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Legado de pasiones Nunca pensaron que fuera posible sucumbir a la pasión Anton estaba furioso. Como hijo adoptivo de Theo Kanellis, se suponía que iba a heredar su vasta fortuna. O al menos así lo creía todo el mundo, hasta que el patriarca descubrió que tenía una heredera legítima: la atractiva Zoe Ellis. A Zoe, su origen griego le resultaba indiferente y vincularse a la dinastía Kanellis implicaba estar rodeada de escándalo. Pero lo quisiera o no, el destino iba a llamar a su puerta en la forma del atractivo Anton Pallis. Corazón del desierto Las leyes de su pueblo habían decretado que jamás podría ser suya… El príncipe Ibrahim se negaba a doblegarse a las normas que habían destruido a su familia. Por eso ocultaba sus emociones y rehuía sus responsabilidades. Georgie era precisamente la clase de mujer que debía evitar según los dictados del deber. Mundana, atormentada y nada interesada en ser reina. Todo un reto para Ibrahim. Atrapada en una tormenta de arena en el ardiente corazón del desierto, Georgie no pudo evitar rendirse al príncipe rebelde… Escrito en el alma ¡La actitud exageradamente fría de su secretaria fue todo un reto para él! Cuando Sabrina Gold se ofreció como secretaria del encantador y famoso escritor Alexander McDonald, no esperaba sentirse tan atraída hacia su nuevo jefe. A pesar de ello, decidida a no perder su profesionalidad, se concentró en no dejar que nada la distrajera de sus tareas... Él se había jurado no mezclar nunca los negocios y el placer, ¡pero las largas jornadas de trabajo con Sabrina, hasta altas horas de la noche, le impulsaron a romper sus propias reglas!
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 478 - julio 2024
© 2011 Michelle Reid
Legado de pasiones
Título original: The Kanellis Scandal
© 2011 Carol Marinelli
Corazón del desierto
Título original: Heart of the Desert
© 2010 Susanne James
Escrito en el alma
Título original: Buttoned-Up Secretary, British Boss
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1074-068-6
Créditos
Legado de pasiones
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Corazón del desierto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Epílogo
Escrito en el alma
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
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EL sonido constante de las llamadas de teléfono hizo que Anton Pallis se levantara de su escritorio con un gruñido de impaciencia y se acercara al gran ventanal desde el que tenía una vista privilegiada de Londres. En cuanto la sorprendente noticia de la muerte del hijo de Theo Kanellis había llegado a los titulares, el valor en Bolsa de su imperio económico, había caído en picado, y aquellos que lo llamaban en aquel momento pretendían que él siguiera el mismo camino.
–Aunque comprenda las implicaciones, Spiro –dijo al interlocutor de la única llamada que se había molestado en contestar–, no pienso unirme al pánico general.
–Ni siquiera sabía que Theo tuviera un hijo –dijo Spiro Lascaris, asombrado de no haber sido informado de un detalle tan importante y potencialmente peligroso–. Como todo el mundo, pensaba que tú eras su único heredero.
–Nunca he sido su heredero –dijo Anton, irritado consigo mismo por no haber desmentido los rumores cuando empezaron a circular, años atrás–. Ni siquiera somos familiares.
–¡Pero has vivido como si fueras su hijo los últimos veintitrés años!
Anton sacudió la cabeza, molesto por tener que dar explicaciones sobre su relación con Theo.
–Theo se limitó a cuidar de mí y proporcionarme una educación.
–Además de apoyarte económicamente con el grupo de inversiones Pallis –apuntó Spiro–. No dirás que sólo lo hizo por bondad.
Reprimió el impulso de añadir «puesto que no tenía corazón». Theo Kanellis se había ganado su reputación por destruir imperios empresariales de la competencia, no por apoyarlos.
–Admítelo, Anton –añadió–: Theo Kanellis te formó desde los diez años para que lo sustituyeras. Anton se enfureció.
–Tu trabajo es acabar con los rumores que cuestionen mi relación con Theo, no alimentarlos.
Al instante se dio cuenta de que había ofendido a Spiro, su más cercano colaborador, pero era tarde para arrepentirse.
–Por supuesto –replicó éste–. Me pondré a ello enseguida.
La conversación terminó con frialdad. Anton colgó el teléfono y, aunque se puso a sonar de inmediato, lo ignoró. Todo aquél con algún interés en el mundo de las finanzas quería conocer de primera mano qué implicaba la muerte de Leander Kanellis, el hijo repudiado por Theo y recién descubierto por la prensa, para su posición en Kanellis Intracom.
Eso era lo que les preocupaba, y no su relación con Theo. Llevaba dos años al mando de sus asuntos, desde que el anciano se había retirado a vivir a una isla privada por la gravedad de su estado de salud, que por el momento habían logrado ocultar.
Y eso era lo único positivo a lo que podía aferrarse, porque las acciones de Kanellis no soportarían el golpe que supondría saber que Theo estaba demasiado enfermo como para seguir la marcha de sus negocios. Por esa misma razón, no se había molestado en negar los rumores de que Theo lo preparaba para dirigir su imperio cuando lo sucediera.
Maldiciendo, levantó el teléfono y llamó a Spiro para asegurarse de que no compartiría con nadie la información que acababa de darle y éste, sonando ofendido porque creyera necesario recordarle un principio tan básico, le prometió que jamás divulgaría información confidencial.
Anton colgó, se asentó en el escritorio y miró al suelo. Se sentía como un malabarista: una de las bolas que tenía que mantener en el aire eran los intereses empresariales de Theo y los suyos propios; la otra, su propia integridad y honor. Y surgía una tercera, mucho más impredecible, que representaba a Leander Kanellis, un hombre al que Anton sólo recordaba vagamente, que había escapado a la edad de dieciocho años de un matrimonio concertado, y del que no habían vuelto a saber nada.
Hasta aquel momento, en el que habían recibido la noticia de que había fallecido. Pero ni siquiera era eso lo que estaba causando el caos generalizado, sino el descubrimiento de que Leander había dejado una familia y herederos legítimos de Kanellis.
Alargando el brazo, Anton tomó el periódico sensacionalista que había dado la exclusiva y observó la fotografía que el periodista había publicado con el artículo. En ella aparecía Leander Kanellis con su familia en una excursión. En el fondo se veía un lago y árboles, y el sol brillaba. Sobre un deportivo antiguo había una cesta de picnic y delante del coche aparecía Leander, moreno, alto y muy atractivo, extremadamente parecido al Theo de varias décadas atrás.
Leander sonría a la cámara con expresión de felicidad, y orgulloso de las dos mujeres rubias que tenía a cada lado. La mayor, su esposa, era una mujer hermosa, con una expresión serena que contribuía a explicar la duradera relación de la pareja a pesar de las dificultades a las que se habían enfrentado en comparación con lo que habrían vivido si Theo no hubiera…
Anton cortó esa línea de pensamiento por la culpabilidad que despertaba en él. Desde los ocho años había recibido todo lo mejor que la riqueza de Theo podía proporcionar, mientras que aquellas personas habían tenido que luchar para…
Volvió a bloquear su mente porque todavía no estaba en disposición de analizar en qué medida le afectaría la nueva situación.
Prefería pensar en la felicidad de Leander, porque al menos eso era algo de lo que había podido disfrutar y que él apenas había atisbado esporádicamente. Una felicidad que irradiaban las tres personas que aparecían en la fotografía.
Anton se concentró en la otra mujer. Aunque la fotografía debía de ser antigua, puesto que no parecía tener más de dieciséis años, Zoe Kanellis ya apuntaba a convertirse en una mujer tan bella como su madre. Tenía la misma figura esbelta, su cabello dorado, sus ojos azules, y una sonrisa amplia y sensual.
«Felicidad». La palabra lo golpeó en el pecho. Otra fotografía acompañaba al artículo, en la que se veía la versión de veintidós años de Zoe, saliendo del hospital con el último miembro de la familia en brazos. El dolor y la consternación habían borrado la felicidad de su rostro. Estaba pálida y delgada, y parecía exhausta.
Zoe Kanellis, dejando el hospital con su hermano recién nacido, decía el pie de foto. La joven de veintidós años estaba en la universidad de Manchester cuando sus padres se vieron implicados en un fatal accidente de tráfico la semana pasada. Leander Kanellis murió al instante. Su esposa, Laura, vivió lo bastante como para dar a luz a su hijo. La tragedia tuvo lugar en…
Una llamada a la puerta del despacho hizo que Anton levantara la cabeza al tiempo que entraba su secretaria, Ruby.
–¿Qué pasa? –preguntó él con aspereza.
–Siento molestarte, Anton, pero Theo está en la línea principal y quiere hablar contigo.
Anton dejó escapar una maldición y por una fracción de segundo se planteó no contestar. Pero eso era imposible.
–Está bien. Pásamelo.
Anton rodeo el escritorio y se sentó al tiempo que alzaba el teléfono y esperaba que Ruby le pasara la llamada. Desafortunadamente, la llamada confirmó su principal temor.
–Kalispera, Theo –saludó amablemente.
–Quiero a ese niño, Anton –oyó la voz dura e irascible de Theo Kanellis–. ¡Tráeme a mi nieto!
–No sabía que fueras una Kanellis –dijo Susie, mirando con expresión asombrada el famoso logo de Kanellis Intracom que encabezaba la carta que Zoe acababa de dejar caer despectivamente sobre la mesa de la cocina.
–Papá quitó el «Kan» al apellido cuando se instaló aquí –«porque temía que el matón de su padre lo localizara y lo obligara a volver a Grecia», pensó Zoe. Pero a Susie le dio otra explicación–: Pensó que Ellis sería más fácil de pronunciar en Inglaterra.
Susie mantenía los ojos abiertos como platos.
–¿Pero siempre has sabido que eras una Kanellis?
Zoe asintió.
–Está en mi certificado de nacimiento –«y en el de Toby», añadió mentalmente–. Lo odio –dijo, conteniendo las lágrimas al recordar los dos certificados de defunción en los que estaba el mismo nombre.
–Olvídalo –Susie le apretó la mano afectuosamente–. No debería haberlo mencionado.
¿Y por qué no, si estaba en todos los periódicos gracias a un joven periodista que se había fijado en el apellido cuando cubría la noticia del accidente y se había molestado en investigar? Zoe pensó con amargura que la exclusiva le reportaría un ascenso o un mejor trabajo en uno de los grandes periódicos.
–Resulta extraño –dijo Susie, apoyándose en el respaldo de la silla mientras recorría con la mirada la cocina que hacía las veces de salón.
–¿El qué? –preguntó Zoe, parpadeando para contener las lágrimas.
–Que seas la nieta de un empresario griego multimillonario, pero vivas en un modesto piso al lado del mío en medio de Islington.
–Pues no pienses que esto va a ser un cuento de hadas en la vida real –levantándose de la mesa, Zoe llevó las dos tazas de café al fregadero–. Ni soy ni quiero ser Cenicienta. Theo Kanellis –Zoe jamás había pensado en él como su abuelo– no significa nada para mí.
–Pero en esta carta dice que Theo Kanellis quiere conocerte –señaló Susie.
–A mí no, a Toby.
Zoe se volvió y se cruzó de brazos. Había perdido peso durante las últimas semanas y su cabello, normalmente brillante y lustroso, colgaba mortecino de una cola de caballo que enfatizaba la tensión de sus facciones. Unas profundas sombras rodeaban sus ojos azules, y sus labios, que siempre habían tendido a la sonrisa fácil, habían adoptado una curva descendente que sólo se alteraba cuando tomaba a Toby en brazos.
–¡Ese espantoso hombre repudió a su propio hijo! Jamás quiso conocer ni a mi madre ni a mí. La única razón por la que ahora se muestra interesado es porque le avergüenza que la prensa esté hablando de ello. Y supongo que porque pretende moldear a Toby para convertirlo en un clon de sí mismo, ya que con mi padre no lo consiguió –Zoe tomó aliento–. Es un hombre frío, cruel y déspota; ¡y no pienso dejar a Toby en sus manos!
–¡Vaya! –exclamó Susie–. Se ve que guardas resentimiento hacia él.
«Ni te lo imaginas», pensó Zoe con amargura. Con un mínimo apoyo por parte de su padre, el hijo de Theo no habría tenido que pasarse veintitrés años mimando y reparando el antiguo deportivo en el que había huido a Inglaterra. Sólo durante las noches recientes, cuando se despertaba visualizando el espantoso accidente, se había dado cuenta de que su padre se aferraba a aquel estúpido coche porque era el único recuerdo que le quedaba de su hogar familiar. De haber sido su abuelo un hombre menos cruel, quizá, sólo quizá, su padre habría llevado a su madre al hospital en un coche más nuevo y seguro, que los habría protegido del impacto que les había costado la vida. Ella seguiría estudiando su posgrado en Manchester y Toby estaría durmiendo en la habitación que sus padres habían preparado para él con tanto amor.
–Aquí dice que a las once y media llegará su representante –dijo Susie, refiriéndose al contenido de la carta–. Debe de estar a punto de llegar.
Sólo sería una más de las decenas de personas que habían entrado y salido de la vida de Zoe en las últimas semanas: médicos, comadronas, trabajadores sociales de centenares de departamentos distintos queriendo asegurarse de que estaba en condiciones de cuidar de su hermano, cada uno de ellos con un interminable cuestionario sobre su vida privada. Claro que dejaría la universidad para cuidar de Toby. Por supuesto que estaba dispuesta a trabajar si el sueldo incluía facilidades para cuidar del niño. No, no tenía novio. No era promiscua ni irresponsable; claro que no dejaría Toby solo en casa mientras ella se iba de fiesta. Las preguntas se habían sucedido una y otra vez, una tras otra, cada una más estúpida que la anterior.
También estaba la gente de la funeraria, que con amabilidad y delicadeza la habían ayudado a tomar decisiones que a una hija sumida en el dolor le resultaban terriblemente complicadas. El entierro había tenido lugar tres días antes y su abuelo no se había molestado en enviar a ningún «representante» para ver cómo enterraban a su único hijo y a su nuera. Cualquiera que fuera el motivo, Zoe sólo sabía que él había preferido permanecer en su torre de marfil mientras los periodistas se colaban en el funeral como depredadores.
Y eso la llevó al final de la lista de gente con la que se había obligado a tratar las últimas semanas: las cucarachas que aparecieron por todas partes en cuanto la historia vio la luz. Las que habían llamado a su puerta ofreciéndole dinero para que les vendiera la exclusiva, las que habían acampado fuera de su casa para acosarla cada vez que salía… Periodistas que no estaban allí porque les importara su trágica pérdida, sino porque Theo Kanellis era un magnate que protegía su vida privada férreamente, y aquella historia era tan jugosa como un melocotón maduro que deseaban morder aun cuando el zumo fuera amargo y en el centro hubiera un repugnante gusano.
De hecho, incluso el gusano tenía un nombre atractivo para la prensa: Anton Pallis, el sex symbol, alto y moreno que dirigía el grupo Pallis y al que no parecía importarle aparecer en los periódicos ya fuera por trabajo o por placer. Zoe había leído sobre él a menudo y había deducido que era el hombre que se había beneficiado del exilio de su padre.
Sólo pensar en su nombre sentía que le hervía la sangre y más de una vez se había preguntado si el impulso destructor que la poseía y que la movía a alimentar el odio que sentía hacia él sería la manifestación de la parte griega de sí misma que hasta entonces nunca había reconocido.
El timbre de la puerta sonó y las dos mujeres se pusieron alerta.
–Puede que sea un periodista probando suerte –dijo Susie.
Pero Zoe intuyó que se trataba del representante de Theo. Eran las once y media en punto y los hombres adinerados esperaban que sus órdenes se cumplieran a rajatabla. Se cuadró de hombros, convencida de que por fin iba a averiguar qué pretendía Theo.
–¿Quieres que me quede?
Zoe miró a su vecina, que estaba en avanzado estado de gestación, y pensó que no podía pedirle más de lo que ya había hecho aquellas últimas semanas.
–Es casi hora de que vayas a buscar a Lucy –le recordó, consciente de que tenía que enfrentarse a aquello sola.
–¿Estás segura? –cuando Zoe asintió, Susie dijo–: Está bien. Me iré por la puerta de atrás.
El timbre volvió a sonar y las mujeres se movieron en direcciones opuestas. Zoe oyó cerrarse la puerta trasera en el momento que llegaba ante la puerta principal. Tenía la garganta seca y el corazón le latía aceleradamente. Se secó las manos húmedas de sudor en los vaqueros y, tras componer una expresión fría e impersonal, abrió.
Esperaba encontrarse con un hombre griego, bajo y robusto, con aspecto de abogado, así que cuando vio de quién se trataba, se quedó paralizada por la sorpresa.
Alto y moreno, parecía un exótico príncipe vestido con un traje italiano. Sus facciones angulosas y sus ojos negros atraparon su mirada como un imán. Zoe no recordaba haber visto nunca unos ojos como aquellos, con el poder de hacerla temblar. Ni siquiera fue capaz de apartar de ellos la mirada cuando a su espalda oyó el griterío de los periodistas. Era tan alto que no podía verlos. Por su parte, él ni se inmutó, protegido como estaba por tres hombres con gafas oscuras que formaban un semicírculo a su espalda.
Cuando finalmente Zoe pudo apartar la mirada de sus ojos, la deslizó hacia una boca sensual que no sonreía. Un cúmulo de emociones la asaltó en un torbellino que no fue capaz de identificar. Estaba hipnotizada por el poder que emanaba de él, por sus anchos y relajados hombros, por la elegancia de su pose y por la seguridad en sí mismo que exudaba.
Por primera vez en tres semanas, fue consciente del aspecto desaliñado que presentaba, de que llevaba unos gastados vaqueros y una vieja rebeca roja, que se había puesto porque había pertenecido a su madre y su olor le recordaba a ella; y de que tenía el cabello sucio.
El hombre separó sus moldeados labios y dijo: –Buenos días, señorita Kanellis. Si no me equivoco, me estaba esperando.
Su voz aterciopelada y un leve acento griego le recordaron tanto a su padre que Zoe sintió que se mareaba.
Anton le vio cerrar los ojos y al ver que se balanceaba temió que fuera a desmayarse. Presentaba un aspecto aún más frágil que el de la fotografía, como si un soplo de viento pudiera tirarla al suelo.
Mascullando algo, reaccionó instintivamente y alargó la mano para sostenerla, pero en ese momento ella abrió los ojos y dio un paso atrás como si repeliera a una serpiente.
La ofensa paralizó a Anton, que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para que su rostro no lo delatara. Consciente de que tenían detrás a la prensa, pensó con rapidez. Tenían que entrar en la casa y cerrar la puerta.
–¿Le importaría que…? –dijo en tono amable, dando un paso hacia dentro.
Una vez más, cuando fue a poner la mano en el picaporte para cerrar la puerta, Zoe retiró la suya precipitadamente para evitar que la tocara. Anton volvió a sentirse ofendido, pero se obligó a ocultarlo.
En cuanto se quedaron a solas, se hizo un profundo silencio. Zoe se alejó de él y Anton no pudo evitar pensar que parecía un pájaro atrapado.
Tenía unos increíbles ojos azul eléctrico y unos labios rojos como fresas. La parte inferior de su cuerpo se despertó al mirarla y Anton se reprendió por sentirse excitado en un momento tan inoportuno.
–Le pido disculpas por haber entrado en su casa sin ser invitado –dijo con voz grave–, pero no creo que quiera testigos de nuestra conversación.
Ella guardó silencio y se limitó a mirarlo con sus ojos de largas pestañas, aunque Anton tuvo la extraña sensación de que ni siquiera lo veía.
–Permítame que me presente. Mi nombre es… –Sé quién es –dijo Zoe con voz temblorosa.
Era el hombre cuyo nombre había aparecido en la prensa casi tantas veces como el suyo; el hombre con el que Theo Kanellis había sustituido a su padre.
–Es Anton Pallis.
El hijo adoptivo y heredero de Theo Kanellis.
SE produjo un silencio cargado de animadversión por parte de Zoe, que apenas podía ocultar el desprecio que sentía por Anton.
Éste esbozó una sonrisa.
–Así que ha oído hablar de mí.
Zoe le dedicó una sonrisa cargada de desdén.
–Tendría que ser sorda y ciega para haberlo evitado, señor Pallis –dijo, al tiempo que daba media vuelta e iba hacia la parte trasera de la casa.
Anton aprovechó para mirar a su alrededor. La casa era pequeña, una típica construcción victoriana en cuyo vestíbulo había una estrecha y empinada escalera y dos puertas de pino que daban a acceso a otras tantas habitaciones. Estaba agradablemente decorada y el suelo cubierto por una moqueta de color beige, pero Anton jamás habría imaginado que el hijo de un multimillonario hubiera acabado viviendo así.
Sin mediar palabra, Zoe salió por la puerta del fondo y, respirando profundamente, Anton decidió seguirla. La encontró en una cocina sorprendentemente amplia que hacía las veces de salón, con un rincón de estar en el que había un sofá y un sillón azules. Una televisión ocupaba una esquina y, sobre la mesa de café, estaban desplegados varios periódicos. La otra mitad de la habitación la ocupaba una gran mesa de madera rodeada de muebles de cocina de pino. En los estantes se veía la parafernalia propia de un bebé, y junto al sofá, una cuna vacía.
–Está durmiendo arriba –dijo Zoe al seguir la dirección de su mirada–. El ruido que hacen los periodistas le altera –explicó–, así que lo he instalado en el dormitorio que da al jardín, que es el más silencioso.
–¿No ha llamado a la policía para que les impida acosarla?
Zoe lo miró perpleja.
–No somos la familia real, señor Pallis. Y los periodistas no atienden a razones. Ahora, si me disculpa…
Sintiéndose como si hubiera sido reprendido por su maestra, Anton la vio salir por la puerta trasera. Por una fracción de segundo, pensó que iba a huir, pero por la ventana vio que recorría el alargado y estrecho jardín hasta una puerta de madera y la cerraba. En ese momento se dio cuenta de que Zoe debía vivir como una prisionera en su propia casa, y al mismo tiempo no pudo evitar preguntarse si la última persona que había salido por allí, justo antes de que él llegara, habría sido un amante.
Por alguna extraña razón, imaginar a Zoe en brazos de un hombre lo perturbó. Los planes que tenía para Zoe Kanellis no incluían la molestia de tener que librarse de un amante.
Tras cerrar la puerta que Susie había dejado abierta, Zoe se tomó unos segundos para recuperar la calma. La aparición de Pallis y que su voz le recordara tanto a la de su padre la había dejado abatida y llorosa. Para darse más tiempo, descolgó la ropa que había tendido aquella mañana. No podía permitirse ser vulnerable. Estaba segura de que Anton Pallis estaba allí para hacerle una oferta que estaba decidida a rechazar, y para eso, tenía que sentirse fuerte.
Con ojos llorosos, invocó a su padre, deseando tenerlo a su lado, con su característica amabilidad, delicadeza y su discreta elegancia. Él habría sabido cómo tratar a alguien como Anton Pallis, sobre todo con el apoyo de su hermosa mujer.
Pero Zoe se recordó que no se encontraría en aquella situación si no hubieran fallecido, y que sólo quedaba ella para proteger a Toby de las garras de Theo Kanellis, cuyo emisario la esperaba en el interior.
Cuando entró en la cocina, Anton Pallin estaba guardando el móvil en el bolsillo. Su poderosa presencia hacía que el espacio a su alrededor se empequeñeciera. Todo en él era perfecto: el traje que lo envolvía sin formar una sola arruga, sus facciones equilibradas, su cabello negro y brillante, su mandíbula rotunda, inmaculadamente afeitada.
En ese momento la miró y, al sentirse descubierta observándolo, Zoe sintió un escalofrío.
–He organizado un servicio de seguridad para que mantenga a los periodistas a raya.
–¡Qué bien! –dijo Zoe, dejando la colada sobre la mesa–. Ahora Toby y yo vamos a ir rodeados de matones en lugar de periodistas. ¡Muchas gracias!
Al percibir la irritación que causaba en él su sarcasmo, se puso a doblar ropa.
–¿Quiere que haga algo más? –preguntó él.
Zoe se dio cuenta de que no era una pregunta retórica, sino una genuina oferta.
–No recuerdo haberle pedido nada –dijo, encogiéndose de hombros–. ¿Quiere un café antes de decirme lo que haya venido a decir?
Anton entornó los ojos, consciente de que se había equivocado al considerarla frágil. Aunque la desgracia la hubiera debilitado físicamente, Zoe Kanellis era una mujer fuerte y con una lengua muy afilada, lo que no debía sorprenderlo, puesto que, al fin y al cabo, era la nieta de Theo.
Además, era obvio que lo odiaba y que probablemente odiaría a Theo. Si, por otro lado, era tan inteligente como dejaba traslucir su currículum, debía saber por qué estaba allí y estaría preparada para pelear.
–Su abuelo…
–Un momento –Zoe se volvió hacia él, mirándolo fríamente–. Dejemos una cosa clara, señor Pallis, el hombre al que se refiere como mi abuelo no significa absolutamente nada para mí, así que es mejor que se refiera a él por su nombre,… O aún mejor, que ni siquiera lo mencione.
–Eso pondría fin a esta conversación sin siquiera comenzarla –dijo él con sarcasmo.
Zoe se encogió de hombros y siguió doblando ropa mientras Anton la observaba, preguntándose cómo enfocar el problema, dado el desprecio que ella sentía hacia un hombre al que ni siquiera conocía.
–Pensaba que enviaría a un abogado –dijo Zoe.
–Yo soy abogado –contestó él–. O al menos me gradué para serlo, aunque apenas he tenido tiempo para dedicarme a ejercer.
–¿Está demasiado ocupado haciendo de magnate?
Anton sonrió.
–Vivo aceleradamente –admitió–. Viajo demasiado como para poder hacer el ejercicio de concentración que exige la ley. Tengo entendido que su campo es la astrofísica… Resulta sorprendente.
–Al menos lo era –dijo Zoe–. Pero antes de que me cuente lo sencillo que me resultaría retomar mis estudios, permítame que le aclare que no pienso entregar a mi hermano ni por todo el oro del mundo.
–No tenía la menor intención de hacerle esa oferta, ni de explicarle lo que ya sabe.
–¿El qué?
–Que podría solicitar una beca para cuidar del niño mientras continua sus estudios. También sé que no puede continuar en esta casa porque el seguro de vida de sus padres no incluía el pago de la hipoteca.
Zoe lo miró indignada. ¿Quién le daba derecho a hablar de su vida privada?
–¿Le ha dicho su jefe que mencionara ese tema?
–¿Mi jefe? –preguntó Anton, enarcando una ceja.
–Theo Kanellis. El hombre que le ha proporcionado una vida privilegiada, convirtiéndolo en su chico-para-todo.
Zoe tuvo por fin la satisfacción de ver un resplandor de ira en los ojos de Pallis.
–Su abuelo está viejo y enfermo y no puede viajar.
–Pero no lo bastante viejo ni enfermo como para dejar de comportarse como un déspota –apuntó ella.
–¿No siente la más mínima compasión?
–Ninguna. De hecho ni siquiera me importaría que hubiera venido a decirme que estaba a punto de morir –dijo Zoe con firmeza al tiempo que ponía agua a calentar.
Anton aprovechó para observarla y medirla como adversaria.
–Lo cierto es que en otras circunstancias no se habría molestado en ponerse en contacto conmigo, ¿verdad? –continuó Zoe, volviéndose en el momento en que Anton desviaba la mirada–. Ahora quiere poder moldear a Toby para que sea más digno de llevar el apellido Kanellis que mi padre.
Zoe vio que Pallis abría sus preciosos labios pero se arrepentía y volvía a cerrarlos. Contemplándolos como si la hipnotizaran, se preguntó cuántos años tendría y calculó que apenas superaría la treintena.
–Siente usted mucha amargura –observó Anton.
–En veintidós años no he oído una palabra de él –replicó ella–. Y no se le ocurra decir que la culpa la tiene mi padre o le echaré de esta casa.
Se hizo un silencio durante el que Zoe no pudo apartar la mirada del imperturbable rostro de Anton. Tenía el corazón acelerado y se le puso la carne de gallina mientras esperaba a su reacción. Cuando él dio un paso hacia adelante, ella alzó la barbilla en actitud desafiante, aunque era consciente de haber ido demasiado lejos.
–No me toque –dio un paso atrás, pero no pudo evitar que Anton la tomara por la muñeca.
Sólo se dio cuenta de lo que iba a hacer cuando alargó la otra mano para quitarle cuidadosamente el cuchillo que había estado blandiendo sin darse cuenta, y lo dejó sobre la encimera.
El movimiento lo aproximó a ella, haciéndola aún más consciente de su envergadura y permitiéndole aspirar su masculina fragancia.
–Está bien, señorita Kanellis –musitó él–. Partiendo del hecho de que nos caemos mal, le aconsejo que se limite a clavarme sus palabras y no un cuchillo. No le gustaría que se produjera un derramamiento de sangre.
Zoe se ruborizó.
–No pretendía…
–Me refería a la suya, Zoe –susurró él, mirándola con soberbia mientras la mantenía sujeta por unos segundos antes de soltarla y retroceder.
Zoe se sintió desconcertada al verlo relajarse y esbozar una sonrisa.
–Y ahora, le acepto el café que me ha ofrecido antes.
Aturdida por aquella demostración de seguridad en sí mismo, Zoe se quedó mirándolo mientras él se sentaba pausadamente en una silla, como si quisiera remarcar el contraste este sus corteses modales y la insolente brusquedad de ella.
Zoe apretó los dientes, enfadada consigo misma por haber perdido el control y concentrándose para recuperar la calma mientras preparaba dos cafés instantáneos.
–¿Leche y azúcar? –preguntó.
–No, gracias.
–¿Una galleta? –Zoe sonrió para sí, pensando en lo contenta que estaría su madre de que, a pesar de todo, se comportara como una buena anfitriona.
–¿Por qué no?
Zoe puso sobre la mesa las dos tazas y un plato con galletas, y se sentó frente a él. El sol que entraba por la ventana se reflejó en la piel dorada de los dedos de Anton cuando rodearon la taza.
Zoe sentía un nudo en el estómago cuya causa conocía perfectamente: ella, que evitaba por regla general todo conflicto, parecía empeñada en provocar una pelea con Anton Pallis a pesar de que en el fondo sabía que él no era culpable de la situación.
–Chivo espiratorio –dijo Anton. Y Zoe alzó la cabeza, sorprendida. Él la miró fijamente y continuo–: Necesita descargar su ira en alguien y yo estoy a mano. Pero su lucha no es contra mí, sino contra Theo.
Zoe lo miró con desdén.
–Dígame, ¿qué se siente al ocupar el lugar de mi padre?
Anton comprendió la verdadera razón por la que ella lo odiaba tan profundamente, un sentimiento que había intuido desde el momento que le había abierto la puerta. Para ella, él era la causa de que su abuelo no hubiera hecho ningún esfuerzo por reconciliarse con su padre.
El llanto de un niño se impuso sobre la tensión que electrizaba el ambiente. Zoe se levantó de un salto y salió.
Una vez a solas, Anton se quedó pensativo. Zoe había pretendido insultarlo al mencionar que había sustituido a su padre, y la acusación contenía algo de verdad. Nunca sabrían que habría sucedido de no haber estado él para ocupar el vació que dejó Leander.
Anton maldijo entre dientes la testarudez de Theo, que lo colocaba en una situación tan incómoda y en tan mala posición para defenderse.
El dormitorio de Toby era casi tan pequeño como la cuna que ocupaba el centro, pero era bonito y confortable. Estaba decorado en blanco y azul, con algún toque de rojo intenso. Zoe había intentado convencer a sus padres de que lo instalaran en su dormitorio, puesto que ella estaba en la universidad la mayoría del tiempo, pero ellos habían insistido en mantenerlo intacto para ella.
Sus padres habían buscado tener aquel niño durante veinte años, y justo cuando se habían dado por vencidos, aquel ángel había sido concebido. Y Zoe lo amaba con todo su corazón.
Cuando lo tomó en brazos, estaba mojado e inquieto, pero se tranquilizó en cuanto reconoció la voz de Zoe.
–Nadie nos va a separar, cariño –le susurró ella.
Después de cambiarle el pañal, bajó con él. Al llegar a la planta baja se dio cuenta de que se había elevado el volumen del ruido procedente del exterior y se preguntó qué habría causado el revuelo.
La razón, se dio cuenta, estaba en la cocina, mirando por la ventana. Debía haber corrido la voz de que Anton Pallis estaba allí. Sólo faltaba que un helicóptero aterrizara en el jardín y de él bajara Theo Kanellis para que los sueños de los periodistas se hicieran realidad.
¡Encuentro de millonarios griegos en una modesta casa de Islington!, redactó como titular Zoe al tiempo que sacaba un biberón del frigorífico.
El millonario que estaba en su cocina hablaba en aquel momento por teléfono y una vez más ella sintió un hormigueo en el estómago al mirarlo, que se negaba a aceptar como atracción aunque no le costara admitir que era un hombre muy atractivo.
Apartando la mirada, le oyó hablar en griego. Parecía enfadado y, cuando se volvió al oírla, su rostro se contrajo en un gesto de impaciencia. Tras dar por terminada la conversación bruscamente, apoyó la espalda en el fregadero y marcó otro número.
En lugar de prestar atención a la conversación, Zoe se sentó en el sofá, puso los pies en alto y se concentró en dar el biberón a Toby.
Apenas hacía media hora que conocía a aquel hombre y, sin embargo, aquella escena le resultó de una inaudita naturalidad: ella alimentando al bebé mientras él daba instrucciones con firmeza en lo que sonaba a ruso.
«Una tierna escena doméstica», se dijo, sonriendo para sí con sarcasmo a la vez que tomaba la manita de Toby y la besaba.
Anton terminó de hablar y se hizo un silencio en el que se oyó el segundero del reloj de pared y el motor del frigorífico. Había una tensión en el aire que Zoe atribuyó a sus últimas palabras, de las que se había arrepentido al instante. No tenía derecho a acusar a aquel hombre de ser el hijo sustituto de Theo Kanellis. No hacía falta ser un genio para calcular que debía de ser un niño cuando su padre había huido. Y su padre siempre había dicho que se había marchado por voluntad propia y que no tenía el menor deseo de volver.
Anton no recordaba haberse sentido nunca tan incómodo como en la casa de Leander Kanellis. El comentario de Zoe lo había afectado profundamente.
–Usted y su hermano podrían tener todo lo que quisieran –se oyó decir, dejando que tomara las riendas el negociador que había en él.
Zoe lo miró por encima del respaldo del sofá.
–¿A qué precio? –preguntó por pura curiosidad.
Anton se acercó hasta el sillón que había junto al sofá y, tras pedir permiso con la mirada, que ella concedió con un encogimiento de hombros, se sentó. Pero antes de que hablara, Zoe se adelantó:
–Siento lo que he dicho antes. He sido muy injusta.
–No se disculpe. Tiene derecho a decir lo que siente. Además, sabe por qué estoy aquí.
–Quizá debería decírmelo claramente para que no haya malentendidos.
Aunque no se tratara de un cese de hostilidades, Anton lo tomó como una vía abierta a la negociación, un terreno en el que se sentía mucho más cómodo.
–Estoy aquí para negociar los términos en los que accedería a entregar a Theo a su nieto. Usted puede acompañarlo o, si lo prefiere, seguir con sus estudios.
–Dígale que se lo agradezco, pero que Toby y yo no vamos a ninguna parte.
–¿Y si Theo decidiera ir a juicio para conseguir la custodia del niño?
–Soy su tutora legal y dudo que a Theo le compense la mala prensa que le acarrearía enfrentarse a mí.
–¿Está segura? –preguntó Anton, mirándola fijamente.
–Desde luego.
Anton era de la misma opinión. Apretó los labios y buscó otro ángulo de aproximación.
–Theo no es un mal hombre. Es testarudo y a veces difícil, pero es honesto y jamás sería cruel con un niño.
–Pero no fue capaz de enviar un representante al funeral de su propio hijo.
–Porque usted lo habría echado.
–Es posible –dijo ella con un encogimiento de hombros.
En ese momento Toby gimoteó, y ella, dejando el biberón a un lado, lo colocó sobre su hombro al tiempo que le frotaba la espalda. Anton los observó y, al contemplar la fragilidad de ambos, se sintió como el mensajero del diablo, enviado para robar al bebé.
–Su abuelo está muy enfermo y no puede viajar. Zoe echó por tierra un gesto que Anton interpretó como de compasión al decir:
–Se ve que lleva enfermo veintitrés años.
Anton no fingió no comprenderla.
–Su padre…
–¡Ni se le ocurra culpar a mi padre! –exclamó ella con ojos centelleantes–. No está aquí para defenderse, así que mencionarlo es despreciable.
–Le ofrezco mis disculpas –dijo Anton al instante.
–No las acepto –replicó Zoe, sintiendo que la sangre le hervía.
Toby emitió otro gemido y, tumbándolo de nuevo sobre el brazo, Zoe le ofreció el biberón.
Anton los observó fascinado por un instante. No tenía ninguna experiencia con niños, pero desde donde lo contemplaba, aquel bebé era griego de los pies a la cabeza: el cabello negro, la piel cetrina…
–Ese niño se merece la mejor vida posible, Zoe –Anton sabía por experiencia que era verdad–. Impedir que lo tenga porque se niega a perdonar los pecados de su abuelo es de un egoísmo extremo, además de una profunda equivocación.
–¿Por qué no cierra la boca y se marcha? –gritó Zoe a pleno pulmón, haciendo que Anton se sobresaltara y Toby rompiera a llorar.
LO odio –susurró Zoe a continuación antes de tomar aire para contener las lágrimas y calmar al bebé.
–Porque sabe que tengo razón –insistió Anton–. Sabe que no puede mantener esta casa y que tendrá que mudarse a una todavía más modesta.
Sonó su móvil y Anton, dirigiéndose hacia la cocina, lo tomó con gesto de impaciencia. Se trataba de Kostas, el jefe de su escolta, que le advertía de que los ánimos empezaban a calentarse en el exterior.
–Los vecinos están indignados –dijo Kostas–. No aguantan la manera en que su vida se está viendo afectada.
Sonó otro teléfono. Anton vio a Zoe contestarlo, y cómo palidecía a medida que escuchaba.
–Está bien Susie –masculló–. Sí, gracias por advertirme.
–Cada día es peor –dijo Susie, al otro lado de la línea–. No podemos aparcar en nuestra propia calle. Llaman a nuestras puertas. Nos acosan en cuanto salimos. Lucy se ha puesto a llorar esta tarde porque nos han zarandeado al llegar a casa.
Toby suspiró sobre su hombro y Zoe sintió que las piernas le temblaban. Con los párpados y el corazón pesados, intentó pensar en algo que decir a modo de disculpa, pero no lo encontró. Finalmente, agradeció que unas manos de dedos largos tomaran el auricular de su mano y colgaran por ella.
–Vaya a sentarse –dijo Anton, quedamente.
En lugar de discutir, Zoe volvió al sofá y le oyó a hablar a su espalda. Sonaba idéntico a su padre, y Zoe no pudo contener el llanto por más tiempo. Nunca se había sentido tan desesperada ni tan sola. Echaba de menos a sus padres. Echaba de menos a su padre llegando cada tarde con el mono de mecánico, siempre sonriente. Echaba de menos a su madre, que corría a recibirlo y a fundirse con él en un abrazo. Echaba de menos la alegría y el bienestar de estar sentados en el sofá, viendo la televisión. Pero sobre todo, echaba de menos el amor que habían compartido en aquella modesta y casi siempre desordenada casa. Un amor que Toby nunca llegaría a conocer.
El sofá se hundió cuando Anton se sentó a su lado, le pasó un brazo por los hombros y la cobijó contra su costado. Toby dormía profundamente.
–Escucha, Zoe –dijo él, dulcificando su tono y tuteándola por primera vez–. Sabes que no puedes seguir aquí. La situación es insostenible.
–Haz que se vayan –Zoe lloró sobre su hombro.
–Me encantaría poder hacerlo, pero no tengo poder.
–Tu presencia lo ha empeorado aún más.
–Entonces permíteme que te ofrezca ayuda. Tengo una casa aislada y protegida a la que podemos llegar en una hora. Es una oferta sin ninguna condición y sin compromiso de ningún tipo por tu parte –aclaró cuando ella se separó de él–. Considérala como un refugio temporal mientras te recuperas antes de que sigamos negociando.
Anton supo que lo escuchaba a pesar de que no reaccionara, así que continuó:
–Piénsalo bien –le ofreció un pañuelo. Ella le proporcionó un primer pequeño triunfo al aceptarlo–. Esto no tiene nada que ver con Theo. Será tu refugio. Yo ni siquiera estaré porque me voy de viaje. Estarás sola con Toby.
Anton sabía que no estaba diciendo toda la verdad. Su instinto depredador había entrado en acción en cuanto Zoe Kanellis se había mostrado vulnerable.
Zoe intentaba convencerse de que no debía aceptar la oferta de Anton. Se odiaba por no haber contenido el llanto. Anton sabía cómo acorralar a su víctima. No era tan tonta como para confiar en su promesa de que le proporcionaba un refugio «sin compromiso» de ningún tipo. Tenía la seguridad de que la actitud compasiva que había adoptado era fingida, y de que lo que buscaba era hacerse con el control de la situación.
Pero tenía razón en que era imposible seguir en aquella casa sometidos al acoso de la prensa. Bastó que pensara en el mal rato que había pasado Lucy para que volviera a llorar.
–Tienes que prometerme que no me presionarás –dijo, secándose la nariz con el pañuelo.
–Te lo prometo.
–Y que no le dirás a mi abuelo dónde estoy. ¿Sería consciente de que por primera vez había pronunciado la palabra prohibida: «abuelo»?
–Eso va a ser difícil, pero lo intentaré en la medida de lo posible.
–Y cuando quiera volver a casa, no me lo impedirás.
–Palabra de boyscout –dijo Anton.
Zoe alzó los ojos y lo miró a través de sus humedecidas pestañas. Él respondió a su eléctrica mirada azul con un guiño, y Zoe estalló en una carcajada. Anton pensó que le gustaba Zoe Kanellis y su valentía frente a la adversidad. Y también le gustaba en otros sentidos, aunque debía ignorarlos por totalmente inadecuados.
Aun así, no pudo resistir la tentación de hacerle otro gesto afectuoso, retirándole un mechón de cabello tras la oreja. Zoe no se inmutó. Y Anton se dio cuenta de la ironía de que dos enemigos hubieran acabado sentados en el sofá, mirándose como si les resultara imposible romper el contacto visual.
Fue él quien primero desvió la mirada, y se puso en pie pausadamente.
–Dime qué hay que hacer –dijo con aire decidido y recuperando la capacidad de reacción.
Zoe lo vio mirar la hora y sacar el móvil del bolsillo.
–Tengo que reunir algunas cosas de Toby y mías, y necesito una ducha y cambiarme de ropa –dijo ella, imitándolo para ignorar la súbita confusión que la invadió.
–Ve y organízate –dijo Anton–. Yo cuidaré de Toby.
Zoe fue a poner en duda sus habilidades como canguro, pero Anton ya hablaba en el teléfono de nuevo. Encogiéndose de hombros, salió de la cocina. Una parte de ella cuestionaba la sensatez de ponerse en manos del enemigo, pero no se encontraba en condiciones de analizarlo más profundamente. Así que preparó el equipaje y se dio una ducha.
Para cuando volvió a la cocina, un hombre corpulento con traje negro acompañaba a Anton. Ambos callaron en cuanto ella entró. Zoe los miró alternativamente, pasando del rostro impasible del recién llegado, al de Anton, igualmente inescrutable. Hasta sus ojos parecían velados.
Aquellos ojos la inspeccionaron de arriba abajo, y Zoe creyó ver un nervio temblar en la comisura de sus labios, que se desplegaron en una breve sonrisa.
–Éste es Kostas Demitris, mi jefe de seguridad –dijo Anton.
Volviendo la mirada hacia el otro hombre, Zoe inclinó la cabeza a modo de saludo y él la imitó.
–Kostas se asegurará de que tu casa quede segura después de nuestra partida –continuó Anton, reclamando su atención–. Si hay algo que necesites y que no podamos llevar con nosotros, díselo y te lo mandará. Y será mejor que lleves contigo cualquier documento de carácter personal.
Zoe fue a pedirle una explicación, pero él se le adelantó.
–Por muchas medidas que tomemos, no podemos estar seguros de que no vaya a entrar algún tipejo en busca de una nueva exclusiva.
Zoe fue a protestar, espantada con la idea de alguien husmeara entre sus cosas, pero Anton volvió a adelantársele:
–Sólo es por precaución. Kostas es muy meticuloso.
Éste asintió con la cabeza y dijo:
–Anton está acostumbrado a este tipo de medidas. Es el inconveniente de ser una figura pública.
Los dos hombres la miraron en espera de su consentimiento y Zoe volvió a cuestionarse si hacía bien cediéndole el control, pero recordó a Lucy y, al borde de las lágrimas, asintió. Luego fue a por Toby y se alegró de que, al agacharse para levantarlo, el cabello le ocultara el rostro.
Anton aspiró el fresco olor a manzanas que ascendió del brillante cabello de Zoe y casi le resultó imposible mantener su libido bajo control, un ejercicio en el que había tenido que concentrarse desde el momento en que ella había entrado en la cocina.
La criatura pálida y abatida de hacía media hora no tenía ninguna similitud con la espectacular belleza que tenía ante sí. La fea rebeca, los vaqueros gastados y el cabello mortecino habían sido sustituidos por un vestido de punto gris que se deslizaba sobre su cuerpo y acababa a la mitad de sus torneados y esbeltos muslos. El resto de sus piernas estaban cubiertas por unas finas medias sin talón; y sus delicados tobillos se elevaban sobre unos zapatos negros.
–Espero que sepas lo que haces –masculló Kostas a Anton en griego, que con su aguda capacidad de observación había notado el efecto que Zoe tenía sobre él.
–Tú concéntrate en tu trabajo –replicó Anton.
–Es una…
–Creo que ha llegado el momento de decir que soy bilingüe –dijo Zoe en un fluido griego, clavando en ellos sus ojos azules como dos dardos–. Y espero que sepas lo que haces, Anton, porque si crees que me estás ablandando para doblegar mi voluntad, estás muy equivocado.
Zoe vio ensombrecerse el rostro de Kostas de soslayo, mientras que Anton, sin inmutarse, se apoyó en actitud relajada contra el fregadero y metió las manos en los bolsillos. El movimiento ajustó el traje a su musculoso torso, que cubría una inmaculada y reluciente camisa blanca de cuyo cuello colgaba una fina corbata de seda. Una sensual punzada atravesó el vientre de Zoe a medida que deslizó su mirada por sus caderas estrechas y sus largas piernas, que acababan en unos zapatos de cuero hechos a mano.
–¿Entonces no odias todo lo griego? –preguntó él divertido, obligando a que Zoe alzara la vista hasta sus ojos negros.
Desvió la mirada con la respiración ligeramente alterada.
–Eso significaría odiar a mi padre.
–Y a ti misma, puesto que eres medio griega –dijo él. Y sin cambiar de tono, añadió–: Kostas, ponte a trabajar.
Éste se puso en movimiento, y como si temiera quedarse a solas con un animal salvaje, Zoe se apresuró a preguntar:
–¿Puedo indicarle lo que hay que llevar? Está todo en el piso de arriba, junto con la carpeta con documentos personales.
Y salió detrás de Kostas, dejando a Anton, solo, con una sonrisa bailándole en los labios.
Todo rastro de humor lo había abandonado cuando se reunieron de nuevo en el vestíbulo media hora más tarde.
Kostas estaba ante la puerta mientras él se pegaba a la pared y observaba de soslayo a Zoe, que intentaba abrocharse con dedos temblorosos una chaqueta negra. Toby, ajeno a la tensión que lo rodeaba, dormía en su sillita de coche.
Anton sentía como un constante cosquilleo en los dedos el deseo de tocar a Zoe para tranquilizarla. Era evidente que actuaba en contra de su voluntad, que en la media hora que había transcurrido la había asaltado la duda y que la única razón por la que no cambiaba de opinión era la perspectiva de un refugio seguro.
Kostas habló brevemente por teléfono e hizo una señal a Anton. Éste asintió con la cabeza sin dejar de pensar que estaba mintiendo a sabiendas, pero excusándose en la convicción de que hacía lo mejor para Zoe y para el niño.
–Mi coche está aparcado delante de la puerta –dijo en tono tranquilo–. Mi gente abrirá un pasillo para que lo alcancemos. Supongo que los periodistas resultarán intimidantes, pero el truco es mantener la mirada fija en la puerta del coche y dirigirte a ella.
Zoe apretó los labios y asintió para darle a entender que comprendía.
–Intenta recordar que se marcharán en cuanto nos vayamos y que tus vecinos recuperarán la calma.
Tras mirar a Toby, que dormitaba en su sillita, Zoe volvió a asentir.
–¿Me permites que me ocupe de tu hermano? –preguntó Anton.
Ella lo miró y Anton vio que sus ojos ardían de ansiedad y miedo. Sin poder contenerse, posó un dedo bajo su barbilla y le alzó el rostro.
–Confía en mí –dijo.
–Muy bien –dijo ella, temblorosa.
La expresión de Anton se endureció al tiempo que se agachaba para tomar la sillita de Toby por el asa. Al incorporarse, miró a Kostas, que tras dar unas instrucciones por teléfono, abrió la puerta.
Zoe sintió que el corazón se le iba a salir por la boca aun antes de salir. Kostas bloqueó la luz que se proyectaba sobre el porche; Anton le pasó un brazo por los hombros, la atrajo hacia sí y salieron juntos con paso decidido y la cabeza gacha. Zoe actuó como él le había instruido y se concentró en el hombre que abría la puerta de la limusina.
Vio flashes, se oyeron gritos y percibió una multitud arremolinándose.
–¿Qué se siente al ser la nieta de Theo Kanellis?
–Anton, ¿cuándo te enteraste de que no heredarías su fortuna?
–¿Es verdad de que Theo Kanelli quiere al niño?
Anton protegió le cuerpo de Zoe hasta dejarla sentada, luego dejó la silla de Toby y a continuación se sentó él. Su hombre cerró la puerta. Zoe abrió los ojos angustiada, y se sobresaltó cuando la gente empezó a golpear los cristales, volviéndose a un lado y a otro para evitar que las cámaras la cegaran.
El coche se puso en marcha y al mirar hacia adelante Zoe vio que lo conducía un chófer del que los separaba una mampara.
–¡Dios mío! –exclamó cuando oyó sonido de sirenas por delante y por detrás–. ¿Llevamos escolta policial?
–Era la única manera de salir –explicó Anton. Zoe asió el asa de la sillita de Toby y miró a Anton con ojos desorbitados.
–¿Tan importante eres?
–Lo somos –le corrigió él.
Zoe comprendió por primera vez el giro que había dado su vida. Volviéndose, miró hacia atrás.
–La prensa va a seguirnos.
–No podrán una vez estemos en el aire.
–¿En el aire? –preguntó ella, desconcertada.
–Sí. Un helicóptero nos llevará a nuestro destino. Dime qué hay que hacer para que tu hermano viaje seguro…
«Maniobra de distracción». Anton no se sintió particularmente bien por usar tácticas de negociación empresarial, pero había tenido que renunciar a su sentido del juego limpio en el momento que había tomado la decisión de no dejar la casa sin Zoe y Toby.
Zoe se concentró en la tarea, centrando la silla del niño y pasándole el cinturón de seguridad.
–Es un niño muy tranquilo –comentó Anton, que observaba la maniobra.
–Sólo tiene tres semanas. Los bebés sólo comen y duermen a no ser que les pase algo –dijo ella, agachándose para besar la nariz del niño.
Anton admiró una vez más la calidad de oro líquido de su cabello y sus dedos largos y delgados.
–¿Quién es el hombre que hay en tu vida? –preguntó, dejándose llevar por la curiosidad.
Zoe se reclinó sobre el respaldo y se echó el cabello hacia atrás antes de contestar.
–¿Quién dice que hay un hombre?
–Has cerrado la verja del jardín detrás de alguien que se ha marchado precipitadamente, y me preguntaba qué hombre era capaz de huir en lugar de quedarse a protegerte.
Al pensar en Susie, Zoe sonrió. Aunque había tenido varios novios, no había mantenido ninguna relación importante ni había llegado a sufrir por amor. Pero no pensaba darle esa información a Anton Pallis.
–No creo que mi vida personal sea de tu incumbencia.
–Lo es si alguien puede vender una historia sobre ella a la prensa.
Zoe se dio cuenta de que se refería a la información que pudiera haberle dado a un amante sobre los secretos familiares.
–¿Y qué hay de la mujer con la que sales tú? –preguntó Zoe, contraatacando–. ¿Sería capaz de vender una exclusiva?
Anton sonrió con desdén.
–Yo no cuento secretos. Además, he preguntado primero.
–Yo tampoco –dijo ella, irritada con el efecto que aquella sonrisa tuvo sobre ella–. Y si hubiera algún hombre, creo que se consideraría desplazado tras verme subir en este coche contigo.
–¿Porque no podría competir con mi belleza y mi irresistible encanto? –bromeó él, aunque Zoe pensó que tenía ambas cosas en abundancia.
–Pensaba más bien en tu dinero y el de Theo. Tenéis demasiado como para que os surjan competidores. Aunque tengo que admitir –añadió–, que tus atributos físicos te hacen un adversario difícil.
Anton dejó escapar una profunda carcajada y Zoe se descubrió riendo con él.
Era la primera vez que reía desde el inicio de aquellas espantosas semanas y se sintió culpable.
–Te toca a ti –dijo ella, concentrando en él su atención–. ¿Sales con alguien?
–No.
–La prensa dice otra cosa. ¿Qué hay de la modelo de Nueva York?
Anton dio un fingido suspiro de resignación.
–Algunas mujeres adoran la publicidad. Rompimos después de que concediera esa entrevista.
–Mi padre siempre dice… –Zoe calló bruscamente y miró al suelo.
–¿Qué solía decir tu padre? –preguntó Anton con delicadeza.
Zoe iba a decir que su padre siempre decía que los bienes materiales no importaban, sólo el amor. Pero tenía un nudo en la garganta.
–Coincidí con él en un par de ocasiones –dijo Anton quedamente. Y ella alzó la cabeza–. Yo era muy pequeño y pensaba que él era muy mayor, aunque sólo tendría dieciocho años. Me llevó a jugar al fútbol, algo que no había hecho nunca nadie…
Zoe tragó saliva.
–¿Ni tu padre?
–Había muerto el año anterior. Apenas lo recuerdo. Viajaba demasiado por negocios y era demasiado importante como para jugar conmigo. Ya hemos llegado –dijo, sonando aliviado de tener una excusa para cortar aquella conversación.
Zoe miró al frente a tiempo de ver que el coche de policía que los precedía giraba hacia la derecha al mismo tiempo que la limusina aminoraba la velocidad y cruzaba una verja. Mirando hacia atrás, vio que los dos coches de policía bloqueaban el hueco que dejaba la verja. Tras ellos, vio detenerse la caravana de periodistas que los había seguido y vio la frustración reflejada en los rostros de éstos, que se bajaban de sus coches protestando. Aliviada, se volvió hacia adelante. Pero el alivio desapareció al instante.
–¿Qué es esto? –preguntó, alarmada.
–Nuestro próximo medio de transporte –dijo Anton.
–¡Pero… es un avión!
Observando el aerodinámico perfil de su avión privado, Anton contestó:
–Eso parece.
INTENTANDO dominar el pánico, Zoe murmuró.
–Has dicho que era un helicóptero. ¿Vamos a ir a tu casa en avión?
–Sí –confirmó él, mientras el chófer bajaba e iba a abrir su puerta Al humedecerse los labios, Zoe notó que le temblaban.
–¿Dónde está tu casa?
Zoe se dio cuenta de que debía haber hecho esa pregunta con anterioridad. Anton permanecía inmóvil, pero su mirada de acero hizo que, intuitivamente, ella agarrara el asa de la sillita.
La tensión electrizó el aire.
Cuando el chófer fue a abrir, Anton pegó en el cristal con los nudillos para detenerlo, sin apartar la mirada de Zoe.
–Vamos a Grecia –dijo.
–¿A Grecia? –exclamó ella, poniéndose en guardia–. Pero dijiste que…
–No he dicho que mi casa estuviera en Inglaterra –dijo él, como si esperara que Zoe aceptara la situación sin presentar batalla.
Pero no fue así.
–Ni yo ni mi hermano vamos a ir a Grecia –dijo Zoe al tiempo que intentaba soltar el cinturón de seguridad del niño.
–¿Y dónde piensas ir? –preguntó Anton.
–A casa.
–¿Cómo?
–¡Andando, si es preciso! –exclamó ella. Y mirándolo fijamente, añadió–: O quizá vaya a hablar con la prensa y les diga que eres un tramposo y un mentiroso, y que me has secuestrado.
Por primera vez Anton hizo un gesto de irritación.
–Puede que haya mentido por omisión –dijo entre dientes–. Pero ni he hecho trampa ni te estoy raptando.
Zoe siguió intentando soltar torpemente el cinturón de la sillita.
–¿Y qué es esto, unas vacaciones?
–Por ejemplo.
–¿Quién nos espera al final del viaje, Anton Pallis, Theo Kanellis?
La forma en que pronunció ambos nombres, como si la envenenaran, sacó a Anton de sus casillas.
–No –dijo, sujetando con firmeza la sillita por el lateral cuando Zoe por fin la soltó y agarró el asa–. ¿Quieres parar y escucharme?
–¿Para que me sigas mintiendo? ¿Crees que soy idiota? –Zoe cerró ambas manos alrededor del asa–. ¡Me pediste que confiara en ti y ya ves de qué me ha servido!
–Puedes confiar en mí –insistió Anton–. No vamos a casa de Theo. Te juro por mi honor que la oferta de un refugio era sincera.
Zoe lo miró despectivamente antes de soltar una mano y palpar la puerta a tientas, en busca de la manija.
–Debía haber sabido que tu amabilidad era una impostura –dijo con voz trémula–. Después de todo, eres su representante. No me extraña que mi padre os evitara a todos los de vuestra calaña –Esto no tiene nada que ver con Leander.
–¡No oses pronunciar su nombre! –gritó ella–. Para ti es el señor Ellis. Ahora comprendo que no soportara llevar el apellido Kanellis.
–Yo no soy uno de ellos, Zoe –dijo Anton–. Reconozco que no te dije toda la verdad sobre nuestro destino, pero…
Dejó escapar una maldición al ver que Zoe se ponía a temblar como un volcán a punto de entrar en erupción y que había adquirido una palidez espectral.
–Escucha, Zoe.. ¡Maldita sea! –masculló Anton cuando Zoe abrió la puerta súbitamente y bajó del coche.
Anton bajó precipitadamente y la alcanzó cuando se agachaba para tomar a Toby.
Apretando los dientes, la ensartó por la cintura y tiró de ella antes de que pudiera asir el asa de la sillita. Ella se retorció y pataleó hasta que Anton la dejó en el suelo y sujetándola por los hombros la obligó a volverse.
–Escucha –dijo, entre enfadado y suplicante–. Siento haberte disgustado tanto.
¿Disgustarla? Zoe alzó la cabeza y lo miró con sus ojos azules tan llenos de rencor que supo que aquella palabra quedaba lejos de describir sus sentimientos.
–¡Te odio! –sollozó ella–. Mi abuelo y tú me habéis destrozado la vida, y si no me sueltas, voy a gritar pidiendo socorro.