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Todo el mundo estaba interesado en el jeque Raschid Al Kadah y en Evie Delahaye. A pesar de la fuerte oposición de sus familias, el apasionado y publicitado idilio había durado dos años, pero todos sabían que pronto tendría que terminar. Raschid debía casarse con una princesa árabe, mientras que la madre de Evie la presionaba para que se comprometiera con un miembro de la aristocracia inglesa… y el tiempo se estaba acabando. Pero entonces, Evie descubrió que esperaba un hijo de Raschid…
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Seitenzahl: 182
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Michelle Reid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor prohibido, n.º 1066- junio 2022
Título original: The Mistress Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-672-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Se estaba haciendo tarde. Demasiado tarde como para ir a ningún sitio.
Y, sin embargo, Evie seguía mirando el oscurecido cielo de Londres sin mostrar signo alguno de irritación. Después de todo, era habitual que su amante le hiciera esperar. Sus obligaciones eran lo único importante para él, a expensas de todo lo demás.
Y eso la incluía a ella. Aunque era una mujer bellísima y muy importante para él, como se encargaba de repetirle constantemente, Evie sabía que siempre sería lo segundo en importancia en la vida del hombre.
De modo que, como una carísima pieza de porcelana envuelta en el sensual vestido de seda rojo cereza, seguía de pie frente a la ventana del lujoso apartamento… esperando. Había esperado durante cuarenta y cinco minutos, con calma, con paciencia.
O eso aparentaba, porque no estaba en su naturaleza mostrar sus verdaderos sentimientos, un hábito derivado de su estricta educación.
Pero sólo un tonto pensaría que esa calma era auténtica.
El jeque Raschid Al Kadah, su amante, no estaba allí para descifrar el verdadero estado de ánimo de Evie y Asim, el hombre que le hacía compañía, raramente levantaba los ojos para mirarla.
Asim estaba de pie frente a la chimenea de mármol, con las manos cruzadas sobre la túnica y la lengua silenciosa, olvidado cualquier intento de empezar una conversación cuando «tarde» se había convertido en «imperdonablemente tarde».
Sin embargo, decidió hablar cuando la vio mirar su finísimo reloj de oro.
—No puede tardar mucho más, señorita Delahaye —aseguró Asim, con su diplomático tono de voz—. Hay cosas que son inaplazables para el jeque Al Kadah. Y una de ellas es la llamada de su reverenciado padre.
O una llamada de Nueva York, París o Roma, pensaba Evie. Los negocios de la familia Al Kadah eran muy diversos y se extendían por todo el mundo. Y el hecho de que Raschid, como hijo único, hubiera tenido que encargarse de todo desde que su progenitor sufriera un ataque al corazón, significaba que Evie cada vez lo veía menos.
Sin querer, lanzó un suspiro. La clase de suspiro que emitía sólo cuando estaba sola. Pero aquella noche era diferente. Aquella noche tenía sus propios problemas y había tenido que hacer un esfuerzo para acudir al apartamento.
Porque sabía que a Raschid no le iba a gustar lo que tenía que decirle. De hecho, ni siquiera sabía cómo decírselo.
Evie se había llevado los dedos a la frente para intentar calmar su dolor de cabeza, pero bajó la mano al oír que la puerta se abría a su espalda.
Cuando el jeque Raschid Al Kadah se paró a la entrada del suntuoso salón decorado en tonos crema y oro, se hizo un silencio tenso. La espalda recta y tensa de Evie y la actitud aliviada de su sirviente le decían todo lo que tenía que saber.
Sonriendo para sus adentros, Raschid ordenó al hombre que se fuera con un discreto gesto de su mano.
Y se quedó solo con Evie, que seguía dándole la espalda. A pesar de estar de mal humor, a pesar de haber tenido que sufrir una de las peores conversaciones telefónicas con su padre, a pesar de lo tarde de la hora y a pesar de que su vida se estaba complicando hasta convertirse en un torbellino de deberes y obligaciones, cuando Evie por fin se dio la vuelta y sus ojos se encontraron, el mundo pareció detenerse.
El aire parecía cargado de tensión y los ojos de Raschid se oscurecían mientras admiraba la belleza de la mujer, enmarcada por la oscuridad que había tras las ventanas.
Tan alta, pensaba, tan increíblemente esbelta y femenina. Conocía a aquella mujer íntimamente tan bien como se conocía a sí mismo. Su piel era suave como el satén y brillaba como las perlas sobre las sábanas de seda roja, su pelo era como una corona dorada que enmarcaba la cara más bella que había visto en su vida. Una estructura ósea insuperable, nariz perfecta, labios generosos y unos ojos de color azul lavanda que, incluso cuando estaba furiosa, no podían ocultar lo que sentía por aquel hombre, opuesto a ella en todos los sentidos.
Porque si la piel de ella era clara, la de él era oscura, tan oscura como una madera tallada y bruñida hasta crear una exótica belleza masculina como Evie no había visto jamás. Y si ella era alta, él lo era más. Musculoso, fuerte, duro. Su pelo era suave, liso, negro, cortado a la perfección para destacar sus letalmente atractivas facciones: una nariz recta, una boca sensual y ojos como oro líquido que parecían llamar a los de Evie y pedirle que se ahogaran en ellos.
Opuestos, completamente. Ella, tan inglesa como una taza de té, él tan árabe como un guerrero beduino.
Llevaban dos años juntos, dos años, y saltaban chispas entre ellos cada vez que se encontraban. Chispas de un deseo sexual tan fiero como cuando todo había empezado.
Pero tenía que ser de ese modo, o la relación no habría sobrevivido las críticas de sus dos diferentes culturas.
—Mis disculpas —dijo Raschid por fin y, al igual que sus ojos, su voz era como un líquido dorado que despertaba sus sentidos, bañándolos con miel—. Acabo de volver de mi embajada —añadió. Aquello explicaba su atuendo oriental, pensaba Evie deslizando los ojos por la blanca túnica con bordados azules. Aunque antes de entrar se había quitado el turbante, notó mientras observaba la sonrisa que iba formándose en la boca del hombre ante su obstinado silencio—. Estás enfadada conmigo.
—No —replicó Evie—. Estoy aburrida.
—Comprendo —susurró él, cerrando la puerta tras de sí—. ¿Qué quieres que haga? ¿Que me tire a tus pies? —preguntó con tono suave. En otro hombre, aquello hubiera sido un reto, pero en Raschid, sonaba como la más amable de las frases.
—En este momento, preferiría que me invitaras a cenar —replicó ella—. No he comido nada desde el desayuno y ahora son… las diez en punto de la noche —añadió, mirando su reloj.
—Ya veo. Quieres que te suplique que me perdones —sonrió él, que sabía descifrar la aparente frialdad de su amante.
Lo que no había observado era la ansiedad que había bajo aquella aparente frialdad. Afortunadamente, porque al verlo, Evie había decidido que necesitaba más tiempo para darle la noticia.
Cuando ella se encogió de hombros, Raschid se dio cuenta de que aquello era una declaración de guerra. Y no era nada nuevo. De hecho, el fundamento de su relación era que los dos se habían negado siempre a sucumbir ante la arrogancia del otro. Evie se negaba a plegarse ante el ego masculino y él se negaba a hacerlo ante su imagen de princesa de hielo.
—Tengo responsabilidades —explicó él.
—¿No me digas?
—Mi tiempo no siempre es mío para decidir lo que hago con él.
—Y has decidido que podías dejarme esperando durante casi una hora —replicó ella, sarcástica.
Raschid empezó a caminar hacia ella, con la elegancia y suavidad de un depredador dispuesto a cazar a su presa. Los sentidos de Evie se despertaron al verlo crecer en altura, en poder, en proximidad.
Aquel hombre era poesía en movimiento. Tan fuerte y, sin embargo, tan esbelto, tan oscuro, tan… peligroso. Cuando estuvo a su lado, Evie sintió que le faltaba el aliento.
Y ésa era la razón por la que nunca podría abandonar a aquel hombre. Se había metido dentro de ella como no lo había hecho ningún otro.
Los ojos color miel de Raschid se clavaron en los suyos, como un reto.
—Esta noche no me apetece pelear, querida —susurró él—. Te sugiero que abandones esa actitud de princesa herida.
—Me siento herida —replicó ella.
—Tú llegas tarde a nuestras citas muchas veces —señaló él, levantando su barbilla con un dedo—. Además, sé que te alegras de que «tarde tanto tiempo en llegar» —añadió, con doble sentido.
Evie apartó la cara cuando se dio cuenta de a qué se refería.
—¡No estamos hablando de tus habilidades sexuales! —exclamó, enrojeciendo a su pesar.
—Ah, es una pena —suspiró él.
—¡Raschid, hoy no tengo ganas de…! —empezó a decir, pero no terminó la frase porque él la atrajo arrogantemente hacia sí y tomó posesión de su boca.
Evie ni siquiera intentaba protestar, ni siquiera pretendía apartarse, todo lo contrario. Raschid saciaba un hambre que nadie más podría saciar, un hambre que seguía insaciable a pesar de llevar dos años siendo alimentada exclusivamente por él.
Dos años de relación que sus familias desaprobaban y que habían mantenido a los medios de comunicación expectantes por saber quién de los dos sería el que la diera por terminada.
Porque tenía que terminar en algún momento y todo el mundo era consciente de ello. El heredero de un jeque árabe debía casarse con alguien de su mundo. Y Evie debería haber aceptado la proposición de un marqués al que había dado la espalda. Pero seguían presionándola para que se casara con alguien de su cultura y de su clase… aunque esa clase estuviera en peligro de extinción.
Era precisamente saber que su relación debía terminar inevitablemente lo que hacía que siguiera siendo tan apasionada.
—¿Cenamos o seguimos peleándonos? —susurró Raschid, sobre su boca.
Evie sabía a qué se refería él cuando hablaba de «pelearse» y sabía también, sin ningún género de duda, lo que deseaba aquella noche. Lo que necesitaba, pensaba trágicamente. Necesitaba a aquel hombre.
Necesitaba su fuerza, su oscura y fuerte sensualidad. Necesitaba perderse en él, ahogarse en él… morirse en él. Aquella noche necesitaba creer que nada era diferente. Ser la mujer que él conocía y amaba para que él pudiera ser el hombre que ella amaba desesperadamente.
Y ningún hombre lo era más que su amante árabe. Un hombre que podía hacerle el amor con los ojos, como estaba haciendo en aquel momento. Seduciéndola suave, perezosamente. Tan buen conocedor de su poder sobre ella que no necesitaba ver cómo se oscurecían los ojos femeninos para saber cuánto lo deseaba.
—¿Llevas algo debajo de la túnica? —preguntó ella, deslizando las manos suavemente por los contornos que se adivinaban bajo la suave tela blanca.
—¿Por qué no la abres y lo descubres? —invitó él, jugando con las tiras de su escotado vestido.
—¿Y que todo el mundo te vea desnudo? —bromeó ella, señalando la enorme ventana desde la que cualquiera, de Battersea a Westminster, podría ver lo que estaban haciendo.
La solución estaba al alcance de la mano de Raschid que, sin apartarse de ella, tiró de un cordón y una cortina de brocado de seda cayó suavemente, cubriendo el cristal. Evie no tenía más alternativa que decidir si quería saciar su hambre o su deseo.
Estaba clara cuál era la preferencia del hombre, ya que presionaba prominentemente contra su vientre, pero Evie estaba segura de que Raschid dejaría que fuera ella quien eligiera.
Y Raschid sabía que Evie estaba enfadada por hacerla esperar y que si intentaba hacerle el amor sin esperar a que fuera ella la que lo pidiera, lo acusaría de estar utilizándola.
Pero también sabía que, al final, sería incapaz de resistir su seducción. Porque el cuerpo femenino mostraba los signos de un deseo que nunca había sido capaz de disimular en su presencia.
—Eres tan arrogante —se quejó ella, en un último intento por conservar su orgullo intacto.
Él se limitó a sonreír con seguridad masculina.
—Dilo —urgió él—, o llamaré a Asim para que te lleve a casa.
Con un gemido de frustración, Evie levantó las manos y se agarró al cuello de la túnica… para volver a buscar, hambrienta, la boca del hombre. Pero lo castigó, mordiéndolo en el labio inferior antes de rendirse definitivamente.
Una hora más tarde, saciada su hambre, Evie se dejaba caer sobre el masculino pecho de Raschid que, desnudo sobre la cama, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, acariciaba indolentemente su pelo.
Evie sonrió para sí misma, disfrutando del cuerpo del hombre enredado con el suyo. De hecho, observar el cuerpo desnudo de Raschid era una de las actividades más fascinantes que había encontrado en su vida. Raschid, tumbado en la cama, era terriblemente sexy. Arrogante en su desnudez, pagado de su propia belleza y tan desinhibido a la hora de mostrar su cuerpo de bronce que si hubiera entrado en la habitación un ejército de fotógrafos, ni siquiera se habría molestado en cubrirse.
—Necesito comer —anunció ella.
—Llama a Asim —aconsejó él, sin abrir los ojos.
Suspirando, Evie se apoyó en un codo y tomó el auricular. Su pelo, sofisticadamente recogido en un moño francés hasta una hora antes, colgaba sobre sus hombros como una cortina de seda dorada mientras hablaba con el sirviente del jeque.
—Un sandwich será suficiente —estaba diciendo, mientras Raschid apartaba un mechón de su cara—. No. Él comerá lo que yo coma. Es un castigo por hacerme esperar —añadió con una sonrisa desafiante antes de colgar.
Aquellos ojos color miel la miraban de tal forma que su corazón parecía encogerse. Era un hombre tan hermoso, pensaba Evie, sin poder evitarlo. Su alma estaba tan cerca de la suya que no podría sobrevivir sin él.
—¿Por qué no has comido hoy? —preguntó Raschid, acariciando su mejilla.
—No es que no tuviera hambre, es que no me apetecía lo que había para comer.
—¿Y eso? —preguntó Raschid.
—Problemas —contestó ella, apartándose.
—Explícate —ordenó él. Aunque sabía cuál iba a ser su respuesta y que destrozaría por completo la paz que habían disfrutado durante una hora.
Evie saltó de la cama, tan hermosa desnuda como lo estaba vestida e inclinándose, tomó del suelo la túnica que él se había quitado. Era demasiado grande para ella, pero aún así le quedaba fantástica. Con un ligero movimiento de la mano, se apartó el pelo de la cara y se dio la vuelta para mirarlo.
—Mi madre —explicó. No tenía que añadir nada más.
Raschid no decía nada, pero su expresión se había vuelto grave y se sentó sobre la cama, pasándose los dedos por el pelo en un gesto de infinita frustración, mientras ella entraba en el cuarto de baño arrastrando tras ella la túnica, como si fuera el manto de una reina.
El dormitorio era una obra maestra de diseño interior, mezclando dos culturas en una con el moderno uso de la madera clara en suelos y muebles y un toque del exotismo oriental en las alfombras persas y las sábanas y almohadones de seda.
Pero el cuarto de baño era de un lujo asiático, con suelos y paredes de mármol blanco, cristales con filigrana de oro, una bañera del tamaño de una piscina y, sobre ella, un óculo de cristal en el que se reflejaba toda la habitación. La ducha, último modelo en tecnología, ocupaba el espacio de tres en un apartamento normal.
Evie entró en ella y cerró los ojos para disfrutar del delicioso masaje. Estuvo bajo el agua durante lo que le pareció una eternidad y oyó que Raschid entraba en el cuarto de baño. Pero no había ido a ducharse con ella, como solía hacer, y Evie sabía por qué. Mencionar a su madre había arruinado el momento. Su madre… el padre de él. Siempre eran el uno o la otra los que aguaban su felicidad.
Pero lo peor estaba por llegar, aunque él no lo sabía. Por eso había huido de la cama, para no tener que contárselo. Para darse un poco más de tiempo.
Era una cobarde, se decía a sí misma. Y era normal que lo fuera, porque el mundo estaba a punto de caérseles encima y no sabía cómo reaccionaría Raschid.
Cuando salió de la ducha, su amante no estaba en el cuarto de baño, pero había un caftán de seda azul turquesa sobre un escabel y Evie sonrió mientras se secaba. Lo había llevado muchas veces en aquel apartamento. Era uno de los muchos que Raschid le había regalado.
Después de ponérselo, deshizo el moño que se había hecho antes de entrar en la ducha y su larga melena cayó casi hasta la cintura. Peinándosela con los dedos, volvió al dormitorio, pero Raschid tampoco estaba allí.
Lo encontró en el salón, frente al bar, sirviéndose un vaso de agua mineral. Ninguno de los dos solía beber alcohol, ella porque no le gustaba, él porque lo prohibía su religión.
Estaba vestido y eso la sorprendió. Normalmente, se paseaba desnudo por la casa en noches como aquélla. Pero la camisa, el elegante pantalón de diseño y los mocasines parecían enviarle un mensaje.
Raschid pensaba llevarla de vuelta a su casa en lugar de invitarla a pasar la noche con él.
Aunque se sentía desilusionada quizá no era mala idea, se decía Evie. Porque necesitarían estar separados durante un tiempo para pensar en su futuro después de lo que tenía que decirle.
—Su comida ha llegado, señora —sonrió él cuando la oyó entrar en el salón—. Ahora puede saciar ese otro apetito suyo.
Era una broma, pero Evie no tenía ganas de reír. Porque cuando miró la hermosa bandeja de comida, digna de un rey, su estómago se cerró.
El miedo había hecho que el apetito desapareciera.
—Raschid —empezó a decir—, tengo que hablar contigo.
Él se dio la vuelta con el vaso en la mano y la miró con una expresión inteligente. Quizá su estrangulado tono de voz le había advertido de que ocurría algo.
—¿Sobre qué? —preguntó él. Evie tuvo que apartar los ojos. Sabía que no podría mirarlo mientras le decía lo que tenía que decir. Acercándose a la ventana, abrió las cortinas para mirar hacia el infinito y encontrar así las fuerzas que empezaban a fallarla. Un minuto después, él dejó su vaso sobre el bar y se acercó. Pero no intentó tocarla; su instinto le decía que Evie necesitaba su espacio en aquel momento—. ¿Qué ocurre, Evie?
—Tenemos un problema —empezó a decir ella. Pero no podía seguir porque sus ojos se habían llenado de lágrimas que intentaba controlar. Raschid no decía nada, esperando a que continuara. Evie podía ver su cara reflejada en el cristal de la ventana. Estaba muy serio, grave, como si supiera que iba a enfrentarse a algo difícil. Pero, para su desesperación, Evie se dio cuenta de que no podía decírselo. Raschid era demasiado importante para ella. Lo amaba tan profundamente que no podía arriesgarse a perderlo. Aún no, pensaba con desesperación. Aún no—. Mi madre quiere que encuentres una excusa para no asistir a la boda de mi hermano —anunció. Era verdad, pero sólo una verdad a medias.
Otro silencio. Evie observaba la cara del hombre a través del cristal y, por su expresión, se daba cuenta de que no la creía. Raschid era muy inteligente y el instinto le decía que su angustia se debía a algo más grave que una tonta pelea con su madre.
Aunque aquello también era cierto. Su madre había insistido durante el almuerzo en que Raschid no debería asistir a la elegantísima boda de su hermano Julian, que tendría lugar dos semanas más tarde.
—La presencia de Raschid y tú juntos centraría toda la atención. Y lo importante ese día son los novios —le había dicho Lucinda Delahaye—. Si ese hombre tuviera un mínimo de sensibilidad, él mismo se habría dado cuenta y habría rechazado la invitación. Pero como está claro que no la tiene, creo que debes ser tú quien se lo diga.
En circunstancias normales, ni siquiera se habría molestado en comentárselo, pero aquel día nada era normal. Desde que se había levantado, todo había ido mal. Se sentía como si hubiera sufrido un accidente, tan sorprendida y alterada que no podía comportarse de forma natural.
De hecho, el día había pasado como en una neblina. Hasta que Raschid la había llevado a su cama, claro. Entonces la niebla se había levantado… sólo para ser reemplazada por otra.
La gloriosa neblina del amor.
Pero, en aquel momento, incluso esa neblina había desaparecido y Raschid estaba tras ella, mirándola como si se sintiera decepcionado.
—¿Sólo es eso? —preguntó.
—Sí —contestó Evie, irritada por su propia cobardía.
—Vete al infierno —gruñó él, apartándose.
Evie tenía el corazón en la garganta. Raschid se había dado cuenta de que le estaba escondiendo algo. Cuando se dio la vuelta, lo vio cruzar el salón con paso seguro, mayestático.
—Raschid…
—Me niego a discutirlo —la cortó él, como si se sintiera ofendido. Aquello la hizo preguntarse cómo habría reaccionado el hombre si le hubiera contado lo que escondía con tanto celo—. ¡Tu madre no es tu guardiana y, desde luego, no es la mía!
—Es lógico que diga eso —dijo ella, sorprendiéndose a sí misma. Cualquier cosa le parecía mejor que confesar la verdad—. Tú sabes tan bien como yo el interés que tiene en nosotros la prensa. Y, en este caso, son los sentimientos de Julian y Christina los que hay que tener en consideración, no los nuestros.