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Don Abel tenia cincuenta años, don Joaquin otros cincuenta, pero muy otros: no se parecian a los de don Abel, y eso que eran aquellos dos buenos mozos del año sesenta, inseparables amigos desde la juventud, alegre o insipida, segun se trate de don Joaquin o de don Abel. Cain y Abel los llamaba el pueblo.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Benedictino
Leopoldo Alas «Clarín»
Don Abel tenía cincuenta años, don Joaquín otros cincuenta, pero muy otros: no se parecían a los de don Abel, y eso que eran aquellos dos buenos mozos del año sesenta, inse-parables amigos desde la juventud, alegre o insípida, según se trate de don Joaquín o de don Abel. Caín y Abel los llamaba el pueblo, que los veía siempre juntos, por las carreteras adelante, los dos algo encorvados, los dos de chistera y levita, Caín siempre delante, Abel siempre detrás, nunca emparejados; y era que Abel iba como arrastrado, porque a él le gustaba pasear hacia Oriente, y Caín, por moler, le llevaba por Occidente, cuesta arriba, por el gusto de oírle toser, según Abel, que tenía su malicia. Ello era que el que iba delante solía ir sonriendo con picardía, satisfecho de la victoria que siempre era suya, y el que caminaba detrás iba haciendo gestos de débil protesta y de relativo disgusto. Ni un día solo, en muchos años, dejaron de reñir al emprender su viaje vespertino; pero ni un solo día tampoco se les ocurrió separarse y tomar ca-da cual por su lado, como hicieron San Pablo y San Bernabé, y eso que eran tan amigos, y apóstoles. No se separaban porque Abel cedía siempre.
Caín tampoco hubiera consentido en la sepa-ración, en pasear sin el amigo; pero no cedía porque estaba seguro de que cedería el com-pinche; y por eso iba sonriendo: no porque le gustase oír la tos del otro. No, ni mucho menos; justamente solía él decirse: «¡No me gusta nada la tos de Abel!» Le quería entra-
ñablemente, sólo que hay entrañas de muchas maneras, y Caín quería a las personas para sí, y, si cabía, para reírse de las debili-dades ajenas, sobre todo si eran ridículas o a él se lo parecían. La poca voluntad y el poco egoísmo de su amigo le hacían muchísima gracia, le parecían muy ridículos, y tenía en ellos un estuche de cien instrumentos de co-modidad para su propia persona. Cuando al-gún chusco veía pasar a los dos vejetes, ofi-ciales primero y segundo del gobierno civil desde tiempo inmemorial (don Joaquín el primero, por supuesto; siempre delante), y los veían perderse a lo lejos, entre los negrillos que orlaban la carretera de Galicia, solía exclamar riendo:
-Hoy le mata, hoy es el día del fratricidio.
Le lleva a paseo y le da con la quijada del burro. ¿No se la ven ustedes? Es aquel bulto que esconde debajo de la levita. El bulto, en efecto, existía. Solía ser realmente un hueso de un animal, pero rodeado de mucha carne, y no de burro, y siempre bien condimentada.
Cosa rica. Merendaban casi todas las tardes como los pastores de don Quijote, a campo raso, y chupándose los dedos, en cualquier soledad de las afueras. Caín llevaba general-mente los bocados y Abel los tragos, porque Abel tenía un cuñado que comerciaba en vinos y licores, y eso le regalaba, y Caín contaba con el arte de su cocinera de solterón sibarita.