Un marido inolvidable - Michelle Reid - E-Book

Un marido inolvidable E-Book

Michelle Reid

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Beschreibung

Samantha había vivido un año sufriendo amnesia, pero, cuando aquel hombre moreno e imponente apareció en su vida, supo con total seguridad que estaba a punto de conocer su pasado. El modo tan instintivo en el que su cuerpo había reaccionado ante la presencia de André Visconte era señal inequívoca de que lo conocía. Sin embargo, cuando él empezó a insistir en que era su marido, Sam se quedó perpleja. ¿Cómo era posible que hubiera tardado tanto tiempo en encontrarla? ¿Qué secretos de su propio pasado le estaba ocultando?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Michelle Reid

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un marido inolvidable, n.º 1293 - septiembre 2016

Título original: The Unforgettable Husband

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8724-4

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

ANDRÉ Visconte estaba sentado tras su escritorio, con los pies apoyados sobre este y un vaso de su whisky favorito en la mano.

Era tarde y estaba cansado, de manera que tenía los ojos cerrados. Debería haber ido directamente a casa después de asistir a la inauguración del restaurante de un amigo, pero en lugar de ello había decidido acudir a su oficina. Esperaba una llamada de París y le había parecido más razonable acudir allí que a su casa, pues el despacho estaba más cerca .

Además, su hogar ya no tenía el más mínimo atractivo para él.

Alguien había dicho alguna vez que el hogar de una persona estaba donde estaba su corazón, pero André había llegado a la conclusión de que él carecía de corazón, de manera que su hogar era cualquier lugar en el que pudiera descansar. Y, dependiendo de dónde estuviera, eso normalmente significaba alguna de las residencias que poseía en las principales ciudades del mundo. Pero lo cierto era que, al margen de su apartamento en Nueva York, apenas había puesto los pies en las demás durante los pasados meses, aunque sus casas eran perfectamente atendidas durante todo el año por si decidía dejarse caer por alguna.

O por si decidía hacerlo Samantha.

Samantha… Los dedos que rodeaban el vaso de whisky se tensaron y la boca de André adquirió una expresión de tal cinismo, que cualquiera que lo hubiera visto habría salido corriendo.

Porque hacía un año que André Visconte no era conocido precisamente por su buen humor.

No era el mismo desde que Samantha había desaparecido de su vida. Solo un estúpido se habría atrevido a pronunciar su nombre en alto delante de él, y ya que los estúpidos no eran tolerados en el imperio Visconte, a nadie se le ocurría hacerlo.

Pero André no podía evitar que el nombre de Samantha resonara en su cabeza alguna vez, y cuando sucedía, era difícil frenar la oleada de emociones que lo acompañaba. El dolor era una de ellas, además de una sorda rabia dirigida por completo hacia sí mismo por haber permitido que Samantha se alejara de él.

También tenía que enfrentarse a momentos de angustiosa culpabilidad, y a otros de terrible preocupación por lo que hubiera podido ser de ella. Y la amargura que le producía saber que había sido capaz de dejarlo le hacía desear no haberla conocido nunca.

Pero sobre todo sentía dolor, un dolor de tales proporciones, que a veces tenía que esforzarse por no gemir en alto cuando se apoderaba de él.

¿Por qué? Porque a veces la echaba de menos tanto como si se hubiera quedado sin aire para respirar.

Esa noche había sido una de esas ocasiones. Durante la inauguración del restaurante, había logrado divertirse un poco; incluso había logrado reír… Pero entonces había visto a una mujer pelirroja que le había recordado a Samantha y su humor había pasado al otro extremo.

Después de eso había decidido escapar y refugiarse en algún lugar en que nadie pudiera verle rumiando sus penas. Pero la odiaba por hacerle sentirse así.

Vacío. La palabra era «vacío».

Dio un largo trago a su whisky con la esperanza de que este le hiciera olvidarla, pero fue inútil. La imagen de Samantha permaneció en el fondo de sus ojos, sonriéndole provocativamente.

Su estómago se contrajo. Su entrepierna se tensó. Su corazón empezó a latir más rápidamente.

–Bruja –murmuró.

Doce meses. Doce largos, tristes y angustiosos meses sin tener noticias de ella, sin ni siquiera saber si estaba viva. Samantha había desaparecido de la faz de la tierra como si nunca hubiera vivido en ella.

El timbre del teléfono sobresaltó a André. Reacio, dejó el vaso en el escritorio y descolgó el auricular.

–Visconte –dijo en tono ronco.

Se sorprendió al oír la voz del director de su empresa en Inglaterra en lugar de la de su hombre en París.

–¿Nathan? –frunció el ceño–. ¿Qué diablos…?

Fuera lo que fuese lo que le dijo Nathan Payne, hizo que André reviviera al instante. Sus ojos destellaron a la vez que se ponía rápidamente en pie.

–¿Qué…? ¿Dónde…? –exclamó–. ¿Cuándo…?

Desde el otro lado del Atlántico, Nathan Payne comenzó a hablar en frases rápidas y precisas que hicieron que André se pusiera blanco como una sábana.

–¿Estás seguro de que es ella? –preguntó cuando Nathan terminó.

La respuesta afirmativa hizo que volviera a sentarse lenta y cuidadosamente, como si tuviera que calcular con total precisión cada movimiento que hacía por si de pronto se quedaba sin fuerzas.

–No, estoy seguro de que no podrías –respondió a algo que dijo Nathan. La mano que había alzado para cubrirse los ojos temblaba ligeramente–. ¿Cómo ha sucedido?

La explicación le hizo terminar su whisky de un trago.

–¿Y lo viste en el periódico? –no podía creerlo. No podía creerlo en absoluto.

Samantha… Ladeó su oscura cabeza mientras un conocido dolor lo recorría.

–¡No! –respondió a una sugerencia de Nathan–. Limítate a observarla, pero no hagas nada más –volvió a ponerse en pie rápidamente–. Salgo para allá ahora mismo. ¡No la pierdas de vista hasta que llegue!

El auricular golpeó su base con un ruido seco. Un instante después, André salía del despacho.

Samantha vio que el hombre había vuelto. Ocupaba la misma mesa que el día anterior y la observaba con un disimulo que indicaba con claridad que no quería que supiera que lo estaba haciendo.

Samantha no sabía por qué.

No lo reconocía. Su rostro perfectamente afeitado no despertaba ningún recuerdo, ningún indicio que indicara que tal vez lo hubiera conocido en otra época, en otro lugar, en otra vida, tal vez.

Otra vida…

Reprimió un suspiro y se volvió para preparar la orden de bebidas que acababa de darle Carla. Sirvió ginebra en dos vasos mientras con la otra mano tomaba dos botellas de tónica.

–Pareces una auténtica profesional –comentó Carla en tono irónico desde el otro lado de la barra.

«¿Será cierto?», se preguntó Samantha mientras colocaba las bebidas en la bandeja. «Tal vez se trate de una habilidad perteneciente a esa otra vida que no puedo recordar».

–¿Quieres cervezas de barril o botellas?

–Botellas, claro… ¿Te encuentras bien? –preguntó Carla con el ceño fruncido, pues Samantha solía ser dada a bromear siempre que surgía la oportunidad.

–Solo estoy un poco cansada –contestó Samantha mientras se alejaba cojeando hacia el refrigerador para sacar dos botellas de cerveza. Su respuesta estaba justificada, ya que ni ella ni Carla deberían estar trabajando en el bar del hotel esa noche. Oficialmente, su trabajo consistía en atender la recepción, pero el hotel estaba en las últimas, apenas hacía negocio y sus escasos empleados debían acudir allí donde eran necesitados.

Como aquella semana, por ejemplo, en la que Carla y ella estaban doblando la jornada para atender la recepción durante el día y el bar por la tarde.

Pero eso no significaba que estuviera tan cansada como para imaginar un par de ojos clavados en ella cada vez que se volvía. Volvió cojeando con las dos botellas de cerveza y miró de reojo al desconocido, que apartó de inmediato la vista.

–¿Sabes quién es el hombre que está sentado solo? –preguntó a Carla.

–¿Te refieres al tipo atractivo y acicalado con el traje de Savile Row? –al ver que Samantha asentía, contestó–: Se llama Nathan Payne y ocupa la habitación doscientos doce. Llegó anoche, cuando Freddie estaba en recepción. Parece que está aquí por un asunto de negocios, cosa que no me sorprende, pues no puedo creer que un hombre como él haya elegido por voluntad propia este lugar para pasar las vacaciones.

El tono despectivo de Carla fue evidente, y Samantha no hizo nada por discutírselo. Aunque el hotel se hallaba situado en un precioso lugar de Devon, estaba tan deteriorado y descuidado, que no le extrañó nada que su compañera hiciera aquel comentario.

–Corre el rumor de que trabaja para una importante empresa hotelera –continuó Carla–. La clase de empresas que compran hoteles como este y lo convierten en un complejo de vacaciones moderno, como los que se ven a lo largo de la costa.

¿Sería eso lo que estaba haciendo? ¿Comprobar el estado del hotel, no observarla a ella? Samantha sintió un inmediato alivio.

–No hay duda de que a este lugar le vendría de maravilla un buen lavado de cara –comentó.

–Espero que no a costa de nuestros trabajos –dijo Carla–. El hotel tendría que cerrar para renovarse, ¿y dónde nos dejaría eso a nosotras? –preguntó en tono sombrío antes de alejarse con la bandeja.

Samantha se quedó pensando en las palabras de su amiga. ¿Qué iba a hacer si el hotel cerraba? Era posible que el Tremount fuera un lugar viejo y descuidado, pero había sido como un salvavidas para ella cuando había necesitado uno. No solo trabajaba allí, sino que vivía allí. El Tremount era su hogar.

El desconocido se fue bastante temprano. Hacia las nueve miró su reloj, se levantó y salió del bar. Su forma de hacerlo fue muy resuelta y decidida, como si fuera a algún lugar especial y llegara tarde.

Un suspicaz Freddie lo confirmó unos minutos después.

–Ese tipo del grupo Visconte se ha ido a toda prisa –dijo–. Ha salido del hotel y ha montado en su coche como si lo persiguiera el diablo.

–Supongo que no soportaba la idea de pasar una noche más compartiendo el baño con otros ocho huéspedes –dijo Carla con ironía.

–Más que huir daba la impresión de que iba a reunirse con alguien –dijo Freddie–. El tren de Londres llega a las… ¿Samantha? –se interrumpió de pronto–. ¿Te encuentras bien? Te has puesto un poco pálida.

Samantha se había mareado un poco al oír el nombre «Visconte». Por un instante, había creído reconocerlo, cosa que era toda una novedad, porque los nombres nunca solían significar nada para ella.

Ni los nombres, ni los lugares, ni las fechas…

–Estoy bien –dijo, y sonrió–. ¿Quieres tomar lo de siempre, Freddie? –preguntó en tono desenfado.

Pero el nombre permaneció con ella el resto de la tarde. De vez en cuando pensaba en él y entraba en un extraño trance. ¿Sería un recuerdo, un breve destello de su pasado?

Si era así, debía comprobarlo. Y ya que el nombre «Visconte» estaba ligado al desconocido, decidió interrogarlo en la primera oportunidad que tuviera, porque, si no lo intentaba ella misma, ¿cómo iba a llegar a averiguar alguna vez quién era?

La semana anterior, el periódico local había vuelto a sacar su foto junto a un artículo en el que se explicaba su situación, pero nadie había acudido a interesarse por ella. La policía había llegado a la conclusión de que debía estar sola en el mundo y de vacaciones en Devon cuando sufrió el accidente. El coche que conducía había quedado calcinado hasta el extremo de que solo habían podido deducir que se trataba de un Alfa Romeo rojo. No habían recibido informes sobre un Alfa Romeo perdido ni sobre una mujer desaparecida conduciendo un Alfa Romeo.

A veces se sentía como si realmente hubiera muerto en aquella solitaria carretera la noche que el camión cisterna chocó con ella y hubiera resucitado varias semanas después como un ser humano completamente distinto.

Pero no era una persona distinta, se dijo con firmeza. Solo era un ser humano perdido que necesitaba encontrarse a sí mismo. Ya que no tenía otra cosa, debía aferrarse con todas sus fuerzas a aquella idea.

A las once de la noche se vació el bar. Samantha frotó su dolorida rodilla y terminó de recoger la barra. Una hora después, estaba en la cama, y a las ocho y media de la mañana, tras pasar una inquieta noche soñando con demonios y dragones, estaba trabajando en recepción con Carla.

Ese día se iban muchos clientes, de manera que había mucho trasiego en el vestíbulo del hotel, pero Samantha se mantuvo atenta por si veía al señor Payne, decidida a hablar con él si surgía la oportunidad.

Y la oportunidad llegó a la hora del almuerzo. Samantha estaba anotando los datos de un nuevo huésped cuando alzó la mirada y vio que el señor Payne entraba en el vestíbulo. Decidió aprovechar la oportunidad de inmediato.

–Discúlpame un momento –dijo a Carla, y salió del mostrador de recepción.

Estaba a punto de avanzar cuando vio que otro hombre entraba en el vestíbulo y se detenía junto al señor Payne.

Ambos eran altos y fuertes y ambos vestían la clase de trajes que solo se encontraban en sastrerías de primera. Pero el recién llegado era más alto y más moreno, y, al verlo, Samantha sintió un escalofrío que le impidió acercarse.

Mientras lo observaba, vio que sus ojos oscuros miraban con impaciencia a su alrededor. Había tensión en él, una inquietud tan contenida, que se reflejaba a lo largo de su firme mandíbula como si estuviera apretando y aflojando los dientes continuamente.

De pronto, sus miradas se encontraron… y el hombre pareció horrorizado. Samantha pensó que no le gustaba lo que estaba sucediendo y, mientras sentía que se le hacía un nudo en la garganta, pensó que tampoco le gustaba aquel hombre. No podía respirar, no podía tragar. Incluso su corazón se detuvo un instante para volver a latir con renovada energía contra su sien derecha.

Como si hubiera percibido lo que le estaba sucediendo, la mirada del hombre ascendió hasta su sien. Al ver que se estremecía, Samantha recordó la pequeña cicatriz que tenía allí y alzó instintivamente una mano para cubrirla.

El hecho de verla moverse pareció impulsar al hombre a hacer lo mismo. Al ver que avanzaba hacia ella, Samantha empezó a sudar. El vestíbulo pareció convertirse en un túnel en cuyos extremos solo estaban ellos y que se iba estrechando según el hombre avanzaba. Para cuando se detuvo ante ella, Samantha sentía que estaba a punto de ahogarse.

Era grande… demasiado grande. Demasiado moreno, demasiado atractivo, demasiado… todo. La abrumaba con su presencia, con la cautivadora mirada que ardía en sus ojos.

«No», protestó ella en silencio, aunque no sabía por qué estaba protestando.

Tal vez había hablado en alto, porque él se puso pálido de repente y su mirada se oscureció visiblemente.

–Samantha –murmuró con voz ronca–. Oh, Dios mío…

Samantha se desmayó. Con su nombre aún resonando en su cabeza, cerró los ojos y cayó como un peso muerto sobre la alfombra del vestíbulo del hotel.

Capítulo 2

DURANTE los largos días y semanas que había pasado en el hospital nunca se había desmayado. Durante los aterradores meses que había durado su lenta recuperación nunca se había desmayado. Durante los doce meses pasados había rogado con fervor para encontrarse con alguien que dijera su nombre.

Sin embargo, cuando por fin alguien lo había hecho, se había desmayado.

Samantha recuperó la consciencia pensando confusamente en todo aquello. Se encontraba tumbada en uno de los sofás del vestíbulo y Carla estaba agachada junto a ella, sosteniéndole la mano. Un murmullo de voces la rodeaba.

–¿Estás bien? –preguntó Carla con ansiedad en cuanto vio que su amiga abría los ojos.

–Me conoce –susurró Samantha–. Sabe quién soy.

–Lo sé –asintió Carla con delicadeza.

El desconocido apareció de pronto tras su hombro. Aún parecía demasiado grande, demasiado moreno, demasiado…

–Lo siento –dijo con voz ronca–. Verte ha supuesto tal conmoción, que he actuado sin pensar –se interrumpió, tragó con evidente esfuerzo y añadió–. ¿Te encuentras bien cara?

Samantha no respondió. Su mente estaba demasiado ocupada tratando de asimilar el atemorizador hecho de que aquel hombre parecía conocerla, mientras que para ella él era un completo desconocido. No era justo… ¡no lo era! Los médicos habían hablado de la posibilidad de que una conmoción como aquella le hiciera recuperar la memoria.

Pero no había sido así. Una intensa decepción hizo que volviera a cerrar los ojos.

–No –rogó él con aspereza–. Samantha… no vuelvas a desmayarte. No estoy aquí para… –alargó una mano y la tocó en el hombro.

Los sentidos de Samantha enloquecieron, provocándole una oleada de pánico que la hizo erguirse casi con violencia.

–No me toques… –dijo, temblorosa–. No te conozco. ¡No te conozco!

El hombre masculló una maldición y en ese momento apareció a su lado el señor Payne, que murmuró algo en italiano. El otro hombre contestó en la misma lengua, luego giró sobre sus talones y se sentó con brusquedad en una silla cercana, como si acabara de quedarse sin fuerzas. Solo entonces se le ocurrió a Samantha que, si de verdad la conocía, él también debía estar conmocionado.

Carla le ofreció un vaso de agua.

–Bebe –dijo en tono imperativo–. ¡Tienes un aspecto terrible!

El desconocido alzó la cabeza y miró a Samantha a los ojos. Por un momento, ella sintió que se hundía en su oscura profundidad, como atraída por algo más poderoso que la lógica. Confundida, apartó la mirada y se cubrió el rostro con una mano mientras trataba de controlarse.

–¿Está bien?

–¿Qué le ha pasado?

–¿La ha molestado ese hombre?

Oír aquel barullo de preguntas hizo recordar a Samantha que había otras personas presentes.

–Sácame de aquí –susurró a Carla.

–Por supuesto –dijo su amiga, comprensiva, y se irguió antes de tomar el brazo de Samantha para ayudarla a levantarse. Fue una ayuda providencial porque, en cuanto se puso en pie, Samantha sintió una punzada de dolor en la rodilla que le hizo gemir de dolor.

Carla frunció el ceño.

–Al caer te has golpeado la rodilla mala contra la esquina de la mesa –explicó mientras señalaba la falda azul marino de Samantha, que acababa justo por encima de su rodilla–. Espero que no te la hayas dañado más.

Samantha apretó los dientes y empezó a caminar cojeando hacia una puerta en la que había una placa que decía Sala de Personal.

El desconocido se puso en pie de inmediato.

–¿A dónde vas? –preguntó con aspereza.

–A la sala de personal –respondió Samantha y, reacia, añadió–: Puedes venir si quieres.

–Desde luego que quiero –replicó él, y se movió para seguirlas, pero se detuvo enseguida y miró a su alrededor–. ¿Sois las dos únicas personas encargadas de atender la recepción? –preguntó.

Norteamericano. Su acento era norteamericano, pensó Samantha, confundida, pues acababa de oírle hablar en italiano con Nathan Payne.

–El director está de viaje –explicó Carla–. Voy a acompañar un momento a Samantha y enseguida vuelvo.

–¡No! –protestó Samantha a la vez que estrechaba convulsivamente la mano de su amiga–. ¡No me dejes sola con él! –susurró, sin preocuparla si el desconocido la oía y se ofendía.

–De acuerdo –dijo Carla, aunque con expresión preocupada. Aquel era el día más ajetreado de la semana en recepción, y no podían abandonarlo las dos a la vez así como así.

–Nathan –incluso Samantha, en su estado de conmoción, percibió la autoridad que había en el tono de aquel hombre cuando hablaba así–. Ocúpate de la recepción –al ver la expresión insegura de Carla, añadió–: No te preocupes. Sabe lo que hace. Vamos ahí, ¿no? –preguntó a la vez que señalaba la puerta que había junto al mostrador de recepción.

Samantha asintió y tuvo que morderse el labio inferior para no volver a gemir de dolor cuando empezó a caminar. El hombre las siguió tan de cerca que casi pudo sentir su aliento en la nuca.

Se estremeció y deseó que se alejara un poco para darle tiempo de recuperarse y pensar. No quería que estuviera allí. No le gustaba. No quería que le gustara… Pero, teniendo en cuenta que aquel hombre podía ser el enlace con su pasado, era una estupidez reaccionar así.

Una vez sentada en una de las sillas de la sala de personal, Samantha pidió a Carla que fuera a su cuarto por unos analgésicos. El desconocido ocupó una silla junto a ella. Al percibir el calor de su cuerpo y su ligero aroma a loción para el afeitado, Samantha tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no apartarse de él.

–¿Duele mucho? –preguntó él a la vez que señalaba su rodilla.

–No, no mucho –mintió Samantha.

–¿Te heriste la rodilla de gravedad en el accidente?

Ella lo miró sin ocultar su sorpresa.

–¿Sabes lo de mi accidente?

–Si no lo supiera, ¿cómo iba a haberte encontrado?–replicó él, enfadado.

Samantha se estremeció al oír su tono. Él suspiro y se inclinó hacia ella.

–Lo siento –dijo–. No pretendía hablarte así –al ver que ella no decía nada, siguió hablando–. Nathan estaba inspeccionando unas propiedades que hay por aquí. Vio el artículo sobre ti que apareció en el periódico local y reconoció tu foto. No podía creerlo, ni yo tampoco cuando me llamó a Nueva York para… –las palabras parecieron bloquear su garganta y tuvo que tragar.

–¿Quién es Nathan? –preguntó Samantha.

Él la miró con dureza.

–¿No crees que ya es hora de que preguntes quién soy yo? –sugirió.