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Pepe, un asturiano, que desde muy joven tuvo que marcharse a las Americas para hacer fortuna y salir de la pobreza en la que creia vivr. Después de muchos años, trabajar muy duro hasta enfermar de gravedad y hacerse con algunas riquezas, decide volver a su casa a morir, dandose cuenta del poco valor que tiene para el su fortuna, porque lo que el necesita era cariño, el amor de su madre que falleció antes de que el pudiera volver, su casa y su tierra.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Leopoldo Alas «Clarín»
En la carretera de la costa; en el trayecto de Gijón a Avilés, casi a mitad de camino, entre ambas florecientes villas, se detuvo el coche de carrera al salir del bosque de la Voz, en la estrechez de una vega muy pintoresca, mullida con infinita hojarasca de castaños y robles, pinos y nogales, con los naturales, tapices de la honda pradería de terciopelo verde oscuro que desciende hasta refrescar sus lindes en un arroyo que busca deprisa y alborotando el cauce del Aboño. Era una tarde de agosto, muy calurosa aún en Asturias; pero allí mitigaba la fiebre que fundía el am-biente una dulce brisa que se colaba por la angostura del valle, entrando como tamizada por entre ramas gárrulas e inquietas del ro-bledal espeso de la Voz que da sombra en la carretera en un buen trecho.
Al detenerse el destartalado vehículo, como amodorrado bajo cien capas de polvo, los via-jeros del interior, que dormitaban cabecean-do, no despertaron siquiera. Del cupé saltó como pudo, y no con pies ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo huesos mal avenidos, de barba rala, a que el polvo daba apariencia de cana, vestido con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y que no le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado hecho trizas.
Pepe Francisca don José Gómez y Suárez en el comercio, buena firma, volvía a Prendes, su tierra, después de treinta años de ausen-cia; treinta años invertidos en matarse poco a poco, a fuerza de trabajo, para conseguir una gran fortuna, con la que no podía ahora hacer nada de lo que él quería: curar el hígado y resucitar a Pepa Francisca de Francisquín, su madre.
De la boca del coche sacó el zagal, con gran esfuerzo, hasta cuatro baúles, de mucho lujo todos y vistosos, y una maleta vieja, re-mendada, que Pepe Francisca conservaba como una reliquia, porque era el equipaje con que había marchado a Méjico, pobre, con pocas recomendaciones, pocas camisas y pocas esperanzas. Dio Pepe a los cocheros buena propina, y a una señal suya siguió su marcha el destartalado vehículo, perdiéndose pronto en una nube de polvo.
Quedó el indiano solo, rodeado de baúles, en mitad de la carretera. Era su gusto. Quería verse solo allí, en aquel paraje con que tantas veces había soñado. Ya sabía él, allá desde Puebla, que la carretera cortaba ahora el Suqueru, el prado donde él, a los ocho años, apacentaba las cuatro vacas de Francisquín de Pola, su padre. Miraba a derecha e izquierda; monte arriba, monte abajo, todo estaba igual.
Sólo faltaban algunos árboles y... su madre.