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Azabache (también Belleza Negra; título original, Black Beauty) es una novela de 1877 escrita por la inglesa Anna Sewell.1 Fue compuesta en los últimos años de su vida, durante los cuales estuvo confinada en casa por invalidez. La autora pudo ver el inmediato éxito que alcanzó su obra, pero murió sólo cinco meses después de su publicación. Azabache es uno de los libros más vendidos de todos los tiempos (cincuenta millones de ejemplares). Al educar acerca del bienestar de los animales, expone a la vez cómo tratar a la gente con amabilidad, simpatía y respeto.
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Azabache nos narra la vida de un caballo desde su nacimiento hasta su feliz retiro, pasando por momentos verdaderamente difíciles.
La novela está narrada en primera persona y esta innovadora humanización de un animal hizo de ella un verdadero éxito en su época, siendo hoy día un clásico de la literatura juvenil. Sin embargo, Sewell no escribió su libro para los jóvenes lectores sino que lo hizo con el propósito de introducir la benevolencia y la solidaridad, además de fomentar el buen trato hacia los caballos.
Anna Sewell
Título original: Black beauty
Anna Sewell, 1877
MI PRIMER HOGAR
El primer lugar que recuerdo bien, era un prado vasto y placentero, con una laguna de agua clara. Algunos árboles proyectaban su sombra sobre esta laguna; en sus profundidades crecían juncos y lirios. Por encima del seto, desde un costado, podíamos contemplar un campo arado; desde el otro, la entrada de la casa de nuestro amo, situada a la vera del camino. En la parte alta del prado había una plantación de abetos; en la parte baja, un arroyuelo que corría entre empinadas riberas.
Durante mi juventud, viví de la leche de mi madre, ya que no podía comer pasto. De día corría a su lado; de noche me tendía cerca de ella. Cuando hacía calor acostumbrábamos descansar junto a la laguna, a la sombra de los árboles; y cuando hacía frío, nos refugiábamos al calor del acogedor cobertizo situado cerca de la plantación.
En cuanto crecí lo suficiente como para comer pasto, mi madre comenzó a salir a trabajar de día para regresar al anochecer.
Sin incluirme yo, había en aquel prado seis jóvenes potros. Eran todos mayores que yo, y algunos casi tan grandes como caballos adultos. Yo solía correr con ellos y me divertía en grande. Solíamos galopar todos juntos, alrededor del campo y a toda la velocidad posible. A veces nuestros juegos eran bruscos, ya que a ellos les gustaba morder y patear tanto como galopar.
Un día en que las patadas menudearon, mi madre me llamó con un relincho para decirme:
—Presta atención a lo que voy a decirte… Estos potros que viven aquí son buenos, pero como son potros de caballos de tiro, es natural que no hayan aprendido muy buenos modales. Tú eres de raza y fuiste bien criado; el nombre de tu padre es famoso en estos parajes, y tu abuelo ganó dos veces la Copa en las carreras de Newmarket, mientras tu abuela tenía excelente carácter. En cuanto a mí, creo que nunca me has visto patear o morder… Espero que crezcas bueno y amable, y que nunca aprendas malos modales. Trabaja de buena gana, levanta las patas al trotar y nunca muerdas ni patees, ni siquiera por juego.
Jamás olvidé el consejo de mi madre. Era una yegua vieja y sabia, muy estimada por nuestro amo, que solía llamarla «Bonita» aunque su nombre era Duquesa.
Nuestro amo era un hombre amable y bondadoso, que nos proporcionaba sabrosa comida, buen abrigo y palabras cariñosas, y que se dirigía a nosotros con tanta consideración como a sus hijitos. Todos le teníamos afecto y mi madre lo quería mucho. Cuando lo veía en el portón, relinchaba de alegría y trotaba a su encuentro. Él la palmeaba y acariciaba, diciéndole:
—¡Ah, mi buena Bonita! ¿Qué tal tu Morenito?
Me llamaba Morenito porque yo era de un color negro opaco.
Luego me ofrecía un trozo de pan, que sabía muy bien, y a veces llevaba una zanahoria para mi madre.
Todos los caballos acudían a su lado, pero me parece que nosotros éramos sus favoritos. Siempre era mi madre la que lo llevaba al mercado en un carruaje.
Había un labriego, Dick, que a veces iba a nuestro campo para juntar las moras del seto. Una vez que comía hasta hartarse, se divertía con los potros, como él los llamaba, arrojándoles palos y piedras para hacerlos galopar. No le hacíamos mucho caso, pues no era capaz de seguirnos, pero a veces nos acertaba con alguna piedra y nos causaba dolor.
Un día, se dedicaba a este juego sin advertir la presencia de nuestro amo que, desde el campo vecino, observaba lo que ocurría. No tardó en saltar por encima del seto, sujetar a Dick por el brazo y propinarle tal bofetón, que le arrancó un bramido de dolor. Nosotros, al ver al amo, nos acercamos trotando.
—¡Qué muchacho malvado! perseguir a los potros —exclamó él—. Y ésta no es la primera ni la segunda vez, pero será la última… Toma, ten tu dinero y vete a casa. No quiero volver a verte en mi granja.
De modo que no volvimos a ver nunca más a Dick.
El viejo Daniel, que cuidaba los caballos, era tan bondadoso como nuestro amo, de modo que no teníamos motivo de queja.
Antes de que cumpliera dos años, ocurrió algo que jamás olvidé.
Fue a principios de la primavera; por la noche había helado un poco, y una tenue neblina cubría aún las plantaciones y las praderas.
Con los demás potros, pastaba yo en la parte baja del prado cuando oímos, a bastante distancia, algo que parecía ladridos de perros.
El potro de más edad levantó la cabeza, irguió las orejas y exclamó:
—¡Aquí están los sabuesos!
E inmediatamente partió al galope, seguido por los demás, hacia la parte superior del campo, desde donde, por encima del seto, podíamos ver varios campos más allá. Mi madre y un viejo caballo de montar del amo también se hallaban cerca, y parecían enterados de todo lo que pasaba.
—Han descubierto una liebre, y si vienen para acá, veremos la caza —anunció mi madre.
No tardaron los perros en irrumpir en los campos de trigo nuevo, cercanos al prado donde nos encontrábamos, con un estrépito como jamás había oído en mi con un vida. No ladraban ni aullaban ni gemían, sino que, a pleno pulmón, mantenían un incesante: «¡Yooo! ¡Yo, o, o! ¡Yo, o, o!».
Tras ellos apareció, una cantidad de hombres de a caballo, algunos ataviados con chaquetillas verdes.
Al contemplarlos el caballo viejo resopló anhelante, y nosotros, los potrillos, ansiamos galopar en pos de ellos, que no tardaron en perderse de vista en los campos de más abajo. Allí parecieron detenerse; los perros acallaron sus ladridos, mientras corrían en todas direcciones, con las narices pegadas al suelo.
—Han perdido el rastro; tal vez la liebre logre escapar —comentó el caballo viejo.
—¿Qué liebre? —pregunté yo.
—¡Oh!, no sé qué liebre, posiblemente una de las nuestras, que salió de la plantación. Cualquiera que encuentren sirve para que la persigan.
No tardaron los perros en reanudar sus aullidos y regresar a toda velocidad, dirigiéndose en línea recta hacia nuestra pradera, en la parte donde la alta ribera y el seto ocultaban el arroyuelo.
—Ahora veremos la liebre —anunció mi madre.
En ese preciso instante una liebre, enloquecida de temor, pasó como una exhalación rumbo a nuestra plantación. Tras ella, seguidos por los cazadores, llegaron los perros, que, precipitándose a la orilla, saltaron el arroyuelo y cruzaron el campo. Siguiéndolos de cerca, seis u ocho jinetes saltaron con sus caballos por encima del seto y del arroyuelo. La liebre intentó atravesar el seto, mas no lo consiguió, pues era demasiado denso, y entonces dio la vuelta en redondo para correr hacia el camino.
¡Ay! Demasiado tarde. Entre salvajes alaridos, los perros la rodearon. Oímos un chillido… y nada más. Uno de los cazadores, que llegó en ese momento, dispersó a golpes de fusta a los canes, que la habrían despedazado. La levantó por una pata, desgarrada y ensangrentada y los caballeros se mostraron complacidos.
Por mi parte, tan absorto estaba, que en un primer momento no vi lo que ocurría junto al arroyuelo. Cuando por fin lo hice, me encontré con un triste espectáculo. Dos hermosos caballos habían caído; uno pataleaba en la corriente, en tanto que el otro gemía, tendido en el pasto. Cubierto de barro, uno de los jinetes salía del agua; el otro yacía inmóvil.
—Se desnucó —dijo mi madre.
—Y merecido lo tiene —agregó un potro.
Yo pensé lo mismo, pero mi madre disintió:
—Pues, no, no deben decir eso —nos reprendió—. Aunque… soy una yegua vieja, y he visto y oído muchas cosas, nunca pude explicarme por qué a los hombres les apasiona tanto este deporte. Con frecuencia se lastiman, arruinan excelentes caballos y destrozan los campos; y todo a cambio de una liebre, un zorro o un venado que podrían obtener con mayor facilidad de otra manera. Pero no somos más que caballos y no comprendemos…
En tanto mi madre decía esto, nosotros mirábamos a nuestro alrededor. Varios de los jinetes habían acudido junto al joven, pero mi amo, que observaba los sucesos, fue el primero en levantarlo. Le colgaba la cabeza, le pendían los brazos, y todos se mostraban muy serios.
Ya no se oían ruidos; los mismos perros guardaban silencio, como si supieran que algo grave pasaba. Condujeron al caído a casa de mi amo. Me enteré más tarde que era George Gordon, único hijo del señor Gordon; un gallardo joven, orgullo de su familia.
Los demás partieron en todas direcciones: en busca del doctor, del veterinario, y sin duda, del caballero Gordon, para comunicarle lo sucedido a su hijo.
Poco después llegó el señor Bond, el veterinario, para examinar al caballo negro que gemía, tendido en el pasto. Después de palparlo por todas partes, meneó la cabeza: el animal tenía una pata rota. Alguien corrió a casa del amo en busca de una escopeta. Minutos más tarde se oyó un fuerte estampido.
Muy apenada, mi madre dijo conocer desde hacía años a ese caballo, que se llamaba Rob Roy; un caballo bueno, audaz, sin vicio alguno. Después de esto, no quiso acercarse nunca a esa parte del campo.
No muchos días después, oímos que la campana de la iglesia doblaba largo rato, y al mirar por sobre la empalizada, vimos un extraño carruaje, largo y negro, cubierto de tela negra y tirado por negros caballos. Tras ése llegó otro y otro, y otro, todos negros. Entre tanto, la campana doblaba sin cesar, mientras el joven Gordon era conducido a la iglesia, para sepultarlo. En cuanto a lo que hicieron con Rob Roy, lo ignoro, pero todo fue a causa de una liebrecita.
Comenzaba yo a ponerme gallardo; mi pelaje había crecido fino y suave, de un brillante color negro. Tenía una pata blanca y una linda estrella blanca en la frente. La gente me consideraba muy bello. Mi amo se negó a venderme hasta que cumplí cuatro años, pues decía que los muchachos no debían trabajar como hombres, ni los potros como caballos.
Cuando cumplí los cuatro años, el caballero Gordon fue a verme; me examinó los ojos y la boca, y me palpó las patas de arriba abajo. Después tuve que caminar, trotar y galopar en su presencia. Parece que le gusté, pues declaró:
—Una vez bien domado, será un gran caballo.
Mi amo prometió domarme él mismo, pues no deseaba que me lastimaran o asustaran, y lo hizo sin perder tiempo, ya que al día siguiente comenzó la doma.
Como es posible que no todos sepan qué es una doma, la describiré. Domar un caballo, significa enseñarle a llevar puesta montura y brida, llevar sobre el lomo a un hombre, mujer o niño, ir sólo hacia donde el jinete quiere ir, y hacerlo con tranquilidad. Además, el caballo debe aprender a usar collar, baticola y retranca, y a quedarse quieto mientras se los ponen. Más tarde se le enseña a dejar que le sujeten a un carruaje o calesín, de modo que no pueda trotar sin arrastrarlo, y a avanzar rápido o despacio, según los deseos del conductor.
Nunca debe sobresaltarse por lo que ve, hablar con otros caballos, morder, patear, ni tener voluntad propia alguna, sino obedecer siempre a la de su amo, por más fatigado o hambriento que pueda estar.
Pero lo peor de todo es que, una vez puesto el arnés, no podrá saltar de júbilo ni echarse, fatigado. Ya ven, pues, que esto de la doma es algo magnífico.
Por supuesto, yo estaba habituado desde hacía tiempo al ronzal y la cabezada, y a ser conducido tranquilamente por los campos y senderos, pero ahora tendría que usar bocado y brida.
Mi amo me dio, como de costumbre, un poco de avena, y al cabo de muchos mimos me puso el bocado en la boca y ajustó la brida. ¡Qué cosa desagradable era ese bocado! Quienes nunca lo hayan tenido en la boca, no pueden tener idea de la horrible sensación que produce. Le meten a uno entre los dientes, y encima de la lengua, un gran pedazo de acero frío y duro, cuyas puntas sobresalen por las comisuras de la boca, y se lo sujetan allí mediante correas sobre la cabeza, por debajo del cuello, alrededor del morro y bajo la barbilla, de tal modo que es imposible librarse de esa cosa dura y desagradable. ¡Es malo, malo! Sí, ¡muy malo! Yo, por lo menos, así lo pensé, pero sabía que mi madre siempre lo llevaba puesto cuando salía, como todos los caballos adultos. De manera que, entre la sabrosa avena y las caricias, palabras bondadosas y suaves modales de mi amo, terminé por dejarme poner el bocado y la brida.
Después vino la montura, pero eso no fue tan malo, ni mucho menos. Mi amo me la puso sobre el lomo con mucha suavidad, en tanto que el viejo Daniel me sujetaba la cabeza. Después, sin cesar de hablarme, me ajustó las cinchas bajo el cuerpo. Comí un poco de avena y luego me pasearon un rato por los alrededores; y esto se repitió todos los días, hasta que yo mismo empecé a buscar la avena y la brida.
Por fin, una mañana, el amo subió a mi lomo y me condujo por el prado, pisando el pasto suave. Por cierto que me resultaba raro, pero confieso que me sentí bastante orgulloso de llevar así a mi amo, y como siguió montándome a diario no tardé en acostumbrarme.
La siguiente cosa desagradable fue ponerme las herraduras de hierro; también eso fue muy difícil, al principio. Mi amo me acompañó a la forja del herrero, para asegurarse de que no me lastimara ni asustara. El herrero me tomó los pies en las manos, uno después de otro, y recortó una parte del casco. Como no me dolió me quedé parado en tres patas hasta que terminó con todos. Entonces tomó un trozo de hierro con la forma de mi pie; me lo ajustó, y a través de él me clavó en el casco mismo unos clavos, de modo que la herradura quedara bien sujeta. Sentí las patas muy tiesas y pesadas, pero a su debido tiempo me acostumbré.
Habiendo llegado hasta allí, mi amo pasó entonces a domesticarme para el arnés; para esto hubo que usar más cosas nuevas. Primero, me pusieron sobre el mismo cuello un collar duro y pesado, y una brida con grandes trozos laterales, llamados anteojeras, contra los ojos. Y bien puesto tenían su nombre ya que con ellas no podía ver a los costados, sino sólo hacia adelante. Había además una pequeña montura, con una molesta correa dura que me pasaba por debajo de la cola, y que se llamaba baticola. Yo la detestaba… Sentir mi larga cola doblada y entreverada con esa correa me fastidiaba casi tanto como el bocado. Sentía más ganas de patear que nunca, pero claro está que no podía patear a un amo tan bondadoso, de modo que acabé por habituarme a todo y pude cumplir mi tarea tan bien como mi madre.
No debo olvidarme de mencionar una parte de mi entrenamiento que siempre consideré una gran ventaja.
Por espacio de dos semanas, mi amo me envió con un granjero vecino, dueño de un prado bordeado a un costado por las vías del ferrocarril. Allí había algunas ovejas y vacas, entre las cuales me soltaron.
Jamás olvidaré el primer tren que pasó. Me alimentaba muy tranquilo, cerca de la empalizada que separaba el prado del ferrocarril, cuando oí a la distancia un sonido extraño, y sin que me diera cuenta de dónde venía… pasó como una exhalación, arrojando humo y con gran estrépito, una cosa larga y negra, que se perdió de vista casi antes de que yo recobrara el aliento. Di la vuelta y eché a correr hacia el lado opuesto del prado, donde me detuve, resoplando de miedo.
Durante el día pasaron muchos otros trenes, algunos con mayor lentitud, pues iban a detenerse en la estación cercana; a veces, al detenerse, producían unos chirridos y gemidos terribles. A mí me parecían espantosos, pero las vacas seguían comiendo muy tranquilas, sin mirar casi esa cosa negra y horrible.
Los primeros días no pude comer tranquilo, pero al darme cuenta que ese terrible ser no entraba nunca en el campo ni me hacía daño alguno, empecé a no hacerle caso; y no tardé en inquietarme tan poco por el paso de un tren, como aquellas vacas y ovejas.
Desde entonces he visto muchos caballos muy alarmados y alterados al ver u oír una locomotora de vapor; pero gracias a la precaución de mi buen amo, temo tan poco a las estaciones ferroviarias como a mi propio establo.
Mi amo solía conducirme en doble arnés junto con mi madre, porque ella era muy firme y podía enseñarme mejor que cualquier caballo desconocido. Ella me dijo que, cuanto mejor me portara, mejor me tratarían, y que siempre era más sensato hacer lo posible por complacer a mi amo.
—Claro que hay muchas clases de hombres —agregó— los hay buenos y considerados como nuestro amo, a quien cualquier caballo serviría orgulloso, pero también los hay malvados y crueles, que jamás deberían poseer un caballo ni un perro. Además de éstos, hay muchos hombres tontos, vanidosos, ignorantes y descuidados, que nunca se molestan en pensar, y que estropean más caballos que nadie, por pura falta de sensatez. No se proponen hacerlo, pero lo hacen. Espero que caigas en buenas manos; pero un caballo nunca sabe quién puede comprarlo, o quién conducirlo. Todo depende de la casualidad, y sin embargo te repito: «Pórtate lo mejor posible, estés donde estés, y protege siempre tu buen nombre».
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