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Belle de Jour es una obra que explora la dualidad de la naturaleza humana y las complejidades de los deseos reprimidos. Joseph Kessel presenta la historia de Séverine, una mujer que, aparentemente, lleva una vida tranquila y respetable como esposa, pero que se siente atraída por una vida secreta de prostitución de lujo, donde busca satisfacer sus deseos más oscuros y explorar el poder del control y la sumisión. A través de su narrativa, Kessel toca temas como la represión sexual, la moralidad ambigua y la lucha interna entre el deseo y la moral. Desde su publicación, Belle de Jour ha sido objeto de diversas interpretaciones y análisis, particularmente en lo que respecta a su exploración de la sexualidad femenina y las dinámicas de poder dentro de las relaciones. La figura de Séverine, atrapada entre su vida convencional y sus deseos ocultos, se ha convertido en un símbolo de la lucha interna que muchos individuos enfrentan al tratar de reconciliar sus vidas públicas con sus deseos privados. La obra sigue siendo relevante hoy en día por su tratamiento de los temas de la sexualidad, el poder y las convenciones sociales. A través de la historia de Séverine, Kessel ofrece una reflexión sobre la liberación personal, el tabú y la moralidad, elementos que continúan siendo discutidos en la sociedad contemporánea
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Seitenzahl: 251
Veröffentlichungsjahr: 2025
Joseph Kessel
BELLE DE JOUR
PRESENTACIÓN
Prefacio
Prólogo
BELLE DE JOUR
Capítulo primero
Capítulo segundo
Capítulo tercero
Capítulo cuarto
Capítulo quinto
Capítulo sexto
Capítulo séptimo
Capítulo octavo
Capítulo noveno
Capítulo décimo
Joseph Kessel
1898 - 1979
Joseph Kessel fue un escritor y periodista francés de origen ruso, conocido por su estilo narrativo que fusionaba el periodismo con la ficción literaria. Nacido en Villa Maria, Argentina, de padres rusos, Kessel es célebre por sus relatos de aventuras y su capacidad para capturar la complejidad de la condición humana en contextos históricos y emocionales intensos. Aunque es menos conocido que algunos de sus contemporáneos, Kessel dejó una marca significativa en la literatura francesa del siglo XX.
Primeros años y formación
Joseph Kessel nació en una familia de inmigrantes rusos, y pasó su infancia entre Francia y otros países. A temprana edad, desarrolló una pasión por la literatura y el periodismo. Durante la Primera Guerra Mundial, Kessel sirvió en la aviación francesa, experiencia que influyó profundamente en su futura carrera literaria. Después de la guerra, estudió en París y comenzó a escribir para varias publicaciones, lo que lo introdujo en el mundo del periodismo y la literatura.
Carrera y contribuciones
A lo largo de su carrera, Kessel combinó el periodismo con la escritura de novelas, cuentos y guiones. Fue uno de los principales representantes del género de aventuras en la literatura francesa, aunque también abordó temas políticos y sociales de gran relevancia. Entre sus obras más destacadas se encuentran El viento de la noche (1934) y Los soldados de salamina (1941), una novela que explora la valentía y la desilusión en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.
Uno de sus trabajos más conocidos es La paz (1942), una novela que retrata el contraste entre la belleza y la brutalidad de la guerra, utilizando un estilo lírico y evocador. Además de su obra literaria, Kessel fue un periodista de renombre y viajó por todo el mundo, cubriendo eventos de importancia histórica, lo que le permitió aportar una perspectiva única y realista en sus escritos.
Impacto y legado
Joseph Kessel es considerado uno de los más grandes narradores de su tiempo, cuyas historias, llenas de acción y emoción, continúan cautivando a los lectores de hoy. Su estilo directo y su capacidad para mezclar la realidad con la ficción lo han convertido en un referente para muchos escritores contemporáneos. A lo largo de su carrera, Kessel recibió numerosos premios, entre ellos el prestigioso Premio Goncourt.
Su obra se caracteriza por una mirada profunda sobre los dilemas humanos, mostrando tanto la belleza de la vida como la oscuridad inherente a la condición humana. Su capacidad para crear personajes complejos y profundos, situados en circunstancias extremas, le permitió explorar temas universales como el coraje, la lealtad, el sacrificio y la traición.
Joseph Kessel falleció en 1979 a los 81 años. Su obra, que abarcó una vasta gama de géneros y temáticas, sigue siendo leída y admirada por su frescura, humanidad y valentía. Hoy en día, se le considera uno de los grandes escritores franceses del siglo XX, y su legado literario continúa siendo relevante en la narrativa contemporánea, influyendo en escritores y cineastas que buscan capturar la complejidad del mundo moderno y la condición humana.
Sobre la obra
Belle de Jour es una obra que explora la dualidad de la naturaleza humana y las complejidades de los deseos reprimidos. Joseph Kessel presenta la historia de Séverine, una mujer que, aparentemente, lleva una vida tranquila y respetable como esposa, pero que se siente atraída por una vida secreta de prostitución de lujo, donde busca satisfacer sus deseos más oscuros y explorar el poder del control y la sumisión. A través de su narrativa, Kessel toca temas como la represión sexual, la moralidad ambigua y la lucha interna entre el deseo y la moral.
Desde su publicación, Belle de Jour ha sido objeto de diversas interpretaciones y análisis, particularmente en lo que respecta a su exploración de la sexualidad femenina y las dinámicas de poder dentro de las relaciones. La figura de Séverine, atrapada entre su vida convencional y sus deseos ocultos, se ha convertido en un símbolo de la lucha interna que muchos individuos enfrentan al tratar de reconciliar sus vidas públicas con sus deseos privados.
La obra sigue siendo relevante hoy en día por su tratamiento de los temas de la sexualidad, el poder y las convenciones sociales. A través de la historia de Séverine, Kessel ofrece una reflexión sobre la liberación personal, el tabú y la moralidad, elementos que continúan siendo discutidos en la sociedad contemporánea.
No me gustan los prefacios que explican los libros, y me sentiría singularmente disgustado si pareciese que me excuso por haber escrito éste. Jamás escribo nada que no deseo escribir, y nunca he creído dejar de poner en mi esfuerzo el acento más humano. ¿Es posible no entender este lenguaje?
Sin embargo, sé que hay un malentendido y deseo disiparlo.
Cuando Belle de Jour apareció por entregas en “Gringoire”, los lectores de esta revista reaccionaron con cierta animosidad. Algunos me acusaron de licenciosidad inútil, lo que quiere decir pornografía. No sé cómo responderles. Si el libro no logró convencerlos, tanto peor, no sé bien si para mí o para ellos. En todo caso, lo hecho, hecho está. Pero considero imposible exponer el drama del alma y de la carne sin hablar libremente de ambos. No creo haber sobrepasado los limites permitidos a un escritor que jamás se ha servido de la lujuria para engatusar al lector.
Sabía el riesgo que corría cuando abordé este tema. Sin embargo, cuando la novela estuvo terminada no pensé que pudieran surgir equívocos acerca de las intenciones de su autor. En caso contrario, Belle de Jour no hubiese sido publicada.
Hay que despreciar el falso pudor, como se desprecia el falso buen gusto. Los reproches de tipo social no me preocupan. En cambio sí me afectan los descontentos que mi obra pueda producir en el orden espiritual. Y es con objeto de disipar estas posibles consecuencias por lo que me he decidido a escribir un prefacio que no estaba en mis previsiones.
Se me ha dicho en varias ocasiones que mi relato se refiere a un “caso” humano extraordinario, anormal. Por su parte, algunos médicos me han escrito diciéndome que han conocido a mujeres como mi Severine. Es evidente que, a su juicio, Belle de Jour es una observación patológica conseguida. Sin embargo, es este punto de vista el que deseo atajar. La descripción de un monstruo, por muy perfecta que sea, no me interesa. Lo que he pretendido mostrar con Belle de Jour es el terrible divorcio entre el corazón y la carne, entre un verdadero, inmenso y tierno amor y la implacable exigencia de los sentidos. Este conflicto, con rarísimas excepciones, lo lleva consigo cada hombre y cada mujer cuando aman durante largo tiempo. Puede ser percibido o no, puede desgarrar a un ser humano o dormir plácidamente dentro de él, pero en un caso o en otro siempre existe. ¡Cuántas veces se le pinta como un antagonismo banal! Sin embargo, para elevarlo a un grado de intensidad que permita a los instintos actuar en la plenitud de su grandeza y de su eternidad, es indispensable, a mi juicio, una situación excepcional. He concebido esta situación deliberadamente, no por lo que tenga de atrayente, sino porque la considero el único medio de poner al descubierto con puñal firme y acerado el fondo de todas las almas que encubren este embrión trágico. Escogí el tema como quien toma en sus manos un corazón enfermo, para averiguar a través de él el secreto de los corazones sanos, o como quien estudia las perturbaciones de la mente, para comprender el movimiento de la inteligencia.
El tema de Belle de Jour no es la aberración sensual de Severine, sino su amor hacia Pierre por encima de esta aberración, o la tragedia de este amor.
¿Seré yo el único capaz de amar a Severine y de llorar por ella?
Para ir de su habitación a la de su madre, Severine, que tenía ocho años, debía recorrer un largo pasillo. Este trayecto, que le resultaba siempre fastidioso, solía hacerlo corriendo. Pero, una mañana, Severine se detuvo súbitamente en medio del camino. Acababa de abrirse la puerta que en este punto comunicaba el pasillo con el cuarto de baño. Un fontanero apareció en ella. Era un hombre de baja estatura y de aspecto rudo. Su mirada, filtrándose a través de unas extrañas pestañas rojizas, se posó en la niña. Aunque cotidianamente Severine era una muchacha valerosa, esta vez sintió miedo, y retrocedió.
Este movimiento decidió al hombre. Echó una ojeada a su alrededor y, acto seguido, con sus dos manos la atrajo hacia sí. Severine sintió que era aprisionada por un olor a gas y a fuerza. Unos labios sin afeitar le quemaron la nuca. Severine intentó resistirse.
El obrero reía en silencio, sensualmente. Sus manos, bajo la falda, acariciaban el suave cuerpo de la niña. De repente, Severine dejó de defenderse. Se quedó rígida, pálida. El hombre la dejó tendida sobre el parquet del pasillo y se marchó silenciosamente.
El ama de llaves encontró a Severine todavía caída en el suelo. Pensó que había resbalado. Severine también lo creyó así.
Pierre Serizy comprobó el arreo. Severine, que estaba terminando de ponerse los esquíes, le preguntó:
— ¿Preparado?
Vestía un traje de hombre de gruesa lana azul, pero era tan rotunda y pura de líneas que el vestido no lograba hacer desaparecer la ligereza de su cuerpo impaciente.
— Nunca seré lo bastante prudente para ti — dijo Pierre.
— Pero si no hay ningún peligro. La nieve está tan limpia que da gusto caerse en ella. ¡Vamos, decídete!
Pierre tomó impulso un instante y subió al caballo de un salto. El animal pareció no sentir el peso; no tuvo ni un ligero estremecimiento. Era una bestia plácida y poderosa, de anchas ancas percheronas, habituadas al arrastre más que a la carrera. Severine alargó fuertemente las largas bridas atadas al arreo y separó ligeramente los pies. Era la primera vez que intentaba la práctica de este deporte, y la atención que prestaba a cada uno de sus movimientos la obligaba a crispar un poco la figura.
Así se hacían visibles aquellos defectos de su cuerpo que eran imperceptibles en sus movimientos naturales: el mentón demasiado ancho y enérgico, los pómulos prominentes. A Pierre le gustaba la violenta firmeza del rostro de Severine. Fingió que arreglaba los estribos para poder ver durante algunos segundos más la expresión de la mujer.
— Andando — gritó al fin.
Las riendas a que estaba agarrada se entesaron, y Severine notó que se deslizaba lentamente.
Sólo le preocupaba su equilibrio sobre los esquíes sin temor a parecer ridícula. Antes de llegar al espacio libre había que atravesar de punta a punta la única avenida del pueblecito suizo. A aquella hora todo el mundo se cruzaba con ellos en el camino. Pierre saludaba con resplandeciente sonrisa a sus camaradas de deporte o de bar, a muchachas vestidas de hombre, y a otras mujeres acomodadas blandamente en el fondo de trineos de vivos colores.
Severine no veía a nadie. Sólo tenía ojos para los jalones que anunciaban la proximidad del campo: la iglesia con su placita sin misterio…, la oscura orilla del río entre blancos ribazos…, el último chalet de la aldea que abría sus ventanas al campo.
Cuando el pueblo quedó atrás, Severine notó que respiraba mejor. Podía ya tropezar sin que nadie fuese testigo de su caída. Nadie, salvo Pierre. Pero él… Y la joven se embelleció de todo su amor, que percibió en aquel instante acumulado en su pecho como un tierno animal vivo. Sonrió a la nuca curtida y a las bellas espaldas de su marido. Pierre era un hombre nacido bajo el signo de la armonía y de la fuerza. Todo cuanto hacía era recto, justo y sencillo.
— ¡Pierre! — llamó Severine.
Pierre se volvió a mirarla. El sol le dio de lleno en el rostro, obligándole a guiñar sus grandes ojos grises.
— ¡Qué maravilla! — dijo la joven.
El valle nevado se alargaba en curvas cuya suavidad parecía calculada. En lo alto, alrededor de las cimas, igual que blandos y lechosos grumos de algodón, flotaban algunas nubes. Sobre las nevadas pistas se deslizaban los esquiadores con los movimientos suaves, alados e insensibles, de los pájaros. Severine repitió:
— ¡Qué maravilla!
— Esto no es nada. Ahora verás — dijo Pierre.
Se aferró fuertemente con las rodillas a los flancos del caballo y lo puso al trote.
“Ya empieza, ya empieza”, pensó la joven.
Una especie de angustia feliz la invadió, llenándola de seguridad y de alegría. Sintió que se deslizaba a la perfección. Los esbeltos patines la transportaban por sí mismos. No había más que ceder a sus movimientos. Desaparecía la tensión de sus músculos, y Severine se daba cuenta de que ya podía controlar incluso los matices de su más delicado juego, el dominio del desplazamiento armonioso. Se cruzaron con lentos trineos cargados de troncos. Sobre ellos, sentados de lado y con las piernas colgando, iban hombres robustos, quemados por el sol y por el viento. Severine les sonrió.
— Muy bien, muy bien — gritaba Pierre de cuando en cuando.
Severine creía sentir que aquella alegre y enamorada voz provenía de sí misma. Y más tarde, cuando le escuchó la palabra “cuidado”, ¿acaso un reflejo no la había advertido que el placer que sentía iba a ser todavía más fuerte? La noble cadencia del galope martilleaba el camino. Severine sintió que el ritmo se apoderaba de ella. La velocidad afirmaba de tal forma su equilibrio que no sentía ninguna necesidad de moverse, sino de dejarse llevar por la alegría primitiva que emanaba de ella y se fundía con su carne. Nada existía en el mundo excepto las pulsaciones de su cuerpo, ordenadas a la medida de aquella carrera. No se dejaba arrastrar pasivamente. Era ella quien dirigía aquel movimiento impetuoso y lleno de cadencia. Reinaba sobre él, y era, al mismo tiempo, su esclava y su soberana.
Y la blancura radiante que la circundaba… Y el viento helado, tan fluido que podía beberse, puro como las fuentes, como la juventud…
— ¡Más deprisa, más deprisa!
Pero Pierre no necesitaba que le animaran, ni tampoco era necesario que espolease al caballo. Formaban los tres un mismo bloque animal y feliz.
Al dar un brusco viraje se salieron de la senda. Severine no acertó a recuperar la dirección justa y, abandonando las bridas, fue a caer sobre el nevado talud. El frío y la blandura de la nieve le hicieron sentir una alegría distinta. Ni siquiera se apercibió del chorro helado que le corría por la espalda hacia abajo. Antes de que Pierre llegase en su ayuda, Severine ya estaba en pie, resplandeciente. Recomenzaron la carrera. La senda los condujo ante un pequeño albergue. Pierre se detuvo.
— Ya no hay más pista — dijo — . Descansa.
Era aún muy temprano y no había nadie en el tosco salón de la posada.
Pierre observó durante unos instantes la estancia y propuso:
— ¿Quieres que vayamos fuera? El sol calienta.
Mientras la posadera les instalaba una mesa delante de la casa, Severine preguntó:
— Me dio la impresión de que el albergue no te agradaba. ¿Por qué? Está muy limpio.
— Demasiado. A fuerza de lavarlo no han dejado nada dentro. En mi tierra, hasta en el más pequeño figón encuentras muebles patinados, cubiertos de antigüedad. Allí se respira lo viejo y lo provinciano. Aquí, en cambio, puedes darte cuenta de que todo está al día: las casas y las personas. No hay ni una sombra, ni un solo propósito oculto; es decir, no hay vida.
— Eso quiere decir que eres muy generoso conmigo — dijo Severine riendo — . Siempre dices que me quieres por mi claridad.
— Es verdad — contestó Pierre — ; pero tú eres mi vicio. — Y posó sus labios sobre los cabellos de Severine.
La posadera les sirvió pan moreno, queso rugoso y cerveza. Todo desapareció como por ensalmo. Comieron con hambre feliz. De vez en cuando, sus miradas se perdían por la estrecha garganta que serpenteaba a sus pies, o se detenían un momento entre los pinos que sostenían delicadamente, aferradas a sus ramas, estalactitas de hielo, alrededor de las cuales el sol y el cielo tejían un halo de ceniza azulada.
Un pájaro se posó cerca de ellos. Su pechuga estaba cubierta por un plumaje amarillo brillante, y sus alas eran grises con estrías negras.
— Qué magnífico chaleco — dijo Severine.
— Un abejaruco macho. Las hembras son mucho más feas.
— Como nosotras, ¿no?
— No lo creo…
— Vamos, vamos, mi amor, tú sabes perfectamente que de entre nosotros dos tú eres, con mucho, el más bello. ¡Te quiero cuando pones cara de enojo!
Pierre había vuelto la cabeza, y Severine sólo veía ahora su perfil, que había adquirido de pronto un rictus infantil, de desconcierto. De toda la gama de aquel rostro hermoso e insolente, era ésta la expresión que prefería.
— Quiero besarte — dijo Severine.
Pierre cogió un puñado de nieve y amasó una bola. Aquella masa en sus manos le daba soltura y aplomo.
— Y yo tengo ganas de tirártela — dijo señalando la bola.
Apenas había podido terminar la frase cuando recibió en pleno rostro un puñado de polvo helado. Respondió. Lucharon sin cuartel con bolas de nieve. Cuando la posadera apareció en el porche, atraída por el ruido de las sillas derribadas, interrumpieron la pelea, aturdidos, confusos. La vieja los miró y sonrió maternalmente. Y volvió a entrar en la casa llevando la misma sonrisa con que Severine envolvió a Pierre cuando éste, poco después, se disponía a montar a caballo.
Incluso dentro de la aldea no frenaron al caballo. Atravesaron la avenida al galope y redoblaron sus gritos de aviso para liberar de sus cuerpos la alegría.
Severine y Pierre ocupaban en el hotel dos habitaciones que se comunicaban entre sí. Cuando la joven entró en la suya advirtió a su marido:
— Cámbiate de ropa y date una buena fricción. Por las mañanas hace mucho frío.
Ella temblaba ligeramente. Pierre lo advirtió y se ofreció a ayudarla a desnudarse.
— No, no — exclamó Severine — . Vete, por favor; sal fuera.
Comprendió, por la mirada de Pierre y por su propia sensación de incomodidad, que la negativa había sido excesivamente crispada y tajante y que la galantería del hombre tenía otro objeto que el de la simple delicadeza. Los ojos de Pierre parecían decir: “Después de dos años de matrimonio…”. Severine sintió arder sus mejillas.
— Date prisa — añadió con voz nerviosa — . Por tu culpa terminaremos cogiendo frío.
Cuando Pierre abrió la puerta, Severine se acercó a él y abrazó fuerte, largamente, su pecho.
— Qué maravilloso paseo hemos dado, mi amor. ¡Me llenas tanto siempre, a cada instante!
Cuando Pierre volvió, encontró a su mujer vestida con un traje negro que dejaba adivinar la libertad de su carne hermosa, maciza y prieta.
Durante unos segundos permaneció inmóvil, como ella. Mirarse mutuamente era para ellos un gran placer. Pierre se acercó, la besó en la nuca y deslizó sus labios hacia abajo, hacia el punto en que el cuello y la espalda se confunden. Severine le acarició la frente. Pierre veía siempre en este gesto de su mujer un matiz de amistad que le causaba miedo. Levantó la cabeza con un gesto rápido. Quería ser él quien se apartase primero. Dijo:
— Nos estamos retrasando. Bajamos, ¿no?
Renée Fevret los estaba esperando en la pastelería vienesa. Era una mujer pequeña, elegante y vivaracha, toda movimiento y gritos. Estaba casada con un amigo de Pierre, cirujano como él. Sentía Renée por Severine una especie de desordenado y profundo cariño, inspirado en el carácter reservado de la joven.
Cuando vio a los Serizy en el umbral del establecimiento, Renée, desde el fondo de la sala, comenzó a llamarlos a gritos agitando un pañuelo.
— Aquí, estoy aquí. No es nada divertido estar sola rodeada de ingleses, alemanes y yugoslavos. Os estáis empeñando en que me sienta en el extranjero.
— Te ruego que nos disculpes — dijo Pierre — . Nuestro pura sangre nos llevó lejísimos.
— Os vi llegar. ¡Qué guapos sois los dos! No sabes cuánto te favorece vestirte de hombre, Severine, sobre todo si vas de azul… ¿Qué queréis beber? ¿Martini? ¿Os hace un cóctel de champán? Ahí está Husson. Nos dará ideas.
Severine frunció ligeramente sus espesas cejas.
— No le invites — murmuró.
Haciendo un gesto rápido, Renée respondió:
— Imposible, querida. Es tarde, ya le hice una señal.
Henri Husson se deslizó entre las mesas ágilmente, con aspecto negligente. Besó la mano de Renée, y después, con parsimonia, la de su amiga. El contacto de sus labios produjo en Severine una sensación desagradable, como la de un equívoco. Husson se irguió y ella le miró detenidamente, con impertinencia, la cara. El hombre soportó esta inquisición sin que su demacrado rostro mostrara la más mínima alteración.
— Vengo de la pista de patinaje — dijo.
— ¿Te has exhibido? — preguntó Renée.
— Apenas algunas figuras. Demasiada algarabía. En estos casos prefiero mirar a los demás; es más agradable, sobre todo cuando patina algún experto. El buen patinador me sugiere la idea de una poesía algebraica, de una geometría espiritual.
Su voz, que contrastaba con la inmovilidad y el desgaste de sus facciones, era febril, rica en inflexiones y dotada de unas calidades musicales extrañamente cautivadoras. Empleaba su voz con discreción y como si ignorase su poder. A Pierre le gustaba escucharle. Le preguntó:
— ¿Había chicas guapas?
— Bastantes. Una media docena, cosa infrecuente. Pero ¿dónde se vestirán? ¿Conoce usted — se dirigía ahora a Severine — a esa chica danesa alta, que vive, creo en el mismo hotel que ustedes…? Imagínese: llevaba un jersey verde oliva a rayas con un “echarpe” rosa crema.
— ¡Qué horror! — exclamó Renée.
Husson siguió hablando sin apartar los ojos de Severine.
— Con sus caderas y sus pechos, esa chica debería ir obligatoriamente desnuda.
— Tú no eres el más indicado — dijo Pierre riendo — para exigir que nadie vaya desnudo…
Palpó Pierre la gruesa pelliza en que Husson, insensible al calor que reinaba en el local, iba envuelto. La prenda le cubría materialmente, dejando sobresalir únicamente sus hermosas, delgadas, largas y frías manos.
— La forma de vestir de la mujer debe estar únicamente en función de la sensualidad — respondió Husson — . Cuando se es casto, vestirse es una obscenidad.
Aunque Severine había vuelto la cabeza, sentía sobre ella la mirada fija y tenaz del hombre. Lo que provocaba su incomodidad frente a Husson no eran sus palabras, sino su obstinación encubierta en dedicárselas a ella.
— En definitiva — dijo Renée — , que te fastidian los angelitos del patín.
— Yo no he dicho eso. A mí, el mal gusto me excita y me resulta siempre agradable.
— O sea, que para gustarte hay que vestirse con mal gusto — contestó Renée. Y a Severine le pareció que lo hacía con menos alegría y soltura que de costumbre.
— No, no es eso — dijo Pierre — . Yo te entiendo perfectamente. Hay conjuntos de colores que, aunque sean groseros, actúan como una provocación. Recuerdan “ciertos sitios”. ¿No es así, Husson?
— ¿No te parece que los hombres son demasiado retorcidos? — preguntó Renée a Severine.
— ¿De verdad lo has entendido, Pierre?
Estalló la risa viril y tierna de Pierre.
— Oh, yo intento únicamente comprenderlo todo — dijo — . Con un poco de alcohol encima es fácil caer en uno de “esos sitios…”.
— ¿Sabéis — dijo de pronto Husson — que la gente os toma por recién casados? Después de dos años de matrimonio, no está mal…
— Es un poco ridículo — dijo Severine con tono abiertamente agresivo.
— ¿Por qué habría de serlo? Os acabo de decir que los espectáculos irritantes me agradan.
Pierre observó el rostro de su mujer y sintió repentinamente miedo de la violencia que contenía.
— Dime, Husson — preguntó — , ¿estás entrenado para la carrera? Es indispensable que derrotéis, que aplastéis al equipo de Oxford.
Hablaron de bobsleighs, de los equipos que iban a intervenir en la competición. Cuando terminaron, Husson invitó a los Serizy a cenar con él aquella noche.
— Es imposible — respondió Severine — . Tenemos ya otra invitación.
En la calle, Pierre le preguntó:
— ¿Por qué te desagrada tanto Husson? Debe repugnarte mucho para que te veas forzada a mentir para escapar de él. No creo que sea para tanto: es un buen deportista, y un hombre culto y nada murmurador.
— No lo soporto, Pierre, y no sabría decirte por qué. Su voz… busca siempre algo en los demás…, en mí… Algo que una no quisiera… Sus ojos…, ¿no te has dado cuenta de que sus ojos no se mueven nunca? Ese frío que despide… ¿No has visto cómo se abriga? Además, sólo le conocemos desde hace quince días — se calló bruscamente — . ¿Volveremos a verle en París? Te callas…; eso quiere decir que ya lo has invitado a ir a casa. Mi pobre Pierre, eres incorregible. Te entregas con tanta facilidad, eres tan confiado… No, no te lo reprocho. Ése es uno de tus mayores encantos. Haz lo que quieras. Además, en París no será lo mismo que aquí; allí puedo evitarle cuando quiera.
— No creo que Renée le rehúya tanto como tú.
— ¿Crees…?
— Ni creo ni dejo de creer; pero ella no abre la boca delante de Husson. Ése es un buen síntoma. ¿Y adónde vamos a cenar ahora? No es oportuno que nos vea solos en ningún restaurante.
— Vámonos a casa.
— ¿Y después? ¿Vamos al bacarrá?
— No, por favor. Sabes bien que no es por el dinero que puedas perder; tú mismo, siempre que vuelves de jugar, dices que traes mal sabor de boca. Además, mañana corres y quiero que ganes.
— Como quieras.
Y añadió, fingiendo pena:
— Jamás hubiese creído que obedecer fuese tan fácil.
Respondía a la ternura que Severine puso en sus ojos, un poco inquietantes, de chiquilla cuando miró hacia él.
Aquella noche fueron al teatro. Una compañía traída especialmente de Londres interpretaba Hamlet. Un joven y famoso actor judío encarnaba al príncipe de Elsinor.
Aunque había sido educada en Inglaterra, a Severine no le gustaba Shakespeare. Sin embargo, en el trineo en que volvían al hotel, bajo la nieve y la luna, respetó el silencio de Pierre. Adivinaba que el espectáculo le había producido una noble tristeza y, sin compartirla, la amó reflejada sobre la hermosa frente de su marido.
— Movelski es un genio… — murmuró Pierre — . Un genio terrible. Introduce el deseo de la carne y la sensualidad incluso en la locura y en la muerte. El arte más contagioso es el de la carne. ¿Estás de acuerdo conmigo?
Severine permanecía silenciosa. Pierre, con aire pensativo prosiguió:
— No puedes saberlo, es verdad…
En el transcurso de los últimos días que el matrimonio Serizy pasó en Suiza, Severine se notó febril y angustiada. Inmediatamente después de llegar a París, se apoderó de ella un estado de postración, y cayó en cama abatida por una congestión pulmonar.
La enfermedad fue de una violencia extrema. Durante una semana entera, lacerada por las ventosas escarificadas que aplicaban sobre su piel, sometida a mordeduras de sanguijuelas, la joven merodeó por las orillas de la muerte. Permaneció muchas horas inconsciente, y en los momentos en que volvía en sí, adivinaba, sentada a la cabecera de su lecho, la seca silueta de su madre, y oía en la habitación la resonancia de unos pasos que no lograba reconocer, pero que producían en su ánimo una vaga satisfacción. Tras aquellos instantes lúcidos volvía a hundirse en su febril y sorda vida de planta amenazada.
Al despertar, cuando la luz del amanecer penetraba en la habitación y llegaba hasta su lecho como un animal cauteloso, Severine salió de aquel estado vegetal. Le dolía insoportablemente la espalda, pero respiraba ya sin demasiadas molestias. Vio una forma humana sentada a su lado. Pensó que era Pierre. Este nombre, que llegó a su memoria de una manera automática, suscitó en su espíritu un sentimiento de confusa seguridad. La mano de su marido se posó en su frente y la acarició. Severine apartó la cabeza. Pierre creyó que se trataba de un movimiento inconsciente, pero Severine había obedecido a un deseo claro de evitar aquel contacto. Se sentía tan bien, se bastaba de una manera tan perfecta a sí misma, que necesitó repentinamente prescindir de todo cuanto no fuese ella.
El deseo de aislamiento, aquel egoísmo exclusivista, la necesidad de ser y sentir por sí misma, se instaló en su espíritu y permaneció aferrado a él, amainando poco a poco, lentamente. Pasaba horas contemplando sus brazos y manos enflaquecidas, cubiertas por los azulados hilillos de delicadas venas, o sus uñas invadidas de un color malva aún más mórbido. Cuando Pierre le hablaba, no respondía. Nada significaba el amor de su marido al lado de todo lo que acababa de experimentar sobre su propio cuerpo. Creyó percibir el suave murmullo de la sangre que la alimentaba. Comprobaba diariamente la recuperación de sus fuerzas con profunda sensualidad.
A veces, su rostro se hacía hermético como si se cerrase sobre un secreto y creía perseguir extrañas imágenes. Si, en aquellos momentos, Pierre le hablaba, Severine volvía hacia él su mirada llena de impaciencia, débil y confusa.
Era entonces cuando Pierre admiraba más el rostro de Severine. La enfermedad le afinó las facciones, devolviéndoles la ternura de la adolescencia. Aquel rostro respiraba juventud y castidad.
La recuperación física de Severine se llevó a cabo con rapidez, pero no vino la alegría con ella. A medida que la fiebre abandonaba su cuerpo, aquel placer indefinible se iba extinguiendo. El primer día que se levantó sintió desamparo. Deambuló de habitación en habitación como si tuviera que volver a aprender a vivir.
Severine era quien había decorado el apartamento. Ella sola había decidido todos y cada uno de los detalles; fue ella quien escogió los muebles y determinó su colocación en todas las habitaciones, incluido el despacho de Pierre. Antes de su enfermedad le gustaba controlar el orden que ella misma había establecido, porque lo encontraba confortable y espacioso y porque llevaba la marca de su dominio. Ahora, no obstante, a pesar de que la contemplación de la casa seguía satisfaciendo su orgullo, la emoción era abstracta y descolorida. Toda su existencia se le aparecía como un solo día siempre repetido: un destino fácil, seguro y calculado. Sus padres, con los que siempre se había relacionado a través de institutrices; sus años de colegio en Inglaterra, vividos a base de deporte y de disciplina… Tenía a Pierre; tal vez, Pierre era lo único que tenía en el mundo… Al pensar en el rostro amado, Severine sonrió suavemente y sus ensoñaciones cesaron. Pero subsistió en ella, vaga, tenaz e imperiosa, rodeando insensiblemente la imagen de Pierre, y deslizándose más allá del bloque intangible que ella formaba hacia un horizonte desconocido, una sensación de inminencia que Severine no comprendía, que la turbaba y que se negaba a admitir.