida trató de apartar la mano.

Él la soltó con un suspiro.

–Pero si es el sargento Lockhart.

–Así es. Siento disgustarte.

–No he dicho eso. En este momento no se me ocurre ninguna otra persona que pudiera haberme tocado la frente de un modo tan agradable.

–¿Me dejas irme?

–¿Te he ofendido?

–No… Por supuesto que no –aseguró, reclamando su mano.

–Pareces disgustada, sin embargo –comentó él.

–¿Quién sabe dónde habrías llegado, después de llamarme «cariño»? –murmuró ella, poniendo una silla al lado de la cama–. ¿Cómo te encuentras?

Él se quedó mirando enigmáticamente a la mujer por un segundo, ignorando su pregunta.

–¿Nadie te había llamado «cariño» nunca, Olivia?

–Eso no es asunto tuyo –contestó enfadada–. Concentrémonos en tu estado de salud.

Él arqueó una ceja.

–¿Significa eso que no quieres hablar de tu vida amorosa? ¿Es que no ha sido una experiencia placentera?

Olivia dio un suspiro impaciente.

–¡Escucha, yo apenas sé nada de ti, así que no esperarás que te cuente mi vida!

–La verdad es que yo tampoco sé casi nada acerca de mí –contestó él, frunciendo de repente el ceño–. Pero lo único que quería era que me contaras algo para distraerme un poco.

–Muy bien. Y ahora, ¿me vas a decir cómo estás o tendré que decirle a Jack Bentley que venga a verlo él y me lo cuente?

–¿El otro hombre que estaba con el doctor?

–Sí. Es nuestro capataz y te aseguro que es un buen hombre, pero también sé que no tiene mucha paciencia con los enfermos y que puede ser un experto en atar piernas a las camas.

–No me harías algo así, ¿verdad, Olivia? –dijo, mirándola con un gesto de reproche.

–Por supuesto que lo haría. Así que deja de pensar en mi vida amorosa, señor Benedict Arnold, y dime cómo estás.

Él rió suavemente.

–Sí, señorita. Mis disculpas, señorita. ¿Sabes? No sé mucho acerca de Benedict Arnold. Creo que era un traidor.

–No es culpa mía si te llamas Benedict –replicó, comenzando a levantarse.

–¿Quieres saber cómo estoy? –dijo él rápidamente–. Un poco mejor que cuando me preguntaste por última vez. Me duele la cabeza, pero el dolor es menos intenso y creo que hasta tengo un poco de hambre.

Ella se sentó de nuevo.

–Eso está bien. Te dejé un poco de cena. ¿Tienes sed?

–Sí, claro –contestó despacio–. Sin embargo, eso es un pequeño problema.

–No creo. Deberías tener sed…

–Pero por otro lado, si bebes mucho cierta zona de tu cuerpo se puede sentir molesta. ¿Puedo levantarme?

–¡Ah, entiendo! No, no puedes… Yo…

–Olivia, como bien dijiste antes, no nos conocemos de nada, así que tienes que comprender que sienta cierta vergüenza.

–No tengo intención de hacerte sentir incómodo –dijo Olivia–. Pero el doctor me avisó de que no te dejara levantarte. Si te desmayas, tendría que ser yo la que te llevara a la cama de nuevo. Eso sin contar con que puedes hacerte daño en la caída.

–Entiendo. ¿Entonces qué sugieres?

–Te traeré un recipiente y lo retiraré después discretamente –contestó, serenamente.

–¡Qué práctica eres! –murmuró.

–Te lo dije. Bueno, ya te dije que había hecho un curso de primeros auxilios mientras estudiaba en la universidad. Es algo que puede ser muy útil cuando vives en un lugar como éste. Incluso hice prácticas en un hospital como auxiliar de enfermería.

–Entiendo.

–¿Y ahora qué? –preguntó Olivia, al ver que él la miraba pensativo.

–Nada. Estaba pensando que eso refuerza mi idea de que pareces una mujer muy capaz. ¿Así que no tengo que preocuparme por incomodarte?

–No.

–Hay otra razón para que me niegue a…

–¿Te puedo decir algo? Hablas demasiado. ¡No puedo imaginarme cómo serás cuando estés sano y sin problemas!

Dicho lo cual la mujer salió del cuarto.

 

 

Media hora más tarde le llevó una cena ligera.

Él se incorporó con gran esfuerzo y ella le puso algunos cojines detrás de la espalda.

–Estoy tan débil como un cachorro –dijo, con evidente irritación.

–Te vendrá bien comer un poco. Tienes sopa y pollo asado –declaró Olivia, levantando el paño con que cubría ambos platos.

–Mmm –exclamó él, con visible placer–. Creo que cocinar es otra de tus habilidades.

–Mucha gente sabe cocinar –respondió ella, dándole una servilleta.

–Cuéntame algo más acerca de la hacienda. Se llama Wattle Creek, ¿no es así?

Olivia dudó unos segundos y finalmente se sentó al lado de la cama.