Aventuras de un cadáver - Robert Louis Stevenson - E-Book

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Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

"Aventuras de un cadáver" (" The Wrong Box") es una novela victoriana del escritor escocés Robert Louis Stevenson escrita en colaboración con su hijastro, Lloyd Osbourne, y publicada en 1889.

"Aventuras de un cadáver", posiblemente una de las novelas de Robert Louis Stevenson más divertidas, relata los extraños hechos que se producen entre los los últimos sobrevivientes de una Tontina; básicamente un fondo económico, pozo, en el que varias personas aportan determinada cantidad de dinero, siendo la última en quedar viva quien se hace con la suma acumulada.
En "Aventuras de un cadáver" nos encontramos con los dos últimos sobrevivientes de una tontina. Ambas familias, presumiblemente, viven en una constante angustia. Los cuidados hacia los ancianos se multiplican, se vuelven exagerados, a tal punto que cuando uno de ellos finalmente muere, sus sobrinos guardan el cadáver y simulan que aún sigue vivo para que el tesoro no sea reclamado automáticamente por la otra familia.

"Aventuras de un cadáver" es, sin lugar a dudas, un libro desopilante y, al mismo tiempo, trágico, donde las miserias humanas y las mezquindades afloran a cada paso.

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Robert Louis Stevenson

Aventuras de un cadáver

Tabla de contenidos

AVENTURAS DE UN CADÁVER

I. La familia Finsbury

II. En que Maurice se dispone a obrar

III. El conferenciante en libertad

IV. Un magistrado en un furgón de equipajes

V. Gideon Forsyth y la caja monumental

VI. Ls tribulaciones de Maurice (I)

VII. Donde Pitman se aconseja con un abogado

VIII. Donde Michael se permite un día de asueto

IX. Cómo terminó el día de asueto de Michael Finsbury

X. Gideon Forsyth y el piano Erard

XI. El maestro Jimson

XII. Donde el piano aparece irrevocablemente por última vez

XIII. Las tribulaciones de Maurice (ii)

XIV . Donde William Dent Pitman se entera de algo ventajoso para él

XV. El regreso del gran Vance

XVI. En que los cueros se ponen felizmente a flote

Notas

AVENTURAS DE UN CADÁVER

Robert Louis Stevenson

I. La familia Finsbury

Mientras el lector, cómodamente sentado junto al agradable fuego de su chimenea, se entretiene hojeando las páginas de una novela, ¡cuán lejos está de hacerse cargo de los sudores y angustias que ha pasado el autor para componerla! Ni siquiera llega a imaginar las largas horas de lucha para triunfar de las frases difíciles, las pacientes pesquisas en las bibliotecas, su correspondencia con eruditos y oscuros profesores alemanes, en una palabra, todo el inmenso andamiaje que el autor ha levantado y deshecho luego, únicamente para procurarle a él algunos momentos de solaz junto al fuego de la chimenea o para hacerle menos fastidiosas las horas pasadas en el ferrocarril.

Podría yo, pues, comenzar este relato trazando una biografía completa del italiano Tonti, con indicación del lugar de su nacimiento, origen y carácter de sus padres, índole probablemente heredada de la madre, y aduciendo además en comprobación notables ejemplos de precocidad. A esto podría añadir para mayor suplicio del lector, un tratado en regla acerca del sistema económico a que dio nombre el citado italiano. Precisamente tengo dos cajones de mi papelera atestados de materiales indispensables para semejante trabajo, pero no quiero hacer gala de erudición barata. Tonti murió hace ya bastante tiempo, y hasta debo declarar en conciencia que jamás he logrado encontrar a nadie que llore su muerte. En cuanto al sistema de las tontinas, he aquí en breves palabras lo que considero indispensable para la inteligencia del sencillo y verídico relato que vendrá después.

Cierto número de alegres jovenzuelos reúnen en común determinada cantidad, que depositan inmediatamente en un banco a interés compuesto. Los depositarios viven cada uno como puede, y como es natural, andando el tiempo, van muriendo unos detrás de otros. Cuando han muerto todos menos uno, este feliz mortal cobra la suma depositada, juntamente con los intereses compuestos. Lo más corriente es, según toda verosimilitud, que el afortunado superviviente en cuestión se halle tan sordo que no pueda ya oír el ruido que produce el feliz suceso, y hasta es casi seguro que apenas le quedará tiempo para gozar en parte de su fortuna. Ahora comprenderá el lector lo que este sistema tiene de poético, por no decir de cómico; pero al mismo tiempo hay en él algo de azaroso que le da cierta apariencia de deporte y que en otro tiempo le dio mucho boga.

En la época en que Joseph Finsbury y su hermano Mastermann iban aún con pantalón corto, su padre, acomodado comerciante de Cheapside, los inscribió en una tontina de treinta y siete participantes. Cada parte representaba mil libras esterlinas. Joseph Finsbury recuerda todavía la visita que hicieron al notario todos los minúsculos miembros de la tontina, todos próximamente de la misma edad que él, reunidos en el despacho del representante de la fe pública y que iban sentándose por turno en un amplio sillón para poner su firma, auxiliados por un venerable anciano con anteojos y con botas a lo Wellington. Recuerda también que después de la sesión estuvo jugando con los demás muchachos en un pradecillo que había a espaldas de la casa del notario, donde, por más señas, riñó descomunal batalla con uno de sus compañeros de tontina, que se había permitido tirarle de la nariz. El rumor de la batalla interrumpió al notario, que estaba obsequiando a los padres con pasteles y vino. Gracias a esto fueron separados inmediatamente los combatientes, y Joseph (que era el más pequeño de los adversarios), tuvo la satisfacción de oír al anciano de las botas a lo Wellington alabar su bravura y de saber al mismo tiempo de labios del mismo que se había conducido, a su edad, de un modo análogo. Esto hizo pensar a Joseph si dicho señor tendría ya en aquella época la cabeza calva, los anteojos y las botas a lo Wellington. En 1840 hallábanse aún en vida todos los treinta y siete subscriptores; en 1850 faltaban ya seis; en 1856 y 1857 la corriente natural de la vida auxiliada por la guerra de Crimea y la gran rebelión de las Indias, se llevó a la tumba nada menos que nueve tontineros. En 1870 sólo quedaban cinco con vida, y, en la época a que se refiere mi relato, quedaban únicamente tres, entre los cuales se contaban Joseph Finsbury y su hermano mayor.

Por esta época, Mastermann Finsbury se disponía a cumplir setenta y tres años. Habiendo experimentado desde hacía largo tiempo las molestas consecuencias de la edad, tuvo que abandonar los negocios y vivía en el más completo retiro, en el domicilio de su hijo Michael, que era ya abogado de gran fama. Por su parte, Joseph se mantenía bastante bien y gustaba de pasear por las calles su casi venerable fisonomía. Debo agregar que esto parecía tanto más escandaloso cuanto que Mastermann había llevado, hasta en los menores detalles, una vida verdaderamente inglesa. La actividad, la regularidad, la decencia y una decidida afición al cuatro por ciento, virtudes nacionales que todos están de acuerdo en considerar como base indispensable de una robusta vejez, habíalas practicado Mastermann Finsbury en el más alto grado, ¡y he aquí a qué situación le habían reducido a los setenta y tres años! En cambio Joseph, a quien sólo llevaba dos años, y que se mantenía en el más envidiable estado de conservación, se había distinguido toda su vida por la pereza y la excentricidad. Dedicado en un principio al comercio de cueros, no tardó en cansarse de los negocios. Una pasión desdichada por los conocimientos generales, que no había sido reprimida a su debido tiempo, había empezado a minar desde entonces los cimientos de su edad madura. No hay pasión que más debilite el espíritu, a no ser tal vez ese prurito de hablar en público, que suele ser, por otra parte, su compañero o sucedáneo. Por de pronto, en el caso de Joseph, se hallaban reunidas ambas enfermedades; poco a poco se fue declarando el período agudo, en que el paciente da conferencias gratuitas y, al cabo de pocos años, el desdichado había llegado a tal punto que no tenía inconveniente en hacer un viaje de cinco horas, para ir a dar una conferencia ante los chicuelos de una escuela primaria.

No quiere decir esto, ni mucho menos, que Joseph Finsbury fuese un sabio. Toda su erudición se limitaba a lo que aprendía en los manuales elementales y en los periódicos cotidianos. Ni siquiera llegaba su ambición hasta las enciclopedias; «su libro», según él decía, «era la vida». No tenía inconveniente en reconocer que sus conferencias no se dirigían a los profesores de las universidades, sino «al gran corazón del pueblo», según frase suya. Su ejemplo podría inducir a creer que el corazón del pueblo es independiente de su cabeza, porque es lo cierto que, a pesar de su tontería y su carácter ramplón, las lucubraciones de Joseph Finsbury solían ser favorablemente acogidas. Citaba entre otras, con gran satisfacción, el éxito de la conferencia que había dado a los obreros sin trabajo, sobre el tema siguiente: Cómo se puede vivir desahogadamente con ochenta libras anuales. La educación, su fin, su objeto, le había valido a Joseph, en varios sitios, la consideración respetuosa de una multitud de imbéciles. En cuanto a su célebre discurso acerca de El seguro de vida en sus relaciones con las masas, dirigido a la Sociedad para la Mejora Mutua de los trabajadores de la Isla de los Perros, produjo tal entusiasmo a dicha sociedad (lo cual hace formar muy triste idea de la inteligencia colectiva de la misma) que al año siguiente eligieron a Finsbury como presidente honorario. Este título no tenía en verdad nada de gratuito, puesto que su poseedor debía hacer un donativo anual a la caja de la sociedad; pero no por eso se sintió menos halagado y satisfecho el amor propio del nuevo presidente.

Ahora bien, mientras Joseph iba labrando su reputación entre los ignorantes de la especie cultivada, su vida doméstica se vio de pronto turbada por la presencia de dos huérfanos. La muerte de su hermano menor James le convirtió en tutor de dos muchachos y en el curso de aquel mismo año se aumentó su familia con el aditamento de una señorita de poca edad, hija de John Henry Hazeltine, hombre de escasa fortuna y que al parecer no tenía muchos amigos. El tal Hazeltine no había visto a Joseph Finsbury más que una vez, en una sala de conferencias de Holloway; pero al salir de allí, se fue en derechura a casa de su notario, y redactó un nuevo testamento, legando al conferenciante el cuidado de su hija así como del pequeño patrimonio de ésta. Joseph era en toda la extensión de la palabra, hombre de buena pasta; y sin embargo aceptó muy de mala gana esta nueva responsabilidad; puso un anuncio solicitando un aya y compró de lance, un cochecito de niño. Con mayor gasto había acogido algunos meses antes a sus dos sobrinos, Maurice y John, y esto no tanto a causa de los lazos del parentesco, sino porque el comercio de cueros, en que naturalmente se había apresurado a comprometer las treinta mil libras de la fortuna de sus sobrinos, había empezado a mostrar inexplicables síntomas de decadencia. Inmediatamente escogió como gerente de la empresa a un joven escocés bastante listo y a partir de aquel momento, Joseph Finsbury no volvió a dejarse atormentar por la fastidiosa preocupación de los negocios. Dejando su comercio y su hogar al cuidado del inteligente escocés, emprendió un largo viaje por el continente, y extendió sus correrías hasta el Asia Menor.

Con una biblia políglota en una mano y un manual de conversación en la otra recorrió sucesivamente comarcas de doce idiomas distintos. Abusó de la paciencia de los intérpretes, a reserva de pagarles una justa remuneración, cuando no podía obtener que le sirviesen gratuitamente; y creo inútil añadir que llenó con sus observaciones numerosos cuadernos.

En estas fructuosas consultas del gran libro de la vida humana empleó varios años y no volvió a Inglaterra hasta que la edad de sus pupilos exigió de su parte nuevos cuidados. Los dos muchachos habían sido colocados en un colegio barato, se entiende, pero bastante bueno, donde habían recibido una sana educación comercial: demasiado sana tal vez, puesto que, dada la situación en que se hallaba el comercio de los cueros, ésta hubiera ganado mucho con no ser objeto de muy profundo examen.

Lo cierto es que, cuando Joseph se dispuso a presentar a sus sobrinos sus cuentas de tutela, descubrió con gran pesar que la herencia de su hermano no había crecido bajo su protectorado. Aun suponiendo que dejase a sus dos sobrinos hasta el último centavo de su fortuna personal, había visto con terror que tendría que declarar un déficit de siete mil ochocientas libras.

Cuando tuvo que comunicar estos hechos a ambos hermanos, en presencia de un procurador, Maurice Finsbury amenazó a su tío con todos los rigores de la ley; hasta creo que no hubiera vacilado (a pesar de los lazos de la sangre) en recurrir a las medidas más excesivas, si no lo hubiese contenido el procurador. «¡Jamás logrará usted sacar agua de una piedra!», le dijo juiciosamente.

Maurice comprendió la exactitud de esta frase proverbial y se resignó a celebrar un arreglo con su tío. Por una parte, renunciaba Joseph a cuanto poseía y reconocía a su sobrino una participación importante en la tontina que empezaba a ser una especulación de las más serias. Por otra, comprometíase Maurice a mantener a su costa a su tío lo mismo que a miss Hazeltine (cuyo modesto patrimonio había desaparecido igualmente) y a suministrar a cada uno de ellos una libra esterlina por mes para sus gastos menudos.

Esta subvención era más que suficiente para las necesidades del anciano, pero cuesta trabajo creer que la pobre joven tuviese bastante con tan modesta suma para vestirse decentemente; sin embargo, lo conseguía sabe Dios cómo, y lo que es más extraño aún, nunca se quejaba. Por otra parte, tenía sincero cariño a su tutor, a pesar de lo inútil que era éste para velar por ella. Al menos nunca se había mostrado duro ni malo con su pupila y, después de todo, tenían algo de enternecedor la curiosidad infantil que le inspiraban todos los conocimientos inútiles y los goces inocentes que le procuraba el más insignificante testimonio de admiración que se le dispensase. Sea como quiera, lo cierto es que, aunque el procurador declaró lealmente a Julia Hazeltine que el arreglo con Maurice constituía para ella un verdadero despojo, la excelente joven se negó a agravar las dificultades del bueno de Joseph. A consecuencia de esto entró el arreglo en vigor.

Moraban juntas estas cuatro personas en un caserón sombrío y lúgubre de John Street, en Bloomsbury, constituyendo al parecer una familia, aunque en realidad fuesen una asociación financiera. Naturalmente, Julia y el tío Joseph eran dos esclavos. John, absorbido completamente por su pasión por el banjo, el café-concert, el trato con artistas y los periódicos deportivos, era un personaje condenado desde la cuna a no representar más que un papel secundario. De este modo todas las penas y todas las alegrías del poder se encontraban en manos de Maurice.

Sabida es la costumbre que han tomado los moralistas de consolar a los débiles de espíritu asegurándoles que en toda la vida están compensadas las penas y las alegrías, o con muy escasa diferencia; pero, aun sin querer insistir sobre el error teórico de esta piadosa mixtificación, puedo afirmar que en el caso de Maurice la suma de amarguras excedía en mucho a la de dulzuras. El joven no se evitaba ninguna clase de fatiga y tampoco se las evitaba a los demás; él era el que despertaba a los criados, el que encerraba bajo llave las sobras de las comidas, el que probaba los vinos, el que contaba los bizcochos. Todos los sábados, con ocasión de la revisión de facturas, teman lugar escenas penosas; cambiábase con frecuencia la cocinera y a menudo los proveedores; sobre la escalera de servicio, y a propósito de una diferencia de cuatro perras, vertía todo su repertorio de injurias. A los ojos de un observador superficial, Maurice Finsbury hubiérase expuesto a pasar por un avaro; a sus propios ojos era simplemente un hombre a quien habían robado. La Sociedad le debía 7800 libras esterlinas, y estaba resuelto a cobrárselas.

Pero en lo que más claramente se manifestaba el carácter de Maurice era en su conducta con el tío Joseph, el cual era una inversión sobre la que el joven tenía fundadas grandes esperanzas; así es que para conservarlo no retrocedía ante nada. Todos los meses, estuviese o no enfermo, el viejo tenía que sufrir el examen minucioso de un médico. Su régimen, sus vestidos, sus excursiones, todo eso se lo administraba como la papilla a los niños. A poco que el tiempo fuese malo, prohibición de salir. Cuando hacía buen tiempo, el tío Joseph tenía que encontrarse en el vestíbulo a las nueve en punto de la mañana. Maurice veía si llevaba guantes y si sus zapatos no estaban agujereados; después de lo cual los dos hombres se iban al despacho, del brazo. Paseo que, indudablemente, nada tenía de alegre, pues los dos compañeros no se tomaban la menor molestia en mostrarse mutuos sentimientos amistosos. Maurice no había dejado nunca de reprochar a su tutor el déficit de las 7800 libras, ni de lamentarse de la carga suplementaria constituida por miss Hazeltine, y Joseph, por buen hombre que fuese, experimentaba hacia su sobrino algo muy semejante al odio. Y aun así, la ida no era nada en comparación a la vuelta, pues la simple vista del despacho, sin contar todos los detalles de lo que allí ocurría, hubiese bastado para envenenar la vida de los dos Finsbury.

El nombre de Joseph continuaba inscrito sobre la puerta, y era él quien conservaba aún la firma de los cheques; pero todo aquello no era más que pura maniobra política por parte de Maurice, destinada a desanimar a los otros miembros de la tontina. En realidad, Maurice era el que se ocupaba del negocio de los cueros; y he de agregar que este negocio era para él una inagotable fuente de disgustos. Había tratado de cederlo, pero sólo le hicieron proposiciones inaceptables. Intentó luego darle mayor extensión, y sólo logró aumentar los gastos; por último, se decidió a restringirlo y únicamente redujo las ganancias. Nadie había sabido jamás sacar un cuarto del negocio de los cueros, a no ser el inteligente escocés, que al despedirle Maurice, se había instalado en las cercanías de Banff y se había hecho construir una hermosa casa de campo con los beneficios. Maurice no dejaba de maldecir ni un solo día la memoria de aquel escocés fullero, mientras sentado en su despacho, abría la correspondencia, teniendo al anciano Joseph sentado en una mesa al lado aguardando órdenes con ademán huraño. La ira de Maurice subió de punto cuando el escocés llevó su cinismo hasta enviarle su esquela de matrimonio con Davida, la hija mayor del reverendo Baruch Mac Craw.

Las horas de oficina habían quedado reducidas a la menor cantidad posible. Por muy profundo que fuese en Maurice el sentimiento de sus deberes (para consigo mismo), este sentimiento no llegaba hasta inspirarle el valor suficiente para permanecer mayor número de horas entre los cuatro muros de su despacho, donde la sombra de la bancarrota iba adquiriendo cada día mayores proporciones. Tras algunas horas de espera, patrón y empleados lanzaban un suspiro, se desperezaban, so pretexto de cobrar fuerzas para el fastidio del día siguiente. Entonces el comerciante en cueros volvía a conducir a John Street su capital viviente, cual si se tratase de un perro de salón. Hecho esto, y después de dejar a su tío encerrado en casa, se iba a explorar las tiendas de los chamarilleros, en busca de sortijas con sello, que constituían la única pasión de su vida.

En cuanto a Joseph, tenía más que la vanidad de un hombre, pues tenía la de un conferenciante. Confesaba que se había conducido mal, por más que otros se habían conducido peor con él, especialmente el listo escocés. Pero declaraba que, aun en el caso de haber mojado sus manos en sangre, no hubiera merecido seguramente ser llevado de la mano como un mocosuelo, ni permanecer como preso en el despacho de su propia casa de comercio, ni oír sin cesar los comentarios más mortificantes acerca de su vida pasada, ni sufrir todas las mañanas una revista de su traje, el cuello y los guantes, ni por último, ser paseado por la calle ni conducido a su casa como un niño pequeño por la mano de su nodriza. Al pensar en todo esto, henchíase su alma de veneno. Apresurábase a colgar en una percha en el vestíbulo, su sombrero, su abrigo y sus odiosos guantes, e inmediatamente subía a unirse a Julia y se ponía a manejar sus famosos cuadernos. Por lo menos, el salón de la casa se hallaba al abrigo de Maurice; pertenecía al anciano y a la joven. Allí cosía ésta sus vestidos; allí llenaba de tinta sus anteojos al tío Joseph, entregado por completo a la dicha de anotar hechos sin consecuencia o de consignar las cifras de estadísticas imbéciles.

Con frecuencia, mientras estaba en el salón con Julia, deploraba la fatalidad que había hecho de él miembro de una tontina.

—A no ser por esa maldita tontina —decía lamentándose cierta noche—, Maurice no se cuidaría de guardarme. Entonces, Julia, podría yo ser un hombre libre y podría ganarme fácilmente la vida dando conferencias.

—¡Seguramente que le sería a usted muy fácil! —respondía Julia, que tenía un corazón de oro—. Es una cobardía y una acción muy fea de parte de Maurice, privarle a usted de una cosa que le divierte tanto.

—Sí, hija mía, es un ser desprovisto de inteligencia —exclamaba Joseph—. Figúrate la magnífica ocasión de instruirse que tiene aquí tan a mano, y, sin embargo, la desprecia. La suma de conocimientos diversos que yo podría comunicarle, querida Julia, si consintiese en escucharme, es tan grande, que no hay palabras para hacértela comprender.

—En todo caso, querido tío, procure usted no agitarse demasiado —le decía con suavidad Julia—. Porque ya sabe usted que al menor síntoma de malestar, enviarán a buscar al médico.

—Es cierto, hija mía; tienes mucha razón —respondía el anciano—. Voy a tratar de dominarme. El estudio me devolverá la calma.

Dicho esto, iba a buscar su colección de cuadernos.

—Yo me pregunto —se arriesgaba a decir—, yo me pregunto si mientras trabajas con las manos, no te interesaría tal vez oír…

—¡Ya lo creo! Me interesaría mucho —exclamaba Julia—. Vamos, léame usted alguna de sus observaciones.

Inmediatamente abría el cuaderno y, asegurándose los anteojos en la nariz, cual si el anciano quisiese impedir toda retracción posible por parte de su auditora, empezó del modo siguiente, cierta noche:

—Lo que me propongo leerte hoy —diciendo esto tosió, para aclarar la voz— será, si me lo permites, las notas recogidas por mí después de una muy importante conversación con un empleado de correos asirio llamado David Abbas. Abbas, significa en latín lo mismo que cura, cosa que tal vez ignores. Los resultados de esta conversación, compensan con exceso lo que me costó, porque como Abbas parecía impacientarse algo por las preguntas que le dirigía acerca de diversos puntos de estadística regional, me vi obligado a convidarle a beber.

Pero en el momento en que, después de toser nuevamente, se disponía a continuar su lectura, entró Maurice violentamente en la casa, llamó con vivacidad a su tío, y un momento después penetró en el salón blandiendo un periódico de la noche.

Y en verdad, traía una gran noticia. El periódico anunciaba la muerte del teniente general sir Glasgow Beggar, caballero comendador de la orden india de la Estrella y de la orden de San Michael y San George. Esto significaba pura y sencillamente que la tontina no contaba ya sino dos miembros: los dos hermanos Finsbury. Al fin parecía sonreír la suerte a Maurice.

No quiere decir esto que los dos hermanos fuesen ni hubiesen sido jamás grandes amigos. Cuando circuló la noticia del viaje de Joseph al Asia Menor. Mastermann, que era hombre aficionado a la caza y amante de las tradiciones, se expresó con cierta irritación. «¡La conducta de mi hermano es simplemente poco decorosa! Acuérdense ustedes de lo que digo: ¡Acabará por ir al Polo Norte! ¡Es un verdadero escándalo para un Finsbury!». Estas amargas palabras habían sido repetidas más tarde al viajero. Pero todavía recibió éste otra afrenta mayor, pues Mastermann se había negado a asistir a la conferencia La educación, su fin, su objeto, su utilidad y su alcance, aunque le habían reservado un sitio de honor. Desde entonces no se habían vuelto a ver los dos hermanos. Pero por otra parte, jamás habían reñido abiertamente, de modo que todo inducía a creer que no sería difícil llegar a un acuerdo entre ambos. Joseph (por orden de Maurice) tenía que prevalerse de su situación de hermano menor, y Mastermann no había pasado nunca por avaro ni por hombre de mal carácter. ¡Se habían, pues, reunido todos los elementos para un compromiso entre los dos hermanos! Así pues, al día siguiente, animado por la perspectiva de poder cobrar al fin sus siete mil ochocientas libras, se presentó como una tromba en el despacho de su primo Michael.

Michael Finsbury tenía ya cierta celebridad. Lanzado desde muy temprano en la jurisprudencia y sin dirección, había llegado a ser especialista en asuntos difíciles. Se le conocía como abogado de las causas perdidas; se sabía que era capaz de obtener un testimonio de un leño, o de hacer producir intereses a una mina de oro. Por lo tanto, su bufete se veía constantemente sitiado por la innumerable casta de los que tienen aún un átomo de reputación que perder, y se hallan a punto de perderla; de los que han contraído amistades peligrosas; de los que han dejado extraviarse papeles que los comprometen, o de aquéllos a quienes pretenden extorsionar sus antiguos criados. En la vida privada, Michael era un hombre aficionado a divertirse, pero su experiencia profesional, le había inspirado por contraste, gran afición a los negocios productivos y de escaso riesgo. Por último, y éste es un detalle no despreciable, Maurice sabía que su primo había siempre echado pestes contra la historia de la tontina.

Presentóse, pues, aquella mañana a su primo, casi con la seguridad de triunfar, y empezó a exponerle febrilmente su plan. Dejóle el abogado, sin interrumpirle, insistir durante un cuarto de hora largo, acerca de las ventajas evidentes de un compromiso que había de permitir a ambos hermanos repartirse el total de la tontina. Por último, Maurice vio a su primo levantarse de su sillón y llamar a un empleado.

—¡Pues bien, Maurice —dijo Michael—, el asunto no me conviene!

En vano insistió y habló el negociante en cueros, y volvió todos los días siguientes para tratar de convencer a su primo. En vano le ofreció una bonificación de mil, dos mil, tres mil libras. En vano ofreció, en nombre de su tío Joseph, contentarse con la tercera parte de la tontina, dejando a Michael y a su padre las otras dos terceras partes. El abogado le respondía siempre:

—¡No me conviene!

—¡Michael! —exclamó al fin Maurice—, no sé qué es lo que pretende usted, pues no responde ni una sola palabra en contra de mis argumentos. Por mi parte creo que no tiene más objeto que contrariarme.

El abogado sonrió con benevolencia.

—En todo caso —dijo— hay una cosa que puede usted creer, y es que estoy resuelto a no aceptar su proposición. Ya ve usted que hoy soy un poco más expansivo, porque es la última vez que hemos de hablar de este asunto.

—¡La última vez! —exclamó Maurice.

—¡Sí, amigo mío! —respondió Michael—. No me es posible dedicarle más tiempo. Y a propósito, ¿no tiene usted nada que hacer? ¿Marcha por sí solo el comercio de cueros, sin necesidad de que usted se ocupe de él?

—¡Veo que sólo se propone usted contrariarme! —gruñó Maurice furioso—. Desde la infancia me ha tenido usted siempre mala voluntad y me ha despreciado.

—¡Qué disparate! ¡De ninguna manera! ¡Jamás he pensado en odiarle! —replicó Michael en el tono más conciliador—. Al contrario, siempre le he profesado amistad. ¡Es usted un individuo tan extraordinario, tan imprevisto, tan romántico, por lo menos en apariencia!

—¡Tiene usted razón! —dijo Maurice, sin escucharle—, es inútil que vuelva por aquí, y me propongo ver a su padre en persona.

—¡Oh, no le verá usted! —dijo Michael—. No está visible para nadie.

—Quisiera yo saber por qué —exclamó su primo.

—¿Por qué? Nunca he ocultado el motivo: porque está demasiado enfermo.

—Si está tan enfermo como usted afirma —gritó Maurice—, razón de más para que usted acepte mi proposición. ¡Quiero ver a su padre!

—¿De veras? —preguntó Michael.

Dicho esto, se levantó y llamó a su empleado.

Entretanto llegó el momento en que, según la opinión de sir Faraday Bond, el ilustre médico cuyo nombre conocen seguramente nuestros lectores, por haberlo visto en los periódicos, el infortunado Joseph Finsbury, punto de mira de los afanes de Maurice, debía trasladarse a Bournemouth, para respirar aire más puro. En su compañía se instaló toda la familia en aquel elegante desierto poblado de villas. Julia estaba encantada, porque, en Bournemouth solía hacer nuevas relaciones; John, por el contrario, estaba desolado, porque todos sus goces los tenía en la ciudad; a Joseph le era completamente indiferente estar allí o en otro sitio, con tal de tener a mano una pluma, tinta y algunos periódicos; en fin, Maurice estaba, en suma, bastante satisfecho, porque su estancia en el campo le permitía hacer menos visitas a su oficina y le dejaba tiempo para reflexionar en su situación.

El pobre mozo estaba dispuesto a todos los sacrificios; lo único que deseaba era recobrar su dinero y poder enviar a paseo el comen lo de cueros. En tal situación de ánimo, y dada la moderación de sus exigencias, parecíale muy extraño no poder convencer a su primo Michael. «¡SI por lo menos pudiera adivinar los motivos que le impulsan a rechazar mi oferta!», se repetía a sí mismo, sin casar. En efecto, de día, paseándose por los bosques de Branksome, de noche, revolviéndose en la cama, en la mesa, olvidándose de comer, y en el baño no pensando en vestirse, siempre sentía su espíritu asediado por el mismo problema: «¿Por qué no acepta Michael?».

Al fin, se lanzó una noche a la habitación de su hermano, a quien despertó dándole fuertes sacudidas.

—¿Qué hay? ¿Qué sucede? —preguntó John.

—Mañana se marcha Julia —respondió Maurice—. Vuelve a Londres a poner la casa en orden y buscar una cocinera. ¡Nosotros nos marcharemos pasado mañana!

—¡Bravo! —exclamó John—. ¿Y por qué?

—¡John, he resuelto el problema! —replicó gravemente su hermano.

—¿Qué problema? —preguntó John.

—¡He descubierto por qué no acepta Michael mi compromiso! —dijo Maurice—. ¡No lo acepta porque no puede aceptarlo, porque nuestro tío Mastermann ha muerto, y él quiere ocultar su muerte!

—¡Dios omnipotente! —exclamó el impresionable John—. ¿Pero con qué motivo? ¿Qué interés puede tener en ello?

—¡Impedirnos cobrar los beneficios de la tontina!

—¡Pero si no puede! —replicó John—. Tú puedes exigirle un certificado del médico.

—¿Y no has oído hablar nunca de médicos que se dejan sobornar? Abundan tanto como las fresas en los bosques; hallarás cuantos quieras a tres libras y media por cabeza.

—¡Lo que es yo, si fuera médico, no lo haría por menos de cuarenta libras! —No pudo menos de decir John.

—Así pues, Michael se propone explotarnos a nosotros —prosiguió Maurice—. Su clientela va disminuyendo y su reputación declina; evidentemente tiene alguna intriga entre ceja y ceja, porque el tunante es más listo que Cardona. Pero yo no me mamo el dedo, y además tengo de mi parte la ventaja de la desesperación. Siendo niño y huérfano, me han hecho perder siete mil ochocientas libras.

—¡Vaya, no me vengas con tu monserga de siempre! —le interrumpió John—. ¡Ya sabes que has perdido mucho más por quererte desquitar de esa pérdida!

II. En que Maurice se dispone a obrar

Algunos días después, el curioso lector (de F. de Boisgobey) [1] hubiera podido observar a los tres miembros masculinos de esta triste familia, que se disponían a tomar el tren de Londres en la estación de Bournemouth.

Conforme a lo que rezaba el barómetro, el tiempo debía ser variable, y Joseph Finsbury llevaba el traje propio de dicha temperatura, conforme a las prescripciones de sir Faraday Bond, porque no hay que olvidar que este ilustre galeno no es menos rígido en lo relativo al vestido, que en lo referente al régimen alimenticio.

Aun me atrevo a decir que hay pocas personas de salud delicada que, por lo menos, no hayan probado a conformarse con las prescripciones de sir Faraday Bond.

«Evítense los vinos tintos, la carne de cordero, la confitura de naranjas y el pan no tostado».

Además, dice a sus enfermos:

«Acuéstese usted todas las noches a las once menos cuarto, y vístase de franela higiénica de pies a cabeza. Para la calle, no hay nada tan indicado como las pieles de marta. Tampoco debe usted dejarse de calzar en casa de los señores Dall y Crumbie».

Por último, después de cobrar la visita, sir Faraday no deja de llamar al cliente para recomendarle de modo categórico, en la puerta de su gabinete, que si quiere preservar su vida, se abstenga de comer esturión cocido.

El desdichado Joseph estaba sometido con espantoso rigor al régimen de sir Faraday Bond. Aprisionaban sus pies las consabidas botas suizas; su pantalón y americana eran de verdadero paño higiénico; su camisa era de franela, no menos higiénica (aunque a decir verdad, no de la más cara), y se hallaba envuelto en la inevitable pelliza de piel de marta. Los mismos empleados de la estación de Bournemouth podían reconocer en aquel anciano a una víctima de sir Faraday, que, dicho sea de paso, enviaba a todos sus pacientes a veranear en el mismo punto. En la persona del tío Joseph no había, a decir verdad, más que un solo indicio de sus aficiones individuales, a saber: una gorra de turista de visera puntiaguda. Toda la elocuencia de Maurice había sido inútil ante la obstinación del anciano en conservar aquel tocado que le recordaba la terrible emoción que experimentó en otro tiempo, al encontrarse con un chacal medio muerto en las llanuras de Efeso.