Autobiografía de un místico espiritualmente incorrecto - Osho - E-Book

Autobiografía de un místico espiritualmente incorrecto E-Book

OSHO

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Beschreibung

Han transcurrido algunos años desde que, en palabras de su médico, Osho preparó la salida del cuerpo que le había servido durante 59 años, "con tanta calma como si estuviera haciendo la maleta para pasar el fin de semana en el campo". Este libro es un reconocimiento de que ha llegado la hora de aportar un contexto histórico y biográfico que ayude a comprender la vida y la obra de Osho. ¿Quién fue este hombre conocido como el gurú del Rolls Royce o, simplemente, el Maestro? ¿Quién fue este personaje controvertido, rebelde, polémico y, frecuentemente, mal entendido? A partir de multitud de conferencias grabadas, el propio Osho nos cuenta la historia de su juventud, su educación, su vida como profesor de filosofía y sus años de viajes impartiendo la enseñanza de "Zorba el Buddha". De todo ello emerge el verdadero legado que Osho quiso dejar a sus oyentes: una religión sin religión, centrada en la responsabilidad y la conciencia individual. Una obra imprescindible para comprender a uno de los místicos más polémicos y originales del siglo XX.

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Autobiografía de un místico espiritualmente incorrecto

OSHO

Traducción de Luis Martín-Santos Laffón

Título original:AUTOBIOGRAPHY OF A SPIRITUALLY INCORRECT MYSTIC

© 1999 by Osho International Foundation, www.osho.com/copyrights

OSHO® es una marca registrada de OSHO International Foundation: www.osho.com/trademark

All rights reserved

© de la edición en castellano:

2001 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Primera edición: Febrero 2001

Primera edición digital: Julio 2013

ISBN papel: 978-84-7245-483-5

ISBN epub: 978-84-9988-268-0

ISBN kindle: 978-84-9988-269-7

ISBN Google: 978-84-9988-270-3

Depósito legal: B 16.584-2013

Diseño cubierta: Katrien Van Steen “Soma”

Composición: Pablo Barrio

El material de este libro ha sido seleccionado entre varias obras de Osho dio en público ante una audiencia. Todos los discursos de Osho han sido publicados íntegramente en inglés y están también disponibles en audio. Las grabaciones originales de audio y el archivo completo de textos se pueden encontrar on-line en la biblioteca de la www.osho.com.

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Sí, soy el comienzo de algo nuevo,pero no soy el comienzo de una nueva religión.Soy el comienzo de una nueva forma de religiosidadque no conoce adjetivos ni fronteras;una religiosidad que sólo conoce la libertad del espíritu,el silencio de tu ser, el crecimiento de tu potencialy finalmente la experiencia de la divinidad dentro de ti.No de un Dios fuera de ti, sino de una divinidad que mana de ti rebosante.

SUMARIO

Introducción

Prólogo

PARTE I SÓLO UN HOMBRE CORRIENTE: LA HISTORIA DETRÁS DE LA LEYENDA

Vislumbres de una infancia dorada

1931-1939: Kuchwada, Madhya Pradesh, India

El espíritu rebelde

1939-1951: Gadarwara, Madhya Pradesh, India

En busca de la inmortalidad

La iluminación: Una discontinuidad con el pasado

Afilando la espada

1953-1956: Estudiante en la universidad

1957-1966: El profesor

En el camino

Expresando lo inexpresable: Los silencios entre las palabras

PARTE II REFLEJOS EN UN ESPEJO VACÍO: LAS MUCHAS CARAS DE UN HOMBRE QUE NUNCA EXISTIÓ

El gurú del sexo

El líder de culto

El estafador

El «bhagwan autoproclamado»

El gurú de los ricos

El bromista

El gurú de los Rolls Royce

1978, Puna, India

1981-1985, Oregón

El maestro

PARTE III EL LEGADO

La religión sin religión

Meditación para el siglo XXI

1972: Campo de Meditación, Mt. Abú, Rajastán, India

La tercera psicología: La psicología de los budas

Zorba el Buda: El ser humano completo

APÉNDICE EVENTOS MÁS IMPORTANTES EN LA VIDA Y EN EL TRABAJO DE OSHO

11 de diciembre de 1931

1932-1939: Kuchwada

1938-1951: Gadarwara

21 de marzo de 1953: Iluminación

1951-1956: Estudiante universitario

1957-1970: Profesor y orador público

1970-1974: Bombay

1974-1981: “Puna uno”

1981-1985: El rancho Big Muddy

1985-1986: La “gira mundial”

1987: “Puna dos”

Epílogo: 1990-Presente

Referencias

Lecturas sugeridas

Resort de Meditación OSHO Internacional

Más información

INTRODUCCIÓN

A Osho le preguntaron muchas veces por qué no escribía una autobiografía, o por lo menos otorgaba una serie de entrevistas para que otra persona pudiera elaborar un relato de los acontecimientos históricos de su vida. Él siempre rechazaba estas preguntas con un gesto de su mano: las verdades intemporales son importantes, solía decir, y no los recortes de periódicos que coleccionamos y llamamos “historia”. O decía que su biografía hay que encontrarla en la suma de su trabajo, en los cientos de volúmenes publicados con sus charlas, y en las vidas transformadas de la gente tocada por él.

No obstante, la mente humana ansía encontrar un sentido a los hechos que se suceden en el tiempo. Queremos apoderarnos de un contexto en el que poder convencernos de que entendemos el significado de las «cosas» que pasan, especialmente cuando estos hechos parecen ser contradictorios, asombrosos, inusuales. Este libro es el reconocimiento de que ha llegado el momento de facilitar ese contexto para la comprensión de Osho y de su trabajo.

Han pasado diez años desde que Osho preparara, en palabras de su médico de cabecera, «con la misma calma como si estuviera preparando el equipaje para un fin de semana en el campo», su salida del cuerpo que le había prestado sus servicios durante 59 años. Y en un sentido muy real, esta autobiografía no se podría haber preparado sin ese paso del tiempo y sin los profundos cambios que se han producido como resultado. Desde que Osho hizo las maletas y se fue de fin de semana al campo, han nacido ambas, CNN e Internet. La utópica visión de la que Osho habló tan a menudo —un mundo sin divisiones de fronteras nacionales, de raza o religión, género o credo— ahora es por lo menos imaginable, aunque todavía no sea una realidad. La meditación, en la que, insiste Osho una y otra vez, reside el núcleo mismo de su mensaje, no es sólo el oscuro y desconcertante interés de unos pocos excéntricos, sino que se ha ido reconociendo cada vez más por su potencial para beneficiar a todo el mundo, desde hombres de negocios estresados hasta pacientes con cáncer. En otras palabras, a pesar de que Osho es todavía incuestionablemente un hombre adelantado a su tiempo, el tiempo le ha alcanzado, por lo menos lo suficiente, para hacer posible que más gente comprenda su perspectiva y su visión únicas.

A un nivel más práctico, el tiempo y la tecnología han permitido a los custodios del vasto trabajo de Osho, digitalizar y poner a disposición para su investigación, casi 5.000 horas de sus charlas grabadas en inglés, además de cientos de discursos que van estando disponibles a medida que se van traduciendo del hindi. Esto significa que en cuestión de segundos uno puede llegar a saber que, en esas charlas, Osho usa la palabra meditación 25.000 veces y la palabra amor casi 42.000 veces. Las variaciones de la palabra sexo, que se pensaba que era un tema poco usual para que hablara de él un místico en los años 60 en la India, aparecen sólo 9.300 veces; 2.000 referencias más que a la política y los políticos.

Por supuesto, la investigación del material para encontrar ejemplos en los que Osho habla directamente sobre su propia vida, exige un poco más de inteligencia humana de lo que un software informático puede proporcionar. Este libro no podría haber aparecido si no se hubiesen dedicado tres años de trabajo específicamente a esta tarea. Y, finalmente, construir una biografía a partir de toda la información disponible —una que haga honor a la opinión que mantiene Osho sobre la importancia absoluta de “la verdad” con respecto a “los hechos”, o de lo intemporal frente a lo momentáneo— exige de alguna forma un deseo temerario de acometer lo imposible.

Por ejemplo: durante una serie de años después de graduarse en la universidad, Osho enseñó filosofía. La mente orientada a los hechos le etiqueta como «un ex profesor de filosofía», y con eso se queda satisfecha, porque sabe algo importante de él. Pero en lo que respecta a Osho, podría haber sido indistintamente un zapatero o un carpintero. Lo importante no es lo que hace, sino lo que es. La mente orientada a los hechos quiere definir a la gente por lo que hace, no por lo que es; por las posesiones que adquieren durante la vida en lugar del entendimiento que se llevan con ellos al morir. La preocupación central de Osho no es precisamente la dimensión del “hacer” o el “tener”, sino la dimensión del “ser”. En la medida en que le demos importancia a los hechos externos de su vida basándonos en nuestros propios valores sobre el “hacer” o el “tener”, estaremos abocados a no entenderlo.

Pero, verdades intemporales aparte, el hecho es que Osho no se educó para hacer zapatos o fabricar muebles, sino para expresarse con palabras. Ambos, sus amigos y sus enemigos, coinciden en que lo hace con una elocuencia fuera de lo común, sabiduría, y humor. Si Osho hubiese tenido una filosofía coherente que estuviera tratando de enseñar a la gente, podría haber sido posible, incluso fácil, seleccionar las palabras «correctas» para representar su vida. No la tiene. Podría haber sido posible si hubiera formado parte de alguna tradición que intentaba defender, o si hubiera declarado ser una especie de mensajero sobrenatural o un profeta que había llegado para fundar una nueva tradición. Nada podría haber estado más lejos de la verdad. Por el contrario, repetidamente subraya que no sólo no forma parte de ninguna tradición sino que ha hecho todo lo humanamente posible para impedir la creación de una tradición a su alrededor cuando se haya ido.

Por eso las palabras de este volumen no pretenden ser —no pueden ser, por la naturaleza misma de su sujeto— la respuesta definitiva a la pregunta «¿Quién es Osho?». Son, en todo caso, una guía a la continua búsqueda de esa pregunta, tanto en el contexto de lo intemporal como en el de lo temporal; tanto en el contexto del “ser” como en el del “hacer”. Al final, dice Osho, sólo llegaremos a saber quién es él cuando hayamos llegado a saber quiénes somos nosotros. Al entregarnos este desafío nos invita a aprender de su vida lo que podamos, y a darnos cuenta de que sólo será significativo en la medida que nos señale la dirección para aprender más sobre nosotros mismos.

Sarito Carol Neiman, Nueva York, 1999

PRÓLOGO

Lo primero que hay que entender es la diferencia entre el hecho y la verdad. La historia común se ocupa de los hechos: lo que sucede en realidad en el mundo de la materia, los acontecimientos. No se ocupa de la verdad porque la verdad no sucede en el mundo de la materia, sucede en la conciencia. Y el hombre todavía no es lo suficientemente maduro como para ocuparse de los sucesos de la conciencia.

Por supuesto, se ocupa de los acontecimientos que están sucediendo en el tiempo y el espacio; ésos son los hechos. Pero no tiene la madurez suficiente, no tiene la intuición suficiente para darse cuenta de lo que sucede más allá del tiempo y del espacio; en otras palabras, lo que sucede más allá de la mente, lo que sucede en la conciencia. Un día tendremos que escribir toda la historia con una orientación completamente diferente, porque los hechos son triviales y, aunque son materiales, no importan. Y las verdades son inmateriales, pero importan.

La nueva orientación para la historia futura se interesará por lo que sucedió en el interior de Gautama el Buda cuando se iluminó, lo que sucedía mientras estuvo en el cuerpo durante cuarenta y dos años después de iluminarse. Y lo que sucedía durante esos cuarenta y dos años no va a interrumpirse sólo porque el cuerpo muera. No tenía ninguna relación con el cuerpo, fue un fenómeno en la conciencia, y la conciencia continúa. El peregrinaje de la conciencia no tiene fin. Por eso, lo que sucedía en la conciencia dentro del cuerpo, seguirá sucediendo fuera del cuerpo. Es fácil de entender.

Esta historia es una historia de los sucesos internos.

PARTE ISólo un hombre corriente: La historia detrás de la leyenda

P: ¿Quién eres?

R: Sólo soy yo mismo. No soy un profeta, ni un mesías, ni un Cristo. Sólo un hombre corriente…, igual que tú.

P: ¡Bueno, no del todo!

R: Es verdad…, ¡no del todo! Tú todavía estás dormido, pero no hay mucha diferencia. Hubo un día en el que yo también estaba dormido; llegará un día en el que tú serás capaz de despertar. Puedes despertar en este momento, nadie te lo está impidiendo. De modo que la diferencia es insignificante.

•De una entrevista con Roberta Green.

Santa Ana Register, Orange County, California.

VISLUMBRES DE UNA INFANCIA DORADA

Nunca he sido espiritual en el sentido en el que tú entiendes la palabra. Nunca he ido a los templos o a las iglesias, o leído las escrituras, o seguido ciertas prácticas para encontrar la verdad, o adorado a Dios o rezado a Dios. Ése no ha sido en absoluto mi camino. Por eso, ciertamente puedes decir que no he estado haciendo nada espiritual. Pero para mí, la espiritualidad tiene una connotación completamente distinta. Necesita una individualidad honesta. No permite ningún tipo de dependencia. Crea una libertad para sí misma, cueste lo que cueste. Nunca está en el grupo sino a solas, porque el grupo nunca ha encontrado ninguna verdad. La verdad la han encontrado las personas, únicamente como individuos, a solas.

Por eso mi espiritualidad tiene un significado distinto de tu idea de espiritualidad. Las historias de mi infancia, si las logras entender, señalarán todas esas cualidades de una forma u otra. Nadie las puede llamar espirituales. Yo las llamo espirituales porque considero que me han dado todo aquello a lo que un hombre puede aspirar.

Mientras estés escuchando las historias de mi infancia debes tratar de encontrar un tipo de cualidad; no sólo la historia en sí misma, sino una cualidad intrínseca que es el hilo conductor a través de todos mis recuerdos. Y ese fino hilo es espiritual.

Para mí, espiritual significa encontrarse a sí mismo. Nunca le he permitido a nadie que haga ese trabajo por mí, porque nadie puede hacer este trabajo por ti; lo tienes que hacer tú mismo.

1931-1939: KUCHWADA, MADHYA PRADESH, INDIA

Me estoy acordando de la aldea donde nací. Para empezar, es incomprensible por qué la existencia eligió esa aldea. Es como tenía que ser. La aldea era preciosa. He viajado por todas partes, pero nunca he visto una belleza equiparable. Uno nunca vuelve a lo mismo. Las cosas vienen y van, pero nunca es lo mismo.

Puedo verla todavía, una pequeña aldea. Unas cuantas cabañas cerca de un estanque y los altos árboles donde solía jugar. En la aldea no había escuela. Eso tiene mucha importancia porque, durante casi nueve años, no recibí educación, y ésos son los años más formativos. Después de eso, aunque lo intenten, no te pueden educar. En cierto sentido todavía sigo sin educar, aunque tenga muchos títulos académicos, y no sólo títulos académicos, sino título de maestro de primera clase. Cualquier necio puede hacerlo; tantos necios lo hacen cada año que no tiene importancia. Lo importante es que durante mis primeros años no recibí educación. No había colegio, ni carretera, ni ferrocarril, ni oficina de correos. ¡Qué bendición! Esa pequeña aldea era todo un mundo. Incluso en los períodos en que me encontraba lejos de aquella aldea, seguí en ese mundo, sin educar.

Y aunque me he topado con millones de personas, las de aquel pueblo eran más inocentes que ninguna, porque eran muy primitivas. No sabían nada del mundo. A aquel pueblo no había llegado ni un solo periódico. Ahora podéis entender por qué no había escuela, ni siquiera una escuela primaria… ¡Qué bendición! Ningún niño moderno se lo puede permitir.

En el pasado había niños que se casaban antes de los diez años. Algunas veces los casaban incluso cuando todavía estaban en el vientre de su madre. Dos amigos decidían: «nuestras esposas están embarazadas, de modo que si una tiene un niño y la otra una niña, el matrimonio está acordado, prometido». El hecho de preguntarles al niño y a la niña ni se plantea, ¡ni siquiera han nacido! Pero si uno es un niño y la otra es una niña, el matrimonio queda acordado. Y la gente mantiene su palabra.

A mi propia madre la casaron cuando tenía siete años. Mi padre no tenía más de diez años, y no tenía idea de lo que estaba sucediendo. Yo le solía preguntar: «¿Qué es lo que más disfrutaste en tu boda?»

Él dijo: «Montar en el caballo». ¡Naturalmente! Por primera vez le habían vestido como a un rey, con un sable colgando del cinturón, iba montado en el caballo y todo el mundo iba caminando a su alrededor. Lo disfrutó enormemente. Esto fue lo que más disfrutó de toda su boda. Y la luna de miel ni se planteaba. ¿A dónde vas a mandar a un niño de diez años y a una niña de siete años de luna de miel? Por eso en la India nunca solía celebrarse la luna de miel y, en el pasado, tampoco en ningún otro lugar en el mundo.

Cuando mi padre tenía diez años y mi madre tenía siete, mi abuela paterna murió. Después de la boda, quizás uno o dos años después, toda la responsabilidad recayó sobre mi madre, que tenía sólo siete años. El padre de mi madre había dejado dos hijas pequeñas y dos hijos pequeños. De modo que eran cuatro niños, y la responsabilidad de ocuparse de ellos recayó en una niña de nueve años y el hijo de doce años. A mi abuelo paterno nunca le gustó vivir en la ciudad donde tenía su tienda. Le gustaba el campo, y cuando su esposa murió quedó totalmente libre. El gobierno solía dar tierras gratis a la gente, porque había mucho terreno y no demasiada gente para cultivarlo. Por eso mi abuelo consiguió 20 hectáreas de tierra del gobierno y dejó la tienda en manos de sus hijos —mi padre y mi madre—, que tenían sólo doce y nueve años respectivamente. Disfrutó creando una huerta, creando una granja, y le gustaba vivir allí, al aire libre. Odiaba la ciudad.

Así que mi padre no tuvo ninguna experiencia de la libertad de la gente joven de hoy en día. Nunca fue un joven en este sentido. Antes de poder convertirse en un joven ya era mayor, ocupándose de sus hermanos y hermanas más jóvenes, y de la tienda. Y cuando tuvo veinte años tuvo que arreglar los matrimonios de sus hermanas, y el matrimonio y la educación de sus hermanos.

Nunca le llamé a mi madre «madre», porque antes de que yo naciera ella se ocupaba de cuatro niños que solían llamarla bhabhi. Bhabhi quiere decir «la esposa del hermano». Y como había cuatro niños que ya le llamaban a mi madre bhabhi, yo también empecé a llamarla bhabhi. Lo aprendí desde el principio, cuando otros cuatro niños ya le llamaban así.

Fui educado por mi abuelo y mi abuela maternos. Aquellos dos ancianos estaban solos y querían un niño que fuera la alegría de sus últimos días. De modo que mi padre y mi madre accedieron: Yo era su hijo primogénito, el primero recién nacido; me enviaron.

No recuerdo haber tenido ninguna relación con la familia de mi padre en los primeros años de mi infancia. Pasé mis primeros años con dos ancianos —mi abuelo y su viejo criado que era un hombre hermoso de verdad— y con mi anciana abuela. Esas tres personas… con las que la distancia era tan grande que yo estaba completamente sólo. Aquellos ancianos no eran compañía, no podían ser compañía para mí. Y no tenía a nadie más, porque en aquella pequeña aldea mi familia era la más rica, y era una aldea tan pequeña —en total no más de doscientas personas— y tan pobre que mis abuelos no dejaban que me mezclara con los niños de la aldea. Estaban sucios, y por supuesto eran casi mendigos. De modo que no había forma de tener amigos. Eso causó un gran impacto. En toda mi vida no he conocido a nadie que fuera mi amigo. Sólo, he tenido conocidos.

En aquellos primeros años estaba tan solo que comencé a disfrutarlo, y es realmente una felicidad. De modo que para mí no fue una calamidad, sino que demostró ser una bendición. Comencé a disfrutarlo, y empecé a sentirme autosuficiente; no dependía de nadie.

Nunca he estado interesado en los juegos por la sencilla razón que desde mi primera infancia no tenía forma de jugar; no tenía con quién hacerlo. Todavía me puedo ver en aquellos primeros años, simplemente sentado. Nuestra casa estaba en un lugar muy hermoso, justo enfrente de un lago. Durante kilómetros a lo lejos, el lago… ¡y era tan hermoso y tan silencioso…! Sólo de vez en cuando se podía ver una fila de cigüeñas blancas volando, o llamando a su pareja, y la paz se veía alterada; por otra parte, era un lugar casi perfecto para la meditación. Y cuando la llamada enamorada de un pájaro alteraba la paz… después de aquella llamada la paz se hacía más profunda.

El lago estaba lleno de flores de loto, y yo me sentaba durante horas tan feliz conmigo mismo, como si el mundo no importara: las flores de loto, las cigüeñas blancas, y el silencio…

Y mis abuelos se dieron cuenta de una cosa: de que disfrutaba de mi soledad. Habían visto que no tenía deseos de ir a la aldea y encontrarme o hablar con alguien. Incluso si ellos querían hablar mis respuestas eran sí o no; tampoco estaba interesado en hablar. Se dieron cuenta de que disfrutaba de mi soledad y de que su obligación sagrada era no molestarme.

Por eso durante siete años continuamente nadie trató de corromper mi inocencia; no había nadie. Aquellos tres ancianos que vivían en la casa, el criado y mis abuelos, trataron de todas las maneras posibles que nadie me molestase. De hecho, mientras crecía, me comencé a sentir un poco avergonzado de que por mi causa no pudieran hablar, no pudieran ser normales como lo es todo el mundo. Sucede con los niños que les dices: «Estate callado porque tu padre está pensando, tu abuelo está descansando. Estate callado, siéntate en silencio». En mi infancia sucedió lo contrario. Ahora no puedo responder el porqué y ni cómo; simplemente sucedió. El mérito no me corresponde.

Aquellos tres ancianos estaban continuamente haciéndose señales entre ellos: «No le molestes, está disfrutando tanto…». Y comenzaron a amar mi silencio.

El silencio tiene su vibración; es contagioso, particularmente el silencio no impuesto de un niño, que no se debe a que le estés diciendo: «Te pegaré si molestas o haces ruido». No, eso no es silencio. Eso no creará la vibración gozosa de la que estoy hablando, cuando un niño está en silencio él solo, disfrutando sin ninguna razón; su alegría no tiene causa. Eso crea grandes ondas a su alrededor.

Por eso no fue sólo una coincidencia el que durante siete años no me molestaran, nadie me regañó para prepararme para el mundo de los negocios, la política, la diplomacia. Mis abuelos estaban más interesados en dejarme tan natural como fuera posible; en especial mi abuela. Ella es una de las causas —estas pequeñas cosas afectan a todos los patrones de tu vida—, ella es una de las causas de mi respeto por todo el mundo femenino. Era una mujer sencilla, sin educación, pero inmensamente sensitiva. Ella dejó claro a mi abuelo y a su criado:

—Todos nosotros hemos vivido un cierto tipo de vida que no nos ha conducido a ningún lugar. Estamos más vacíos que nunca, y ahora la muerte se está acercando.

Ella insistió:

—Dejemos que este niño no sea influido por nosotros. ¿Qué influencia podemos darle? Sólo podemos hacerle como nosotros, y nosotros no somos nada. Démosle la oportunidad de ser él mismo.

Mi abuelo —les escuchaba discutir cuando pensaban que yo estaba dormido— le solía decir:

—Me estás diciendo que haga esto y lo otro; pero él es hijo de otra persona, y más pronto o más tarde tendrá que volver con sus padres. ¿Qué dirán?, «No le has enseñado ningunos modales, ninguna etiqueta, es absolutamente salvaje».

Ella dijo:

—No te preocupes por eso. En todo el mundo todos son civilizados, tienen modales, etiqueta, pero, ¿cuál es el beneficio? Tú eres muy civilizado. ¿Qué has conseguido con eso? Como mucho se enfadarán con nosotros. ¿Y qué? Deja que se enfaden. No nos pueden hacer daño, y en ese momento el niño será lo suficientemente fuerte para que no puedan cambiar el curso de su vida.

Le estoy inmensamente agradecido a esa anciana. Mi abuelo estaba preocupado una y otra vez de que más pronto o más tarde iba a ser el responsable:

—Me dirán, «Te dejamos a nuestro hijo y tú no le has enseñado nada».

Mi abuela no consintió ni siquiera un tutor. Había un hombre en la aldea que al menos podía enseñarme los principios del lenguaje, matemáticas, un poco de geografía. Estaba educado sólo hasta el cuarto grado —el cuarto grado inferior, así se llamaba la educación primaria en India— pero era la persona más educada del pueblo. Mi abuelo lo intentó:

—Él puede venir y enseñarle. Por lo menos conocerá el alfabeto, algo de matemáticas, de modo que cuando regrese con sus padres no dirán que ha desperdiciado siete años por completo.

Pero mi abuela dijo:

—Déjales que hagan lo que quieran después de los siete años. Durante siete años él tiene que desarrollar su ser natural, y nosotros no vamos a interferir.

Y su argumento siempre era:

—Tú te sabes el alfabeto, ¿y qué? Sabes matemáticas, ¿y qué? Has ganado un poco de dinero; ¿quieres que él también gane también un poco de dinero y viva igual que tú?

Eso era suficiente para tener callado al anciano. ¿Qué hacer? Estaba metido en un lío porque no podía discutir, y sabía que le harían responsable a él, no a ella, porque mi padre le preguntaría:

—¿Qué has hecho?

Y de hecho hubiera ocurrido eso, pero afortunadamente él se murió antes de que mi padre pudiera preguntárselo.

Más tarde mi padre siempre estaba diciendo:

—Ese viejo es el responsable, ha malcriado al niño.

Pero ahora yo ya era lo bastante fuerte, y se lo dejé muy claro:

—Delante de mí nunca digas ni una sola palabra en contra de mi abuelo materno. Él ha evitado que me malcriaras; realmente estás enfadado por eso. Pero tienes otros hijos; malcríalos a ellos. Y al final veremos quién es el malcriado.

Él tuvo más hijos, y siguieron llegando cada vez más niños. Yo le solía tomar el pelo:

—Ten un hijo más, ten una docena. ¿Once hijos? La gente pregunta, “¿Cuántos hijos?” Once no parece correcto; una docena hace mejor impresión. —Y años más tarde le solía decir:

—Sigues malcriando a tus hijos; yo soy salvaje, y seguiré siendo salvaje. —De alguna manera he permanecido fuera de las garras de la civilización.

Mi abuelo, el padre de mi madre, era un hombre generoso. Era pobre, pero rico en su generosidad. Le daba a todo el mundo todo lo que tenía. Aprendí de él el arte de dar; nunca le vi decir que no a ningún mendigo ni a nadie.

Al padre de mi madre le llamaba «nana»; esa es la forma de llamar al padre de tu madre en la India. A la madre de tu madre se le llama «nani». Yo le solía preguntar a mi abuelo: «Nana, ¿dónde conseguiste una esposa tan bella?». Sus facciones no eran indias, parecía griega, y era una mujer fuerte, muy fuerte. Mi nana no tenía más de cincuenta años cuando murió. Mi abuela vivió hasta los ochenta y todavía estaba llena de salud. Ni siquiera entonces pensó nadie que se fuera a morir. Yo le prometí una cosa, que cuando ella se muriera vendría. Y ésa fue mi última visita a la familia; murió en 1970. Tuve que cumplir mi promesa.

Durante mis primeros años consideré a mi nani como mi madre; ésos son los años en los que uno crece. Mi propia madre llegó después; yo ya había crecido, ya estaba hecho a un cierto estilo. Y mi abuela me ayudó inmensamente. Mi abuelo me quería, pero no pudo ayudarme demasiado. Era muy cariñoso, pero para poder ayudar hace falta más; un cierto tipo de fuerza. Siempre estaba asustado de mi abuela. Estaba de alguna forma dominado por su mujer. Pero me amó, me ayudó…, ¿qué podía hacer yo si su mujer le tenía dominado? El 99% de los maridos lo están, de modo que no importa.

Puedo entender al viejo, mi abuelo, y los problemas que le causaban mis travesuras. Todo el día sentado en su gaddi —es el nombre que se le da en India al asiento de un hombre rico— escuchando cada vez menos a sus clientes y cada vez más a los que venían a protestar. Pero les solía decir: «Estoy dispuesto a pagar por todos los daños que haga, pero recuerden que no le voy a castigar».

Tal vez por toda la paciencia que tuvo conmigo, un niño revoltoso… ni siquiera yo lo podría soportar. Si me dieran un niño así, y durante varios años… ¡Dios mío! A los pocos instantes lo habría echado a la calle para siempre. Tal vez aquellos años fuesen como un milagro para mi abuelo, por la inmensa paciencia que tuvo. Se volvió cada vez más silencioso. Vi como aquel silencio crecía día a día. De vez en cuando le decía:

—Nana, me puedes castigar. No tienes que ser tan tolerante». Y, ¿podéis creer que lloraba? Con lágrimas en los ojos me decía:

—¿Castigarte? No puedo hacerlo. Puedo castigarme a mí mismo, pero no a ti.

Nunca, ni por un solo instante, he visto en sus ojos una sombra de enfado hacia mí; y creedme, armaba tanto lío como mil niños. Estaba haciendo travesuras desde por la mañana, antes de desayunar, hasta tarde por la noche. A veces volvía a casa muy tarde, a las tres de la mañana, pero ¡él era un gran hombre! Nunca me dijo:

—Es muy tarde. No son horas de venir a casa para un niño—. No; ni una sola vez. De hecho, cuando estaba delante de mí evitaba mirar el reloj que había en la pared.

Nunca me llevó al templo al que solía ir. Yo también iba a menudo al templo, pero sólo cuando estaba cerrado, para robar los caireles, porque ese templo estaba lleno de candelabros con unos caireles preciosos. Creo que, poco a poco, robé la mayor parte de ellos. Cuando mi abuelo se enteró de esto dijo:

—¿Qué más da? He donado los candelabros y puedo donar más. No está robando, porque pertenece a su abuelo. Yo he construido el templo. —El cura dejó de protestar. ¿Qué sentido tenía? Él sólo era un sirviente de nana.

Nana solía ir al templo todas las mañanas, sin embargo, nunca me dijo: «Ven conmigo». Jamás me inculcó nada. Eso es lo maravilloso…, no adoctrinar. ¡Es tan humano obligar a un niño indefenso a seguir tus creencias…; pero él no cayó en la tentación. Sí, yo lo llamo la mayor tentación. En cuanto ves que alguien depende de ti de una u otra manera, empiezas a inculcarle tus creencias. Ni siquiera me dijo jamás: «Eres un jainista».

Lo recuerdo perfectamente, era cuando se estaba elaborando el censo. El funcionario vino a nuestra casa. Hizo preguntas sobre muchas cosas. Preguntaron por la religión de mi abuelo, él dijo: «jainismo». Luego le preguntaron por la religión de mi abuela. Mi nana dijo:

—Le pueden preguntar ustedes mismos. La religión es un asunto privado. Yo nunca se lo he preguntado. ¡Qué hombre!

Mi abuela les contestó:

—Yo no creo en ninguna religión, sea la que sea. Todas las religiones me parecen infantiles—. El funcionario se sorprendió. Hasta yo me quedé desconcertado. ¡No cree en ninguna religión en absoluto! Es imposible encontrar en la India una mujer que no crea en ninguna religión. Pero ella había nacido en Khajuraho, probablemente en una familia de tántricos que nunca han tenido una religión. Practican la meditación pero no creen en ninguna religión.

Esto le parece muy ilógico a la mente occidental: ¿meditación sin religión? Sí…, en efecto, si crees en una religión no puedes meditar. La religión es una interferencia en la meditación. La meditación no necesita un Dios, un cielo, un infierno, el miedo al castigo y la fascinación por el placer. La meditación no tiene nada que ver con la mente; la meditación está más allá de la mente, mientras que la religión sólo es mente, está dentro de la mente.

Sé que nani no iba nunca al templo, pero me enseñó un mantra que voy a dar a conocer por primera vez. Es un mantra jainista, aunque no tiene nada que ver con los jainistas como tales. Es puramente accidental que esté relacionado con el jainismo…

Este mantra es muy bello. Va a ser difícil traducirlo, pero lo haré lo mejor que pueda…, o lo peor. Escuchad primero el mantra en su belleza original:

Namo arihantanam namo namo / Namo siddhanam namo namo / Namo uvajjhayanam namo namo / Namo loye savva sahunam namo namo / Aeso panch nammukaro / Savva pavappananano / Mangalam cha savvesam / padhamam havai mangalam / Arihante saranam pavajjhami / Siddhe saranam pavajjhami / Sahu saranam pavajjhami / Namo arihantanam namo namo / Namo siddhanam namo namo / Namo uvajjhayanam namo namo / Om, shantih, shantih, shantih…

Ahora lo intentaré traducir: «Voy a los pies de, me inclino ante, los arihantas…».“Arihanta” es el nombre que da el jainismo, igual que arhat bodhisattva en el budismo, a aquél que ha encontrado la verdad y no le preocupan los demás. Ha llegado a casa y ha vuelto las espaldas al mundo. No crea una religión, ni siquiera predica ni lo declara. Por supuesto, tiene que ser el primero en ser recordado. El primer recuerdo es para aquéllos que han conocido y han permanecido en silencio. Lo primero que se respeta no son las palabras, sino el silencio. No el servir a los demás, sino la completa realización de tu propio ser. No tiene importancia si uno sirve a los demás o no; eso es secundario, no es lo principal. Lo principal es que uno ha realizado su propio ser y, en este mundo, es muy difícil conocerte a ti mismo…

Los jainistas llaman arihanta a la persona que se ha realizado, y que está tan inundada, tan ebria de la beatitud de su realización, que se ha olvidado del resto del mundo. La palabra arihanta significa literalmente «aquél que ha dado muerte al enemigo», y el enemigo es el ego. La primera parte del mantra quiere decir: «Me postro a los pies del que se ha realizado».

La segunda parte es: Namo siddhanam namo namo. Este mantra está en prácrito, no en sánscrito. El prácrito es la lengua de los jainistas; es más antigua que el sánscrito. La misma palabra sánscrito quiere decir refinado. Podéis deducir, por la palabra refinado, que debe haber existido algo anteriormente, si no ¿de qué manera vas a refinar algo? «Prakrit» quiere decir sin refinar, natural, en bruto, y los jainistas están en lo cierto cuando dicen que su idioma es el más antiguo de la tierra. Su religión también es la más antigua. El mantra está en prácrito, inculto y sin refinar. El segundo verso dice: Namo siddhanam namo namo: «Me postro a los pies del que se ha convertido en su ser». Así pues, ¿qué diferencia hay entre el primero y el segundo? El arihanta nunca mira hacia atrás, no se preocupa por ningún tipo de servicio, ya sea cristiano o de otro tipo. El siddha, de vez en cuando, extiende la mano a la humanidad que se está ahogando, pero sólo de vez en cuando, no siempre. No es por necesidad ni por obligación, es su propia elección; tal vez lo haga o tal vez no.

De ahí la tercera: Namo uvajjhayanam namo namo…: «Me postro a los pies de los maestros, los uvajjhaya». Éstos han alcanzado lo mismo pero se vuelven hacia el mundo, sirven al mundo. Están en el mundo sin ser parte del mundo…, aunque siguen en él.

La cuarta: Namo loye savva sahunam namo namo… «Me postro a los pies de los profesores». Ya sabéis la diferencia sutil que hay entre Maestro y profesor. El Maestro ha conocido e imparte lo que ha conocido. El profesor ha recibido de alguien que ha conocido, y lo transmite intacto al mundo, pero él no ha conocido. Los que compusieron este mantra son personas verdaderamente bellas; incluso se postran a los pies de aquéllos que aún no se han conocido a sí mismos, pero que, al menos, llevan el mensaje de los Maestros a las masas.

La quinta es una de las frases más trascendentales que me he encontrado en mi vida. Es curioso que me la diera mi abuela cuando era un niño pequeño. Cuando la haya explicado, también vosotros veréis la belleza que hay en ella. Sólo ella podía ser capaz de dármela. No conozco a nadie más que tenga las agallas de declararlo realmente, aunque los jainistas lo repiten en sus templos. Pero, una cosa es repetir, y otra cosa totalmente distinta es comunicárselo a la persona que amas.

«Me postro a los pies de todos aquéllos que se han conocido» …sin ninguna distinción, sean hinduistas, jainistas, budistas, cristianos o musulmanes. El mantra dice: «Me postro a los pies de todos aquellos que se han conocido a sí mismos». Que yo sepa, es el único mantra absolutamente no sectario.

Las otras cuatro partes no difieren de la quinta; están contenidas en ella, pero ésta tiene una amplitud que las otras no tienen. El quinto verso debería estar escrito en todos los templos, en todas las iglesias, pertenezcan a quien pertenezcan, porque dice: «Me postro a los pies de todos aquéllos que lo han conocido». No dice «los que han conocido a Dios». Incluso se puede suprimir «lo»: yo estoy añadiendo «lo» al traducirlo. El original significa simplemente «postrándose a los pies de los que han conocido»; sin «lo». Yo estoy añadiendo el «lo» para satisfacer los requisitos de vuestro idioma; si no, no hay duda que alguien preguntará: «¿Conocido? ¿Qué es lo conocido? ¿Cuál es el objeto de conocimiento?». No hay ningún objeto de conocimiento; no hay nada que conocer, sólo el conocedor.

Este mantra fue la única cosa religiosa, si se puede llamar religiosa, que mi abuela me dio; no mi abuelo, sino mi abuela. Una noche ella me dijo:

—Pareces desvelado. ¿No puedes dormir? ¿Estás preparando una travesura para mañana?

—No —le respondí—, pero de algún modo me está rondando una pregunta. Todo el mundo tiene una religión, y cuando la gente me pregunta: «¿a qué religión perteneces?», me encojo de hombros. Pero, desde luego, encogerse de hombros no es una religión, por eso te pregunto, ¿qué debo decirles?

Ella contestó:

—Yo misma no pertenezco a ninguna religión, pero adoro este mantra, y es todo lo que te puedo dar, no porque sea tradicionalmente jainista, sino porque he conocido su hermosura. Lo he repetido millones de veces y siempre me ha dado una inmensa paz…, sólo la sensación de postrarte a los pies de todos aquéllos que han conocido. Te puedo dar este mantra; es todo lo que puedo hacer.

Ahora puedo decir que aquella mujer era realmente especial, porque en lo que a religión se refiere, todos mienten: los cristianos, los judíos, los jainistas y los musulmanes; todos mienten. Todos hablan de Dios, del cielo y el infierno, de ángeles y toda clase de bobadas, sin tener ni idea. Ella era una gran mujer, no porque supiese, sino porque fue incapaz de mentirle a un niño.

Nadie debería mentir, por lo menos a un niño; es imperdonable. Durante siglos se ha explotado a los niños porque están deseando confiar. Les puedes mentir muy fácilmente, y ellos confiarán en ti. Si eres un padre o una madre, creerán que tienes que ser sincero. Así es como la humanidad entera vive en la corrupción, en un lodo espeso, muy resbaladizo, un lodo espeso con todas las mentiras dichas a los niños durante siglos. Si pudiésemos hacer una cosa, sólo una cosa —no mentir a los niños y confesarles nuestra ignorancia—, entonces seríamos religiosos, y les pondríamos en la senda de la religión. Los niños son sólo inocencia; no les deis vuestro, así llamado, conocimiento. Pero antes, vosotros mismos tenéis que ser inocentes, sinceros y auténticos.

El jainismo es la religión más ascética del mundo, o en otras palabras, la más masoquista y sádica. Los monjes jainistas se torturan hasta tal punto que uno llega a pensar que están locos. No lo están. Son comerciantes, y los seguidores de los monjes jainistas también lo son. Es curioso, toda la comunidad jainista está formada por comerciantes, pero no es tan raro, porque la misma religión está motivada por la búsqueda de un beneficio en el más allá. Los jainistas se torturan a fin de obtener algún provecho en el otro mundo, porque saben que no pueden obtenerlo en éste.

Debía tener alrededor de cuatro o cinco años cuando vi címo mi abuela invitaba por primera vez a un monje jainista desnudo a su casa. No me pude aguantar la risa. Mi abuelo me dijo:

—¡Cállate! Eres un pesado. Te perdono cuando te pones insoportable con los vecinos, pero no te puedo perdonar si intentas ser travieso con mi gurú. Es mi maestro; me inició a los secretos internos de la religión.

—No me interesan los secretos internos —le respondí—, lo que me preocupa son los secretos externos que está mostrando tan manifiestamente. ¿Por qué está desnudo? ¡Al menos se podría poner unos pantalones cortos!

Hasta mi abuelo se rió.

—Tú no entiendes —me dijo.

—De acuerdo —le contesté—, se lo preguntaré yo mismo.

Todos los vecinos se habían reunido para el darshan[1] con el monje jainista. Me levanté en mitad del supuesto sermón. Esto ocurrió hace cuarenta años, más o menos, y desde entonces he luchado constantemente contra esos idiotas. Aquel día comenzó una guerra que no terminará hasta que yo ya no esté. Probablemente tampoco termine entonces; tal vez la continúe mi gente.

Le hice unas preguntas muy sencillas pero él no las supo contestar. Yo estaba perplejo. Mi abuelo estaba avergonzado. Mi abuela, dándome palmadas en la espalda, me dijo:

—¡Estupendo! Lo has conseguido. Sabía que serías capaz.

¿Qué le había preguntado? Sólo preguntas sencillas. Le dije:

—¿Por qué no quieres nacer de nuevo? —Es una pregunta muy fácil para los jainistas, porque todo el esfuerzo del jainismo se basa en no volver a nacer. Es la ciencia de evitar la reencarnación. De modo que le hice una pregunta básica:

—¿No quieres volver a nacer de nuevo?

—No, nunca más —me contestó él.

—¿Por qué no te suicidas? —le pregunté entonces—. ¿Por qué sigues respirando? ¿Para qué comer? ¿Por qué beber agua? Desaparece sin más. Suicídate. ¿Para qué armar tanto lío por una cosa tan simple? —Él no sobrepasaba los cuarenta años…

—Si sigues así —le dije—, quizás tengas que seguir otros cuarenta años o tal vez más. Es un hecho científico que la gente que come menos vive más.

Así que le dije al monje (en aquel momento todavía no conocía estos datos):

—Si no quieres volver a nacer de nuevo, entonces ¿por qué estás viviendo? ¿Sólo para morirte? En tal caso, ¿por qué no te suicidas? —No creo que nadie le hubieran hecho una pregunta así antes. En la sociedad cortés a nadie hace preguntas de verdad, y la pregunta del suicidio es la más auténtica de todas.

Marcel dice: «el suicidio es la única cuestión verdaderamente filosófica». No conocía a Marcel entonces. Quizás, en aquella época, ni siquiera existía Marcel ni había escrito aún su libro. Pero eso es lo que le dije al monje jainista:

—Si no quieres volver a nacer, que, como dices, es tu deseo, entonces ¿por qué sigues vivo? ¿Para qué? ¡Suicídate! Yo te puedo enseñar una manera. Aunque no conozco bien cómo marcha el mundo, en lo que se refiere al suicidio te puedo dar un consejo. Puedes tirarte desde la colina que hay al lado del pueblo, o puedes saltar al río.

Le dije al monje jainista:

—Si quieres puedes saltar al río conmigo en la época de las lluvias. Podemos hacernos compañía durante un rato y después te puedes morir, mientras yo llego hasta la otra orilla. Sé nadar bastante bien.

Me miró tan enfurecido, tan lleno de rabia, que tuve que decirle:

—Tenlo en cuenta, tendrás que nacer de nuevo porque todavía estás lleno de rabia. Ésta no es la forma de librarte de un mundo de preocupaciones. ¿Por qué me miras con tanta cólera? Contéstame de manera pacífica y silenciosa. ¡Contéstame con alegría! Si no puedes contestar, di simplemente: «No lo sé». Pero no te enfades.

El hombre dijo:

—El suicidio es pecado. No puedo cometer el pecado de suicidarme. Pero no quiero volver a nacer nunca. Alcanzaré ese estado renunciando, poco a poco, a todo lo que poseo.

—Por favor —le pedí—, muéstrame lo que posees. Por lo que veo estás desnudo y no posees nada. ¿Qué posesiones tienes?

Mi abuelo intentó detenerme. Señalé en dirección a mi abuela y después le dije:

—Recuerda, le he pedido permiso a nani, y nadie me lo va a impedir, ni siquiera tú. Le pregunté a la abuela porque tenía miedo de que te enfadases conmigo si interrumpía a tu gurú y su supuesto sermón de pacotilla. Ella me ha dicho: «Hazme una señal, eso es todo. No te preocupes: con una sola mirada mía se quedará callado.

Y curiosamente… ¡fue verdad! Se quedó callado, incluso sin necesidad de que mi nani le mirara.

Más tarde mi nani y yo nos reíamos. Le dije:

—Ni siquiera te ha mirado.

—No podía —contestó—, seguro que tenía miedo de que le dijese «¡Cállate! No interfieras con el niño». Por eso me rehuyó. La única manera de rehuirme era no interferir contigo.

En realidad cerró los ojos como si estuviese meditando.

—¡Fantástico, nana! —le dije—. Estás enfadado, hirviendo, hay fuego en tu interior y, sin embargo, te sientas con los ojos cerrados como si estuvieses meditando. Tu gurú está enfadado porque mis preguntas le están fastidiando. Tú estás enfadado porque tu gurú no es capaz de contestarme. Pero yo digo que este hombre que nos está sermoneando, no es más que un imbécil. —Y yo apenas tenía más de cuatro o cinco años.

Desde ese día en adelante, mi lenguaje no ha cambiado. Reconozco a un idiota inmediatamente, esté donde esté, sea quien sea. Nadie se puede escapar a los rayos X de mis ojos.

No recuerdo el nombre del monje jainista; podría ser Shanti Sagar, que significa «océano de dicha». Aunque decididamente él no era así. Por eso me he olvidado de su nombre. No era más que un charco sucio, en vez de un océano de dicha, de paz o de silencio. Y, ciertamente, no era un hombre de silencio, porque se enfadó mucho.

“Shanti” puede querer decir muchas cosas. Puede ser paz, puede ser silencio; estos son los dos significados principales. Él carecía de ambos. No era pacífico ni silencioso en absoluto. Tampoco puedo decir que su interior estuviese exento de agitación, porque se enfadó tanto que me gritó y me dijo que me sentara.

—Nadie me puede mandar que me siente en mi propia casa —le contesté—. Yo te puedo decir que te vayas, pero tú no me puedes mandar que me siente. No te voy a echar porque todavía tengo algunas preguntas. No te enfades, por favor. Acuérdate de tu nombre: Shanti Sagar, océano de paz y de silencio. Podrías ser, al menos, una pequeña balsa. No dejes que te irrite un niño pequeño.

Sin preocuparme de si estaba callado o no, le pregunté a mi abuela, que ahora ya estaba muerta de risa:

—¿Tú qué dices, nani? ¿Le debería hacer alguna otra pregunta o debería decirle que se vaya de nuestra casa?

No se lo pregunté a mi abuelo, por supuesto, porque era su gurú. Mi nani dijo:

—Pregúntale lo que quieras, y si no te contesta se puede marchar, la puerta está abierta.

Ésta es la mujer que yo amé. Es la mujer que me hizo un rebelde. Hasta mi abuelo se sorprendió de que me apoyara de esa manera. El así llamado Shanti Sagar se quedó callado en cuanto vio que mi abuela me apoyaba. No sólo ella, los lugareños también se pusieron de mi parte inmediatamente. El pobre monje jainista se quedó absolutamente solo.

Le hice alguna otra pregunta:

—Tú has dicho: «no te creas nada antes de haberlo experimentado tú mismo». Puedo ver la verdad que hay en eso, por eso te hice la pregunta…

Los jainistas creen que hay siete infiernos. Hasta el sexto infierno existe la posibilidad de volver, pero el séptimo es eterno. Probablemente sea el infierno de los cristianos porque cuando entras en ése te quedas ahí para siempre.

—Te has referido a los siete infiernos —continué diciendo—, y se me ocurre una pregunta, ¿has visitado el séptimo? En ese caso no estarías aquí. Y si no has estado, ¿con qué autoridad puedes decir que existe? Deberías decir que sólo hay seis infiernos, no siete. Por favor, habla con propiedad: di que sólo hay seis infiernos o, si insistes en que hay siete, resulta que por lo menos un hombre, Shanti Sagar, ha regresado del séptimo.

Se quedó sin habla. No podía creer que un niño le hiciera una pregunta así. ¡Ahora, yo tampoco puedo creerlo! ¿Cómo se me ocurrió aquella pregunta? La única respuesta es que no había sido educado y era totalmente inculto. La cultura te hace muy astuto. Yo no era astuto. Hice la pregunta que habría hecho cualquier niño inculto. La cultura es el mayor crimen que el hombre ha cometido contra los pobres niños. Puede ser que la última liberación del mundo sea la de los niños.

Yo era inocente, totalmente inculto. No sabía leer ni escribir, ni sabía contar más que los dedos de la mano. Incluso ahora, cuando tengo que contar, empiezo con las manos y si me salto un dedo me equivoco. Y no pudo contestarme. Mi abuela se levantó y le dijo:

—Tienes que contestar a su pregunta. No pienses que sólo la hace el niño; yo también te lo estoy preguntando, y soy tu anfitriona.

De nuevo tengo que hacer mención de una costumbre jainista. Cuando un monje jainista va a una casa para recibir comida, después de comer pronuncia un sermón para bendecir a la familia. Este sermón va dirigido a la anfitriona. Mi abuela dijo:

—Hoy soy tu anfitriona y te hago la misma pregunta. ¿Has estado en el séptimo infierno? Si la respuesta es que no, dilo sinceramente, pero, entonces no puedes decir que hay siete infiernos.

El monje estaba tan perplejo y confundido, más porque una hermosa mujer le estaba haciendo frente, que decidió marcharse. Mi abuela le gritó:

—¡Detente! ¡No te vayas! ¡Quién le va a dar una respuesta al niño? Y todavía tiene que preguntarte algunas cosas. ¿Qué clase de hombre eres, escapándote de las preguntas de un niño?

El hombre se detuvo. Yo le dije:

—Retiro la segunda pregunta porque el monje no ha sabido contestarla. Tampoco ha respondido a la primera, de modo que le haré la tercera; tal vez la sepa contestar.

Me miró y le dije:

—Si me quieres mirar, mírame a los ojos. —Se hizo un silencio, como el que hay aquí ahora. Nadie pronunció ni una palabra. El monje agachó la mirada y entonces le dije:

—En ese caso no te voy a preguntar. No has respondido a las dos primeras preguntas y no quiero hacerte la tercera, porque no quiero que un huésped de esta casa se sienta avergonzado. La retiro. —En realidad, me retiré de la reunión y me alegré mucho de que mi abuela me siguiera.

Mi abuelo se despidió del monje, pero en cuanto éste se fue, entró apresuradamente en la casa y le dijo a mi abuela:

—¿Estás loca? Primero apoyas a este niño, que es un provocador de nacimiento, y después te marchas con él, sin ni siquiera despedirte de mi maestro.

Mi abuela respondió:

—No es mi maestro, de modo que no me importa nada. Además, lo que tú consideras un provocador de nacimiento es la semilla. Nadie sabe cómo va a germinar.

Ahora ya sé cómo germina. No puedes convertirte en un buda a menos que seas un provocador de nacimiento. Yo no soy un buda como Gautama el Buda; eso es demasiado tradicional. Yo soy Zorba el Buda. Soy la confluencia entre Oriente y Occidente. En realidad, no hago divisiones entre Oriente y Occidente, lo superior y lo inferior, el hombre y la mujer, lo bueno y lo malo, entre Dios y el diablo. ¡No! ¡Mil veces no! No divido. Uno todo lo que ha sido dividido hasta ahora. Ése es mi trabajo.

Aquel día es enormemente importante para entender lo que me ha sucedido durante el resto de mi vida; porque a menos que entiendas la semilla, no acertarás a ver el árbol ni el florecimiento, ni tampoco la luna a través de las ramas.

Desde ese mismo momento he estado en contra de todo lo que sea masoquismo. Naturalmente, tuve conocimiento de esta palabra mucho más tarde, pero la palabra no tiene importancia. Siempre he estado en contra del ascetismo; tampoco conocía esa palabra antes, pero no me olía bien. Sabéis que soy alérgico a todos los tipos de autoagresión. Quiero que los seres humanos vivan plenamente; lo mínimo no es mi estilo. Vive al máximo y si puedes sobrepasarlo, ¡fantástico! ¡Hazlo! ¡No esperes! Y no pierdas el tiempo esperando a Godot…

…No estoy en contra de la idea de acabar con la vida. Si alguien decide hacerlo tiene, naturalmente, todo el derecho. Pero estoy en contra, sin lugar a dudas, de convertirlo en una larga tortura. Shanti Sagar llevaba ciento diez días sin comer cuando murió. Un hombre que tenga una salud normal es capaz de resistir sin comer noventa días. Si tiene una salud extraordinaria podría sobrevivir más tiempo.

Por lo tanto recordad que no fui grosero con aquel hombre. Mi pregunta era absolutamente correcta en aquel contexto, y tal vez más porque no pudo contestarla. Aunque parezca raro aquél no fue sólo el principio de mis preguntas, sino también el principio de que la gente no me contestara. Nadie ha contestado a mis preguntas en los últimos cuarenta y cinco años. He conocido a muchas personas de las que llamamos espirituales, y ninguna de ellas ha contestado jamás a mis preguntas. De alguna forma aquel día determinó mi estilo para el resto de mi vida.

Shanti Sagar se fue muy irritado, pero yo estaba enormemente feliz y no tenía por qué ocultárselo a mi abuelo.

—Nana —le dije—, seguramente se ha ido totalmente enfadado, pero yo siento que tengo razón. Tu gurú sólo era un mediocre. Deberías escoger a alguien que mereciera un poco más la pena.

Hasta él se rió y dijo:

—Tal vez tengas razón, pero cambiar de gurú a mi edad no me parece muy práctico. ¿Tú qué piensas?— le preguntó a mi nani.

Mi nani, siempre fiel a su espíritu, dijo:

—Nunca es demasiado tarde para cambiar. Si te das cuenta de que lo que has escogido no está bien, cámbialo. De hecho, es mejor que lo hagas pronto, porque te estás haciendo mayor. No digas: «Soy viejo, así que no puedo cambiar». Un hombre joven se puede permitir no cambiar, pero un viejo no, y tú ya eres bastante viejo.

Pocos años más tarde se murió, pero no tuvo valor de cambiar de gurú. Siguió con el modelo de siempre. Mi abuela solía picarle diciendo:

—¿Cuándo vas a cambiar de gurú y de métodos?

—Sí, lo haré, lo haré —contestaba él.

Un día mi abuela le dijo:

—¡Déjate de bobadas! Nadie cambia a no ser que lo haga de golpe. No digas «Lo haré, lo haré.» O cambias o no cambias, pero debes ser claro.

Aquella mujer se podía haber convertido en una fuerza poderosísima. Su destino no era ser una simple ama de casa. Su destino no era vivir en aquella aldea. Todo el mundo debería haber oído hablar de ella. Probablemente, yo sea su vehículo; quizá se haya expresado por medio de mí. Me quería tanto que nunca consideré a mi madre como mi verdadera madre. Siempre he considerado a mi nani mi verdadera madre.

Cada vez que tenía que confesar algo, alguna maldad que le había hecho a alguien, sólo se lo podía confesar a ella, a nadie más. Era mi persona de confianza. Se lo podía confiar todo, porque me había dado cuenta de una cosa, que ella era comprensiva.

…No creo que estuviese haciendo nada malo en aquel momento de mi vida, cuando le hacía preguntas extrañas, molestas y enojosas, al monje jainista. Seguramente le ayudé. Quizás algún día sea capaz de entenderlo. Si hubiese tenido valor lo habría entendido aquel mismo día, pero era un cobarde y se escapó. Desde entonces, mi experiencia ha sido ésta: todos los presuntos mahatmas y santos son unos cobardes. No he conocido ni un solo mahatma —hindú, musulmán, cristiano o budista— del que se pueda decir que es un verdadero espíritu rebelde. Si no eres rebelde, no eres religioso. La rebelión es la base de la religión.

Nana no era sólo mi abuelo materno. Me es muy difícil definir lo que era para mí. Él solía llamarme “rajá” —“rajá” significa “el rey”— y durante aquellos siete años consiguió que yo viviera como un rey. El día de mi cumpleaños solía traer un elefante de un pueblo cercano… En aquellos días, los elefantes en la India estaban reservados, o bien para los reyes —porque es muy costoso el mantenimiento, la alimentación y el servicio que requieren los elefantes— o para los santos. Los solían disfrutar estos dos tipos de personas. Los santos podían tener elefantes porque tenían muchos seguidores. De la misma forma que los seguidores se ocupaban del santo, se ocupaban del elefante. Cerca de allí había un santo que tenía un elefante, de modo que para mi cumpleaños mi abuelo materno solía subirme al elefante con dos bolsas, una en cada lado, llenas de monedas de plata…

En mi infancia, todavía no habían aparecido los billetes en la India; las rupias todavía eran de plata. Mi abuelo llenaba dos grandes bolsas, y las colgaba una de cada lado, con monedas de plata, y yo iba dando vueltas por la aldea tirando las monedas de plata. Así es como solía celebrar mi cumpleaños. Una vez que empezaba, me seguía con su carro de bueyes con más rupias, y me iba diciendo: «No seas avaro; tengo más guardadas. No puedes tirar todas las que tengo. ¡Sigue tirándolas!».

Él consiguió en todos los aspectos darme la idea de que pertenecía a alguna familia real.

La separación tiene su propia poesía; uno sólo tiene que aprender su lenguaje, y tiene que vivirla en toda su profundidad. De esa misma tristeza surge un nuevo tipo de alegría…, que parece casi imposible, pero sucede. Yo la he conocido con la muerte de mi nana. Fue una separación total. No nos volveremos a ver pero había algo hermoso en ello. Él era viejo y se estaba muriendo, probablemente de un fuerte ataque al corazón. No lo sabíamos porque en el pueblo no había médico, ni farmacéutico ni medicinas. Por eso no pudimos saber cuál fue la causa de su muerte, aunque creo que fue un grave ataque al corazón.

Le pregunté al oído:

—Nana, ¿hay algo que me quieras decir antes de irte? ¿Las últimas palabras? ¿Me quieres dar algo para que te recuerde para siempre?—. Se quitó el anillo y me lo puso en la mano. Ahora, lo tiene algún sannyasin*; se lo regalé a alguien. Pero ese anillo siempre fue un misterio. Durante toda la vida no le permitió ver a nadie lo que había en su interior, pero él solía mirar de vez en cuando. El anillo tenía una ventana de cristal a ambos lados, de modo que se podía mirar a través. En la parte superior había un diamante, y a cada lado había una ventanilla de cristal.

No le había dejado ver a nadie lo que solía mirar a través del cristal. En su interior había una estatua de Mahavira, el tirthankara jainista; una figura muy hermosa y muy pequeña. Se trataba de un pequeño retrato de Mahavira, y aquellos dos cristales actuaban como lupas. Lo ampliaban y parecía enorme.

Con lágrimas en los ojos mi abuelo me dijo:

—No tengo otra cosa para darte, porque todo lo que tengo te será arrebatado, igual que me ha sido arrebatado a mí. Sólo puedo darte mi amor por aquél que se ha conocido a sí mismo.

Aunque no me quedé con el anillo, he cumplido su deseo. Lo he conocido, y lo he conocido dentro de mí mismo. El anillo, ¿qué más da? Pero el pobre viejo amaba a su Maestro, Mahavira, y me dio su amor. Respeto su amor a su maestro y a mí. Las últimas palabras que dijo fueron: «No os preocupéis, porque no me estoy muriendo».

Todos esperamos para ver si decía algo más, pero aquello fue todo. Sus ojos se cerraron y dejó de existir.

Todavía recuerdo aquel silencio. La carreta de bueyes estaba cruzando el lecho de un río. Me acuerdo exactamente de todos los detalles. No dije nada porque no quería molestar a mi abuela. Ella no dijo nada. Pasaron algunos instantes, entonces me empecé a preocupar por ella y le dije:

—Di algo; no estés tan callada, no lo puedo soportar.

No os lo creeréis, ¡se puso a cantar una canción! De ese modo aprendí que hay que celebrar la muerte. Cantó la misma canción que había cantado cuando se enamoró de mi abuelo la primera vez.

También conviene tener en cuenta esto: tuvo el valor de enamorarse hace noventa años en la India. No se casó hasta los veinticuatro años. Eso era poco corriente. Una vez le pregunté por qué había tardado tanto en casarse. Era una mujer muy bella… Le dije en broma que se habría enamorado de ella hasta el rey de Chhattarpur, el estado donde se encuentra Khajuraho.

Ella respondió:

—Qué raro que lo menciones, porque ocurrió. Pero yo le rechacé, y no sólo a él, sino también a muchos otros.

En aquella época, en la India, las niñas se casaban a los siete años, a los nueve como mucho. Sólo por miedo al amor…, si fueran mayores podrían enamorarse. Pero el padre de mi abuela era un poeta; todavía cantan sus canciones en Khajuraho y en los pueblos cercanos. Él insistió en que no la casaría con nadie si ella no estaba de acuerdo. Y por arte del azar, se enamoró de mi abuelo.