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Una noche bajo el cielo griego… ¡con un desconocido increíblemente sexy! Marnie Porter estaba deseando escapar del lujoso spa griego en el que estaba trabajando para ayudar a su hermana. Y cabía la posibilidad de que hubiera encontrado la diversión perfecta en un hombre devastadoramente atractivo, Leonidas Kanonidou. Pero no sabía que Leonidas era un empresario más que rico. En cuanto al desconfiado Leon, estaba convencido de que debía mantener las distancias con la inocente Marnie; pero, al descubrir que su cenicienta necesitaba ayuda financiera, le hizo una propuesta, una que tendría beneficios para los dos, y que incluía explorar la pasión desenfrenada de Marnie, que amenazaba con destrozar sus barreras.
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Seitenzahl: 185
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Sharon Kendrick
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Bajo el cielo griego, n.º 2912 - marzo 2022
Título original: Secrets of Cinderella’s Awakening
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-376-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Dolía. Dolía a rabiar
Marnie abrió la boca y gritó como no había gritado en muchos años. Luego, salió del agua y se sentó en la arena de la playa con su estúpido bikini de color naranja. Estaba temblando de arriba abajo, a pesar del calor de la tarde.
Su suerte no podía ser peor.
O quizá sí, porque nada parecía indicar que el destino no estuviera dispuesto a tirarle otra cosa a la cabeza. Al fin y al cabo, ¿cuándo había sido justo con ella? Nunca. Solo lo era con otras personas, con gente que tenía padres, hogares y comida en el estómago; con gente que no se asustaba cada vez que oía un crujido en la escalera.
Se mordió el labio e intentó rechazar el dolor, que le llegaba desde todas las direcciones. Pero no pudo. En primer lugar, porque su hermana gemela estaba en la cárcel, como confirmando las nefastas predicciones de todos los padres de acogida con los que se habían criado y, en segundo, porque la isla griega donde se encontraba se acababa de convertir en un campo de batalla.
Marnie se echó hacia delante y se examinó el pie y el talón, que se había puesto colorado y tenía puntitos negros. Estaba tan concentrada que no reparó en el hombre que se acercó momentos después.
–¿Qué te ha pasado?
Marnie alzó la cabeza y miró al desconocido de voz profunda que le estaba tapando el sol. Su pecho tenía gotas de agua que brillaban como diamantes. Y jadeaba un poco, como si hubiera estado corriendo; aunque eso no le desconcertó tanto como el hecho de que tuviera una mano en la entrepierna.
Cuando se dio cuenta de que solo se estaba abrochando los vaqueros, clavó la vista en su cara. Era el nadador, el hombre que había llamado su atención instantes antes de que algo la picara. Y no le había llamado la atención porque fuera la única persona que estaba en la playa, al margen de ella. ¿Quién no se habría fijado en aquella criatura impresionante que había llegado en una ruidosa y vieja motocicleta?
Marnie se había quedado tan fascinada con él que no dejó de mirarlo mientras se quitaba los pantalones y la camiseta, para sumergirse después en el agua. Nadaba a la perfección, pero de un modo algo mecánico, como si el ejercicio le interesara más que el disfrute.
–¿Te encuentras bien? Te he oído gritar –insistió.
Su tono de voz era indiscutiblemente amable, pero su expresión no podía ser más seria. Los afilados contornos de su rostro parecían forjados en algún tipo de frío y despiadado metal. El único destello de vida estaba en sus ojos, que admiraban su cuerpo sin disimulo.
Marnie se maldijo por haberse puesto el bikini que le habían regalado sus compañeras de trabajo de Londres. Había sido una broma, porque ninguna de ellas la creía capaz de ponérselo. Pero su bikini viejo se había roto, y no había tenido más remedio que ponerse la minúscula prenda naranja, que enseñaba más de lo que ocultaba.
Marnie sacudió la cabeza. Y ya fuera por el dolor o porque el desconocido le hacía sentir cosas a las que no estaba acostumbrada, decidió refugiarse en el sarcasmo.
–¿A ti te parece que estoy bien?
Él la miró primero con sorpresa y después, con irritación.
–¿Qué has hecho? –le preguntó.
–No lo sé. Quizá he pisado algo.
–Deja que eche un vistazo.
Marnie quiso decirle que se marchara. Quiso decir que era perfectamente capaz de cuidar de sí misma, lo cual era cierto. Pero no dijo nada porque, cuando él se agachó y le empezó a tocar el pie con movimientos de experto en la materia, se derritió por dentro.
No, ciertamente no estaba acostumbrada a sentir esas cosas. Las niñas sin padres no recibían demasiado afecto; y, cuando lo recibían, siempre tenían la sensación de que la otra persona pretendía algo malo, así que lo rechazaban. Y Marnie lo había seguido rechazando hasta su edad adulta, porque evitar el contacto físico hacía que la vida fuera menos complicada.
A diferencia de sus amigas, no tenía relaciones sexuales de las que luego se pudiera arrepentir y, por supuesto, tampoco había sufrido mal de amores ni le habían partido nunca el corazón. De hecho, tenía tanto miedo a abrirse a los demás que solo quería a una persona: su hermana gemela, Pansy.
Sin embargo, el contacto del desconocido le estaba causando tanto placer que se quedó desconcertada.
–Bueno, ¿qué me pasa? –acertó a preguntar–. ¿Me ha mordido una serpiente marina?
Él alzó la cabeza, y ella lo lamentó al instante, porque sus ojos eran tan azules que competían con el cielo.
–No, has pisado un erizo de mar. Pero no es un problema menor, porque pueden ser peligrosos –respondió él con frialdad–. Por suerte, tengo algo en la moto que te puede ser de ayuda. Espera aquí.
La contestación del nadador estaba a medio camino entre una reprimenda y una orden, y Marnie abrió la boca para decir que no se molestara, pero se lo pensó mejor. A fin de cuentas, ¿qué otras opciones tenía?
–Como quieras –replicó ella.
Leon se dirigió al lugar donde había dejado la moto, preguntándose por qué había cometido la estupidez de intentar ayudar a una mujer tan desagradable. Tenía poco tiempo libre, y muy pocas oportunidades de ir a la playa para ver la puesta de sol.
Además, volver a Grecia le causaba una sensación extraña. Siempre se la causaba. Llevaba mucho tiempo en el extranjero, y solo visitaba su tierra natal de vez en cuando, porque sus negocios estaban en otros países. Pero el reciente acercamiento a su padre había desembocado en una especie de inestable reconciliación, y ahora no tenía más remedio que ir a la boda del hombre que le había engendrado.
Era lo correcto, aunque le disgustara. Sobre todo, porque su padre era un hombre mayor, y ya no tenía mucho tiempo por delante.
Leon se quitó esa idea de la mente y volvió a pensar en el fin de semana, menos problemático que la boda en cuestión. Uno de sus mejores amigos cumplía años, y daba por sentado que sería divertido o, por lo menos, relajante. Y necesitaba relajarse. Su vida era un torbellino de adrenalina y determinación, sin más objetivo que seguir siendo uno de los griegos con más éxito del mundo.
Al llegar a la motocicleta, abrió una de las polvorientas alforjas de la parte de atrás y frunció el ceño, porque rescatar a damiselas en apuros no estaba entre sus planes. Pero, a pesar de la actitud irritante de la afligida rubia, y de estar cansado de recibir insultos por parte de las mujeres que intentaban echarle el lazo y fracasaban, Leon seguía teniendo conciencia. No la podía dejar así.
Tras localizar lo que estaba buscando, volvió a su lado. Se había tumbado en la arena y había cerrado los ojos. Su pesada respiración hacía que sus pechos subieran y bajaran y, por si esa imagen no fuera suficiente para despertar algo cálido en su interior, las gotas de agua que se estaban secando en su estómago le hicieron consciente de su estrecha cintura.
–Tienes varias púas en el talón –dijo él, sacando unas pinzas y un viejo cuchillo militar.
–No me digas –replicó ella, brusca.
Él apretó los dientes. ¿Qué le pasaba a aquella mujer?
–Te las voy a quitar.
Marnie abrió mucho los ojos, y él se fijó en ellos por primera vez. Eran grises, de color cielo invernal, verdaderamente bonitos.
–¿Me dolerá?
–Es posible, pero no hay más remedio. ¿Eres valiente?
Ella se encogió de hombros.
–Supongo que sí.
Alzó la barbilla con arrogancia, y Leon estuvo a punto de sonreír. No estaba acostumbrado a las mujeres quisquillosas, y tampoco lo estaba a las que hacían esfuerzos por fingir que él no les gustaba, a pesar de que la dureza de sus pezones, casi visibles bajo el bikini, indicaba lo contrario.
–¿Cómo te llamas?
–Marnie, Marnie Porter.
–Muy bien, Marnie Porter. Cierra los ojos otra vez e intenta relajarte mientras te saco las púas –dijo.
–¿Relajarme? ¿Me estás tomando el pelo? ¿Tienes idea de lo que se siente?
–A decir verdad, sí. Me pasó lo mismo hace unos años –respondió él–. Pero seré tan delicado como pueda.
–¡Ay! –exclamó ella, mirándolo con furia–. ¿A ti te parece que eso es ser delicado? ¡Pues cómo serás cuando no lo seas!
–No se pueden sacar sin provocarte ningún tipo de dolor –se defendió.
–¿Ah, sí? –dijo Marnie, lanzándole una renovada mirada de desconfianza–. ¿Cómo lo sabes? ¿Es que eres médico?
Su tono fue bastante agresivo; pero, por alguna razón, a Leon le satisfizo. Tal vez, porque no solía tener la oportunidad de cruzarse con alguien que no sabía quién era ni lo que implicaba ser un Kanonidou, con toda la carga de la herencia familiar.
Pero ¿por qué lo iba a saber? Era evidentemente británica, otra de las miles de turistas que visitaban las islas griegas todos los años y soñaban con ellas durante el resto de su vida. No sabía nada de la sociedad griega, ni estaba al tanto de que la existencia de algunos de sus multimillonarios más famosos no era tan sencilla como parecía.
–No, no soy médico. ¿Lo parezco?
–No –dijo ella, señalando sus desgastados vaqueros–. Pareces un vagabundo playero.
Leon sonrió, y pensó que había pasado mucho tiempo desde la última vez que una mujer le había arrancado una sonrisa.
–¿Te estoy haciendo daño?
–Un poco, pero lo puedo soportar.
Los puños apretados de Marnie demostraban lo contrario, así que él se dio prisa por extraerle la última púa.
–Ya está, ya puedes abrir los ojos.
Al mirar otra vez sus preciosos ojos grises, Leon sintió una descarga de deseo tan intensa que le provocó una erección. Súbitamente, quería tomarla entre sus brazos, besarla, tumbarla en la arena y hacerle el amor.
Entonces, Marnie se echó hacia delante para mirarse el pie, y él tuvo ocasión de observarla con más detenimiento.
Era una mujer muy atractiva, aunque intentó convencerse de lo contrario. Tenía una larga melena rubia, del color de la arena mojada y, aunque su bikini barato apenas ocultaba sus exuberantes curvas, le quedaba bastante bien. Incluso mucho mejor de lo que le debería haber quedado en su opinión. A fin de cuentas, estaba acostumbrado a salir con mujeres que llevaban prendas de diseñadores, no trapos sacados de un mercadillo.
Pero, por otro lado, era de lo más refrescante. Por una vez, estaba con una mujer que no llevaba encima el equivalente económico a la deuda externa de un país pequeño. No llevaba diamantes ni oro ni ningún tipo de joyas ostentosas.
–¡Me las has quitado! –exclamó ella.
–Sí, así es.
–Guau… Muchas gracias.
–No hay de qué. Pero comprueba las heridas, y asegúrate de que estén limpias. ¿Dónde están tus zapatos?
Marnie señaló la roca donde había dejado su ropa.
–Te los traeré.
–No hace falta.
–He dicho que te los traeré.
Por su tono de voz, Marnie supo que Leon estaba acostumbrado a dar órdenes y, aunque no le gustaba que se las dieran a ella, no encontró motivo alguno para rechazar un gesto que intentaba ser cortés. Sobre todo, porque había tenido la amabilidad de echarle una mano.
Mientras él se alejaba, ella lo devoró con los ojos. Era tan magnífico que le habría estado mirando todo el día. Alto, fuerte, de músculos perfectamente marcados. Y los vaqueros le quedaban tan bien que deseó verlo desnudo.
Al darse cuenta de lo que estaba pensando, se ruborizó. ¿Cómo era posible, si no había visto desnudo a ningún hombre? Lo más parecido a un desnudo masculino que había tenido ocasión de gozar eran las estatuas de mármol de los museos que había visitado en su infancia. Y tampoco había visto tantas, porque los padres de acogida que se atrevían a llevarla a esos sitios descubrían pronto que ni a su hermana ni a ella les gustaban las lecciones culturales.
El recuerdo le resultó más doloroso de la cuenta, así que se volvió a concentrar en el hombre que la había rescatado. Tenía el cabello de color negro, y los rizados mechones de la zona de su nuca despertaron en ella el deseo de peinarlos. Pero también deseó otras cosas, que no tenían nada que ver con su informal corte de pelo. Cosas que no había deseado nunca. Cosas que endurecieron sus pechos.
Por supuesto, Marnie supo lo que le estaba pasando, pero rechazó la idea. Los hombres la dejaban fría, aunque fueran tan impresionantes como aquel. Había trabajado en una peluquería unisex de Londres, donde veía montones de hombres atractivos, pero nunca les prestaba atención. No confiaba en la belleza. No confiaba en casi nada, porque la vida la había golpeado demasiadas veces.
Leon se inclinó para recoger la ropa y, cuando se dio la vuelta y descubrió que Marnie lo estaba mirando fijamente, respondió a su mirada de tal manera que se ella se estremeció.
Fue un momento de lo más extraño, porque se sintió como si lo conociera desde siempre y como si él fuera el único hombre que la conocía de verdad. Pero eso era imposible. Era la primera vez que se veían.
Marnie sacudió la cabeza y se dijo que tenía que dejar de leer novelas románticas, porque la estaban volviendo loca. Aunque también cabía la posibilidad de que fuera consecuencia de la tensión que había acumulado durante los últimos meses. Y sus problemas estaban lejos de terminar. De hecho, acababan de empezar.
Incómoda, intentó levantarse. Y él debió de notar su vacilación, porque le ofreció una mano para que se apoyara en ella.
–Cuidado –dijo Leon.
Marnie volvió a tener la misma sensación maravillosa que había tenido cuando le tocó el pie, pero la rechazó, se puso el vestido, sacudió la cabeza y metió los pies en las sandalias, empezando por el herido.
–No te preocupes. Estoy bien –replicó–. Y ahora, será mejor que me vaya. Gracias de nuevo por haberme echado una mano. Te estoy muy… agradecida.
El primer pensamiento de Leon fue dejarla marchar. Si había conseguido llegar por su cuenta a una playa privada, podría regresar por su cuenta. Además, tenía la sensación de que se había colado, porque no creía que se alojara en el Paradeisos, un complejo hotelero de lujo cuya entrada estaba a poca distancia de allí, señalada con un discreto cartel.
Mientras lo pensaba, se dio cuenta de que su pelo no era del color de la arena mojada. Se lo había parecido cuando estaba húmero, pero ya se le había secado, mostrando su verdadero color: casi blanco, tan claro como la plata.
Quizá fue eso lo que hizo que cambiara de opinión y decidiera ofrecerse a llevarla. Le gustaba mucho. Le gustaba tanto como si volviera a ser un adolescente que empezaba a descubrir el amor. O quizá se lo ofreció por simple y puro sentimiento de responsabilidad.
–Si quieres, puedo llevarte a tu hotel –dijo–. O mejor aún, enseñarte la isla. ¿Has tenido ocasión de recorrerla?
Ella se encogió de hombros.
–No tanto como me gustaría. Trabajo muchas horas, y no suelo tener días libres porque…
–¿Por qué?
Ella sacudió la cabeza.
–Eso no importa –contestó–. Hice un recorrido turístico cuando llegué, pero no vi demasiado. El organizador no estaba tan interesado en enseñarnos la isla como en conseguir que compráramos jarrones.
–Oh, Dios mío –dijo él, estremeciéndose.
–Son espantosos.
–Sí que lo son. Pero esta isla tiene muchos encantos, sitios a los que los turistas no suelen ir. Podríamos pasar por algunos pueblos y ver la puesta de sol desde la roca de Dhassos. Hasta podemos comer algo.
Los ojos grises de Marnie se clavaron en él con desconfianza.
–¿Me estás pidiendo que cene contigo?
–Claro. ¿Por qué no?
–Para empezar, porque ni siquiera sé cómo te llamas.
–Leonidas Kanonidou, aunque casi todo el mundo me llama Leon.
–¿Como un león?
–Sí, exactamente. No me digas que hablas griego –ironizó él.
–Qué gracioso eres –protestó ella.
–Bueno, ahora que ya conoces mi nombre, ¿te apetece cenar conmigo?
Marnie tardó en contestar, lo cual aumentó el interés de Leon. En general, las mujeres se arrojaban a sus pies con un simple chasquido de dedos, ansiosas por echar el lazo a uno de los solteros más deseados del mundo. Y eso era precisamente lo que le había llevado a poner punto final a su vida de seductor.
Eso, y que su apetito carnal se había reducido a base de tener tanto donde elegir y tantas oportunidades de acostarse con alguien.
Además, tampoco conocía a muchas personas tan sinceras como Marnie. Estaba acostumbrado a que la gente le riera las bromas aunque no tuvieran gracia y, por supuesto, nadie le rechazaba nunca. ¿Quién se podía resistir a la oportunidad de que les diera un trabajo o les comprara un anillo de compromiso? Por lo visto, aquella inglesa, que parecía perfectamente capaz de rechazar su ofrecimiento.
Pero no lo rechazó.
Claro que no lo rechazó.
–¿Por qué no? –dijo ella, encogiéndose de hombros otra vez.
Leon supuso que la reticencia de Marnie era falsa, pero no le importó. En ese momento, no le importaba nada que no fuera aquella mujer. La vio alzando los brazos para recogerse el pelo, y lo lamentó al instante porque el movimiento derivó su atención a la curva de sus senos. ¿Lo habría hecho a propósito, consciente del efecto que tenían sus endurecidos pezones? No lo sabía, pero se volvió a excitar, por irracional que fuera.
Y lo era.
Decidido a sacársela de la cabeza, pensó en todo lo que tenía que hacer durante el fin de semana. Iba a estar con la crema y nata de la alta sociedad griega, ansiosa de participar en los actos que les habían preparado. Sin embargo, eso significaba que un montón de chicas jóvenes harían cola por ganarse su atención. Y por supuesto, estarían más dispuestas a entregarse a él que aquella criatura de cabello claro y ojos grises.
Era una perspectiva tan desalentadora que se maldijo para sus adentros. Empezaba a pensar que había cometido un error al volver a Grecia.
En cualquier caso, sus preocupaciones no tuvieron la utilidad que deseaba, como descubrió cuando llegaron a la moto y alcanzó su camiseta para ponérsela. Seguía tan excitado como antes.
–Vámonos –dijo con brusquedad.
Qué te parece? ¿Te gusta?
El lento y aterciopelado tono de Leon Kanonidou estaba volviendo loca a Marnie, quien se ruborizó y echó un vistazo al restaurante con la esperanza de que no notara su rubor.
Era un lugar precioso, como sacado de una película. Estaba junto al mar, en lo alto de un pequeño acantilado, frente a un sol que parecía una gigantesca bola roja y sobre una playa cuya arena parecía malva y carmesí bajo la agonizante luz del día.
Había pocos clientes; quizá, porque aún era pronto. Pero, sorprendentemente, todas las mesas estaban reservadas, algo extraño en un lugar tan apartado.
Cuando llegaron, el propietario del local se acercó a ellos de una manera tan poco amistosa que Marnie pensó que los iban a echar. Sin embargo, su actitud cambió radicalmente tras mantener una conversación con Leon, quien le habló en griego. Entonces, lo miró con asombro, los acompañó a una de las mesas y retiró el cartel de reservado.
Marnie no supo a qué se debía ese cambio de actitud, pero olvidó el asunto tras dar por sentado que Leon habría hecho uso de su encanto o de su carismática personalidad. Además, eso no era tan raro como lo que le estaba pasando.
Se sentía increíblemente cómoda con él. Se sentía cómoda en el pequeño restaurante de la costa, que no tenía ninguno de los lujos del hotel Paradeisos, donde trabajaba. Y también se había sentido cómoda durante el trayecto en moto, apretada contra la espalda de un hombre al que acababa de conocer.
¿Qué le estaba pasando?
En general, era muy cautelosa con los hombres, todo lo contrario que su hermana gemela. Nunca actuaba impulsivamente con un miembro del sexo opuesto, porque nunca había tenido una buena razón. Y ahora se preguntaba si lo que estaba sintiendo, ese brusco despertar de todos sus sentidos, sería la buena razón que necesitaba.