Bajo cero - David Koepp - E-Book
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Bajo cero E-Book

David Koepp

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Beschreibung

Una aventura salvaje y aterradora sobre tres desconocidos que deben trabajar juntos para contener un organismo altamente contagioso y mortal. Con una acción trepidante, un agudo sentido del humor y una brillante muestra de personajes y destreza narrativa, Bajo cero es un thriller único de lectura altamente disfrutable y adictiva. Hace treinta y dos años Robert Diaz, que formaba parte de un equipo secreto del Pentágono, viajó al desierto australiano para investigar un posible ataque bioquímico. Lo que encontró era mucho peor: un organismo similar a un hongo con altas capacidades para mutar y un poder destructor epidémico. Entonces se las arregló para contenerlo en una cámara de frío subterránea en el interior de unas instalaciones militares altamente protegidas. Ahora, esas instalaciones del gobierno han sido desmanteladas y vendidas a una empresa de almacenamiento. El organismo, olvidado durante décadas, parece haber encontrado una salida y está mutando más rápido que nunca. Diaz, ya jubilado, es convocado de urgencia para ayudar a dos guardias de seguridad, héroes involuntarios: un exconvicto y una madre soltera, que día a día se esfuerzan por intentar enderezar vidas. Diaz sabe perfectamente lo que está en juego, y sus dos nuevos compañeros irán aprendiendo sobre la marcha, enfrentando cara a cara los espantosos efectos del organismo. El objetivo, una vez más, parece simple: poner en cuarentena este horror y salvar a toda la humanidad. Con una acción trepidante, un agudo sentido del humor y una brillante muestra de personajes y destreza narrativa, Bajo cero es un thriller único de lectura altamente disfrutable y adictiva. "Tú también tendrás que "congelar" tus planes durante las próximas veinticuatro horas, ya que todo lo que podrás hacer es leer este libro. Bajo cero de David Koepp es la definición misma de thriller: te atrapa, te sacude y finalmente te deja con una sonrisa". Scott Frank, guionista de Logan y Minority Report nominado al Oscar. "Resultar terrorífico e hilarante simultáneamente es un golpe maestro que pocos escritores pueden lograr, pero Koepp sale airoso en este increíble debut que nos recuerda al mejor Michael Crichton. Bajo cero es puro suspense y además diabólicamente entretenido". Blake Crouch , autor best-seller del New York Times de Materia oscura "David Koepp reúne a un grupo de personajes extremadamente interesantes, los pone en una situación extrema, y les permite luchar por su supervivencia con agallas, inteligencia, amabilidad y buen humor. La lectura resultante es un viaje divertido e inesperadamente emocionante". Scott Smith, autor best-seller del The New York Times de Las ruinas "Una combinación ultra inflamable de horror científico, terror primario de nivel pesadilla y acción sin respiro, todo ligado inteligentemente por imborrables personajes y un satisfactorio e inteligente sentido del humor". Steve Soderbergh director ganador del Oscar de Traffic y Ocean's Eleven. David Koepp es un célebre guionista y director de cine estadounidense conocido por su trabajo en Jurassic Park, Spider-Man, La habitación del pánico, La guerra de los mundos y Misión imposible.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Bajo cero

Título original: Cold Storage

© 2019, David Koepp

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: HarperCollins

Imágenes de cubierta: Shutterstock y Turbosquid.com

 

ISBN: 978-84-9139-396-2

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Diciembre de 1987

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Marzo de 2019

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Las cuatro horas siguientes

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Los últimos treinta y cuatro minutos

Veinticinco

Veintiséis

Veintisiete

Veintiocho

Veintinueve

Treinta

Treinta y uno

Treinta y dos

Treinta y tres

Treinta y cuatro

Treinta y cinco

Treinta y seis

Treinta y siete

Treinta y ocho

Después

Treinta y nueve

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para Melissa, que dijo: «¡Sí, claro!»

 

Prólogo

 

 

 

 

 

El organismo vivo más grande del mundo es Armillaria solidipes, más conocido como hongo de miel. Tiene unos ocho mil años de antigüedad y cubre una superficie de unas novecientas sesenta hectáreas en las Blue Mountains de Oregón. A lo largo de ocho milenios, se ha extendido formando una red subterránea de la que brotan, asomando de la tierra, cuerpos carnosos semejantes a champiñones. El hongo de miel es relativamente inofensivo, a menos que seas un árbol herbáceo, un arbusto o una planta. En ese caso, es un genocida: mata invadiendo gradualmente el sistema de raíces de la planta y ascendiendo por su tallo hasta impedir por completo el paso del agua y los nutrientes.

Armillaria solidipes se extiende por el paisaje a un ritmo de noventa centímetros al año y tarda entre treinta y cincuenta años en matar un árbol de tamaño medio. Si pudiera moverse mucho más deprisa, el noventa por ciento de la vegetación de la Tierra perecería, la atmósfera se saturaría de gases venenosos y la vida, tanto animal como humana, se acabaría. Pero es un hongo de progresión lenta.

Otros hongos son más rápidos.

Mucho más rápidos.

Diciembre de 1987

 

Uno

 

 

 

 

 

Tras quemar sus ropas, raparse la cabeza y restregarse la piel hasta hacerla sangrar, Roberto Díaz y Trini Romano obtuvieron permiso para volver a entrar en el país. Ni siquiera entonces se sintieron del todo limpios, pero habían hecho todo lo posible y lo demás dependía del destino.

Ahora iban en un coche propiedad del gobierno, traqueteando por la I-73, a escasos kilómetros del almacén de las minas de Atchison. Seguían de cerca al camión que iba delante, lo bastante pegados a él como para que ningún vehículo civil pudiera meterse en medio. Trini ocupaba el asiento del copiloto, con los pies apoyados en el salpicadero, una postura que sacaba de quicio a Roberto, que iba al volante.

—Porque deja huellas —le dijo por enésima vez.

—Es polvo —contestó Trini, también por enésima vez—. Se limpian en un santiamén, mira. —Hizo un intento desganado de limpiar las huellas del salpicadero.

—Sí, pero no las limpias, Trini. Nunca las limpias, las extiendes con la mano y me toca a mí limpiarlas cuando llevamos el coche al depósito. O se me olvida y lo dejo así, y tiene que limpiarlas otro. No me gusta dar trabajo a los demás.

Trini lo miró con sus ojos de párpados pesados, esos ojos que no se creían ni la mitad de lo que veían. Precisamente por esos ojos —y por lo que alcanzaban a ver— era teniente coronel a los cuarenta años. Si no había llegado más alto era, en cambio, por su incapacidad para abstenerse de comentar lo que veía. Trini no tenía filtros, ni falta que le hacían.

Miró pensativa a Roberto unos segundos, dio una larga calada al Newport que sostenía entre los dedos y exhaló una nube de humo por la comisura de la boca.

—Acepto, Roberto.

Él la miró.

—¿Qué?

—Tus disculpas. Por lo de antes. Por eso me estás dando la lata. Te metes conmigo porque no sabes pedir perdón. Así que voy a ahorrarte la molestia. Acepto tus disculpas.

Tenía razón: Trini siempre tenía razón. Roberto se quedó callado un rato, con la vista fija en la carretera.

Por fin, cuando pudo hablar, masculló:

—Gracias.

Ella se encogió de hombros.

—¿Lo ves? No es para tanto.

—Reaccioné mal.

—Casi, casi. Pero no del todo. Ahora parece una chorrada.

Habían hablado hasta la saciedad de lo ocurrido durante aquellos cuatro días, desde que empezó todo, y ya no tenían nada más que decir. Habían revivido y examinado desde todas las perspectivas posibles cada instante, excepto ese. Sobre ese instante no habían dicho nada y, ahora que había salido el tema, Roberto no quería desperdiciar la oportunidad de aclararlo.

—No me refiero a ella, sino a cómo te hablé.

—Lo sé. —Trini le puso una mano en el hombro—. No te lo tomes tan a pecho.

Roberto asintió y siguió mirando adelante. A Roberto Díaz le costaba no tomarse las cosas tan a pecho. Rondaba los treinta y cinco años, pero sus logros personales y profesionales iban muy por delante de su edad cronológica precisamente porque nunca se tomaba las cosas a la ligera: él cumplía objetivos, tachaba casillas sistemáticamente. ¿Primero de su promoción en la Academia de la Fuerza Aérea? Hecho. ¿Comandante de la Fuerza Aérea de Estados Unidos a los treinta años? Hecho. ¿Condición física y mental excelentes, sin defectos ni debilidades aparentes? Hecho. ¿Una esposa perfecta? Hecho. ¿Un hijo perfecto? Hecho. Ninguna de esas cosas podía conseguirse mediante la pasividad o la simple paciencia.

«¿Adónde voy? ¿Adónde voy? ¿Adónde voy?», se preguntaba Roberto constantemente. Solo pensaba en el futuro. Se obsesionaba, hacía planes. Su vida se movía deprisa, siempre conforme a los plazos previstos y en línea recta.

Bueno, casi siempre.

Pasaron un rato mirando el camión que iba delante de ellos. Por la abertura de la lona que cubría la portezuela de atrás, veían la parte de arriba de la gran caja metálica que habían traído en avión desde el otro lado del planeta. El camión pasó por un bache, la caja se desplazó hacia atrás unos treinta centímetros y ellos contuvieron el aliento involuntariamente. Pero la caja siguió en su sitio. Solo unos kilómetros más, hasta llegar a las cuevas, y todo aquello acabaría por fin. La caja quedaría sepultada a noventa metros bajo el suelo, hasta el fin de los tiempos.

La mina de caliza de las cuevas de Atchison databa de 1886: una enorme cantera de cuarenta y cinco metros de profundidad excavada bajo los barrancos del río Misuri. Al principio producía balasto y rocalla para los ferrocarriles cercanos. Después se continuaron las excavaciones hasta donde permitían Dios y la física, o hasta que los pilares de roca viva que sostenían la mina alcanzaron el límite máximo que cualquier ingeniero en su sano juicio habría dado por seguros. Durante la Segunda Guerra Mundial, la Oficina Nacional de Abastecimientos utilizó las cavernas vacías —treinta y dos hectáreas de espacio subterráneo con condiciones de temperatura y humedad reguladas de manera natural— para almacenar alimentos perecederos, y pasado un tiempo la empresa propietaria vendió la mina al Estado por 20 000 dólares. Tras las obras de acondicionamiento, que costaron un par de millones de dólares, las cuevas de Atchison se convirtieron en un almacén estatal de máxima seguridad para situaciones de emergencia, destinado a dar continuidad al gobierno y a albergar herramientas y maquinaria de factura impecable en perfecto estado de funcionamiento, listas para ser trasladadas a cualquier parte y en cualquier momento en caso de catástrofe. Así que más valía que hubiera una guerra nuclear cuanto antes, para amortizar el dineral que había costado todo aquello.

Hoy, al fin, valdría la pena tanto esfuerzo.

La misión había sido rara desde el principio. Técnicamente, Trini y Roberto pertenecían a la DNA, la Agencia de Defensa Nuclear. Más tarde esta pasaría a integrarse en la DTRA, el batiburrillo burocrático surgido de la reorganización del Departamento de Defensa en 1997. Pero en 1987 Trini y Roberto aún eran miembros de la DNA, y su labor era muy sencilla y muy clara: impedir que los demás consiguieran lo que tenemos nosotros. Si olfateas un programa nuclear, encuéntralo y acaba con él. Si das con la pista de un arma biológica horripilante, elimínala sin dejar rastro. No se escatimarían gastos, ni se harían preguntas. Se preferían los equipos de dos personas para evitar filtraciones, pero siempre había refuerzos disponibles si eran necesarios. Trini y Roberto rara vez los necesitaban. Habían estado en dieciséis puntos candentes del globo en siete años y se habían anotado otras tantas «muertes líquidas». Dichas muertes no eran literales: en la jerga de la agencia, se denominaba así a los programas armamentísticos neutralizados. Hubo bajas por el camino, sin embargo. Y nadie había hecho preguntas.

Dieciséis misiones, pero ninguna como esta. Ni de lejos.

 

 

El avión de transporte de la Fuerza Aérea ya estaba calentando motores en la base cuando subieron a toda prisa la escalerilla y embarcaron. Solo había una pasajera más, y Trini se sentó enfrente de ella. Roberto se acomodó al otro lado del pasillo, en un asiento del fondo, también de cara a la joven de ojos claros vestida con ropa de safari muy desgastada.

Trini le tendió la mano y la joven se la estrechó.

—Teniente coronel Trini Romero.

—Doctora Hero Martins.

Trini asintió en silencio y, metiéndose en la boca una pastilla de Nicorette, la examinó con atención, sin miedo a sostenerle la mirada. Era desconcertante. Roberto se limitó a esbozar un saludo: nunca le había gustado entrar en ese juego, lanzar esas miradas que parecían decir «Te veo las intenciones, a mí no me la das».

—Comandante Roberto Díaz.

—Encantada de conocerle, comandante —dijo Hero.

—¿Qué clase de doctora es? —preguntó Roberto.

—Microbióloga. Universidad de Chicago. Especializada en vigilancia epidemiológica.

Trini seguía mirándola.

—¿Se llama así de verdad? ¿Hero[1]?

Hero suspiró disimuladamente. A sus treinta y cuatro años, estaba acostumbrada a esa pregunta.

—Sí, me llamo así de verdad.

—¿Hero como Supermán o Hero como el mito griego? —preguntó Roberto.

Ella le clavó la mirada. Esa pregunta no se la hacían tan a menudo.

—Lo segundo. Mi madre era profesora de lenguas clásicas. ¿Conoce el mito?

Roberto levantó la cabeza, entornó el ojo izquierdo y fijó la mirada en la lejanía, en un punto situado arriba a la derecha, como hacía siempre que trataba de extraer un dato confuso de las regiones más pantanosas de su cerebro. Por fin dio con él y lo extrajo trabajosamente del cenagal.

—¿Hero vivía en una torre, junto a un río?

Ella asintió.

—El Helesponto.

—Alguien se enamoraba de ella.

—Leandro. Cada noche, él cruzaba el río a nado hasta la torre para cortejarla. Hero encendía una lámpara en la torre para que le sirviera de guía hasta la orilla.

—Pero él se ahogó de todos modos, ¿no?

Trini se volvió y miró a Roberto con visible desagrado. Roberto era guapo hasta un punto que resultaba exasperante. Hijo de un mexicano y de una rubia californiana, irradiaba buena salud y lucía una mata de pelo eterna. Estaba, además, casado con una mujer inteligente y divertida llamada Annie a la que Trini encontraba tolerable, lo que no era poco decir en su caso. Sin embargo, no llevaba ni treinta segundos en aquel avión y ya estaba intentando ligar con aquella mujer. Trini nunca le había considerado un capullo y esperaba no tener que empezar a hacerlo ahora. Le miró fijamente, mascando chicle con saña.

Pero Hero ya había picado el anzuelo. Siguió hablando con Roberto como si ella no existiera.

—Una noche —continuó—, Afrodita, celosa de su amor, apagó la lámpara de Hero y Leandro se perdió. Al ver que se había ahogado, Hero se suicidó arrojándose desde lo alto de la torre.

Roberto se quedó pensando un momento.

—¿Cuál es la moraleja? ¿Intenta conocer a alguien que viva en tu orilla del río?

Hero se encogió de hombros con una sonrisa.

—No les toques las narices a los dioses, creo.

Trini, cansada de la conversación, miró a los pilotos y les hizo una seña girando el dedo en el aire. Los motores chillaron de inmediato y el avión enfiló la pista con una sacudida. Tema zanjado.

Hero miró a su alrededor, alarmada.

—Esperen, ¿ya nos vamos? ¿Y el resto de su equipo?

—Solo estamos nosotros —contestó Trini.

—¿Están…? ¿Están seguros? Porque quizá los tres solos no podamos con esto.

Roberto parecía tan seguro de sí mismo como Trini, pero se mostraba menos huraño.

—¿Por qué no nos cuenta de qué se trata —le dijo a Hero— y nosotros le decimos si podemos con ello o no?

—¿No les han dicho nada? —preguntó ella.

—Nos han dicho que vamos a Australia —respondió Trini—. Y que usted sabía el resto.

Hero se volvió y miró por la ventanilla mientras el avión despegaba. Ya no había vuelta atrás.

Sacudió la cabeza.

—Nunca entenderé al ejército.

—Yo tampoco —repuso Roberto—. Nosotros somos de la Fuerza Aérea. Destinados a la Agencia de Defensa Nuclear.

—Este no es un asunto nuclear.

Trini arrugó el ceño.

—Si la han mandado a usted, será porque sospechan que se trata de un arma biológica, imagino.

—No.

—¿Qué es, entonces?

Hero reflexionó un segundo.

—Buena pregunta.

Abrió el dosier que había sobre la mesa, delante de ella, y empezó a hablar.

Seis horas después, se detuvo.

 

 

Lo que sabía Roberto sobre el oeste de Australia habría cabido en un libro muy breve. O en un folleto, mejor dicho: de una sola página y con letra bien grande. Hero les informó de que se dirigían a un pueblecito remoto llamado Kiwirrkurra, en pleno desierto de Gibson, unos mil doscientos kilómetros al este de Port Headland. El pueblo había sido fundado apenas una década antes como colonia pintupi, dentro de los planes del gobierno australiano para alentar a los grupos aborígenes a regresar a sus tierras ancestrales después de décadas de maltrato y expulsión sistemática de aquellas regiones, sobre todo en los años sesenta, cuando se llevaron a cabo las pruebas de los misiles Blue Streak. No se puede vivir en unas tierras que van a saltar por los aires: no es sano.

Pero a mediados de la década de 1970 se acabaron las pruebas, cambió la sensibilidad política y los últimos pintupi fueron trasladados de vuelta a Kiwirrkurra, que ni siquiera estaba en medio de la nada, sino a unos cientos de kilómetros de sus últimos confines. Allí vivían, sin embargo, los veintiséis pintupi, tan feliz y apaciblemente como podía vivir un grupo humano en un desierto sofocante, sin electricidad, línea telefónica ni comunicación alguna con la sociedad moderna. Les gustaba, en realidad, estar aislados, y los ancianos se alegraban en especial de haber regresado a la tierra de sus antepasados.

Y entonces se les cayó el cielo encima.

No todo, explicó Hero. Solo un trozo.

—¿Qué era? —preguntó Roberto, que no había dejado de mirarla a los ojos mientras hablaba.

Sabía —no se engañaba al respecto— que Trini lo estaba observando. De hecho, su compañera le clavaba la mirada como si le ordenara físicamente que cortara el rollo de una vez.

—El Skylab.

Trini giró la cabeza y la miró.

—¿Fue en 1979?

—Sí.

—Creía que había caído en el océano Índico.

Hero asintió.

—En su mayor parte. Los pocos fragmentos que cayeron a tierra fueron a parar a las afueras de una localidad llamada Esperance, también en Australia Occidental.

—¿Cerca de Kiwirrkurra? —preguntó Roberto.

—Cerca de Kiwirrkurra no hay nada. Esperance está a unos dos mil kilómetros de allí y tiene diez mil habitantes. En comparación, es una gran urbe.

—¿Qué pasó con los trozos que cayeron en Esperance?

Hero pasó a la sección siguiente de sus anotaciones. Los fragmentos que cayeron en Esperance fueron recogidos por los lugareños que, por iniciativa propia, los trasladaron al museo local, un antiguo salón de baile que pronto se convirtió en el Museo Municipal y Observatorio de Esperance-Skylab. La entrada costaba cuatro dólares, a cambio de los cuales podía verse el mayor tanque de oxígeno del laboratorio orbital, el congelador donde se almacenaban la comida y otros suministros, algunas esferas de nitrógeno pertenecientes a los propulsores de control de inclinación y un fragmento de la escotilla por la que entraban los astronautas durante sus visitas. Se exhibían también unos cuantos deshechos irreconocibles, incluido un trozo de chapa que, curiosamente, tenía el nombre de Skylab estampado en el centro con pintura roja intacta.

—Durante años, la NASA dio por sentado que no se encontraría nada más, dado que el resto o bien se había calcinado al entrar en la atmósfera o bien estaba en el fondo del océano Índico —prosiguió Hero—. Pasados cinco o seis años, concluyeron que si hubiera caído algo más en tierra ya habría aparecido, o bien que había caído en algún sitio inhabitable.

—Como Kiwirrkurra —dijo Roberto.

Ella asintió con un gesto y pasó página.

—Hace tres días recibí una llamada de la Unidad de Exobiología de la NASA. Habían recibido un mensaje, transmitido a través de seis organismos estatales. Por lo visto, alguien había llamado desde Australia Occidental para avisar de que «una cosa había salido del tanque».

—¿De qué tanque?

—Del tanque de oxígeno supletorio. El que cayó en Kiwirrkurra.

Trini se echó hacia delante.

—¿Quién llamó desde Australia Occidental?

Hero miró sus notas.

—Se identificó como Enos Namatjira. Dijo que vivía en Kiwirrkurra y que su tío encontró el tanque enterrado hace cinco o seis años. Como había oído hablar de la nave espacial que cayó del cielo, se lo llevó y lo puso delante de su casa como un souvenir. Ahora, al parecer, ha pasado algo con el tanque y el hombre ha enfermado. Muy rápidamente.

Roberto arrugó el entrecejo, tratando de entender la situación.

—¿Cómo sabía ese tipo a qué número tenía que llamar?

—No lo sabía. Empezó por la Casa Blanca.

—¿Y llegó hasta la NASA? —preguntó Trini con incredulidad. Tanta eficacia era inaudita.

—Tuvo que hacer diecisiete llamadas y recorrer cincuenta kilómetros cada vez hasta el teléfono más cercano, pero sí, por fin consiguió hablar con la NASA.

—Parecía muy decidido —comentó Roberto.

—Sí, porque para entonces ya estaba muriendo gente. Por fin le pusieron en contacto conmigo hace un día y medio. A veces trabajo para la NASA, inspeccionando sus vehículos de reentrada para asegurarme de que están limpios de formas biológicas no terrestres, lo que sucede invariablemente.

—¿Y cree que esta vez llegó algo del exterior? —preguntó Trini.

—En absoluto. Aquí es donde la cosa se pone interesante.

Roberto se inclinó hacia delante.

—A mí ya me parece muy interesante.

Hero le sonrió. Trini intentó no poner cara de fastidio.

—El tanque estaba cerrado herméticamente —explicó Hero— y dudo mucho que pudiera traer del espacio exterior algo que no llevara consigo cuando lo pusieron en órbita. He revisado todos los archivos del Skylab y parece ser que ese tanque de oxígeno en concreto se envió en el último reaprovisionamiento, no para la circulación de oxígeno, sino únicamente para adosarlo a uno de los brazos exteriores del laboratorio orbital. Dentro había un organismo micótico, una especie de primo de Ophiocordyceps unilateralis, un hongo muy curioso que puede parasitar distintas especies, conocido por sobrevivir en condiciones extremas, un poco como las esporas de Clostridium difficile. ¿Les suene ese nombre?

Pusieron cara de que no. Conocer el Clostridium difficile no era un requisito imprescindible en su oficio.

—Pues es un bacilo muy dañino. Puede sobrevivir en cualquier parte: dentro de un volcán, en el fondo del mar o en el espacio exterior.

Trini y Roberto se limitaron a mirarla, dando por buena la información.

—El caso es —prosiguió ella— que la muestra del tanque formaba parte de un proyecto de investigación. El hongo tiene algunas propiedades de crecimiento muy peculiares y querían ver cómo le afectaban las condiciones del espacio exterior. Recuerden que estamos hablando de los años setenta. Las estaciones orbitales iban a ser la bomba, así que necesitaban desarrollar fármacos antimicóticos para los millones de personas que iban a vivir allá arriba. Solo que no tuvieron oportunidad de hacerlo.

—Porque el Skylab se desplomó.

—Exacto. Así que, cuando llevaba cinco o seis años a la intemperie delante de la casa del tío de Enos Namatjira, el tanque empezó a oxidarse. El hombre quería arreglarlo un poco, sacarle brillo y dejarlo como nuevo, pensando que a lo mejor así la gente pagaría por verlo. Intentó quitar el óxido, pero estaba muy incrustado. Según Enos, probó con distintos limpiadores y por fin optó por una solución casera: cortó una patata por la mitad, la embadurnó con lavavajillas y restregó con ella la carcasa del tanque.

—¿Funcionó?

—Sí. El óxido salió fácilmente y el cacharro quedó brillante. Unos días después, el tío enfermó. Empezó a comportarse de manera extraña, a desvariar. Se subió al tejado de la casa y se negó a bajar, y luego comenzó a hincharse incontrolablemente.

—¿Qué narices le pasó? —preguntó Trini.

—Todo lo que diga a partir de este momento es una simple hipótesis.

Hero hizo una pausa. Ellos esperaron. Aunque no fuera consciente de ello, la doctora Martins sabía cómo contar una historia: estaban embobados.

—Creo que la combinación química que utilizó el tío de Enos se introdujo por las microfisuras del recubrimiento del tanque y llegó al interior, rehidratando el Cordyceps en estado latente.

—¿Lo de la patata? —preguntó Roberto, incrédulo. No parecía muy hidratante.

Ella asintió.

—Una patata corriente es agua en un setenta y ocho por ciento. Pero el hongo no solo se rehidrató. Además recibió un aporte de pectina, celulosa, proteína y grasa. Tenía, por otro lado, un sitio muy agradable en el que crecer. La temperatura media en el desierto de Australia Occidental en esta época del año supera con creces los treinta y ocho grados centígrados. Dentro del tanque seguramente alcanzaba los cincuenta y cuatro. Letal para nosotros, pero perfecta para el hongo.

Trini quería ir al grano.

—Entonces, ¿está diciendo que esa cosa volvió a la vida?

—No exactamente. Repito que solo son especulaciones, pero creo que es posible que los polisacáridos presentes en la patata se combinaran con el palmitato sódico del lavavajillas para producir un medio favorable a su crecimiento. Normalmente son moléculas grandes, inertes y aburridas, pero, si las juntas, puede armarse una buena. La culpa no es del tío. El pobre hombre no intentaba producir una reacción química.

Iba animándose a medida que hablaba. El ejercicio intelectual hacía que le brillaran los ojos, y Roberto se sentía incapaz de apartar la mirada de ella: no podía evitarlo.

—Pero ¿produjo esa reacción química?

—¡Joder, ya lo creo!

Santo Dios, si hasta decía tacos. Roberto sonrió.

—Pero no creo que los polisacáridos o el palmitato de sodio fueran el reactivo de base. —Se inclinó hacia delante, como si se dispusiera a rematar un chiste que a todo el mundo iba a encantarle—. Fue el óxido. Fe2O3.nH2O.

Trini tiró su chicle en un pañuelo de papel y se metió otra pastilla en la boca.

—¿Cree usted, doctora Martins, que podrá encontrar en algún rinconcito de su ser la capacidad de resumir?

Hero la miró, adoptando de nuevo una actitud objetiva.

—Claro. Enviamos al espacio un extremófilo hiperagresivo resistente al calor intenso y al vacío, pero sensible a las bajas temperaturas. En ese medio el organismo entró en un estado de latencia, pero siguió siendo hiperreceptivo. En algún momento del camino debió de coger a un autoestopista, digamos. Puede que estuviera expuesto a la radiación solar. O puede que una espora penetrara por las microfisuras del tanque en el momento de la reentrada en la atmósfera. En todo caso, cuando el hongo regresó a la Tierra, salió de su estado de latencia y se encontró en un entorno cálido, seguro, rico en proteínas y favorable a su crecimiento. Y algo hizo que su compleja estructura genética cambiara.

—¿Para convertirse en qué? —preguntó Roberto.

Hero los miró a ambos como una maestra miraría a un par de alumnos un poco zoquetes que no acabaran de entender lo obvio.

—Creo que hemos creado una nueva especie —concluyó. Se hizo un silencio. Dado que la teoría era suya, Hero se arrogó el derecho de poner nombre a la nueva especie—: Cordyceps novus.

Trini se limitó a mirarla.

—¿Qué le dijo al señor Namatjira?

—Que tenía que hacer unas comprobaciones y que volvería a llamarme seis horas después. No me llamó.

—¿Qué hizo entonces?

—Llamar al Departamento de Defensa.

—¿Y qué hicieron ellos? —preguntó Roberto.

Ella les señaló.

—Mandarlos a ustedes.

 

[1] Hero, «héroe» (N. del T.).

Dos

 

 

 

 

 

Las siguientes seis horas de vuelo transcurrieron en relativo silencio. Mientras sobrevolaban la costa oeste de África y anochecía, Trini hizo lo que solía hacer cuando iba camino de una misión: aprovechar para dormir cuando aún había tiempo. Tampoco pasaba nunca junto a un cuarto de baño sin usarlo. Eran esas pequeñas cosas las que importaban cuando uno tenía que limitar al máximo sus necesidades. Hero se cansó de mirar las botas de Trini, que esta había apoyado en el asiento de al lado, y, cuando el avión estuvo casi a oscuras, se levantó, pasó por encima de sus piernas y cruzó el pasillo.

—¿Te importa? —susurró señalando el asiento vacío que había junto a Roberto.

A él no le importó. Ni lo más mínimo. Movió las piernas para dejarla pasar y ella se acomodó lo mejor que pudo en el asiento. El motivo aparente de su cambio de sitio era que allí podía poner las piernas en alto. Pero eso también podría haberlo hecho en el otro asiento, se dijo Roberto. Tal vez la verdadera razón fueran las miradas furtivas que se lanzaban de vez en cuando desde que ella había acabado su informe, pero a él le convenía —psicológicamente al menos— dar por sentado que se trataba de lo más obvio, sabiendo al mismo tiempo que no era así en absoluto.

Las cosas que uno se cuenta…

La verdad pura y dura era que Roberto distaba mucho de ser inocente en aquel caso. Había sentido una atracción inmediata por la doctora Hero Martins y, aunque jamás haría nada al respecto, necesitaba saber que conservaba su antiguo encanto y que aún podía recurrir a él. Llevaba unos tres años casado con Annie y el comienzo de su matrimonio no había sido fácil. Pasaron el primer año agobiados por el trabajo; luego, Annie se quedó embarazada mucho antes de lo previsto, el embarazo se complicó y tuvo que guardar cama los últimos cuatro o cinco meses, lo que habría sido duro para cualquiera, pero especialmente para ella, que era como una máquina de movimiento perpetuo. Estaba acostumbrada, por su trabajo de periodista, a andar siempre de un lado a otro, y estar encerrada en casa le parecía un suplicio. Después nació el bebé y, en fin, ya se sabe lo que es eso: un bebé.

Y así se acabaron los presuntos años dulces. ¿Qué había sido del estar tú y yo solos, de esa primera época de dicha matrimonial en la que disfrutamos de la juventud, la belleza y la libertad, y el uno del otro? Y, ya puestos a preguntar, ¿qué había sido del sexo, por amor de Dios? Roberto odiaba convertirse en un cliché, en el típico tío casado que se lamenta de la sequía de sexo posterior al nacimiento de un bebé, pero aun así era un hombre en la flor de la vida. Y ahora mismo no se veía envejeciendo con Annie. A este paso no, desde luego.

Pero la quería. Y no quería engañarla.

Por eso coqueteaba. En realidad nunca se le había dado bien ligar cuando la cosa iba en serio, pero todo resultaba más sencillo cuando no había intención de que las cosas llegaran a ninguna parte. Todavía le sorprendía la desenvoltura con la que era capaz de hablar con mujeres atractivas en este momento de su vida, y lo positiva que era siempre su respuesta. Un hombre de treinta y tantos años, formal e inalcanzable, era muy distinto a un chaval de veinticuatro con la lengua hecha un lío y una erección perpetua.

Esa imagen cuadraba a la perfección con las preferencias y predilecciones de Hero. Desde el fin de su larga y tortuosa relación con Max, un estudiante de doctorado más o menos de su edad y algo inmaduro, le interesaban los hombres casados. No es que tuviera debilidad por ellos, lo que habría sugerido cierta propensión amoral: el deseo de hacer algo por el hecho de que fuera malo y no a pesar de que lo fuera. Nada de eso. Tenía, sin embargo, preferencia por los hombres casados, una regla o directriz personal basada en sus ventajas obvias, que un día, durante una clase extraordinariamente aburrida de micromaquinado por láser, se había puesto a enumerar en un cuaderno. Esas ventajas eran, por orden de importancia:

1. Su conducta tendía a ser, por lo general, más adulta, dado que habían asumido los cambios propios de la vida mostrándose dispuestos a casarse y a compartir —al menos hasta cierto punto— su vida con otra persona, lo que implicaba por definición capacidad de compromiso y preocupación por el otro.

2. Solían ser mejores en la cama, no solo por volumen de experiencia, sino por experiencia repetida con la misma mujer, lo que inevitablemente conducía a una mayor intuición de cómo dar placer además de recibirlo, a no ser que fueran unos completos narcisistas, lo que era improbable teniendo en cuenta el punto 1.

3. Eran educados y agradecidos y no te dejaban el suelo hecho un asco, dado que al fin y al cabo habían pasado como mínimo un par de años siendo adiestrados en el uso del baño por una mujer adulta que no era su madre.

4. Tenían adónde ir, normalmente dentro de un margen de tiempo razonable después de practicar el sexo, lo que a ella le dejaba las noches libres para dedicarse a su trabajo.

5. Eran, por definición, incapaces de entregarse a una relación en exclusiva, cosa que a ella le permitía hacer lo que le apeteciera en el caso improbable de que se presentara algo mejor.

Hero era consciente de que había numerosos argumentos en contra que restaban méritos al amante casado, y que había resumido limpiamente en una sola premisa en la primera página de su diario:

1. Son infieles.

Pero ella también lo era, y lo sabía. Y no porque los engañara a ellos. Nunca tenía múltiples amantes: con un solo lío amoroso cada vez tenía suficiente. Tampoco engañaba —según sus cálculos— a sus desdichadas esposas, puesto que no las conocía y nunca les había prometido nada. En realidad, solo se era infiel a sí misma al pasar el rato con una serie de personas que, al parecer, dada la naturaleza intrínseca de su relación, no sabían cómo amar.

Aun así, allí estaba, y allí estaba Roberto. Allí estaban ambos, posiblemente rumbo a la muerte (¿se le estaba yendo la mano buscando excusas?), y sin duda no había nada de malo en mantener una conversación agradable y vital con un militar guapo de unos treinta y cinco años al que claramente le había hecho tilín. El hecho de que llevara anillo de casado era pura coincidencia.

Mientras Trini dormía, Roberto y Hero estiraron las piernas apoyándolas en el asiento de enfrente, se reclinaron todo lo que pudieron y hablaron en susurros. No estaban cansados —la energía que vibraba en el aire era demasiado estimulante—, así que hablaron de la vida de él, dejando a un lado a su familia, y de la vida de ella, omitiendo su historial romántico con tipos como él. Hablaron de sus respectivos trabajos, de los peligros que había afrontado Roberto y de los lugares exóticos y temibles que había visitado ella en busca de nuevos microorganismos. Y mientras conversaban se fueron hundiendo cada vez más en los asientos y juntando poco a poco las cabezas y, cuando empezó a notarse algo de frío en la cabina mientras sobrevolaban Kenia, Roberto se levantó, sacó un par de mantas de lana áspera de un armario cercano y se acurrucaron debajo.

Entonces ella se rascó la nariz.

Y cuando volvió a bajar la mano, la apoyó en el asiento, entre los dos, rozando con el dedo meñique el muslo derecho de él. Roberto lo notó, y ella no apartó la mano. Pasaron otros veinte minutos, veinte minutos de charla relajada, entre susurros, sin una sola insinuación fuera de lugar. Luego, fue él quien hizo el siguiente movimiento: cambió de postura, teóricamente para estirar las piernas agarrotadas, pero cuando volvió a posarlas en el asiento de delante apretó la pierna contra la de ella, y ella correspondió casi de inmediato a su gesto. No hablaron de ello; ninguno de los dos se dio por enterado. Si se escuchaba su conversación, podía darse por sentado que eran dos compañeros de trabajo pertenecientes a campos ligeramente distintos que habían coincidido en un encuentro profesional y estaban teniendo la conversación más inocente, respetable y aburrida del mundo.

Pero ni ella apartó la mano, ni ninguno de los dos aflojó la presión de la pierna. Lo sabían ambos. Solo que no lo decían.

Pasado un rato, Hero se estiró y se puso en pie.

—El aseo.

Él señaló al fondo. Ella le dio las gracias con una sonrisa, pasó entre los asientos y se dirigió al fondo del avión.

Roberto la miró alejarse. Por dentro estaba aterrorizado desde hacía varias horas. Apenas podía creerse lo que estaba pasando. Ninguno de sus flirteos relativamente inocentes había llegado tan lejos, y tenía la sensación de estar deslizándose por un agujero embarrado del que no podía salir. Con cada movimiento que hacía se hundía más en el hoyo, y cuando no se movía era aún peor, porque la gravedad por sí sola tiraba de él hacia abajo.

Y además le gustaba. Estaba enfadado, enfadado por no tener lo que quería —o lo que merecía— en casa, y ¿por qué no obtenerlo de aquella mujer brillante y preciosa que le pedía tan poco, que le encontraba tan fascinante y a la que, evidentemente, le interesaba? ¿Por qué no hacerlo, aparte de porque era un completo error? O quizá no estuviera sucediendo. Quizás hubiera un motivo inocente para explicar el roce de su mano y de su pierna —seguramente ella ni siquiera lo había notado, por amor de Dios—, y él estaba dejando que su impulso sexual hiperactivo se adueñara, como siempre, de su mente racional.

O quizá sí estaba sucediendo, y quizás él quería que sucediera. Podía ser que se levantara, que se dirigiera al fondo del avión, que hablara con ella un poco más y que, si por causalidad le miraba a los ojos unos segundos más de lo necesario, la besara. Quizás sí. Quizá se levantara y lo hiciera ahora mismo.

Hizo acopio de todo el resentimiento que pudo encontrar, de toda la indignación acumulada a lo largo de tres años largos de frustrante matrimonio, y se levantó.

Notó entonces que una mano se posaba en su brazo.

Se volvió. Trini estaba despierta y lo miraba con fijeza mientras le agarraba fuertemente el antebrazo izquierdo con la mano derecha.

Roberto la miró, cubriendo su cara con una chapucera máscara de inocencia. La mirada penetrante de Trini, fija en él, brillaba incluso a la luz tenue de la cabina.

—Siéntate, Roberto —dijo.

Él abrió la boca, pero no le salieron las palabras. No se le daba bien mentir, y menos aún improvisar excusas, de modo que en lugar de balbucir alguna estupidez optó por cerrar la boca y encogerse de hombros como diciendo «No sé de qué me hablas».

—Siéntate.

Roberto se sentó. Ella se inclinó hacia delante y le puso la mano en la nuca.

—Tú no eres así, chaval.

Roberto sintió que se le encendían las mejillas: la rabia, la vergüenza y el deseo frustrado hicieron que toda la sangre sobrante se le agolpase en la cara.

—No te metas.

—Eso mismo digo yo —repuso Trini sin dejar de mirarle.

Él desvió los ojos. Se sentía humillado y quería que ella se sintiera igual.

—¿Celosa? —preguntó mirándola.

Quería arremeter contra ella y lo hizo; quería zaherirla y lo consiguió. Trini torció el gesto ligeramente, decepcionada, más que dolida.

Hacía ya diez años que su primer y único matrimonio se había ido a pique, y el hecho de que se hubiera casado era ya notable de por sí. Su matrimonio se deshizo no por los viajes y el secretismo que entrañaba su trabajo, sino por el desagrado innato que le inspiraban otros seres humanos. La gente estaba bien, solo que a ella no le gustaba verla ni escucharla. Llevaba sola una década y estaba muy a gusto así.

Siempre había tenido la convicción íntima de que la atracción que sentía de cuando en cuando por Roberto no era más que una simple reacción química a su físico arrollador. Le caía bastante bien, le gustaba trabajar con él, admiraba profundamente su profesionalidad y el hecho de que no sintiera la necesidad compulsiva de charlar de cualquier cosa, pero nunca había sentido por él el más mínimo interés amoroso. Era su compañero de trabajo. Un compañero de trabajo increíblemente guapo, eso sí. A veces hasta la gente que no es golosa se embelesa ante un trozo de tarta de chocolate. De eso se trata, para esto está: para entrarte por los ojos. Igual que él. Y normalmente así era. En todo caso, no pasaba nada: Trini se lo callaba y ya está.

Pero en 1983 tuvo un accidente de jeep y se fracturó dos vértebras lumbares, una lesión muy dolorosa que acabó por hacerla adicta a los analgésicos que el médico de la base le recetaba a mansalva. Cuando más le gustaban era a la hora de dormir: se tomaba una pastilla una hora antes de acostarse, se sumía en el dulce sopor del opio y sentía no solo que no le dolía nada, sino que nada volvería a dolerle nunca más. ¿Y dónde, en qué otra situación de la vida se tenía esa certeza?

La adicción se afianzó y fue creciendo. Durante casi seis meses nadie reparó en ella, salvo Roberto, que habló sin tapujos con su amiga y después dedicó gran cantidad de tiempo, energía y afecto a ayudarla a desengancharse. Trini se empeñó en hacerlo sin ayuda exterior y Roberto accedió a intentarlo. Al principio, durante una de sus peores noches en vela, entre tiritonas y sudores, tuvo un ataque de ansiedad y Roberto se metió en la cama con ella y la abrazó, tratando de ayudarla a pasar el mal rato. En cierto momento, ella le miró, le dijo que estaba enamorada de él y que siempre lo había estado e hizo intento de besarle. Roberto se escabulló, le dijo que se callara y se durmiera, y ella obedeció.

Durmieron así toda la noche, sin que pasara nada. Roberto nunca se lo contó a Annie, y tampoco volvieron a hablar del tema entre ellos.

Hasta ahora, cuando Roberto había querido hacerle daño.

Y lo había conseguido.

Al otro lado del avión, la puerta del aseo se cerró con un suave chasquido. Hero reapareció y se dirigió a su asiento.

Trini se dio la vuelta y se acomodó para volver a dormir.

Roberto se volvió hacia la ventana, empujó una almohada contra el cristal, se tapó con la manta hasta la barbilla y, cuando volvió Hero, fingió estar profundamente dormido.

Así llegaron los tres a Australia, acarreando mucho más equipaje del que llevaban al despegar.

 

Tres

 

 

 

 

 

Los trajes NBQ eran la mar de incómodos y lo peor, en opinión de Trini, era que no había dónde guardar la pistola. Blandió su Sig Sauer P320 en el aire, junto a la cadera, moviendo los labios sordamente tras el cristal de la escafandra.

Hero la miró, desconcertada todavía por aquellos militares y su inexperiencia a la hora de enfrentarse al tipo de problema que les habían mandado a investigar. Tocó los botones laterales del casco y su voz restalló en los auriculares de Trini.

—Use la radio, por favor.

Trini toqueteó el lateral del casco hasta que dio con el botón adecuado y lo pulsó.

—¿No tiene bolsillos este chisme?

Se habían puesto los trajes NBQ a las afueras de Kiwirrkurra: monos herméticos provistos de un sistema de respiración autónomo, botas con puntera de acero y espinillera exterior, y guantes resistentes a la corrosión química. Y no, no tenían bolsillos. De eso se trataba precisamente: de que no hubiera recovecos ni hendiduras en los que pudiera acumularse cualquier cosa que uno pudiera llevarse de vuelta a casa.

Hero decidió que un simple «No» bastaba para contestar a la pregunta malhumorada de la teniente coronel, que se había fumado tres cigarrillos, uno detrás de otro, nada más aterrizar —había aguantado todo el vuelo a base de Nicorette y de un nuevo parche de nicotina— y estaba más tensa que el interior de una pelota de golf. Convenía no acercarse mucho a ella, resolvió Hero.

Roberto se volvió y miró tras ellos, hacia la inmensa extensión de desierto que acababan de cruzar. Su todoterreno había levantado una enorme polvareda y el viento soplaba en su dirección, lo que significaba que los sedimentos arrojados al aire a lo largo de varios centenares de kilómetros se dirigían hacia ellos formando un torbellino.

—Más vale que empecemos mientras todavía se ve algo —dijo.

Dieron media vuelta y emprendieron el camino hacia el pueblo. Habían aparcado a unos ochocientos metros de distancia y los trajes les impedían avanzar a buen ritmo, pero desde allí alcanzaban a ver varios edificios dispersos a lo lejos. Kiwirrkurra estaba formado por una serie de edificaciones de una sola planta, doce como máximo. Las casas no estaban pintadas, pero la madera de deshecho y los retales de aglomerado que la comisión de realojo había entregado a los residentes formaban una abigarrada panoplia de colores. Para ser una colonia de nueva creación, no mostraba mucha planificación urbanística: una calle central, edificios a ambos lados y unos cuantos cobertizos levantados con posterioridad, posiblemente por recién llegados que preferían dejar un poco de espacio entre sus vecinos y ellos.

La primera cosa extraña que vieron, a unos cincuenta metros del pueblo, fue una maleta. Estaba en medio de la carretera, llena y cerrada como si aguardara pacientemente a que alguien la llevara al aeropuerto. Pero no se veía a nadie por allí.

Se miraron entre sí y se acercaron a la maleta. La rodearon y se quedaron mirándola como si esperaran que les revelara su historia y sus intenciones. Cosa que no hizo.

Trini siguió avanzando con la pistola en alto.

Llegaron al primer edificio y, al rodearlo, vieron que tenía solo tres paredes, no cuatro. Estaba construido así a propósito para aprovechar al máximo las corrientes de aire en aquel entorno de aridez extrema. Se detuvieron y miraron dentro como si miraran una casa de muñecas. Había zonas diferenciadas: una cocina, un dormitorio, un cuarto de baño (con puerta) y otra habitación minúscula al fondo. En la mesa de la cocina había comida, envuelta en una nube de moscas. Pero allí tampoco había nadie.

Roberto miró alrededor.

—¿Dónde se han metido todos?

Sí, esa era la cuestión.

Trini retrocedió de nuevo hacia la calle y giró en semicírculos, cautelosamente, observando el lugar.

—Los coches siguen aquí.

Siguieron su mirada. Había varios vehículos, en efecto. Casi uno por vivienda: un todoterreno o una moto, una camioneta o un turismo destartalado. Fuera donde fuese adonde habían ido los vecinos, habían dejado allí sus coches.

Continuaron avanzando. Pasaron frente a lo que parecía ser un parque infantil, más o menos en el centro del pueblo. Un viejo columpio metálico chirriaba, empujado por el viento que ahora barría la arena y el polvo del desierto hacia el interior del pueblo. Roberto se volvió y miró las nubes que se acercaban. La arena golpeaba el cristal del casco, y era difícil no parpadear a pesar de que no hacía falta.

Treinta metros más allá llegaron al otro extremo del pueblo. La puerta delantera del edificio más grande estaba entornada y Trini la abrió del todo empujándola con el cañón de la Sig Sauer. Roberto indicó a Hero que esperara en el porche y Trini y él entraron en la casa, uno después del otro, siguiendo el protocolo.

Hero esperó delante, observando sus movimientos a través de la puerta abierta y la ventana sucia. Registraron la casa habitación por habitación, Trini siempre delante, con la pistola en la mano. Roberto era el más minucioso y quizás el más precavido de los dos. Avanzaba con cautela, a ritmo regular, sin mirar nunca demasiado tiempo en una misma dirección. Hero admiraba la agilidad y la soltura con que se movía, incluso llevando encima el aparatoso traje. Sabía, sin embargo, que no había nada que temer allí. Todo lo que habían visto hasta el momento indicaba que Kiwirrkurra era una ciudad fantasma, y Hero estaba segura de cuál sería el resultado de sus pesquisas antes de que, unos minutos después, Trini saliera de la casa y anunciara:

—Catorce casas, doce vehículos, ningún residente.

Roberto puso los brazos en jarras, relajándose momentáneamente.

—¿Qué cojones ha pasado aquí?

Fue entonces cuando Hero vio lo que habían ido a buscar. Allí, en la punta del pueblo, delante de una casa tan humilde como las otras pero mejor conservada, había un depósito metálico de color plateado cuya chapa recién bruñida centelleaba al sol.

—No creo que eso sea de aquí —dijo.

Se aproximaron al tanque con cautela. El viento arreciaba y el polvo que arrastraba el aire se agolpaba en torno a las casas, elevándose en columnas delante de ellos antes de caer de nuevo al suelo en remolinos y seguir adelante. Cada vez costaba más ver.

—Alto.

Hero levantó la mano cuando aún estaban a tres metros del tanque. Examinó el suelo en torno a ellos lo mejor que pudo en medio de los torbellinos de arena y luego siguió adelante, inspeccionando la tierra con atención antes de dar un paso.

—Pisad sobre mis huellas.

La siguieron en fila india, con cuidado de plantar el pie en las pisadas de sus botas.

Al llegar junto al tanque, Hero se puso en cuclillas. Vio el hongo de inmediato, pero únicamente porque tenía el ojo bien adiestrado. Un observador corriente no habría visto más que una mancha verdosa en la superficie redondeada del depósito, semejante al cobre oxidado. El tanque no estaba intacto, de todos modos: había vuelto a entrar en la atmósfera terrestre incontroladamente y tenía, como era de esperar, unas cuantas abolladuras. Pero para Hero aquella anodina mancha verde era como un semáforo en rojo.

Trini miró en derredor, todavía con la pistola preparada, solo por si acaso. Dio unos pasos hacia la casa, mirando dónde pisaba. Se detuvo y examinó el edificio, que no era muy distinto a los demás. Hubo algo que llamó su atención, sin embargo: el coche. Un viejo Dodge Dart, aparcado en un ángulo extraño junto a la casa, con el capó casi pegado a una de las columnas del porche. El tejado de uralita del porche tenía cierta inclinación y desde donde estaba aparcado el coche era muy fácil encaramarse a él impulsándose desde el capó. Trini miró hacia arriba, pensativa.

Junto al depósito plateado, Hero se agachó y colocó delante de sí su maletín de muestras. Lo abrió, sacó una lupa de veinte aumentos y encendió las luces LED que rodeaban el borde del cristal biselado. Observó el hongo a través de la lente. Estaba vivito y coleando, no había duda: bullía visiblemente incluso a través de una lupa de tan poco aumento. Hero se acercó hasta donde se atrevió, buscando algún signo de fragmentación activa. Distinguió movimiento, y deseó con todas sus fuerzas tener una lupa más potente, pero en el maletín de campo solo llevaba una de veinte aumentos, lo que significaba que tendría que acercarse más aún.

Miró hacia atrás, a Roberto.

—Mete la mano por la trabilla del traje, entre mis omóplatos.

Roberto miró y vio que había una tira de tela cosida en vertical a la espalda del traje: una especie de asa lo bastante ancha para que metiera los dedos por ella. Hizo lo que le pedía Hero.

—Agárrame fuerte —ordenó ella—. Voy a tirar, pero no me sueltes. Si ves que me caigo, da un tirón hacia atrás. Sin cortarte. No dejes que lo toque.

—Entendido.

Roberto la sujetó con fuerza. Ella plantó firmemente los pies a unos treinta centímetros del tanque y se inclinó hacia delante, acercando todo lo que pudo la lupa y el cristal de su escafandra a la superficie, en su parte central. Roberto no esperaba que tuviera tanta confianza en él como al parecer tenía, y se tambaleó un poco cuando Hero se dejó caer hacia delante. Pero era fuerte y se recobró enseguida, recolocó los pies y la sostuvo con firmeza.

La máscara del casco de Hero se detuvo a unos siete centímetros de la superficie del tanque. Cambió la lente a su máximo aumento, centró el objetivo y encendió a tope las luces LED.

Ahogó un grito de sorpresa. A través de la lente, y a pesar de su escaso aumento, veía claramente los esporocarpos que brotaban del micelio: tallos rematados por una cápsula henchida de esporas listas para diseminarse. El crecimiento del micelio era tan rápido que se distinguía a simple vista.

—Dios mío.

Roberto no veía nada más allá del voluminoso traje de Hero y se moría de curiosidad.

—¿Qué es?

Hero no podía apartar los ojos.

—No lo sé, pero es enorme y rápido. Y heterotrófico: tiene que estar extrayendo carbono y energía de todo lo que toca; si no, sería imposible que… —Se interrumpió, con la vista fija en algo.

—Sería imposible ¿que qué?

Ella no contestó. Observaba fascinaba uno de los esporocarpos. Su cápsula iba hinchándose bajo la lente y despegándose de la superficie del tanque.

—Es la tasa de esporificación más agresiva que he…