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Leopoldo Alas Clarín

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Beschreibung

Don Casto Avecilla habia pasado del Archivo de Fomento, pero sin ascenso, a la direccion de Agricultura, y de todos modos seguia siendo un escribiente, el mas humilde empleado de la casa.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Avecilla

Leopoldo Alas «Clarín»

- I -

Don Casto Avecilla había pasado del Archi-vo de Fomento, pero sin ascenso, a la dirección de Agricultura, y de todos modos seguía siendo un escribiente, el más humilde em-pleado de la casa. Los porteros, cuyo unifor-me envidiaba don Casto, no por la vanidad de los galones, sino por el abrigo de paño, despreciábanle soberanamente. Él fingía no comprender aquel desprecio, creyéndose superior en jerarquía a tan subalternos personajes, siquiera ellos cobrasen mejor sueldo y tuvie-ran gajes que a don Casto ni se le pasaban por las mientes, cuanto más por los bolsillos.

Cuando se le preguntaba a condición de su nuevo empleo, decía con la mayor humildad y muy seriamente que estaba en pastos, palabra con que él sintetizaba, por no sé qué cla-sificación administrativa, la tarea a que con-sagraba el sudor de su frente.

Era una tarde de las primeras frías de Oc-tubre. El concienzudo Avecilla terminaba la copia de una minuta conceptuosa escrita por el oficial de su mesa, y mientras limpiaba la pluma en la manga de percal inherente a su personalidad oficinesca, sonreía a la idea de un proyecto que desde aquella mañana tenía entre ceja y ceja. Almorzaba don Casto en la oficina y sin vino, por lo común, pero aquel día un compañero aragonés habíale dado a probar un Valdiñón que de Zaragoza le envia-ron los suyos, y don Casto, que no solía pro-barlo, con una sola copa se había puesto muy contento, y hasta la tinta la veía de color de rosa. Y por cierto que decía: -¿Quién ha traído esta tinta tan clara? Es bonita para cartas de lechuguinos, pero no es propia de la dignidad del Estado-. Porque es bueno advertir de pa-so, que Avecilla, muchos años después de haber comenzado su vida burocrática, había averiguado que lo que él había llamado el Gobierno siempre, no era precisamente quien le pagaba ni a quien él servía; supo, en suma, que existía una entidad superior llamada Estado, y que el Estado, es decir, yo, usted, el vecino, todos los ciudadanos, en suma, eran los verdaderos señores, pero no como particulares, sino en cuanto entidad Estado. Saber esto y engreírse el Sr. Avecilla fue todo uno.

Desde entonces, se creyó una ruedecilla de la gran máquina, y tomó la alegoría mecánica tan al pie de la letra, que casi se volvía loco pensando que si él caía enfermo, y se paraba, por consiguiente, en cuanto rueda administrativa, las ruedecillas que engranaban con él, se pararían también, y de una en otra, llegaría la inacción a todas las ruedas, inclusive las más grandes e interesantes. Muchas veces, cuando salía el buen escribiente a paseo con su cara mitad y con su querida Pepita, hija única, de diecisiete años, iba pensando cosas así.

Reparaba con pena el color de ala de mosca de la mantilla de su mujer; bien comprendía que el abrigo de Pepilla era raquítico, muy corto y atrasado de moda y desairado; y ¡qué lástima!, precisamente la chiquilla tenía un cuerpo hecho a torno. Pero por muy bien tor-neado que tuviera el cuerpo, cuando apretaba el frío no había más remedio que recurrir al abrigo desairado y tristón. Los pobres no siempre pueden lucir la hermosura. -Para ver a Pepilla hay que verla cosiendo en su guardi-lla -pensaba el padre-, cosiendo en su guardi-lla, en verano, en enaguas, con un pañuelo de percal al cuello, la camisilla algo descotada, sudando gotitas muy menudillas por el finísi-mo cuello... y canta que cantarás... En invierno, la ropa mal hecha y no siempre hecha para ella, le roba a la vista algunos encantos... Pero todas estas tristezas que iba pensando por el paseo el señor don Casto se le olvidaban como cosa baladí, cuando volvía a parar mientes en su propia personalidad administrativa. -En cuanto a mí -decía-, soy un miembro intrínseco de la sociedad de que formo parte. Y se detenía un momento, y dejaba que madre e hija siguieran un poco adelante, para contemplarse a su sabor en su calidad de miembro integrante (que era lo que él quería decir con lo de intrínseco) de la sociedad de que formaba parte. Llevaba siempre a paseo un gabán ruso, de color de pasa, del más empecatado género catalán que fue en el mundo protegido de aranceles.

Ocho duros decía don Casto que había sido el precio de tan hermosa prenda, pero esto era una de las pocas mentirijillas que él creía necesario decir en holocausto al decoro. El ga-bán había costado cinco duros y ya se había reenganchado varias veces, pues más de seis años atrás había cumplido el servicio y merecido la absoluta. Decía don Casto que no el Gobierno, sino los particulares eran los que debían proteger la industria nacional. -¿Que cómo? -declamaba en su oficina, dando un puñetazo, no muy fuerte, al pupitre (en au-sencia del oficial)-. ¿Que cómo? Es muy sencillo; usando, como yo uso siempre, géneros españoles -y señalaba con el dedo índice de la mano derecha a su gabán ruso colgado de humilde percha; y en esta actitud permanecía mucho tiempo-. No es el Estado, no, como entidad, el que debe cuidar las industrias; somos nosotros los que debemos consumir constantemente, y cueste lo que cueste, los productos nacionales. Así se hermana la libertad con la prosperidad nacional. Es preciso confesar que Avecilla, aunque modesto por condición, sentía gran orgullo al contemplarse inventor de esta graciosa componenda d [...]