El hombre que lo arriesgó todo - Michelle Reid - E-Book
SONDERANGEBOT

El hombre que lo arriesgó todo E-Book

Michelle Reid

0,0
1,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Estaba dispuesto a arriesgarlo todo por lo único que le importaba de verdad… la mujer a la que había perdido Para Franco Tolle, el chico de oro de la jet set europea, la vida era solo una carrera de lanchas motoras que surcaban el Mediterráneo más azul. Rico y famoso, el joven heredero era un hombre temerario al que nada le importaba. Pero una vez corrió un riesgo demasiado alto… Presa de un arrebato de pasión, le puso un anillo de boda a Lexi Hamilton… Unos meses más tarde, sin embargo, serían unos perfectos extraños. Y la vida le pasaría factura; una factura muy larga…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 204

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Michelle Reid. Todos los derechos reservados.

EL HOMBRE QUE LO ARRIESGÓ TODO, N.º 2189 - octubre 2012

Título original: The Man Who Risked It All

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1080-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

UNA FIEBRE de expectación se propagó entre la multitud. La carrera estaba a punto de empezar.

Preparado y listo para salir, Franco Tolle estaba dentro de la marquesina de su equipo, el White Streak, con el casco bajo el brazo y los ojos fijos en el monitor, esperando a que los organizadores de la carrera aparecieran en la pantalla. El viento soplaba con más fuerza, rompiendo la calma chicha del Mediterráneo y convirtiéndola en un caldo turbulento. No eran las condiciones ideales para correr en una lancha a sesenta metros por segundo.

–¿Qué te parece? –Marco Clemente, el copiloto, se acercó hasta él.

Franco se encogió de hombros. Lo cierto era que el estado de la mar tampoco le preocupaba tanto como la decisión de Marco de correr con él.

–¿Seguro que quieres hacer esto? –le preguntó, sin levantar la voz, sin dejar de mirar la pantalla.

Marco soltó el aliento con impaciencia.

–Si no quieres que corra contigo, Franco, dilo.

Y era por eso que Franco había hecho la pregunta. Marco estaba tenso, cargado, volátil… Se había pasado la última hora caminando de un lado a otro, atacando a cualquiera que se atreviera a dirigirle la palabra… Ese no era el mejor estado de ánimo para ponerse al frente de una lancha motora que cortaba el mar como una bala.

–Por si lo has olvidado, Franco, la mitad del White Streak es mía, aunque seas tú el cerebrito –le espetó en un tono petulante.

Franco apretó los dientes. No quería decir nada de lo que pudiera arrepentirse. Ambos eran dueños del White Streak, y habían corrido en él y en su lancha gemela por toda Europa, representando a la empresa White Streak. Llevaban cinco años haciéndolo. Pero esa era la primera vez en más de tres años que se iban a subir a la misma lancha juntos. Esa era la primera vez que Franco cedía ante la presión y dejaba que Marco se sentara a su lado.

Pero ¿por qué lo había hecho? Lo había hecho porque la liga colgaba de un hilo. Era la última carrera de la temporada y su copiloto se había puesto enfermo el día anterior. Marco era, sin duda alguna, el mejor sustituto para Angelo cuando había tanto en juego, y Franco se había convencido a sí mismo de que serían capaces de dejar a un lado las viejas disputas en aras de la competición. Pensaba que podrían dejarlo todo en un plano estrictamente profesional, pero había algo con lo que no había contado. Marco ya no era el mismo de antes. Ya no se comportaba como aquel tipo tranquilo al que todo el mundo estaba acostumbrado.

–Antes éramos buenos amigos –le dijo Marco, bajando el tono de voz deliberadamente–. Fuimos los mejores amigos, de toda la vida. Pero entonces yo cometí un pequeño error y tú…

–Acostarte con mi esposa no fue un pequeño error…

La voz de Franco fue como una bocanada de aire frío, como si una ráfaga de viento helado se hubiera colado de repente en la tienda.

–Lexi no era tu esposa entonces –le dijo Marco.

–No –Franco se volvió hacia él por primera vez desde el comienzo de la conversación.

Eran de la misma estatura, tenían la misma constitución atlética, eran de la misma edad, del mismo lugar… Pero eso era todo. El parecido terminaba ahí. Marco tenía el pelo rubio, con ojos azules, mientras que Franco era moreno, de ojos oscuros…

–Pero tú eras mi mejor amigo.

Marco trató de sostenerle la mirada. El remordimiento y la frustración libraron una batalla en su interior durante un par de segundos. Finalmente suspiró y apartó la mirada.

–¿Y si te dijera que nunca sucedió? ¿Y si te dijera que me lo inventé todo para que rompierais?

–¿Y por qué ibas a hacer eso?

–¿Por qué ibas a querer tirar tu vida por la borda por una adolescente? –Marco arremetió contra él. La frustración le había ganado la batalla al remordimiento–. Te casaste con ella de todos modos, y me hiciste sentir como el peor bastardo del mundo. Y Lexi ni siquiera supo que yo te había dicho algo, ¿no? No se lo dijiste.

Franco guardó silencio y volvió a mirar hacia el monitor.

–No puede haberlo sabido –Marco siguió adelante, como si hablara consigo mismo–. Era muy buena conmigo.

–¿Qué sentido tiene esta conversación? –preguntó Franco de repente, perdiendo la paciencia–. Tenemos que correr en una carrera, y creo que es evidente que no tengo ganas de hablar del pasado contigo.

–Muy bien, signori, allá vamos.

Justo en ese momento, el jefe del equipo dio el grito de salida, rompiendo así la tensión que se había creado alrededor de los dos hombres.

Franco echó a andar, pero Marco le agarró del brazo.

–Por Dios, Franco, siento haber estropeado lo que tenías con Lexi, ¡pero ella lleva tres años fuera de tu vida! ¿No podemos dejarlo todo atrás de una vez y volver adonde…?

–¿Quieres que te diga por qué has decidido sacar todo esto ahora? –Franco se volvió hacia Marco bruscamente. Su frío rostro estaba lleno de desprecio–. Tienes una deuda con White Streak que asciende a millones. Tienes miedo porque sabes que me necesitas para que esos trapos sucios no salgan a la luz. Ya has oído los rumores, sabes que tengo intención de cerrar el grifo para las carreras, y te mueres de miedo, porque sabes que el desastre financiero en el que nos has metido te va a estallar en la cara. Y, para que conste, esa disculpa penosa llega tres años y medio tarde.

Soltándose con brusquedad, Franco dio media vuelta y siguió adelante. En realidad, no esperaba que Marco sacara el tema… Y lo último que quería recordar era que en casa le esperaban los papeles de divorcio que Lexi le había mandado.

Salió de la marquesina. Un río de rabia tan fría como el nitrógeno líquido le corría por las venas. Estaban en Livorno. Los fans de casa le esperaban ahí fuera, pero apenas podía oír sus aplausos y ovaciones. Un velo rojo le cubría los ojos y lo único que podía ver era esa imagen… Su mejor amigo con la única mujer a la que había amado, en la cama. Llevaba mucho tiempo con esa imagen en la cabeza, casi cuatro años. La había tenido muy presente durante todo su matrimonio con Lexi y eso la había hecho tratarla de otra manera. Incluso había llegado a pensar que el hijo que esperaba no era de él por culpa de ese recuerdo. Aquel incidente cambió el rumbo de su vida. Le corroyó por dentro hasta que ya no quedó nada del hombre que solía ser. Y cuando Lexi perdió el bebé, su reacción se vio empañada por ese amargo recuerdo.

Pero lo peor de todo era que Marco tenía razón. Lexi nunca había llegado a saber por qué se había comportado de esa manera. La única forma de salvaguardar su orgullo herido había sido esa; mantenerlo todo en secreto. Ella nunca había llegado a saber que le había roto el corazón con aquella traición.

Como un fantasma del que no podía librarse, Marco volvió a aparecer a su lado.

–Franco, amico, necesito que me escuches…

–No me hables del pasado. Céntrate en lo que tenemos que hacer ahora, si no quieres que cierre White Streak. No querrás que el desastre que has provocado salga a la luz.

–Me arruinarías la vida… La reputación de mi familia…

–Eso es.

Marco se puso pálido. Había pánico en su rostro. El apellido Clemente era sinónimo de vinos exquisitos, sinceridad y bondad. La dinastía Clemente estaba al frente de algunas de las organizaciones benéficas más importantes de toda Italia, junto con la familia Tolle. Los lazos que unían a los dos clanes se remontaban a un tiempo que ninguno de los dos recordaba, y era por ese motivo que Franco no había querido airear mucho sus problemas con Marco. Todavía tenían una relación profesional, solían coincidir en eventos sociales y benéficos. Había dejado que Marco desmintiera los rumores entre risas ante los medios.

–Chicos, saludad a la gente –les dijo el jefe del equipo, acercándoseles por detrás.

Como una marioneta obediente, Franco levantó el brazo y saludó. Marco hizo lo propio, esbozando su famosa sonrisa y ganándose a todo el mundo, como siempre hacía. Mientras tanto, Franco se puso el casco. En cuanto lo hizo, su sonrisa se desvaneció. Ambos subieron a la cabina abierta de la lancha y se pusieron los cinturones de seguridad. Les estaban dando la información habitual por el pinganillo; ráfagas de viento, la altitud estimada, longitud de onda de las olas… Hicieron la rutina de comprobaciones previas al comienzo de la carrera… Estaban perfectamente compenetrados, acostumbrados a trabajar juntos como si supieran lo que el otro estaba pensando en cada momento. Habían sido amigos desde la infancia y podrían haber seguido siéndolo para siempre… Envejecer juntos, hijos, nietos… Cálidas noches de verano contemplando la puesta de sol, disfrutando del mejor caldo que albergaban las bodegas Clemente, recordando los viejos tiempos…

Arrancaron los motores. El suave rugido era música para los oídos de un ingeniero marítimo como Franco. Sacaron la lancha hasta la línea de salida… Una pincelada blanca y brillante entre otros doce barcos de todos los colores, con logos de patrocinadores de lo más variopintos. Todos aguantaban el estrangulador, listos para salir a toda velocidad en cuando dieran el pistoletazo.

Franco miró a Marco, que estaba a su lado. No supo por qué lo hizo… Debía de haber sido ese sexto sentido que solían compartir… Marco también se había vuelto hacia él y le observaba. Había algo escrito en sus ojos… una oscura desesperación que apretaba el pecho de Franco como un puño gigante.

Marco rompió la mirada, volviendo la cabeza de nuevo. Y entonces Franco oyó el suave murmullo de su voz en el oído.

–Sono spiacente, il mio amico.

Franco todavía intentaba descifrar lo que Marco le había dicho cuando los motores rugieron con brío y las lanchas salieron adelante.

«Demasiado rápido…», pensó.

Marco acababa de decirle que lo sentía, y estaban saliendo demasiado deprisa…

Capítulo 1

LEXI estaba en una reunión. La puerta del despacho de Bruce se abrió de golpe. Era Suzy, la nueva asistente.

–Siento interrumpir –dijo la joven, sin aire–. Pero Lexi tiene que ver…

Tomó el mando a distancia de la mesa, emocionada, y apuntó al aparato. Todos se le quedaron mirando, boquiabiertos, preguntándose cómo había podido irrumpir en el despacho de esa manera.

–Un amigo me envió este enlace a mi Twitter –le explicó, buscando el canal rápidamente–. No me van mucho los programas de sucesos, así que dejé de mirar, pero entonces tu cara apareció en la pantalla, Lexi, ¡y mencionaron tu nombre!

Un mar cristalino y azul apareció en la pantalla. Un segundo después, doce lanchas motoras surcaron el agua a toda velocidad, volando como flechas y dejando estelas de espuma blanca a su paso. Antes de que nadie pudiera darse cuenta de lo que estaban viendo, Lexi sintió un frío escalofrío por la espalda. Se puso en pie.

Las carreras de lanchas solo eran para los ricos y temerarios. Todo ese despliegue ostentoso cargado de testosterona no era más que una exhibición de excesos de todo tipo. Exceso de dinero, exceso de poder, exceso de ego… Y también un desafío de riesgo que entrañaba un gran peligro… ese peligro que dejaba a la mayoría de la gente boquiabierta… Pero para Lexi, en cambio, aquello era como ver pasar su peor pesadilla por delante de sus ojos, porque ella sí sabía qué era lo que estaba a punto de pasar a continuación.

–No –susurró–. Por favor, apágalo.

Pero nadie la estaba escuchando. Además, ya era demasiado tarde. Mientras hablaba, la punta de la lancha que iba encabezando la carrera se topó con unas turbulencias y salió volando en el aire. Durante unos angustiosos e interminables segundos, el vehículo quedó suspendido boca abajo, surcando el aire como un cisne blanco maravilloso, emergiendo del mar.

–Sigue mirando –dijo Suzy, llena de expectación.

Lexi se aferró al borde de la mesa al tiempo que la poderosa lancha efectuaba la pirueta más increíble, y entonces empezó a dar vueltas, una y otra vez, como si se tratara de un atrevido truco acrobático. Pero aquello no era un truco… En la cabina abierta del barco se podía ver a dos personas, totalmente expuestas. Dos hombres temerarios jugándose la vida por una descarga de adrenalina, encerrados en una lancha que se había convertido en una trampa mortal. Restos de todo tipo volaban a su alrededor, armas letales que cortaban el aire.

–En este deporte tan peligroso hay un accidente cada año por lo menos –decía un narrador–. Debido a unas condiciones meteorológicas poco favorables en la costa de Livorno, hubo una gran controversia en torno a la celebración de la carrera. La lancha que lideraba la carrera había llegado a alcanzar la velocidad máxima cuando dio con las turbulencias. Se puede ver cómo Francesco Tolle sale despedido del aparato.

–¡Oh, Dios mío, ahí hay un cuerpo! –gritó alguien, horrorizado.

–Su copiloto, Marco Clemente, permaneció atrapado bajo el agua unos minutos hasta que los buceadores pudieron sacarle. Ambos hombres han sido trasladados al hospital. Algunos informes, todavía por confirmar, hablan de un hombre muerto y de otro que está gravemente herido.

–Que alguien la sujete. Rápido.

Lexi oyó la voz de Bruce, a lo lejos. Las piernas le estaban cediendo.

–Cuidado… –dijo alguien, sujetándola del brazo y conduciéndola hasta una silla.

–Ponle la cabeza entre las piernas –le aconsejó otra voz.

Bruce, por su parte, mascullaba toda clase de improperios dirigidos a Suzy, por haber sido tan inconsciente.

Lexi sentía que le estaban echando la cabeza hacia delante, pero sabía que no iba a funcionar. Se quedó ahí sentada, echada hacia delante, con el pelo alrededor de la cara, y escuchó al locutor de televisión mientras recordaba los veintiocho años de vida de Francesco como si estuviera leyendo su esquela.

–Nacido en una de las familias más ricas de Italia, único hijo del empresario de astilleros Salvatore Tolle, Francesco Tolle dejó atrás su papel de playboy después de un breve matrimonio con la estrella infantil Lexi Hamilton…

Una ola de murmullos sacudió la sala. Lexi se estremeció, porque sabía que una foto de ella con Franco debía de haber aparecido en la pantalla. Joven… Él debía de verse joven, feliz, porque así era como…

–Tolle se ha volcado en el negocio familiar, pero aún sigue compitiendo para el equipo White Streak, una empresa que creó hace cinco años con su copiloto, Marco Clemente, quien pertenece a una de las familias más prestigiosas de Italia, dueñas de las bodegas Clemente. Amigos de toda la vida…

–Lexi, bebe un poco de esto.

Bruce le apartó el pelo de la cara con suavidad y le puso un vaso de agua contra los labios. Ella quería decirle que la dejara tranquila para poder escuchar, pero tenía la boca paralizada. Estaba enfrascada en una lucha consigo misma, con Bruce, y con el horror que acababa de presenciar…

De repente vio a Franco.

Su Franco… Vestido con unos vaqueros cortos y una camiseta blanca que se pegaba a todos y cada uno de sus músculos. Estaba frente al cuadro de mandos de una lancha no tan peligrosa como la de la televisión. Se volvía hacia ella, y reía… porque le estaba dando un susto de muerte, surcando el mar a toda velocidad.

«No seas cobarde, Lexi. Ven aquí y siente la fuerza…», aquellas palabras retumbaron en su cabeza; un eco del pasado.

–Voy a vomitar –susurró Lexi de repente.

El siempre tan elegante Bruce Dayton, agachado frente a ella, retrocedió de golpe. Lexi se puso en pie como pudo y echó a andar por la sala, tambaleándose y dando tumbos como un borracho, con una mano temblorosa sobre la boca. Alguien le abrió la puerta y así consiguió llegar al aseo justo a tiempo.

Franco estaba muerto. Su cabeza no dejaba de girar locamente, repitiendo las palabras una y otra vez. Su precioso cuerpo, roto en mil pedazos… Esa sed de peligro le había llevado a la muerta al final.

–No… –dijo Lexi, emitiendo un sonido gutural. Cerró los ojos y se echó hacia atrás, apoyándose contra los fríos azulejos del aseo.

«Yo no, bella mia. Soy invencible…».

Ahogándose con un sollozo, Lexi abrió los ojos… Era como si Franco acabara de susurrarle esas palabras al oído.

Pero él no estaba allí. Estaba sola, en su prisión de agonía y paredes blancas.

Invencible…

Una risotada histérica se le escapó de la boca. Nadie era invencible. ¿No se lo había demostrado ya a sí mismo en una ocasión?

Oyó unos golpecitos prudentes sobre la puerta.

–¿Estás bien, Lexi?

Era Suzy; su voz sonaba ansiosa. Haciendo un esfuerzo por recuperar la compostura, Lexi se alisó su falda color turquesa con manos temblorosas. Turquesa, como el océano… A Franco siempre le había gustado que llevara ese color. Decía que le daba vida a su mirada, casi del mismo color…

–¿Lexi? –Suzy volvió a llamar.

–Ssssí –logró decir–. Estoy bien.

Pero no era cierto. Nunca volvería a estar bien. Se había pasado los últimos tres años y medio intentando meter a Franco en el rincón más oscuro y recóndito de su mente, pero una nueva puerta se había abierto, y él se había colado por ella… Ya era demasiado tarde para…

¿Pero en qué estaba pensando? ¿Acaso no sabía ya que estaba muerto?

Podía ser Marco…

¿Y eso era mejor?

«Sí», susurró una voz malvada que hablaba desde su cabeza.

Suzy la estaba esperando. Su hermoso rostro estaba lleno de culpa y angustia.

–Lo siento mucho, Lexi. Es que cuando vi tu cara…

–No tiene importancia –le dijo Lexi, interrumpiéndola.

No quería pagarla con ella. Era tan joven e inocente…

Tenía la misma edad que ella cuando había conocido a Franco. ¿Por qué se sentía tan vieja de repente, si solo tenía veintitrés años?

–Bruce amenaza con echarme –dijo Suzy mientras Lexi se lavaba las manos sin ser consciente de estar haciéndolo–. Dice que no necesita a una persona tan estúpida en su negocio porque ya tiene de sobra, con todas esas aspirantes a actriz y…

Lexi dejó de escuchar. Se estaba mirando al espejo… Contemplaba ese rostro con forma de corazón, rodeado de una melena de color cobrizo.

«Al atardecer parece de fuego…», le había susurrado Franco en una ocasión, enredando los dedos de la mano en su cabello.

«Pelo de caramelo, piel de crema, y labios… Mmm… Labios deliciosos, como fresas silvestres…».

–Eso es una cursilada, Francesco Tolle –le había dicho ella–. Pensaba que tenías mucho más estilo.

–Lo tengo cuando hay que tenerlo, bella mia. ¿Lo ves? Te lo demostraré.

Ya no tenía los labios color fresa… Lexi se dio cuenta en ese momento. Estaba pálida, sin color alguno.

–Y no le has visto en años, así que no se me ocurrió pensar que todavía sentías algo por él.

Lexi cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos.

–Es un ser humano, Suzy…

–Sí… –dijo la joven en un tono de culpa–. Oh, pero es tan guapo, Lexi –añadió, suspirando–. Tan sexy… Podría haber sido uno de los actores que tenemos en…

Lexi dejó de escuchar de nuevo… Sabía que Suzy no tenía ni idea de lo que estaba diciendo. No quería hacerle daño, hablando de esa manera, pero Lexi no tenía ganas de oírla de todos modos.

Dio media vuelta y salió del aseo. Suzy se quedó hablando sola. Las piernas apenas la sostenían y tampoco la obedecían. Se encerró en su despacho y se quedó allí, de pie, contemplando la nada. Se sentía vacía por dentro, pero su corazón estaba encerrado en un puño de hierro.

–Lexi…

La puerta se abrió, pero ella apenas se dio cuenta. Se volvió y se encontró con Bruce, alto y esbelto, tan apuesto como siempre. Su cara seria la asustó aún más.

–¿Qué? –le preguntó, sabiendo que otra noticia horrible estaba por llegar.

Bruce dio un paso adelante, cerró la puerta y la agarró del brazo. Sin decir ni una palabra, la condujo hasta la silla más próxima. Al sentarse, Lexi empezó a sentir el escozor de las lágrimas bajo los párpados.

–Será… será mejor que me lo digas cuando antes.

Inclinándose contra el escritorio, Bruce cruzó los brazos.

–Tienes una llamada. Es Salvatore Tolle.

¿El padre de Franco? Retorciendo los dedos sobre su regazo, Lexi volvió a cerrar los ojos, con fuerza. Solo podía haber una razón para esa llamada… Salvatore la odiaba. Decía que había arruinado la vida de su hijo.

«Una aspirante a actriz espabilada y dispuesta a prostituirse para conseguir una mina de oro…».

Le había oído espetarle esas palabras afiladas a su hijo, pero no sabía qué le había contestado Franco porque había salido huyendo, despavorida y hecha un mar de lágrimas.

–Le dije que esperara –dijo Bruce, que no se achantaba ante nadie, ni siquiera ante un peso pesado como Salvatore Tolle–. Pensé que necesitabas unos minutos más para… Para preparar la función antes de escuchar lo que tenga que decirte.

–Gracias –murmuró ella, abriendo los ojos y mirándose los dedos–. ¿Te… te dijo… por… qué llamaba?

–No.

Intentando humedecerse la boca, Lexi asintió con la cabeza y trató de recuperar la compostura una vez más.

–Muy bien –se puso en pie a duras penas–. Será mejor que hable con él.

–¿Quieres que me quede?

Lo cierto es que no tenía respuesta para esa pregunta. Bruce siempre había desempeñado un papel importante en su vida. Había sido el mánager de su madre, Grace, y la había acompañado durante su carrera artística. Siempre había estado ahí cuando más lo necesitaba… Aquella niña de quince años se había dado de bruces con el estrellato gracias a una película de bajo presupuesto que se había convertido en un éxito de taquilla de forma inesperada… Y las cosas no siempre habían sido fáciles, pero Bruce siempre había estado ahí… Y después, cuando lo había dejado todo para irse con su apuesto novio italiano, se las había ingeniado para no perder el contacto con ella. Tras la repentina muerte de su madre, también había sido él quien se había ofrecido a darle todo el apoyo que necesitaba, pero por aquel entonces todavía tenía a Franco. O por lo menos eso creía… Había pasado meses sumida en un profundo dolor, con el corazón roto, pero al final se había rendido. Se había subido a un avión y había vuelto a casa, había vuelto junto a Bruce.

El tiempo había pasado rápidamente… En ese momento trabajaba para él en su compañía de teatro. Funcionaban bien juntos. Ella era capaz de entender a los clientes más temperamentales y él tenía muchos años de experiencia en el mundo del teatro. En algún momento, habían llegado a entenderse muy bien.

–Será mejor que esto lo haga sola –dijo por fin, consciente de que Bruce no podía arreglar las cosas esa vez.

Él guardó silencio un momento. Su expresión no revelaba nada. Asintió con la cabeza y se incorporó. Lexi sabía que había herido sus sentimientos, sabía que debía de sentirse excluido, pero también tenía que entender por qué había rechazado su ofrecimiento. Esa llamada tenía que ver con Franco, y ni siquiera Bruce podía protegerla y amortiguar el golpe que iba a darse.

–Línea 3 –dijo Bruce, señalando el teléfono que estaba sobre su escritorio. Dio media vuelta y se marchó.

Lexi esperó a que se cerrara la puerta y entonces se volvió hacia el teléfono. Se quedó mirándolo durante unos segundos, respiró hondo y extendió una mano temblorosa hacia el auricular.

–Buongiorno, signor –murmuró con la voz entrecortada.

Hubo una pausa. El corazón de Lexi dio un pequeño vuelco.

–No es un buen día hoy, Alexia –dijo Salvatore Tolle por fin–. En realidad es un día muy malo. Supongo que ya sabes lo de Francesco.

Lexi cerró los ojos y una ola de mareo se apoderó de ella.

–Sí.