Astrathia - Pablo Vargas - E-Book

Astrathia E-Book

Pablo Vargas

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Beschreibung

La gigantesca nave colonizadora Astrathia está perdida en el espacio. Un laberinto de metal donde la supervivencia es una lejana esperanza. Durante 66 años, sus diez mil pasajeros han quedado a la deriva, organizándose en colonias que luchan sin tregua por los recursos. Samanta Luket, una ingeniera novata, deberá iniciar un viaje junto a una expedición en busca de comida. Tras una emboscada, Samanta es dada por muerta. Sus compañeros la abandonan y es capturada por un monstruoso adversario. El terror se siente en las entrañas. Nadie puede escuchar tus gritos en el vacío.

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© Astrathia - Escape del infierno

Sello: Soyuz

Primera edición digital: Mayo 2024

© Pablo Vargas Betancourt

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: José Canales

Corrección de textos: Gabriela Balbontín

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-84-6

ISBN digital: 978-956-6386-08-7

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

Agradecimientos a Marcela Ponce, quien colaboró en la corrección el manuscrito, por su disposición, paciencia y cuya pasión ayudó a darle magia a este proyecto.

“¿Cómo podrías renacer sin antes

haber quedado reducido a cenizas?”

—Friedrich Nietzsche

CAPÍTULO 1 • La cacería

Desplegado sobre la mesa, el plano en color azul mostraba la popa de la nave en cuya parte inferior se indicaba el emplazamiento de los seis poderosos motores que mantenían funcionando el igual número de enormes turbinas que, a su vez, propulsaban la nave por el espacio. En dichos motores se encontraba el territorio de los infames caníbales.

La Colonia Omega, también conocida como la Colonia Maldita, se ubicaba en la aleta de estribor y, junto a ella, otras cubiertas que habían sido desocupadas tras quedar en la ruina después de la Gran Guerra, como se le llamaba popularmente a la Guerra de Independencia acaecida veinticuatro años atrás. Ahora, el abandonado asentamiento semejaba una ciudad fantasma, aunque se rumoreaba que actualmente la habitaban todo tipo de monstruos salidos del averno. La colonia sobrevivió al conflicto armado. Gran parte de su población alcanzó a ser evacuada, pero los que quedaron atrás fueron masacrados o esclavizados. Los refugiados sufrieron el rechazo de las otras colonias, donde muy pocos consiguieron entrar, de modo que se vieron obligados a vagar por la nave y a poblar otras cubiertas, modificándolas para hacer posible la vida en ellas.

A la izquierda del plano, en la aleta de babor, se podía apreciar la ubicación exacta de la Colonia Tau representada con un gran círculo. Durante la Gran Guerra, la Tau había tenido una suerte distinta a la de su compañera, la Omega. Estructuralmente se mantuvo intacta, aunque, al tener que aportar tropas al frente de batalla experimentó muchas bajas durante el conflicto. Con la destrucción de la Colonia Omega, la Tau se convirtió en el último asentamiento humano civilizado hacia la popa de aquel mundo de acero, y el más alejado de la civilización, pues la mayor parte de la población vivía hacia el centro y proa de Astrathia, en las colonias de mayor tamaño u otras cubiertas acondicionadas para la vida humana. La Sigma, la capital de popa, se consideraba la segunda más grande de la nave, mientras que la Colonia Alfa, ubicada más hacia proa, como lo indicaba el plano, era las más populosa, de mayor tamaño y capital absoluta de la Confederación de las Colonias Unidas, facción dominante al interior de la nave.

El plano se hallaba sobre una mesa de metal adherida al piso de acero. Tres hombres lo rodeaban. El primero, el teniente Dhan Deket, era un militar con una marcada fidelidad hacia la Colonia Tau, donde vivía y ejercía un cargo dentro de las redes de seguridad. Siendo muy joven se había enrolado en las fuerzas armadas siguiendo los pasos de su padre, que había muerto luchando en la Gran Guerra. Frente a él, al otro lado de la mesa, se hallaba el sargento Toshiro Mifune, un tipo de baja estatura, pero bastante robusto, de gruesos brazos y enormes manos. Sus ojos rasgados evidenciaban antepasados muy distintos al del resto de los habitantes de la Tau. Ostentaba un bigote largo pero delgado que descendía por ambos lados de la boca y una pequeña barba rala e hirsuta en el mentón. El tercer hombre, Tadeo Torres, de cincuenta años, con el cabello encanecido y bien peinado, vestía el overol amarillo de los ingenieros.

La habitación en la que se encontraban era tan estrecha que apenas había espacio para moverse, situación común en la mayoría de las estancias de la nave.

—Ésta es nuestra posición —el teniente Dhan Deket tocó el plano con los tres dedos centrales de su mano derecha señalando el sector en el que se encontraba la Colonia Tau—, y este nuestro destino —movió los dedos sin levantarlos del plano trazando una línea que atravesaba el Patio de Maquinarias para luego bajar por el Reactor-2 hasta llegar a la Cubierta de Refrigeración—: allí es donde las manadas de gusanos verrugosos anidan y se alimentan. Se encuentra a poco más de un kilómetro de distancia, tardaríamos una o dos horas en ir y volver si no encontráramos problemas, pero, como ya sabrán, la situación actual no es tan simple. En la misión de cacería del año pasado, los caníbales bloquearon los corredores y nos vimos obligados a enfrentarlos; matamos a una docena de ellos, perdimos parte de la guardia y a todo el equipo de ingenieros, un total de nueve bajas. Permanecimos tres días atrapados en el Reactor-2. Para peor, Mylus Tykor, nuestro mejor explorador, fue herido en el cuello y casi muere en el viaje de regreso. Esperemos que en la misión de este año nos vaya mejor —el teniente separó los dedos para abarcar un área más amplia en el plano—. Llevamos un mes enviando personal a investigar las rutas de los reactores 1 y 2. Es prioritario elegir el trayecto más seguro para evitar un desastre.

—Aquí están los informes realizados por los exploradores —intervino el Sargento Mifune colocando sobre la mesa papeles escritos a mano con pésima ortografía—. Según ellos, no se han producido avistamientos del enemigo en los corredores 4 y 5 del Reactor-2. Sin embargo, hace dos días, Mylus Tykor encontró excrementos humanos y herramientas de los caníbales en el corredor 8 de dicho reactor.

—Esos endemoniados salvajes se nos han adelantado —Tadeo Torres, el ingeniero jefe, no hizo el menor esfuerzo para esconder su disgusto—. Parecen conocer las rutas como la palma de su mano y, según el contenido de estos reportes, sus correrías no han hecho más que aumentar con el paso del tiempo. Es obvio que buscan expandir su territorio y anexar la cubierta de Refrigeración. No me sorprendería que quisiesen apoderarse de ambos reactores también.

—Yo no me angustiaría demasiado —lo tranquilizó el sargento Mifune restándole importancia a lo que preocupaba al ingeniero—, los caníbales siempre han recorrido los reactores en busca de basura, comida o chatarra, o hasta incluso de algún pobre viajero perdido para convertirlo en vianda. Personalmente, pienso que solo se trata de incursiones rutinarias en busca de recursos.

El teniente Dhan Deket volvió a concentrarse en el plano, estudiando cada centímetro mientras se sobaba la barbilla bien afeitada con la mano derecha. En su mente, buscaba alguna solución y creaba rutas alternativas trazando líneas imaginarias sobre el plano deteriorado.

—Si los caníbales están usando el corredor 8 para transportarse, entonces la solución más evidente sería utilizar el 4 como nuestra ruta segura —dijo finalmente señalando lo dicho en el plano—; es el corredor más alejado del 8, podemos dejar un escuadrón custodiando la intersección con el sector 5 que servirá para cubrirnos las espaldas en el caso de un ataque que nos obligue a la retirada. De esa forma podremos viajar con cierta tranquilidad hasta la cubierta de Refrigeración y volver rápidamente.

El ingeniero observó las rutas en el plano siguiendo las palabras del teniente. El sector 5 era un pasillo que unía a ambos reactores. Tadeo Torres estaba de acuerdo en disponer centinelas en aquella intersección, pero no concordaba con las deducciones del militar sobre la ruta a tomar.

—¿Qué hay de estas otras rutas? —dijo indicando en el plano el sector del Reactor-2—. Los corredores 1, 2 y 3 ¿por qué no usarlos? También están alejados del corredor 8, incluso más que el 4.

Dhan Deket giró el plano hacia el ingeniero para que pudiera contemplarlo claramente con la proa hacia arriba y la popa hacia abajo.

—Usted es muy sagaz, Torres —le halagó reconociendo cortésmente su capacidad—. Pero, lamentablemente, los sectores que usted menciona son demasiado angostos como para transportar la carga de regreso a la ciudad, las esquinas de los corredores son demasiado cerradas, el ángulo de giro es insuficiente para los carros, quedaríamos atascados y, definitivamente, ni usted, ni ninguno de nosotros, querría que aquello nos ocurriera dentro de territorio salvajes, con tantos bárbaros y monstruos merodeando por ahí.

Tadeo Torres no era un hombre de acción: se justificaban sus aprensiones. Se encargaba de la mantención de los sistemas de control de la Tau, o al menos esa era su tarea hasta antes de que su predecesor como Ingeniero jefe muriese trágicamente junto con la totalidad de los ingenieros bajo su mando en la expedición del año anterior. Tras el hecho, Torres fue ascendido a su actual cargo para hacerse responsable de transformar a los jóvenes técnicos en los especialistas que la colonia había perdido en la escaramuza. No era un ascenso que le agradara, pues esto implicaba que, en su papel de ingeniero jefe, debía formar parte de la nueva misión de cacería en la lejana cubierta de Refrigeración, donde anidaban los gusanos verrugosos. Tadeo Torres era más un ratón de biblioteca, jamás había salido de la colonia, esta sería su excursión de bautismo.

—Pues al corredor 4 entonces —aceptó con un suspiro decepcionado—. Y que el viejo Dios cristiano y el Espíritu de la Gran Nave nos amparen.

El teniente se pasó la mano por la barbilla nuevamente y carraspeó antes de proseguir:

—Es necesario aceptar que un enfrentamiento contra los caníbales es casi inevitable; cada año, en cada misión, nos hemos topado con alguna de sus rondas. Esos salvajes no poseen armas de fuego como nosotros, pero sí un gran número de guerreros. Es la razón por la que siempre volvemos con bajas —tras un breve momento de silencio, el teniente dirigió su atención hacia el sargento—. ¿Cómo está nuestra provisión de armas y municiones?

El sargento extrajo del bolsillo de su chaqueta una libreta ajada por el uso y leyó lo que tenía ahí anotado.

—Contamos con 16 fusiles de asalto, 12 pistolas, 4 escopetas, 23 ballestas y 28 arcabuces, así como una gran cantidad de lanzas, hachas de mano, machetes, cuchillos, bayonetas y varios tipos de armas artesanales; 1.487 cartuchos de 5.45mm para los fusiles de asalto, 326 cartuchos de 9mm para las pistolas, 83 cartuchos de escopeta, 109 virotes de ballestas y 185 proyectiles para los arcabuces. Además, nos quedan 5 explosivos de demolición que no creo que podamos utilizar en esta misión. En cuanto a recursos humanos, tenemos a 62 hombres disponibles, la mitad de ellos veteranos.

El teniente Deket meditó unos segundos mientras contemplaba una vez más el dibujo de la nave en su detalle. El hombre ideaba una estrategia en silencio, como si planeara llevar a cabo una batalla campal entre los estrechos bloques de acero, tal y como si se tratase de una campaña de la Guerra de Independencia.

—Nos llevaremos a la mitad de los hombres a la cacería —anunció al cabo de un rato—. El resto protegerá la ciudad. Dejaremos 10 arcabuces y 10 ballestas con munición suficiente como para efectuar 5 descargas por arma. Necesitaremos todo el poder de fuego que podamos llevar, no sabemos con qué nos podremos topar en el camino.

—¿Cómo que no sabemos con qué nos toparemos? —Tadeo Torres se inclinó hacia el oficial apoyándose en la mesa con las manos empuñadas—. ¿Habla en serio? Pensé que tenía experiencia en este tipo de misiones, teniente.

—Según esa experiencia —respondió educadamente Dhan Deket, sin dejarse atrapar por el tono del ingeniero—, innumerables situaciones pueden suceder en un viaje de esta clase, muchas esperables, otras impredecibles, diría que la totalidad de ellas indeseables; no solo encontraremos caníbales acechándonos en las instalaciones allá afuera, también numerosas alimañas. Asimismo, existe otro peligro, el de los violentos bandidos que provienen de las cubiertas de las bodegas 7 y 8, quienes normalmente vagan alrededor de los reactores en busca de chatarra para contrabandear en la Colonia Sigma.

Torres se apartó de la mesa lentamente. Estaba impresionado. Hasta ese momento había asimilado muy poco lo intimidante y abundante que podía llegar a ser la lista de enemigos que enfrentar. Estaba al tanto de los monstruos que pululaban al interior de Astrathia desde el Día de la Catástrofe, pero jamás había visto alguno en persona, o vivo, al menos. En una ocasión, un cazador apareció en la colonia arrastrando el cuerpo inerte de un kudda con el pecho acribillado. La piel del bicho era grisácea y, sobre el rostro desfigurado, tenía unos enormes ojos, tan negros como lo más profundo del espacio. El ingeniero pensó que era tan horripilante como su peor pesadilla. De hecho, la imagen de aquel montón de carne y huesos lo atormentó durante semanas cada vez que cerraba los ojos e intentaba dormir.

—¿Piensa que el armamento que llevaremos será suficiente? —se atrevió a insistir.

El teniente sonrió con una actitud confiada.

—Despreocúpese, señor Torres; iremos mucho mejor preparados esta vez.

El ingeniero apretó los dientes; creía detectar un ligero dejo de desdén en la voz del militar.

—Recuerde, teniente, que ya perdimos una generación entera de ingenieros allá afuera —hubiera querido agregar: “y yo no deseo agregarme a ella”, pero eso solo lo hubiese hecho sonar aún más patético.

—Descuide. Usted y sus pupilos están en buenas manos —el teniente Deket tomó el plano y lo enrolló en un cilindro—. ¿Algo más que agregar?

En silencio, los hombres negaron con la cabeza.

—Bien, pueden retirarse. Vayan a sus casas, descansen, procuren dormir adecuadamente; mañana será un día muy largo.

—o0o—

Las colonias de la nave eran poblaciones pequeñas, malamente llamadas ciudades, encerradas bajo un enorme domo circular u ovalado. Contaban con los servicios básicos de toda urbe civilizada, tales como agua limpia, servicios higiénicos, centros educacionales, una gobernación y un pequeño centro de salud con insumos mínimos. En otros tiempos, en otras circunstancias, cualquier herido de gravedad podía ser trasladado sin mayores problemas a la Cubierta Médica ubicada cerca de la proa de la nave, a más de seis kilómetros de la Tau, utilizando el sistema de monorraíl para transportarlo rápidamente. Pero, desde el Día de la Catástrofe, ya no era tan fácil atravesar la nave de un punto a otro.

El Día de la Catástrofe se denominaba al trágico momento en que, por causas aún confusas, la SCT Astrathia había perdido el rumbo y comenzó su vagar por el espacio infinito sin posibilidades de continuar con su misión de colonización o de volver al Mundo Origen. Aquel día, 66 años antes, sin previo aviso y sin dar ninguna explicación, la antigua tripulación, cerró la totalidad de las claraboyas y ventanales de la nave para siempre, privando de la visión del espacio infinito a todos sus pasajeros.

Luego de aquel suceso, hicieron su aparición los primeros monstruos. En un principio se trató de breves y escasos avistamientos en diversos rincones de la nave, tomados a veces por alucinaciones. Más tarde, se convirtieron en habituales residentes de las redes de ventilación y de los alcantarillados de los niveles inferiores, sin que las autoridades fuesen capaces de evitarlo o mostraran alguna voluntad de hacerlo. Cuando las caravanas que viajaban de una colonia a otra comenzaron a recibir ataques y los viajeros a ser asesinados, se empezaron a tomar medidas para contener la amenaza, pero para entonces ya era tarde.

Según el censo realizado el año 63, en la Colonia Tau habitaban ochocientas cuarenta personas, hombres, mujeres y niños. La población era estrictamente controlada para evitar una sobrepoblación, permitiendo a las parejas tener tan solo un hijo. Obtenían agua potable de las cañerías provenientes de la Cubierta de Purificación, que se encontraba a seis kilómetros hacia proa. La comida, por su parte, procedía de las rebanadas de proteínas fabricadas en la Cubierta Procesadora de Residuos, que se hallaba a una distancia similar; las frutas y verduras se producían en granjas hidropónicas ubicadas a kilómetro y medio de la colonia.

Las grandes distancias por donde debían transportarse tal cantidad de provisiones eran cubiertas por caravanas de mercaderes que recorrían el interior de la nave, deteniéndose en cada colonia para comerciar. Los ataques de bandidos o de los monstruos les obligaba a pagar escoltas que los protegiesen del peligro de la travesía, situación que elevaba el costo del precioso cargamento hasta constituirse en una pequeña fortuna andante. Una rebanada de proteínas podía llegar a costar fácilmente entre 120 y 240 asis —moneda con la que se comerciaba en la Astrathia— lo que equivalía a un cuarto del precio de un fusil de asalto.

De vez en cuando, el estallido de una guerra complicaba el desarrollo del comercio pues las rutas se cerraban y las caravanas no alcanzaban su destino. La dificultad para aprovisionarse y mantener la vida en la ciudad en aquellas ocasiones había llevado a los ciudadanos de la Colonia Tau a buscar otras fuentes de alimentos no tan agradables como las tradicionales. Aquellos de menores recursos económicos cazaban y criaban ratas o cucarachas que después comerciaban en el mercado de la ciudad, o bien cocinaban y vendían como comida rápida, un buen negocio en tiempos de crisis. Pero la fuente alimenticia más codiciada era la carne de gusano verrugoso, enormes bestias de tres metros de largo, cuyos machos más crecidos alcanzaban el peso de media tonelada. Se contaban entre las alimañas monstruosas aparecidas luego del Día de la Catástrofe. Su piel gruesa y grisácea como la de los kuddas, estaba plagada de asquerosas verrugas que eran la explicación para su nombre. A pesar de su gran volumen, se movilizaban con rapidez, de una manera que rememoraba a los antiguos lobos marinos, focas y morsas del Mundo Origen. Gracias a la formidable musculatura de la que estaban constituidos, se convertían en un plato delicioso en manos de quien supiese guisarlos de manera correcta. El 85% del recetario de la Astrathia incluía carne de gusano preparada en diversas formas: asada, cocida, cruda, picada, molida, fileteada o salteada; de su abultada piel se podía extraer aceite y grasa o fabricar con ella trajes aislantes de gran efectividad. Para poder transportar tales bestias, los cazadores utilizaban carros articulados y autopropulsados puesto que, dado su gran tamaño y peso, era imposible llevarlos de un lado a otro simplemente a pie.

Tadeo Torres solo pensaba en regresar a su hogar. No sabía si sobreviviría al día de mañana o si acaso su mujer se vería obligada a llorarlo sobre una tumba vacía donada por la comunidad, como se acostumbraba a hacer con aquellos que se extraviaban en los oscuros túneles de la Astrathia y cuyos cadáveres eran imposibles de recuperar. El ingeniero jefe deseaba pasar esas últimas horas antes del viaje junto su esposa. Sin embargo, para su contrariedad, debía, en cambio, reunirse en la pequeña plaza de la colonia con los ingenieros que le acompañarían en la expedición, ascendidos recientemente a su profesión tras una rigurosa instrucción y la aprobación de un examen final.

El reducido grupo, compuesto por una joven y dos muchachos, ya se encontraba en el lugar aguardando su llegada. No estaban todos los que deberían haber sido; algunos, los mejores en la materia, habían rendido con toda intención un pobre resultado en el examen, a sabiendas de que el siguiente paso luego de obtener el título sería integrar la misión de cacería. Torres observó a sus nuevos ingenieros, nerviosos, cansados, agobiados por lo mismo que a él lo atormentaba. O eran muy valientes o muy ambiciosos. O unos completos idiotas. Por supuesto, la aventura en la que se habían embarcado tendría grandes repercusiones en sus remuneraciones y en el futuro de sus carreras. Si lograban sobrevivir. Solo uno de ellos había llamado la atención por su rendimiento académico basado más en el empeño que en un intelecto brillante. De los otros dos no esperaba demasiado. “Mal asunto”, pensó Tadeo mientras se plantaba frente a ellos.

—Mis felicitaciones —comenzó—. No nos vamos a ver la suerte entre gitanos: todos sabemos que no representan precisamente a lo mejor de su generación, pero sí han demostrado un alto grado de superación y perseverancia —recorrió los rostros jóvenes con su mirada y casi sintió lástima por ellos—. Admiro su deseo de progresar, muchachos, y su valentía. La ambición bien dirigida lleva a logros importantes en la vida.

Los jóvenes permanecían en silencio, sus expresiones reflejaban la ansiedad y la preocupación por lo que habría de venir, el viaje más peligroso de sus vidas. Lo mismo que Torres, no eran gente de acción. La chica se llamaba Samanta Luket, Sam para los amigos, tenía veinte años. Delgada y tonificada por el ejercicio continuo; de baja estatura y ojos grandes y azules, pelo rubio y largo que llevaba suelto y desordenado. A su lado se encontraban Aion Kulltar, un joven regordete y quien resultaba ser el menos habilidoso de los tres. Y Erick Brack, el aspirante que había demostrado mayores capacidades como ingeniero y que podría haber obtenido su grado compitiendo con los mejores de su clase, si no se hubiesen autosaboteado en el examen. El muchacho tenía el pelo castaño y rebelde, era delgado y alto como un spaghetti, su cara bien afeitada le daba la apariencia de un niño a pesar de haber cumplido ya los 24 años.

El ingeniero jefe suspiró. No tenía más palabras para ellos.

—Gracias por presentarse, muchachos —dijo finalmente—. Ahora retírense a sus casas, duerman bien, mañana será un día difícil.

Por un momento, pareció que agregaría algo más, pero, tras un instante de duda, cerró la boca y se retiró cabizbajo. Estaba claro que no era muy bueno con las palabras, y los discursos motivacionales no eran lo suyo. Tampoco era un buen líder, lo tenía claro e imaginaba que los tres nóveles ingenieros también lo sabían, lo que ayudaría en muy poco a obtener su respeto. Las vicisitudes del destino lo habían llevado a un lugar indeseado que ya detestaba con todo su ser.

—No sé si enojarme o reír —dijo Kulltar volviéndose hacia sus compañeros con el ceño fruncido—. ¿Nos acaba de insultar?

—No —respondió la muchacha observando aún la figura que se perdía por los pasillos de la colonia—, solo trataba de mantener nuestra moral más arriba que la suya.

—Yippy —exclamó Erick sin una pizca de entusiasmo—, eso me hace sentir mucho más aliviado. —Dio media vuelta para emprender el camino de regreso al centro de la colonia—. ¿Nos vamos?

—¿Adónde? —Kulltar lo imitó sin saber la respuesta.

—¿No lo escuchaste? Hay que descansar. Ya perdimos suficiente tiempo viniendo hasta aquí para escuchar lo que podría habernos escrito en un papel.

Samanta permaneció en su lugar.

—¿No vienes? —insistió Erick.

Ella negó con un ligero movimiento de cabeza.

—Voy a quedarme un rato por aquí —buscó un escaño y se sentó.

—Como quieras —Erick comenzó a alejarse junto a Kulltar, pero luego de unos pasos, se giró a medias y añadió—: Oye, si necesitas hablar, ya sabes…

Samanta le sonrió.

—Sí, ya sé.

Agradecía la amistad de aquellos dos, los vio desaparecer a paso lento tras la esquina de un edificio de una planta. Muchos pensaban que una chica tan linda y llena de vida debía tener un círculo social muy activo, con pretendientes intentando conquistar su corazón, pero Samanta era bastante reservada y muy pocas personas lograban pasar la barrera hacia la intimidad que ella misma establecía en cada relación. Solo Rickson Tall, un muchacho fornido, amable y juguetón, había logrado ir más allá, hasta el punto de inspirarla a proyectar una vida juntos. Pero Rickson había integrado el fatídico grupo de ingenieros fallecidos y desaparecidos en la malograda misión de cacería del año anterior. Desde entonces nadie había ocupado su lugar en el corazón de la joven.

Samanta no tenía familia, a excepción de un tío que iba y venía, cada vez más deteriorado y viciado por su labor como explorador. Su padre, un destacado militar de la colonia, cuando ella aún era una adolescente, había partido en una expedición hacia las deshabitadas cubiertas de estribor de la que nunca regresó. También había perdido a su madre, pero ese era un tema que no le gustaba recordar.

El murmullo incesante del ajetreo de la colonia invadió sus oídos. Aunque, ayudadas por la tecnología, las colonias mantenían la división día y noche heredadas del Mundo Origen, con horas determinadas de luz y oscuridad; la ciudad nunca descansaba, siempre había tareas importantes que realizar para la supervivencia. Miró a lo lejos, en dirección hacia el negro espacio donde se ubicaba la salida de estribor de la colonia, por donde marcharía a primera hora el destacamento de exploradores, ingenieros y militares que ella misma integraría. Un estremecimiento le recorrió la espina al darse cuenta de que no tenía idea de lo que le esperaba allá afuera. No se había enrolado en el asunto por el ascenso que le esperaba en caso de superar esta prueba, sino por su padre y por su amado Rickson Tall, por seguir los mismos pasos que aquellos hombres relevantes en su vida habían dado antes de enfrentar su final. Pensó que era lo correcto, un acto poético, una manera de obtener algo útil de su existencia solitaria. Ahora, cuando faltaban apenas unas horas para que el viaje se hiciese realidad, sentía que sus entrañas se encogían como alcanzadas por un choque eléctrico, ante la sola idea de que el día de mañana, a esa misma hora, podría ser parte del menú de las bestias que habitaban los recovecos de la nave y que hasta entonces solo conocía por alguna mala fotografía en un mal encuadernado manual de sobrevivencia.

—Dios, ¿qué he hecho?

—o0o—

La noche artificial en la colonia se acercaba, las luces comenzaban a extinguirse en los rincones invitando a la hora de dormir. Había, sin embargo, una habitación donde aún reinaba la claridad: era la oficina del gobernador de la colonia, Harlow Hann, quien recibía la visita de un viejo amigo.

—Acabo de terminar la reunión con el ingeniero jefe y el sargento Mifune —el teniente Dhan Deket se sentó en una de las sillas y trató de relajarse—. Tadeo Torres no tiene mucha fe en el plan, está asustado y no puedo culparlo; será su primera incursión fuera de la colonia y la tragedia del año pasado no ayuda mucho a incentivar su confianza.

—Despreocúpate —lo tranquilizó el gobernador acomodándose en el sillón de cuero, su favorito—, encontrará la valentía durante el viaje, te lo aseguro.

—Así lo espero. ¡Condenados caníbales! ¿Por qué tienen que hacer tan difícil nuestra existencia?

—Los caníbales solo son lo que son, Dhan; su presencia se debe a los pecados de otros.

—¿Se refiere a la Antigua Tripulación?

—Claro que sí —Harlow Hann giró en el sillón y dirigió su mirada a la imagen en acuarela de la SCT Astrathia que colgaba en la pared—. Cuando la Antigua Tripulación gobernaba la nave con su dictadura de mierda, muchos colonos migraron hacia popa para librarse de su dominio. Se asentaron en el Motor-3, uno de los más grandes de los seis que tiene la nave, y vivieron durante un tiempo en paz y en libertad, pero el constante ruido que emitía el motor terminó por enloquecerlos. Cuando intentaron regresar a la civilización, la tripulación les bloqueó todas las salidas dejándolos atrapados en los motores, aislados y muriendo de hambre. Al final, la demencia y la falta de alimentos terminó por doblegarlos y muy pronto comenzaron a devorarse entre ellos; las madres se comieron a sus hijos, los sanos a los enfermos, los jóvenes a los viejos. Dejaron atrás su humanidad y se transformaron en las bestias que conocemos hoy en día.

—Sí, he oído esa historia desde que era un crío; también escuché que antes de transformarse en caníbales, los colonos suplicaron a las autoridades que permitiesen salir a los niños, pero ni siquiera a eso accedieron.

—Muchos años han pasado ya de eso —Harlow Hann se levantó de su sillón y se encaminó a una estantería desde donde sustrajo un libro—. La Antigua Tripulación se encuentra ahora encerrada en la proa de la nave. No se les ha vuelto a ver desde la Guerra de Independencia. O al menos eso es lo que se dice —el gobernador abrió el libro en una página determinada—. Los colonos atrapados en los motores juraron venganza y traspasaron ese odio a las siguientes generaciones; nunca olvidaron y nunca perdonaron, ni siquiera cuando su naturaleza se hizo salvaje.

El gobernador se acercó a Dhan Deket y le señaló un lugar en la página abierta. El teniente leyó el encabezado: “La Guerra de Independencia”.

—La Caída del Reino de la Antigua Tripulación —agregó Deket y luego siguió leyendo en silencio.

“En lo que se llamó la Guerra de Independencia, los colonos se unieron para luchar contra la dominación de la cruel tripulación de la Astrathia. Fue una guerra corta, como todas las libradas al interior de la nave, pero tremendamente sangrienta. Una vez derrotado el antiguo régimen, la gran alianza de colonos se reorganizó en lo que actualmente se conoce como la Confederación de Colonias Unidas, mientras que los vencidos sobrevivientes se confinaron en las cubiertas de proa, aislándose completamente del resto de la nave. Acabaron así los cuarenta y dos años de su dominio total sobre la nave”.

—Es una lectura interesante, te la recomiendo, Dhan. Este libro recopila las guerras entre caníbales, colonos y tripulantes; tal vez pueda inspirarte alguna idea útil para la aventura que se inicia mañana.

Deket dio vuelta la página. En la siguiente, al pie de ella, el libro mostraba la imagen histórica de los primeros caníbales capturados, los ojos abiertos, la boca muerta exhibiendo los dientes afilados a propósito para obtener más carne en cada mordida. El teniente respiró hondo y exhaló lentamente. Definitivamente iba a necesitar de toda la ayuda que pudiera encontrar, incluyendo la de un viejo libro de historia enterrado en una biblioteca particular.

—o0o—

La taberna de la ciudad era pequeña. Poseía un mesón principal que servía de barra, detrás de la cual atendía el tabernero, y tres mesas pequeñas y redondas distribuidas por el estrecho espacio. También había una radio empotrada en la pared metálica desde la cual resonaban algunas melodías originarias del Mundo Origen. En las mesas reinaba la alech, un tipo de bebida alcohólica artesanal, la más popular en la nave, que se fabricaba en las colonias utilizando una mezcla de aguardiente con musgos y hongos que crecían en las zonas húmedas. Los hongos producían un efecto alucinógeno en los bebedores y los musgos le otorgaban al brebaje su sabor característico. Había poca claridad sobre cuáles eran los efectos secundarios de su consumo excesivo. Se decía que provocaba la putrefacción del cerebro, pero la verdad es que a nadie le interesaba mucho el tema. Era muy común ver a los viejos dando tumbos por los pasillos de la colonia, ebrios, víctimas de intensas alucinaciones, hombres caídos en desgracia por ya no tener un papel que cumplir dentro de la comunidad. Era un espectáculo lamentable. Las autoridades de algunas colonias habían llegado a pensar en prohibir la venta y consumo del brebaje, otras ya lo habían hecho, entre ellas las que se ubicaban dentro de los territorios pertenecientes a la Iglesia Roja, donde los castigos por trasgredir la norma eran de temer. Sin embargo, las enormes ganancias de la alech facilitaban a productores y vendedores sobornar a aquellas autoridades de moral más laxa, que terminaban por hacer vista gorda e incluso se sumaban a quienes promocionaban la legalización de la bebida en las colonias independientes donde todavía se prohibía y contrabandeaba. En las colonias pertenecientes a la Confederación, la alech era completamente legal y se comerciaba libremente.

Aunque la taberna tenía su mayor afluencia de público durante los fines de semana, el resto de los días mantenía un número regular de clientes fieles. Uno de ellos era Samuel Suddu, un viejo explorador ya retirado, hombre robusto, de baja estatura, vestido con ropas viejas y descoloridas, y una desastrada gorra en la cabeza. El pelo era tan abundante en el rostro que solo su gorda nariz y sus mejillas redondas y coloradas parecían libres de él. Sus ojos apenas sí se vislumbraban debajo de las pobladas cejas encanecidas; el grueso bigote le cubría la boca, y una abultada barba, humedecida por el alcohol, el mentón.

Samanta se detuvo en la entrada de la taberna y miró hacia el interior en penumbra estirando el cuello y empinándose en la punta de sus pies. Buscaba a Samuel Suddu. Lo halló echado sobre el mesón, la cabeza escondida entre los brazos y una mano agarrotada en el asa de una jarra de alech. Se hizo camino en el estrecho espacio entre las mesas, la nariz fruncida, asqueada por el molesto olor a aliento alcoholizado. Esquivó a un borracho sin equilibrio y a otro caído en el suelo, hasta alcanzar la barra y tomar asiento en el taburete contiguo al de Suddu.

—Samuel —le habló. El hombre estaba tan ebrio y drogado con los hongos de la bebida que ni siquiera se movió. Sam lo tomó por el brazo y lo remeció, sin resultado. El tabernero se acercó entonces y, con una venia respetuosa de su cabeza hacia la joven a modo de saludo, le dio un palmazo en la testa al viejo para despabilarlo.

—Careperro, —lo llamó por el apodo que hacía alusión a su rostro peludo y sucio, semejante a la imagen de un perro—, te busca tu sobrina —le informó y volvió a ocuparse del resto de la barra.

El viejo, obligado a incorporarse, merced al golpe recibido, se reacomodó la gorra que se había desplazado de su lugar y miró a su alrededor, perdido, hasta que logró enfocar el rostro femenino que se encontraba al lado suyo.

—¡Samy, sobrina querida! —exclamó alegremente—. ¿Qué tal el examen?

Sam apretó los dientes. Sin duda, no era el tema con el que deseaba iniciar el encuentro.

—Mañana parto en el destacamento de cacería hacia la cubierta de Refrigeración —le informó.

La joven sintió sobre ella la mirada penetrante de su tío durante lo que le pareció unos segundos muy largos. El viejo carraspeó un par de veces para aclarar la garganta aguardentosa.

—Entonces… esta es una despedida —dijo con una voz que de pronto había recuperado la sobriedad—. La despedida.

Sam se removió en su asiento.

—Algo así. La verdad quería conversar un rato contigo, recoger algunos consejos tuyos, tal vez. Has estado allí, ¿no?

—Consejos —repitió como si pensara haber escuchado mal—. Consejos —Entonces, comenzó a reír. Le hizo una seña al tabernero indicándole acercarse—. Oye —y cuando lo tuvo a su lado, le señaló a la joven—, mi sobrina vino a pedirme consejos —y volvió a reír con ganas.

—No es gracioso —se quejó ella, incómoda al percatarse que comenzaban a llamar la atención del resto de los parroquianos.

—¡Pero si tú nunca escuchas mis consejos! —reclamó el viejo.

—No seas injusto, Samuel.

—¿Te dije o no te dije que reprobaras ese examen?

La ingeniera se mordió el labio inferior y se acomodó nuevamente en el taburete, pero no respondió a la pregunta.

—Soy lo único que te queda, Samuel.

El viejo se encogió de hombros.

—Tengo amigos —dijo y bebió de su jarra.

—Soy la hija de tu hermana.

Samuel dejó su trago en el mesón y le hizo señas al tabernero pidiendo otro. El tabernero se lo sirvió y el viejo lo plantó en el mesón, al frente de Samanta.

—Bebe —le ordenó.

Sam miró el oscuro brebaje en la jarra transparente. Había oído hablar de él y de sus efectos por boca de sus compañeros de la academia, pero nunca se había atrevido a probarlo, no le gustaba perder el control. Lo olisqueó con desconfianza, el aroma le picó la nariz; lo apuró en un trago largo como quien se toma una medicina desagradable. El líquido le quemó la lengua e invadió su garganta; por un momento temió haber perdido las cuerdas vocales. Hizo lo que pudo para tragar dignamente y se volvió hacia su tío, enfrentando su mirada, desafiante.

Samuel se rio entre dientes.

—¿Qué quieres saber? —cedió.

Sam respiró hondo para recuperar el aliento.

—Has participado en el destacamento de cacería más veces que cualquiera en esta colonia. Y aún estás aquí —sacó una libreta y un lápiz y los dispuso sobre el mesón—. Cualquier información que me entregues acerca de los lugares que visitaremos, te lo agradeceré eternamente.

Samuel Suddu se sobó la barba, ordenando sus pensamientos. Eran muchos, demasiados tal vez, los años de excursión a su haber. Se sirvió un poco más de alech en su jarra y se la llevó a la boca en un prolongado sorbo. Se limpió los bigotes con la manga ya humedecida por anteriores tragos.

—La Cubierta de Refrigeración está hacia la popa —dijo al fin apuntando con su brazo a un costado, como si tuviese los puntos cardinales de la nave grabados en su mente—, a más de un kilómetro de nuestra colonia, según recuerdo, muy cerca de los motores de la nave. Para llegar allí debes atravesar la cubierta del Reactor-2 —inconscientemente, comenzó a mover los dedos sobre el mesón trazando un mapa que solo él veía—. La cubierta de Refrigeración y ambos reactores llevan deshabitados mucho tiempo, pero sus maquinarias son autónomas, así que siguen funcionando sin la intervención humana, generando energía y calor para la nave.

—He escuchado que los reactores son un lugar peligroso —acotó ella.

El viejo la miró como si su sobrina estuviese sufriendo un cortocircuito.

—¿Y qué sector de la nave no lo es?

—Dicen que hay monstruos y que los caníbales rondan por allí —insistió la joven.

—Sí, sí, claro que los hay; los motores son el imperio de los caníbales y desde allí se dispersan en rondas en busca de comida. Cuando se encuentran con algún pobre tipo extraviado, se lo comen ahí mismo o se lo llevan al territorio de los motores —sorbió otro trago de alech, eructó y prosiguió—. No sé de nadie que haya logrado regresar de allí —volvió a reír tontamente.

—¿Alguna vez has estado en ese lugar?

—¿Dónde? ¿En los motores? ¡Por Dios, no! —hizo un remedo a medias de la señal de la cruz de los antiguos cristianos del Mundo Origen que muchos todavía usaban para espantar males—. Ya te dije, nadie que entre allí sale vivo. ¿No me estás escuchando? La vida en los motores es un misterio para todos. Algunos tienen sus teorías sobre lo que ocurre allí, por supuesto. Se dice que hay un calor de locos y que la vibración y el ruido de los motores desquicia a la gente. En cuanto a los monstruos, viven en las cubiertas de estribor que quedaron deshabitadas tras la Gran Guerra, al otro lado de las bodegas 7 y 8, y desde allí se cuelan a las cubiertas vecinas y hacia los dos reactores, destrozando todo, matando gente —se detuvo un momento perdido en los recuerdos—. Debes tener cuidado con los kuddas —continuó y repitió—. Cuídate de los kuddas. Son pequeños como niños, poseen brazos desproporcionadamente largos, garras enormes y siempre andan en manadas numerosas. Son como cuchillas andantes.

—Sí, los conozco, he leído de ellos en...

—¡No conoces una mierda! —la interrumpió con brusquedad—. No importa lo que digan esos ridículos manuales de sobrevivencia que les entregan a los novatos, los kuddas son creaturas mucho peores de lo que imaginas. Jamás, ¡jamás! Te alejes de tu grupo. Pero si llegases a hacerlo, por alguna desafortunada estupidez, y te encuentras con una manada de estos cabrones, recuerda que le temen al fuego, así que más te vale tener algo de eso a mano.

Samuel Suddu se quitó la gorra dejando ver, en contraste a todo el pelaje corporal, una calva semejante a la tonsura de un monje. El viejo se rascó la testa desnuda y continuó haciendo memoria.

—Y están los guluts, por supuesto —dijo al cabo de un rato.

—¿Los… guluts? —la joven repasó mentalmente las páginas del libro abandonado a la cabecera de la cama en su habitación. No recordaba nada al respecto.

—Sí. Malditos guluts. He conversado mucho con otros exploradores que aún siguen activos y me aseguran haber visto algunos realmente enormes rondando los reactores. Ten cuidado con ellos también —se volvió hacia su sobrina que le miraba con expresión de sentirse confusa—. No tienes idea qué son los guluts, ¿verdad? —Samanta sacudió su cabeza, negando—. Pues, verás, son unos sádicos hijos de puta, cíborgs mitad carne y mitad metal, muy fuertes. Los libros no los mencionan porque no están considerados dentro de la fauna de la Astrathia; la Antigua Tripulación los creó para reforzar su contingente militar en la guerra contra los colonos, pero jamás consiguieron domarlos y dejaron de producirlos. Deben existir unos veinte o treinta en toda la nave. Vagan en solitario, pero aun así son muy peligrosos. Uno solo de ellos puede acabar con todo un escuadrón de soldados, si se le subestima. Su piel es durísima, el armamento de bajo calibre no les hace mella, solo los fusiles de asalto con munición de guerra los pueden detener, pero no destruir. Un buen escopetazo a quemarropa también ayuda; bien dado, puede dañarlos en algo. Pero si tienes apenas una pistola al alcance, deberás acertarle un buen tiro en la cara; eso no los matará, pero el fogonazo los enceguecerá el tiempo suficiente para que tengas una oportunidad para escapar. Si yo fuera tú, evitaría enfrentarme a un gulut.

—Dijiste que todas estas... cosas provienen de las cubiertas de estribor.

Samuel asintió mientras desocupaba su jarra con un nuevo sorbo y la llenaba de nuevo; había hablado demasiado y estaba sediento.

—De la Colonia Omega.

El rostro de la joven se ensombreció, como si un velo de melancolía hubiese caído sobre ella.

—¿Por qué envían gente allí entonces?

—¿Lo preguntas por tu padre?

En una fracción de segundo, Sam tuvo de nuevo a su padre rodeándola con sus brazos en su cuarto de niña, espantando los miedos de la noche con su presencia, y después, con el fusil de asalto a la espalda, prometiendo regresar más temprano que tarde, antes de darle la espalda y unirse a sus hombres para dirigirse a la Colonia Omega.

—Lo echo de menos —respondió tímidamente después de un rato.

—Somos colonos, Sam —Samuel Suddu le palmeó la espalda como si se tratara de uno de sus rudos colegas—. Nuestro deber es colonizarla, expandir las fronteras conocidas, buscar recursos para sobrevivir. No existe hasta ahora quien haya explorado por completo Astrathia. Por eso el Alto Mando nos envía a lugares peligrosos. Por eso aceptamos ir. Y por eso aprobamos un examen de graduación cuando no deberíamos —Samanta, a su pesar, se sonrió—. Eres una Luket, pero también eres una Suddu, llevas la exploración en tus venas, no puedes evitarlo.

—¿Piensas que podría seguir con vida?

—Lo dudo, mi niña; internarse en las cubiertas de estribor es lo mismo que hacerlo en los motores: no hay oportunidad de salir vivo de allí.

Guardaron silencio por unos momentos, Samanta asimilando la información, su tío respetando su tiempo. La joven miró la libreta en la que apenas había escrito unas líneas, concentrada como estaba en las palabras de Samuel. Cerró el lápiz y guardó ambas cosas en el bolsillo de su chaqueta.

—¿Crees en el Espíritu de la Gran Nave? —preguntó de pronto el viejo.

—No, solo tengo fe en mi sentido común y lo que estas manos —las levantó con las palmas abiertas— pueden hacer.

—Típico de quienes nunca han salido de sus colonias. Allá afuera el único que te podrá ayudar es el Espíritu de la Gran Nave; no solo te protegerá, también te guiará. Deberías reconsiderar tu condición de descreída.

Samanta frunció el ceño. ¿Era su tío quien le hablaba de esa manera?, ¿el rudo y pragmático Samuel Suddu? Por lo que a ella le concernía, las naves estaban compuestas solo de metal, maquinaria y circuitos, no existía un espíritu en ellas, menos aún con la capacidad de intervenir en la vida de los humanos.

—Gracias, Samuel; te veré mañana antes de irme —la joven se levantó del taburete con la intención de retirarse, pero el viejo, con una rapidez que no iba acorde con su grado de ebriedad, la atrapó por la muñeca y la retuvo con suficiente fuerza para arrancarle una mueca de dolor.

—¡Nunca! —le dijo—. ¡Nunca te apartes del grupo principal! Si te separas, te perderás. Allá afuera es un laberinto enorme y oscuro, si te pierdes jamás volverás; si te cogen los caníbales jamás volverás; si un gulut o una manada de kuddas te ataca, jamás volverás. Mantente con tu grupo en todo momento, si tienes que mear, lo haces acompañada o te meas en los calzones ¿te ha quedado claro?

La joven asintió, sorprendida y algo atemorizada por el inesperado arranque emocional de su pariente. El viejo, entonces, la atrajo hacia sí, la abrazó y luego la dejó ir.

—o0o—

El teniente Dhan Deket se encontraba en su departamento. En el bloque militar los espacios eran más amplios y aireados que en los otros ubicados en el anillo residencial donde habitaba el común de la gente. Sentado desmañadamente sobre una silla, con calzoncillos y un cigarro de fabricación local encendido en la mano, observaba fijamente el plano adherido con cintas en las esquinas a la pared de la vivienda, estudiándolo con detención. El Reactor-2 y la cubierta de Refrigeración aparecían esquematizados en el papel desgastado y oscurecido por el uso, con líneas a ratos imprecisas y notas escritas al margen por manos desaparecidas hace mucho del mundo de los vivos. Desde la habitación contigua a espaldas del teniente, la única existente aparte de los servicios básicos y la sala principal donde se hallaba Deket, era una joven que se aproximó con movimientos perezosos, cubriendo la desnudez de su cuerpo fibroso con una larga polera deportiva. La cabo Kathy Kallan era la mujer de Deket y la única integrante femenina del austero ejército de la Tau. Sin prisa, rescató su oscura cabellera desde el escote de la prenda y la dejó caer sobre los hombros y los contornos de su rostro donde recuperó su forma ondulada. Se inclinó hacia el teniente atrapándolo cariñosamente en un abrazo por la espalda.

—¿Qué haces, Dany? Es tarde —le dijo, somnolienta, acuclillándose para quedar a su altura—. Vamos a la cama. Mañana será un día bien jodido. Hay que recuperar fuerzas.

El teniente sonrió y respondió al gesto acariciando el brazo ceñido sobre su pecho.

—Sí, lo siento, cariño —se excusó—, es solo que… —intentó explicar, pero no pudo hallar las palabras para aquello que le inquietaba.

—¿Qué ocurre? —la cabo frunció el ceño, preocupada—. Parece como si esta fuese tu primera expedición cuando en realidad has comandado ¿cuántas? ¿tres?, la mitad de las que has participado al menos —aproximó su mejilla a la de él buscando su oído—. ¿Por qué los nervios? —susurró.

El teniente levantó la mano en un ademán vago hacia el mapa y la dejó caer nuevamente sobre su muslo.

—No lo sé —dijo sin dejar de mirar el pedazo de papel en la pared—, los caníbales siempre han hostigado nuestras misiones, pero ya no es lo mismo de antes. Están cambiando su comportamiento.

Suavemente deshizo el abrazo y, tomándola por la muñeca, invitó a la joven a sentarse sobre sus rodillas. Ella se acomodó tanto como pudo, ninguno de los dos era tamaño pequeño. Kathy le rodeó la espalda con un brazo, apoyando su cabeza en la de Dhan y ambos continuaron contemplando el plano como si fuese un paisaje hipnótico al otro lado de una ventana

—El año pasado nos estaban esperando —continuó él—, nos tomaron por sorpresa. Siempre nos habían confrontado en pequeños grupos, diez o doce guerreros a lo más, pero la última vez creo que nos tendieron una trampa, yo pude calcular una cincuentena. ¿Te imaginas? ¡Cincuenta caníbales cayéndonos encima! —tomó aire y lo dejó salir en una larga exhalación—. Tengo un mal presentimiento.

Kathy se irguió a medias buscando el rostro de Dhan con una fingida expresión de sorpresa.

—Pero, ¿qué escuchan mis oídos?, ¿mi osado compañero dejando de lado la confianza en su brillante carrera militar?

El teniente no pudo evitar reír.

—No es tan brillante —alegó.

—Lo suficiente —le peinó los cabellos en desorden con sus largos dedos—. No le confiaría mi vida a nadie más en una misión como ésta —declaró, repentina y momentáneamente grave. Tras un instante de silencio, sonrió—. Veamos, ¿qué estrategia de batalla utilizarás mañana? ¿Faullet con el gulut en la plataforma de control de artillería? ¿O Panzera con los kuddas en la purga de hace dos años?

El teniente le devolvió la sonrisa.

—Más bien pienso en el General Crawx durante la Guerra de independencia. Haremos un avance táctico por escuadrones, de esta manera podremos vigilar y proteger cada paso que demos —apuntó hacia el plano en la pared—. Habrá que cubrir la intersección entre los corredores cuatro y cinco —volviéndose hacia su mujer, la miró con cariño—. Me gustaría tanto que te quedaras.

Ella le respondió con un manotón juguetón en el pecho.

—¡Cavernícola!

Dhan rió de buena gana.

—¿Cavernícola?

—Sí. El hombre caza y la mujer espera en la cueva.

—No es eso, lo sabes.

Ella buscó en sus ojos la razón de tanta inquietud, tan impropia de su compañero.

—¿Desde cuándo prestas tanta atención a los presentimientos?

Él tardó en contestar esta vez.

—No quiero perderte.

Permanecieron unos segundos más mirándose el uno al otro, en silencio. Kathy sonrió nuevamente.

—Tonto.

Y hundió su boca en la de su hombre tratando de no pensar en la mañana siguiente.

—o0o—

El apartamento de Erick Brack, ubicado en los bloques del anillo residencial, era pequeño en comparación con el del teniente Deket. En la habitación que hacía las veces de dormitorio había una cama, ocupada por su madre enferma, y un saco de dormir enrollado en un rincón; la segunda estancia, la más grande, se utilizaba como cocina y comedor, y tenía como mobiliario una silla, una mesa plegable adosada a la pared y un par de cojines de gran tamaño que permitían el descanso; unas cuantas cajas de plástico duro acomodadas en el suelo, en las repisas o en mallas que colgaban del techo, servían para almacenar los elementos para el diario vivir. Un pequeño fogón conectado a una fuente de calor central en el exterior mantenía temperado el cuarto desde una de las esquinas.

Samanta estaba allí, echada sobre uno de los cojines, en la semipenumbra que arrojaba la luz rojiza del fogón, esperando a que Erick terminara de atender a su madre. Después de vagar un rato por los pasillos de la colonia tras la conversación con Samuel Suddu, había decidido que no quería pasar su última noche en la ciudad, lo poco que quedaba de ella, sola en el claustrofóbico cubículo de tres por cuatro metros que se le había destinado al cumplir la mayoría de edad. Recordaba con cierta nostalgia los días de su paso por el Centro Comunitario para Adolescentes tras la trágica muerte de su madre y el posterior desalojo del departamento que compartían en el bloque militar, considerado por el reglamento de urbanismo como demasiado grande para albergar solo a una adolescente huérfana. Samuel Suddu aún era un explorador activo, sin un lugar propio asignado y con un comportamiento poco adecuado para responsabilizarse de una adolescente, así que ni hablar de permanecer bajo su custodia. Cuando los tutores del Centro Comunitario fueron a buscarla, ella los esperaba ya con sus escasas posesiones dentro de una mochila montada en la espalda. Mientras caminaba detrás de ellos por el estrecho pasadizo hacia la pasarela de salida, echó una última mirada al lugar donde había vivido hasta sus quince años. Un oficial, su pareja y una pequeña niña con coletas en el pelo estaban introduciendo sus propias pertenencias, tan austeras como las suyas, al departamento que hasta hacía minutos le correspondía a ella y a su familia. Siguió caminando, la mirada por sobre el hombro puesta en ellos, hasta que la puerta se cerró y dejó el pasillo a oscuras. No recordaba haber llorado entonces. Tampoco lo había hecho mucho en sus días en el Centro Comunitario, salvo cuando lograba encontrar un momento a solas en el baño, durante la noche. En el dormitorio que compartía con otros quince jóvenes no se podía encontrar intimidad. En aquel recinto había aprendido que valía la pena mantenerse en buena forma física, tanto para defenderse como para huir, y a fingir un desplante que en realidad no poseía.

Por eso le gustaba visitar a Erick, no solo porque su lugar era más espacioso que el cubículo al que tuvo derecho en su cumpleaños número dieciocho sino porque, a diferencia del Centro, olía y se sentía como un hogar. Tal vez era la presencia materna, el cuidado en los detalles, como la colorida manta tejida a mano con fibras recuperadas de viejas prendas sobre la que se hallaba recostada o las imágenes infantiles garabateadas en las paredes, apenas visibles tras el paso de los años e inútiles limpiezas. Estar allí le permitía fantasear dolorosamente con lo que podría haber sido su vida de haber concretado su relación con Rickson Tall. Se suponía que concluida de la expedición del año anterior ambos abandonarían la Tau y se marcharían hacia proa, hacia la Colonia Sigma a iniciar una nueva vida juntos. Pero Rickson no regresó y Samanta de nuevo se encontró sola.

Una sombra pasó junto a ella, arrancándola de sus remembranzas. Era Erick que se dirigía hacia el fogón para regular la salida de calor.

—Ya se durmió —dijo en voz queda y a Samanta le costó un instante recordar que en el otro cuarto se encontraba la madre de su amigo.

—No le contaste, ¿verdad? —adivinó.

Erick se encogió de hombros.

—¿Para qué angustiarla? Piensa que voy solo a un entrenamiento.

—¿Quién va a cuidarla mientras no estás?

—La vieja Cuddi, como siempre. Con tal de gozar de un espacio más amplio y tranquilo por unos cuantos días, se encargará de que se encuentre bien.

Puso un par de jarros con leche de legumbres sobre el fogón y enseguida se acomodó en el segundo cojín al lado de Samanta.

—¿Escuchamos algo de música? —propuso. Sin esperar una respuesta, rebuscó en una de las cajas a su alcance, extrajo un par de audífonos inalámbricos tipo muela y una cápsula musical, de corte recto por el lado inferior y ovalado en la superior, bastante grande en comparación con los últimos modelos, más compactos, del mercado. Le ofreció una de las muelas a Samanta y acomodó la otra en su propio oído. Situó el aparato en el suelo entre los dos cojines y lo hizo funcionar. La cápsula cobró vida iluminándose con pequeños puntos de luz, la música fluyó nítida dentro de los oídos de los dos jóvenes a volumen suficiente para no estorbar la conversación. Sam reconoció la agrupación, sabía que utilizaban instrumentos electromagnéticos fabricados desde la chatarra que, con tan solo mover las manos sobre ellos, lanzaban sonidos agudos y ondulantes, pero no pudo recordar su nombre. Se dedicaban a realizar covers de viejos temas del Mundo Origen. Por alguna razón, los colonos no se sentían movidos a crear su propia música.

—¿Qué cuenta tu tío? —lanzó de pronto Erick.

Samanta olvidó la música por un momento.

—¿Cómo supiste…?

—Era lo lógico, ¿no? Mañana será peligroso.

El joven alargó la mano hacia un anaquel y se apoderó de una caja de caramelos. Ofreció uno a Samanta.

—Se enojó porque no le hice caso con lo del examen —respondió ella.

—¿Te arrepientes?

Sam se echó el caramelo a la boca dándose tiempo para pensar en la respuesta.

—En parte —reconoció—. Samuel, a petición mía por supuesto, me dio una preparación intensiva: “Peligros del Astrathia para exploradores 101”. Es como para pensar en desertar.

—¿Tanto así? ¿No estaría exagerando para disuadirte?

—Mi tío sabe de qué habla; ha pasado por mucho, ha visto incontables cosas, ha visitado numerosos bloques de la nave, la gran Colonia Alfa en la proa, incluso. Estuvo allí una vez por asuntos de negocios. Me contó que cuando llegó a la ciudad, estaban formando un grupo expedicionario para viajar a la proa extrema de la nave, donde estuvo tentado de integrarse. Querían encontrar un camino que los llevase hasta la Cubierta de la Tripulación y tal vez hasta el mítico Puente de Mando de la Astrathia. Ya sabes, dicen que la Antigua Tripulación aún vive allí, aislada del resto de la nave y que asesinan a cualquiera que intente llegar a sus cubiertas.

—¿Y qué pasó? ¿Siquiera lograron acercarse?

—No, solo alcanzaron la Cubierta de Subsistemas, allí se encontraron con que las puertas que llevaban hacia la proa estaban cerradas herméticamente. Cuando los ingenieros comenzaron a trabajar para intentar abrirlas, fueron atacados por sujetos armados con fusiles de asalto. Hubo un tiroteo que dejó varios muertos y heridos, de manera que la expedición se vio forzada a retirarse. Jamás supieron quiénes fueron los autores del ataque, aunque se especula que se trataba de los mismísimos miembros de la tripulación. Sea como sea, la Confederación ha prohibido el paso y ha cerrado los corredores; ahora nuestro mundo tiene como límite de proa las puertas selladas en la Cubierta de Subsistemas.

—Pues, suena emocionante. Deberíamos tratar alguna vez.

—¿Qué cosa? ¿Ir hasta el Puente?

—Por supuesto, seríamos leyenda.

—¿Nosotros o nuestros huesos?

—¡Tan pesimista! Piénsalo, sería toda una aventura, nosotros dos, los primeros colonos en alcanzar la proa, pasando más allá de las puertas, dilucidando los misterios del pasado.

El entusiasmo de sus palabras hacía parecer todo muy sencillo, como si la empresa en que participarían al día siguiente fuese solo una jornada de esparcimiento. Quizás, después de todo, se permitió considerar Samanta, la situación no era tan dramática como le había parecido y habría oportunidad luego de emprender otras aventuras como la que planteaba su amigo. Suspiró.

—Hay tanto que no sabemos de esta nave, tantos peligros… —miró el techo sobre sus cabezas, sus ojos atravesaban las cubiertas hasta llegar al espacio exterior—. Samuel me recomendó… No te rías, mi tío hace mucho que no razona del todo bien… me aconsejó pedir la protección del Espíritu de la Gran Nave. ¿Tú crees en esas cosas?

Erick se encogió de hombros.

—Hay mucha gente que se encomienda al espíritu, aunque la mayoría son viajeros, nómadas, exploradores o caravaneros, gente, por lo general, expuesta constantemente al peligro. Dicen que funciona. Lo prefieren al dios exigente de la Iglesia Roja. Cada cual tiene derecho a depositar su fe donde lo prefiera, respeto eso. Si me preguntas si esta nave tiene un espíritu, que cuenta con alguna clase de poder y que muestra algún interés en utilizarlo en nosotros… lo dudo. Considero que son cuentos inventados por la gente para cubrir su sensación de indefensión, historias que se han ido ampliando y cambiando a través del tiempo hasta convertirse en leyendas, como lo que se contará de nosotros cuando conquistemos el Puente —ambos rieron una vez más—. Yo también sé de una de esas historias como las que cuenta tu tío, a mí me la refirió mi madre cuando era un niño.

—¿Sí? ¿Cuál?

—¿Has oído del Ermitaño del Reactor? Se dice que hace muchos años, en el Reactor-2, una caravana fue atacada por una manada de kuddas. Devoraron a todos sus integrantes, menos a uno que logró escapar y llegar a nuestra ciudad y dar la noticia; su esposa e hija viajaban con él en la caravana y, como todos los demás, fueron masacrados por los kuddas. El tipo estuvo viviendo durante un tiempo en nuestra colonia, pero se estaba volviendo loco; decía que su mujer y su hija le hablaban en sueños y cosas así. Un día cogió sus pertenencias y se fue. Lo vieron internarse en el Reactor-2 y jamás se volvió a saber de él. Hay quienes dicen haberlo visto vagando en los reactores, lamentándose con grandes sollozos por la pérdida de su familia. Si vas al Patio de Maquinarias puedes oír sus gemidos en la lejanía. O eso dicen, al menos. Sea como sea, muchos viajeros atestiguan haberlo escuchado y es realmente tenebroso.

—¿Tú crees que aún vive?

—No lo sé, pero se me pone la piel de gallina de solo pensar en toparme con él.

Hubo una breve pausa en la que ambos amigos guardaron silencio, inmersos cada uno en sus pensamientos, miraban fijamente el pequeño fogón mientras la música pasaba de una pista a otra.

—¿Crees que alguien pueda sobrevivir en esos lugares, más allá de las colonias? —dijo Sam—, ¿sobrevivir a los piratas, a los monstruos, a los caníbales?

—¿Lo dices por tu padre?

—Y por… Rickson —respondió casi en un susurro y se evadió fingiendo llevar su atención al intrincado tejido de la manta en su asiento. Sabía que sonaba ridículo. Erick debía estar pensando que era una idiota.

—Es difícil de olvidar, ¿cierto? —no había pizca de sorna en su voz. Sam alzó la cabeza y encontró a su amigo perdido en algún recuerdo—. Contaba malos chistes, pero era un gran compañero —suspiró—. Mañana se cumple un año desde que se fue.

Para Samanta era imposible olvidar aquella fecha. Hacía un año exacto, Rickson le cantaba en el oído con su voz profunda y destemplada la melodía favorita de ambos mientras yacían juntos en la misma cama, abrazados en la despedida de su última noche intentando calmar los temores que la atormentaban y que resultaron ser ciertos. Dolía tanto. Podría ahogarse en aquella pena resucitada.

La mano de Erick se posó suavemente sobre la suya.

—¿Es por eso? —preguntó con respeto—. ¿Pretendes buscarlo?

Parecía que no podía ocultarle nada a su amigo.

—Quiero… —alargó la mano libre hacia la cápsula y la hizo girar buscando nueva música. No lograba hallar su voz. Tomó aire— Quiero… saber si realmente está muerto.

—Todos le vieron morir.

—Lo sé.

—Sam…

—¿Qué más da? —era agotador, agobiante, tratar de explicar que lo mejor que le había sucedido en la vida había sido conocer a Rickson y que la ligera, muy leve esperanza, por muy ilusoria y hasta ingenua que fuera, de encontrarlo con vida era suficiente para ella—. Samuel es buena persona, lo quiero mucho, pero se la pasa ebrio en la taberna. En la práctica, no tengo familia. Estoy… sola. Entonces, ¿qué más da? ¿por qué no intentarlo? —No pudo decir más. Si lo hacía, algo dentro de ella se iba a romper—.

—Me tienes a mí —dijo Erick. Sam levantó la vista y buscó en el rostro del muchacho lo raro—. Digo, soy tu amigo, mi casa es tu casa.

Sam intentó sonreír; no quería herirlo, que se diera cuenta que aquello no era suficiente, que no deseaba mendigar afecto. Suspiró espantando la mala onda.