Antología poética - Horacio Salas - E-Book

Antología poética E-Book

Horacio Salas

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Beschreibung

El propio Horacio Salas seleccionó los poemas que forman parte de esta antología tomando como criterio la belleza de los textos y su representatividad, tanto social como estética, de la identidad argentina. Un poemario que abarca distintos períodos de la vida del autor, desde sus años en Buenos Aires hasta el exilio, habitado por referencias que van desde Sartre y Sanfilippo hasta Paul Éluard y Carlos Gardel. Una antología que es también una memoria poética y que ofrece una nueva oportunidad para sumergirse en la obra de uno de los poetas más importantes que tiene Buenos Aires.

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Horacio Salas

Antología poética

Colección El Auradirigida por Eduardo Álvarez Tuñón y Mario Sampaolesi

Salas, Horacio

Antología poética / Horacio Salas. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2019.

Libro digital, EPUB - (El aura / Sampaolesi, Mario; Alvarez Tuñón, Eduardo)

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-599-561-1

1. Poesía Argentina Contemporánea. 2. Antología de Poesía. I. Título.

CDD A861

Foto de tapa: Mario Sampaolesi

©Libros del Zorzal, 2019

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de este libro, escríbanos a: <[email protected]>.

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com>.

Índice

Inventario de mis días | 6

Mi abuelo | 10

Las otras | 14

Los hijos | 15

Los cirujas | 16

(Fragmentos) | 17

Huecos | 25

Gajes del oficio | 26

Máscaras | 35

Hacer el amor | 38

Mal de ojo | 41

Last tango in Tegucigalpa | 43

Kültur | 47

Y chau Buenos Aires | 49

Los conquistadores | 51

Anclao en madrid | 53

Ludwig | 54

El aleph | 55

De la poesía considerada como forma de seduccion | 58

De la poesía considerada como sistema de ocultamiento | 59

De la poesía considerada como conflicto | 60

Los mecanismos de la mente | 61

Chaparrones | 63

Dinosaurio | 64

Genética | 66

De paseo | 68

Monos | 70

Rilke y Lou Salomé visitan la pensión de Machado | 71

Platos | 75

El sabio de la tribu | 76

De la mirada | 77

Treinta y cinco milímetros | 78

Peras al olmo | 79

Teoria de los perfumes | 80

La luz de Rembrandt | 82

Las mujeres de Picasso | 84

Gustav Mahler viaja de París a Viena donde morirá una semana más tarde | 87

Travesía | 89

Enumeración de una infancia en el campo | 90

Esa mañana aprendí a escribir la hache | 92

Encuentros | 93

13.8.38 | 94

Apéndice: primeros palotes

La poesía | 96

La muerte | 100

Peñaloza conversa con su muerte | 102

De Memoria del tiempo, 1966.

Inventario de mis días

A Héctor Yánover

Como no sé vivir

y ya no encuentro cómodo

llorar cada mañana,

como no sé vivir –insisto–

mientras vivo y desvivo

levanto el inventario de mis días.

Me palpo, me recorro,

con cualquier cosa

compruebo mi existencia,

por medio de una voz,

de una sonrisa

o de cualquier mujer,

sé que estoy vivo.

Antes de despedir la madrugada

busco, revuelvo entre los trastos viejos

y encuentro una palabra,

la desarmo,

le abro su panza de aserrín,

vuelvo a coserla igual que un minucioso cirujano

y escribo mi poesía.

Dando vueltas junto a los minuteros

tropiezo con el mismo ángulo recto

que invade a la mañana la oficina.

Prolijamente saludo a los relojes,

digo que sí y que no con la cabeza.

Alargo inútilmente la memoria,

busco números clave con anteojos,

recorro con los dedos el lomo de la tarde,

giro sobre un sillón de cuero con sordina,

sumo porcientos grises, cifras azules y columnas rojas,

escribo sobre libros tremebundos,

pronuncio la palabra bibliorato

ochenta y cuatro veces por minuto;

comento un accidente, un crimen, media guerra,

y elogio los dobleces de algún sueño

para arrugarlo luego.

Enarbolo la pipa sobre el labio,

vuelvo a decir que sí de mala gana,

me angustio, resoplo, dramatizo,

a veces nombro a Sartre, a Dios, a Sanfilippo.

Huyo de mí,

me ignoro,

no me quiero.

Después, cuando el cansancio

comienza a recorrerme por la espalda

saco de los bolsillos mi amor doblado en cuatro,

lo ejerzo tenazmente,

y luego con vergüenza lo describo

o tan sólo amontono palabras y las tiro.

Antes de cada noche me apuntalo

me miro en los espejos,

aliso mi soledad contra la almohada.

Sin que nadie me invite

me meto entre los sueños

o crezco con furia en otros muslos.

A veces también duermo.

O desvarío ante una biblioteca,

ante un poema de Éluard,

ante un Chagall plagiado

o ante un tango.

Otras veces me siento a la orilla de mis ojos

y me miro asombrado y con espanto.

Me olvidaba, a veces también como.

En días de nostalgia

prefiero recordarme o inventarle memorias a la tarde.

De vez en cuando vuelvo a leerlo a Borges.

Con paciencia repito al acostarme

la delantera de Boca en el cincuenta

o lo escucho a Gardel contra el silencio.

Me desbordo de amigos casi siempre:

ya tengo tantos que nunca alcanza el tiempo

a descifrar sus nombres.

Cuando me quedo solo de espaldas a la noche

enumero los días transcurridos,

vuelvo a la infancia, al olor de los juegos,

converso con mi madre;

los domingos mi padre sabe todas las respuestas

y todas las historias de aventuras.

Cuando se acaba el juego

evoco a algunos muertos,

voy al cine,

me reflejo en mis ojos preferidos

aprendo los artículos del código

pienso en mi propia muerte

y mientras tanto crezco.

Como no sé vivir,

como no aprendo,

como no me interesan los deberes

ni tampoco me aplico para pasar de grado,

como no sé vivir –insisto—

me conformo con tratar de cambiar,

o simplemente con inventar la vida

cada día.

Mi abuelo

Vagamente recuerdo

la primera impresión de su retrato:

una barba cuidada

y un rostro apenas distinto al de mi padre.

Sin entender la muerte

supe que estaba muerto.

Tal vez supuse que nunca había existido.

Lentamente fui aprendiendo sus días

hoy casi olvidados por sus hijos

y que sólo rescato en un poema.

Fueron sus dos abuelos

federales que supieron de la mano estrechada y la amistad

de Rosas,

que escucharon

al decaer la tarde de Palermo

la voz de Manuelita hablándole a algún pájaro.

Hombres para quienes la historia

no fue solo una hueca mención de fechas y de anécdotas.

Que vieron el brazo ausente de Paz,

la barba enmarañada de Quiroga,

las profundas pupilas de Lavalle

llevando a Dorrego en su retina.

Hombres que habían recibido de sus padres

el heroico recuerdo de la Invasión Inglesa

(Los uniformes rojos del 71 entrando en Buenos Aires,

el nombre extranjero de Liniers

dicho con entusiasmo durante los almuerzos.

El padre de uno de ellos

recibió a los herejes peleando en Ensenada

y se jugó la vida cargando en la Defensa.

Supieron de la patria recién inaugurada,

la primera bandera,

el triunfo primero de Suipacha).

No advirtieron

que sus días quedarían fijados en la historia.

-Nunca nos damos cuenta de que vivimos la historia.

Mi abuelo

que nació recién dejada atrás la angustia

de la fiebre amarilla,

mientras López Jordán peleaba en Entre Ríos

y desde el escritorio de Bartolomé Mitre

se iba haciendo la historia,

debe de haber sentido

–como muchos–

un raro desconcierto

ante la patria.

De niño le contaban las oscuras leyendas

de emigrados,

de sórdidos cuchillos escondidos

en los pliegues de un poncho traicionero.

Puñales envainados en cuellos unitarios.

Sin duda no supo comprender,

y de muchacho

juzgó severamente a sus abuelos

que en Caseros pelearon contra Urquiza.

Estuvo en el Frontón en el 90

y pudo verlo a Alem improvisando

cuando ya anochecía.

Al comenzar el siglo

habló –seguramente convencido-

del progreso y la ciencia.

En lentas caminatas por Palermo

sonrió ante un organito

y oyó como a lo lejos

que en un patio

silbaban un tango de Villoldo.

Sin saberlo, muchas veces

sus ojos se cruzaron con Carriego

–acaso fue su amigo.

Su tiempo se me escapa de los dedos.

Persiste como un eco

en las hojas dormidas de Caras y Caretas.

Y quisiera soñar que camino a su lado,

poder mirar las casas olvidadas

por carecer de historia.

Los últimos tranvías a caballo,

el primer coche gringo de Varela Castex.

Los pobres almacenes,

la madrugada bailoteando en los charcos,

la pinta de algún guapo,

los faroles,

una tarde pausada por la lluvia

y rescatar del sueño

su voz irreencontrable.

Ya casi atrapado en el olvido

cuando la muerte se ha multiplicado

no quedan muchas cosas que aún puedan recordarlo:

unas cartas de Mitre,

algunos libros viejos

objetos desteñidos

(que acaso ni siquiera fueron suyos

porque el tiempo confunde los recuerdos)

una foto amarilla,

el rostro de mi padre,

y ahora,

mis palabras.

De La corrupción, 1969.

Las otras

Hay mujeres para quienes se hicieron las caricias,

Para quienes se estiran las puntas de los dedos

y se humedece la boca,

para quienes la voz se agrava, se ahueca, se atenúa.

mujeres como la de Breton talle de castor entre los

dientes del tigre,

mujeres como ésta que quiere que le escriba mi nombre

en el ombligo.

Algunas –curiosamente- están hechas a la medida de

mis manos; para hacerme cosquillas entre

la línea de la vida y la del corazón.

Para ellas se fabricó la lluvia, las hojas amarillas del otoño,

el fondo del café, las últimas páginas de un libro,

la ternura.

Para ellas existe el desayuno, la piedad de la noche,

las curvas de la oreja, la claridad del día,

y especialmente las yemas de mis dedos.

Las otras no existen,