2,99 €
Mia Frazier accedió a lo que su padre le pidió: casarse con Alexander Doumas, un millonario griego. Los dos hombres esperaban conseguir con ese trato lo que deseaban: Alexander recuperar la isla de su familia que tuvo que ser vendida a los Frazier en los tiempos difíciles, mientras que el padre de Mia quería asegurarse un heredero. Pero, ¿cuáles eran los motivos de Mia? La joven creía que lo mejor era guardarse la verdadera razón, aunque no contaba con que eso le iba a resultar tan difícil. No sabía que compartir la cama con ese hombre iba despertar esa intensa pasión entre ellos…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 216
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1998 Michelle Reid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pasión oculta, JULIA 1000 - junio 2023
Título original: The Price Of A Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411419062
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
ENERO llegó ese año portando una venganza cruel. Mia, frente a la ventana del despacho de su padre, estaba mirando como golpeaba la lluvia contra los cristales, mientras otra tormenta, ésta de diferente cariz, tenía lugar detrás de ella. Una en la que dos hombres poderosos se insultaban el uno al otro.
No le importaba lo que se dijeran y su presencia allí era meramente accidental.
—¡Doumas, ése fue el trato! —gritó su padre con gesto de impaciencia—. No voy a regatear, tómelo o déjelo.
—¡Pero lo que me propone es una barbaridad! —replicó el otro hombre—. Soy un hombre de negocios, pero no me dedico a la trata de blancas. Si le es difícil encontrar un marido para su hija, intente conseguirlo mediante una agencia matrimonial, porque yo no estoy en venta.
Mia hizo una mueca de disgusto, dudando si serviría para algo la inteligente respuesta de Alexander Doumas. Jack Frazier, su padre, siempre arriesgaba sobre seguro. Era un hombre hecho a sí mismo, que llevaba toda la vida luchando y había conseguido, saliendo de la nada, convertirse en un empresario millonario. Era, en definitiva, la clase de persona que sabe dónde y cómo conseguir lo que se proponía.
Alexander Doumas, por su parte, era la antítesis de Jack. Un joven elegante y atractivo, procedente de la aristocracia griega, cuya fortuna familiar había ido menguando en los últimos treinta años. Justo el tiempo en que Frazier había ascendido vertiginosamente.
Habría que decir, para ceñirse a la verdad, que Alexander Doumas no sólo había conseguido detener el deterioro en los asuntos financieros de su familia, sino que en los últimos diez años había reparado la situación de manera tan brillante que había conseguido casi reparar la deteriorada economía familiar. Pero aún le faltaba el paso final.
Paso que tenía que dar con la ayuda de Jack Frazier.
«Pobre diablo», pensó Mia con una mueca de ternura. Sabía que Alexander Doumas no conseguiría su objetivo sin el previo pago del precio que su padre pedía por ello.
—¿Es su última palabra? —aventuró Jack Frazier, confirmando la predicción de su hija—. Si es así, puede marcharse porque no tengo nada más que decir.
—Pero estoy dispuesto a pagar el doble de su precio en el mercado…
—La puerta está por allí, señor Doumas…
Mia no pudo evitar un estremecimiento, sin saber lo que Alexander Doumas iba a hacer.
El joven tenía dos opciones: salir con la cabeza alta, pero sin conseguir su sueño, o dejar a un lado su orgullo y aceptar lo que Jack Frazier le pedía por su sueño.
—Tiene que haber otro modo de que podamos resolver esto —murmuró.
«No lo hay», murmuró Mia en silencio. Por el simple hecho de que su padre no iba a aceptar que las cosas se hicieran de otro modo.
Su padre ni siquiera se molestó en responder. Siguió allí sentado y esperó a que el otro hombre dijera algo o se marchara como él había sugerido.
—¡Le maldigo por haberme hecho llegar hasta aquí! —exclamó el griego.
Mia escuchó entonces cómo su padre se ponía en pie. El ruido le era tan familiar y le producía tanto temor como cuando era niña.
Jack Frazier era un bruto y un tirano. Siempre lo había sido y siempre lo sería. Con hombres o mujeres, con amigos o desconocidos, con niños o adultos. Su necesidad de dominio no tenía excepciones.
—Entonces le dejo discutiendo los detalles con mi hija —concluyó—. Póngase en contacto con mi abogado mañana. Contestará a cualquier pregunta que tenga y redactará el contrato.
Dicho lo cual, Jack Frazier salió de la habitación, dejándolos envueltos en un amargo silencio.
—¿Le apetece una copa? —preguntó tras unos segundos el joven, sirviéndose él mismo de la botella del mejor whisky de su padre.
—No, gracias —contestó ella, con los brazos cruzados bajo su pecho suave.
«Pobre diablo», pensó de nuevo la muchacha.
Alexander Doumas había llegado a última hora de aquella mañana, seguro de obtener un buen trato con Frazier. En ese momento tenía que asumir que había sido atrapado, y ni el mejor whisky iba a hacerle olvidar el sabor de la cautividad.
El joven la miró con sus intensos ojos marrones.
—Tendrá usted un montón de cosas que objetar a todo esto.
—Hombres más duros e inteligentes que yo han fallado en su lucha contra él —replicó Mia.
—Es decir, que acepta todo esto con gusto, me imagino.
—Le voy a explicar algo: mi padre nunca decide nada si no está absolutamente seguro de que todos los participantes van a estar de acuerdo con lo que él quiere de ellos. Así trabaja y siempre ha trabajado de la misma manera. Así que si está buscando su redención en mí, siento contradecirle.
—En otras palabras… está usted deseando acostarse con alguien sólo porque su papá se lo ordena.
—Sí —contestó la muchacha, intentando disimular su disgusto ante la ofensa.
—Entonces, ¿decidió usted libremente? ¿Es ésa la respuesta a todo esto?
Mia abrió los ojos de par en par. Luego se echó a reír, a pesar de lo amargo de la situación.
—¡Oh, no! Ha dicho antes que mi padre es un tirano y tiene razón. Nunca me permitiría elegir, pero es halagador que lo pregunte…
—Tenía que preguntarlo.
—¿Sí? Parece que se quiere usted ver como la única víctima, señor Doumas, y puede que tenga que recordarle que en los desastres suele haber diferentes tipos de víctimas.
—¿Es usted una víctima de la tiranía de su padre? ¿Es lo que me intenta decir? —preguntó, con evidente incredulidad.
—Yo no intento decirle nada. No tengo que justificarme ante usted, ¿me entiende?
—No, claro, usted sólo tiene que meterse en la cama conmigo —replicó él, con cinismo.
—Por supuesto. Entiendo que mi papel en todo esto es mucho más fácil que el suyo. Sólo tengo que tumbarme, cerrar los ojos y desconectar mentalmente, mientras que usted tiene que… actuar. Pero Dios nos asista si me encuentra tan repulsiva como para hacerlo, porque entonces los dos estaremos en un grave aprieto.
Aquellas palabras consiguieron impresionarlo. No sólo eso, sino que además, Mia se dio cuenta de que por primera vez la miraba sin prejuicios o sin tener que demostrarle su desprecio.
Con una sonrisa de satisfacción, Mia se alejó de la ventana y se acercó hacia los dos sillones de piel que había frente a la chimenea de nogal.
El fuego estaba encendido y las llamas intentaban dar un poco de calor a esa habitación imposible de calentar.
Pero las llamas realzaron el color rojizo del cabello de Mia y ésta sintió los ojos de Doumas fijos en ella.
La miraría como una mercancía, se dijo, burlándose cínicamente de aquella mirada.
«Que me mire», pensó con desafío, al tiempo que notaba los ojos de él sobre su rostro. Un rostro hermoso, que a ella, sin embargo, no le gustaba especialmente. Tampoco a él podía gustarle en ese momento, suponía, por el modo en que la despreciaba.
Al volverse, vio que él observaba su cuerpo, cubierto por un sencillo vestido de lana de color marrón. Escogió uno de los sillones y se sentó, cruzando sus largas piernas cubiertas con unas medias de seda.
Pensó entonces que Alexander Doumas tampoco estaba mal. De hecho, suponía que sería el marido ideal para muchas mujeres. Alto, bronceado e indudablemente atractivo, con un cuerpo mediterráneo similar al que gustaba utilizar a los diseñadores de moda.
Es más, el traje de seda gris que llevaba parecía de un diseñador de moda. Así como el corte de pelo, más corto por delante.
Tenía una bonita boca también, incluso con la tensión del momento, y su nariz larga y fina daba un equilibrio perfecto a sus rasgos nítidamente cincelados.
Pero eran sus ojos lo que le hacían especial. Ese color marrón intenso… Eran unos ojos brillantes y lánguidos a la vez que, incluso expresando desprecio, provocaban una sensación especial.
Mia, efectivamente, sintió algo especial cuando vio que aquellos ojos miraban sus piernas en el punto en que desaparecían bajo el vestido. Sintió un calor especial en los muslos.
—Bien, ¿tiene algún problema?
—No —respondió, estirándose al darse cuenta de que lo había atrapado mirándola.
Por lo menos era sincero, pensó Mia.
—Entonces su único problema es saber si desea tanto esa isla suya… No me acuerdo del nombre. Si la desea tanto como para renunciar a su estado de soltero para conseguirla.
—Pero no es sólo mi estado civil lo que está en juego, ¿verdad?
—No —admitió ella—. Y va a tener que… hacerlo pronto si quiere que este trato se cierre cuanto antes.
El hombre observó sus ojos verdes y fríos. No le gustaba el tono de voz que había usado ella, pero a Mia no le importaba. A ella tampoco le gustaba Alexander Doumas.
Sin embargo, podría acostarse con él, si eso era lo que tenía que hacer para conseguir su parte del trato.
—¿Y qué es lo que le hace aceptar todo esto?
Mia no respondió. En lugar de ello se quedó pensando en cuál sería la reacción de él si le dijera la verdad.
Él estaba en pie al lado del mueble bar de su padre, el cuerpo tenso y la expresión seria y despreciativa… por ella, por sí mismo, o por los dos, no podía estar segura. Y tampoco le importaba.
Su padre quería un nieto que sustituyera al hijo que se había matado hacía algunos meses en un accidente de automóvil. Alexander Doumas había sido elegido como padre, mientras que Mia sería la madre.
La ambición personal era el motivo principal para que Doumas aceptara el trato. Deseaba recuperar una isla griega que había pertenecido a su familia y que su padre había tenido que vender durante la bancarrota familiar. La escritura pertenecía a Frazier.
Mia, por su parte, quería obtener mucho más que unas cuantas piedras griegas.
—Como usted, conseguiré algo que me perteneció en el pasado.
—¿Me va a decir qué?
La muchacha cerró los ojos y su mente se oscureció. Entonces las lágrimas pusieron en peligro la actitud despectiva que la salvaba en aquel momento.
—Me temo que no es asunto suyo.
—Lo es si vamos a ser marido y mujer.
—¿Y vamos a serlo?
—¿Por qué yo? ¿Por qué, si usted no decidió, su padre me eligió a mí?
—¿Lo dice en serio? —exclamó ella, abriendo sus ojos verdes de par en par—. ¡Hace unos días usted me desnudó con los ojos delante de él! Me invitó a pasar un fin de semana en París con usted en una sala llena de gente, incluido mi padre. Y no había nadie allí que no entendiera las intenciones que usted llevaba, señor Doumas —le informó—. ¡Estaba claro que no era para enseñarme la ciudad precisamente!
Era cierto que, desde el primer momento, él no había tratado de disimular la atracción que sentía hacia ella.
—Lo ha provocado usted todo —continuó—. Yo traté de esquivarlo, de apartarlo de mí lado lo mejor que pude mientras estaba mi padre delante. Incluso llegué a decirle que estaba jugando con fuego si se acercaba a mí. No me hizo caso. Usted se limitaba a sonreír estúpidamente, creyendo que yo estaba provocándolo. Y le diré algo más: hasta que no comenzó a perseguirme, mi padre no había pensado en usted para incluirlo en la lista de los posibles padres de su maravilloso nieto. Así que, si tiene que encontrar un culpable, es usted el único. Usted me miró, me deseó y se ofreció a mí, a los ojos de mi padre.
—En otras palabras, su padre es su chulo.
—Si prefiere pensar que su futura esposa es una cualquiera, adelante. Yo no mencionaré en qué lugar queda usted en ese caso. De todas maneras, usted ha tenido que pasar algunas pruebas. Es más joven que los otros candidatos de la lista de mi padre, así como más atractivo físicamente, que es un factor importante para el nieto que mi padre espera —explicó—. Pero lo más importante es que su familia tiene fama de engendrar hijos varones. Y, por supuesto, usted parecía más ambicioso que los demás.
—¿Y qué va a ocurrir con ese nieto y heredero, una vez que llegue al mundo? ¿Su padre se lo va a arrancar del pecho nada más nacer, y espera que yo me olvide de él?
—¡No! Mi padre detesta a los niños. Él únicamente desea un heredero varón a quien dejarle todos los millones. Un heredero legítimo —añadió—. Me temo que no se puede salir a la calle y encontrar uno, si es lo que va a sugerir…
—No soy un idiota —replicó él—. No sugeriría nada que conllevara la pérdida de lo que quiero conseguir con esto.
—Y ese niño perdería mucho más. Pero tiene que quedar claro que yo obtendré la custodia completa —anunció ella, levantando la barbilla, como si pensara tener que discutir el tema—. En ello no caben dudas, señor Doumas. Es la condición que yo exijo en todo esto, y se reflejará en el contrato que mi padre le ha mencionado.
—¿Me está diciendo que yo perderé todos los derechos sobre el niño?
—No todos. Tendrá los mismos derechos que cualquier padre mientras estemos casados, pero una vez que nos separemos la custodia será para mí.
—¿Por qué?
Ésa era una buena pregunta, pensó Mia sin decir nada.
—No entiendo por qué pedirá usted la custodia de un hijo que en realidad no desea.
—Yo lo querré con todas mis fuerzas. No me importará cómo haya empezado todo. Lo amaré, señor Doumas. No pensaré en culpables, ni lo lamentaré o despreciaré.
—¿Y cree que yo lo haré?
—Sé que sí —dijo, con absoluta certeza—. A los hombres como usted no les gusta tener que responsabilizarse de los errores del pasado. Y esto representará un error para usted. Así que la custodia será para mí —repitió una vez más—. Una vez que nos separemos, podrá visitarlo de acuerdo a la ley, si está interesado, por supuesto.
Mia notó el brillo de los ojos de él y supo que había encendido algo peligroso en su interior antes de que se acercara a ella.
La muchacha puso la espalda recta y las pestañas le temblaron ligeramente cuando él acercó peligrosamente su cara a la de ella.
—Está ahí con la barbilla levantada y los ojos llenos de desprecio, imaginando que sabe exactamente qué tipo de hombre soy, cuando ni siquiera me conoce. Pero mi hijo… —tomó a la mujer por los hombros—. ¡Mi hijo también será mi heredero!
Fue una fuerte impresión. No el deseo de no desprenderse de algo que a fin de cuentas era una continuación suya, sino el efecto de sus manos sobre ella. Parecieron llegar hasta el fondo de su corazón, provocando que los músculos se le contrajeran violentamente y que no pudiera evitar una exclamación.
—¡Mi hijo permanecerá bajo mi protección sea cual sea mi mujer! Y si eso significa que mi matrimonio tiene que durar toda la vida, así será.
—¿Cómo? ¿Nos vamos a casar?
Alexander Doumas tenía una dentadura perfecta. Sus ojos eran como dos cantos redondos negros que expresaban su disgusto por ella y por la respuesta que iba a darle en ese momento.
—Sí. Nos casaremos. Haremos todo lo que su padre diga en el contrato. Pero no crea ni por un momento que va a ser agradable.
—Entonces quíteme las manos de encima —dijo fríamente—. Y no me toque hasta que sea absolutamente necesario.
Con eso se dio la vuelta y fue de nuevo hacia la ventana, donde permaneció observando la lluvia que caía, mientras trataba de recuperarse de las emociones que habían estallado en su interior.
—Usted cree que tiene el derecho de estar ahí de pie sintiéndose superior, pero no es así —murmuró Mia—. Usted tiene su precio, como el resto de nosotros. Y eso no le hace mejor persona que mi padre, ni que yo.
—¿Y cuál es exactamente su precio? Intente decirme una buena razón por la que haya aceptado todo esto y puede que así la respete.
Los ojos verdes de la mujer brillaron un segundo, y en ese espacio de tiempo, la verdad estuvo a punto de salir de sus labios.
Pero consiguió recordar algo y entonces apagó las palabras y las encerró en su interior. Luego se giró para enfrentarse a él, con los ojos llenos de lágrimas frías.
—Dinero, por supuesto. ¿Qué otro precio puede haber?
—Dinero…
—En el momento en que tenga un nieto para mi padre, recibiré cinco millones de libras como pago. No es una razón peor que la de un hombre que se vende por un trozo de tierra y un montón de piedras antiguas. De manera que, si así lo quiere, el matrimonio será para siempre, no me importa. Yo tendré suficiente dinero y por lo tanto, seré independiente, dure lo que dure el matrimonio. Pero ya veremos más adelante si su decisión es tan firme como dice, una vez que el matrimonio sea verdadero y comience a devorarle la sensación de vivir atrapado.
—¿Atrapado? ¿Cree de verdad que me sentiré atrapado por este matrimonio? ¿Cree que voy a cambiar mi vida por las promesas que nos haremos el uno al otro?
Entonces le tocó a él soltar una carcajada de desdén y Mia fue quien se puso rígida cuando entendió el verdadero significado.
—¡No cambiaré nada! Ni mi forma de vida ni mi libertad de disfrutar de lo que me apetezca.
Los ojos de él brillaban de rabia.
—Tengo una amante en Atenas con la que estoy muy contento —anunció—. Ella seguirá siendo mi amante pase lo que pase con este contrato. No seré discreto, no haré concesiones a su orgullo, aunque viva con usted y con mi hijo. La despreciaré y la odiaré a usted y le haré el amor hasta que conciba ese hijo. Luego no volveré a tocarla nunca más. Y si usted cree que la dejaré marcharse con mi hijo, está equivocada.
—Entonces no aceptaré el contrato —respondió Mia, utilizando la misma táctica que su padre.
Después de todo, él tenía que estar desesperado para aceptar casarse con ella y engendrar al nieto de Jack Frazier. Ella aceptaría sólo porque al final del oscuro túnel veía una luz de esperanza sin la cual no podría sobrevivir.
—Intente decirle eso a su padre. Lo teme, me di cuenta nada más poner los ojos en usted.
—Pero usted desea lo que él le va a dar más de lo que desea a ese hijo. Así que le digo que si no acepta que yo me quede con la custodia, romperemos el trato. Ahora sería un buen momento para decirle la lista de candidatos que se presentarían enseguida.
—Es tan fría y calculadora como su maldito padre.
Mia no dijo nada. Alexander Doumas se dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta.
—Hablaré con mis abogados —dijo al llegar a ella—. Y mañana lo decidiré.
—De… acuerdo —contestó Mia nerviosa.
—Su padre se va a enfadar por esto —dijo él provocador, al notar la ansiedad en ella.
Ella se encogió de hombros.
—Mi padre sabía mis condiciones antes de que usted llegara. ¿Cómo si no cree que se marchó dejándonos a solas cuando ya le tenía atrapado en su red?
Entonces el hombre, que ya tenía agarrado el pomo de la puerta, se giró y caminó hacia ella despacio. El corazón de Mia comenzó a palpitar a toda velocidad.
Era alto, más alto que ella, incluso varios centímetros. Eso significaba que tenía que alzar la cabeza para mantener la mirada de él.
—Debe saber que corre un serio peligro al provocarme de esta manera. No entiendo por qué lo hace.
—No sé de qué está usted hablando —dijo ella, sintiendo el dedo de él sobre su garganta.
—¿No? —preguntó él provocador.
Entonces decidió demostrarle de qué estaba hablando. Tomándola de la barbilla con su mano, la besó.
Pero no fue un beso pasional, ni siquiera un beso para castigarla. Se limitó a posar sus labios sobre los de ella y a tocar con su lengua ligeramente la curva exterior de su boca. Después sus ojos, que parecían de cristal oscuro, se quedaron mirando fijamente los de ella, que delataban su sorpresa.
—¿Por… por qué ha hecho eso? —preguntó ella.
—¿Por qué crees? —replicó él con voz burlona—. Quería saber si podía saborear el ácido que gotea de esa boca constantemente, pero no ha sido así —admitió en un susurro—. De hecho, tus labios son tan dulces que me da la impresión de que tendré que probarlos de nuevo.
Y eso fue lo que hizo, tal como le había advertido. Volvió a besarla, sólo que esta vez su lengua se deslizó sinuosamente entre los labios de ella. Como notó que ella intentó protestar, rodeó su cintura con la mano libre y la apretó contra él, de un modo que ella pudo sentir el cuerpo de él pegado al suyo. Un cuerpo que se estaba tensando ya, para su sorpresa.
Pero lo que más le chocaba era el modo en que sus propios sentidos estaban reaccionando, haciendo que todo su cuerpo se estremeciera de los pies a la cabeza.
Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no caer en la tentación de lo que en ese momento le estaba pidiendo su cuerpo.
¿Qué era lo que le estaba sucediendo?, se preguntó Mia, al borde del delirio.
Todavía enfebrecida por el deseo, tuvo que admitir que él era bueno. Había utilizado su lengua de un modo tan sensual que le había hecho gemir de placer. La había sujetado con sus manos contra él de modo que ella había podido sentir el efecto que la fricción de sus dos cuerpos había ejercido sobre él.
Y lo que era peor, el cuerpo de ella había reaccionado ante la excitación de él. El interior de sus muslos estaba hambriento, los labios la temblaban, la respiración se le había acelerado y sus manos habían subido hasta los hombros de él. Después de un nuevo gemido, ella no pudo contenerse más y comenzó a besarlo con gran pasión.
Mia se sintió morir cuando oyó la risa triunfal de él. Nunca se había sentido tan humillada en su vida.
—¡Vaya, menuda sorpresa! —exclamó él, al tiempo que se apartaba—. No esperaba que reaccionaras con la misma excitación que yo a nuestro pequeño combate. Sin duda, será un aliciente en el caso de que finalmente acepte tu oferta.
Mia se echó hacia atrás a su vez y sus dedos temblorosos soltaron los hombros de él. Sus mejillas estaban ruborizadas por la profunda vergüenza que sentía.
—Pensaba que nuestro encuentro debía de ser mucho más profesional. Creo que no has sabido mantener la cabeza demasiado fría —se burló él.
—Nunca dije que fuera una mujer frígida —se defendió ella.
—Pues tu padre debe de pensar que sí que lo eres. En caso contrario, no tendría que pagar a cualquiera para que se acostase contigo.
—No a cualquiera, al hombre que él eligiera —replicó, levantando la barbilla. A pesar de que su cuerpo todavía seguía temblando, lo miró desafiante—. Por favor, recuerda que tú puedes elegir, pero yo no. Yo haría lo que fuese por conseguir esos cinco millones de libras.
La expresión de él cambió como si le hubieran dado una bofetada. Se alejó unos pasos de ella con tal disgusto en su rostro que ella casi se arrepintió de haber dicho esas palabra. Pero sólo casi.
—Te llamaré mañana con lo que decida —dijo bruscamente, mientras se dirigía hacia la puerta.
—Es con mi padre con quien debes tratar, no conmigo.
—No, te llamaré personalmente a ti. Tu padre tratará con mis abogados.
MIA estaba mirando a través de la ventana del estudio en el momento que su padre entró en la habitación. Se había quedado allí, observando como Alexander Doumas se alejaba en su coche. Estaba verdaderamente enfadada, incluso tenía lágrimas en los ojos, aunque no podía saber exactamente por qué… a menos que tuvieran algo que ver con ese hombre horrible que le había hecho adoptar un papel que nada tenía que ver con la verdadera Mia Frazier.
—¿Cómo fue la cosa?