Caricias tentadoras - Sharon Kendrick - E-Book

Caricias tentadoras E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Transformada por sus caricias. Solo tuvo que mirar una vez a Salvatore di Luca; solo una vez, y la vida de Lina Vitale cambió para siempre, porque una sola noche bastó para que perdiera la virginidad, escapara de su aburrida y sofocante vida y encontrara la libertad entre los brazos del rico siciliano. La relación con Lina rompía todas las reglas de Salvatore, pero la deseaba tanto que no podía resistirse a ella, aunque hizo lo posible por negarle el acceso a su blindado corazón. Sin embargo, Lina necesitaba salir de Sicilia y, aunque no confiara en ella, le ofreció su lujosa mansión, por un buen motivo: si se quedaba allí, no saldría de su cama.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Sharon Kendrick

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Caricias tentadoras, n.º 2783 - junio 2020

Título original: Cinderella in the Sicilian’s World

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-064-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

SALVATORE di Luca contempló el Mediterráneo con el corazón en un puño. Sus brillantes aguas azules le causaron un dolor que llevaba años intentando esquivar. Era consciente de que nunca había amado la preciosa Sicilia como se merecía; pero ¿cómo la iba a amar si estaba ligada a un montón de recuerdos amargos? Unos recuerdos de los que huía constantemente, sin demasiado éxito.

Fuera a donde fuera, el pasado iba con él. Y no era de extrañar, porque aquella isla le había enseñado lo que significaba la pobreza y el hambre. Cuando no caminaba por sus calles con zapatillas deportivas de segunda mano, caminaba descalzo. Pero ya no era un niño de ropas harapientas, sino un hombre rico.

Además de su casa de San Francisco y de varias propiedades repartidas por medio mundo, tenía un castillo en España, un viñedo en la Toscana, un piso en París y hasta un río en Islandia, para pescar cuando le apetecía. Tenía coches, aviones, todo lo que el dinero pudiera comprar. Su negocio inmobiliario iba viento en popa, y destinaba parte de los beneficios a una fundación de ayuda a la infancia, de ayuda a los niños abandonados, de ayuda a los niños como él.

Las ventajas de ser rico eran indiscutibles, y también lo eran en lo tocante a las mujeres. Mujeres preciosas, refinadas, elegantes, tantas como quisiera. Ellas le ofrecían sus favores y él les daba sus habilidades como amante, su aguda inteligencia y, por supuesto, su cuenta bancaria. Lo único que no les podía dar era amor, porque su corazón ya no tenía espacio para eso.

En teoría, debería haber sido un hombre feliz. Sus amigos lo envidiaban tanto como sus enemigos, y él les dejaba creer que su vida era sencillamente perfecta. Pero, de vez en cuando, volvía a sentir el dolor que llevaba en su interior, una enorme e inquietante nube negra que cubría el cielo con su amenaza de tormenta.

Cuando pasaba eso, tenía la sensación de que nunca lo podría superar. Y, a veces, se alegraba de ello, porque los recuerdos que le dolían tanto le ayudaban a saber lo que quería y algo igualmente importante: lo que no quería.

Por supuesto, ese saber lo había transformado en un hombre que algunas personas consideraban insensible, pero su opinión le importaba muy poco.

Había llegado el momento de abrazar su libertad y brindar por ella.

Decidido, Salvatore apartó la vista del mar y alzó una mano para llamar la atención del camarero que esperaba a su espalda.

El entierro había terminado y, con él, la inevitable introspección que conllevaba. Era hora de seguir adelante.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SE PUEDE saber qué estás haciendo, Nicolina?

Lina, que se estaba poniendo una camiseta de algodón, tragó saliva y se giró para mirar a la mujer que acababa de entrar en el dormitorio. Su madre tenía la fea costumbre de entrar sin llamar y, como tantas veces, ella deseó que cambiara de actitud. Pero desear eso era como desear la luna y las estrellas, algo absurdo.

–Me estoy arreglando –respondió, cepillándose su rizado cabello oscuro–. Me voy a dar una vuelta.

–¿Vestida así?

Lina frunció el ceño. Su madre tenía un sentido del decoro verdaderamente exagerado, pero no se había puesto nada que la pudiera ofender. Ni la camiseta ni los pantalones vaqueros, que había parcheado la semana anterior con unos restos de tela, podían explicar el tono agresivo de su voz. De hecho, los vaqueros eran bastante menos cortos de lo que dictaba la moda. Casi no enseñaba carne.

–¡Se supone que estás de luto!

Lina estuvo a punto de protestar. Ni siquiera había conocido al muerto. Había ido al entierro, sí, pero solo porque eso era lo que hacían los habitantes de Caltarina, el pequeño pueblo siciliano donde llevaba toda la vida.

–Ya lo han enterrado, mamá –replicó, decidida a no discutir con ella–. Hasta Salvatore di Luca se ha ido.

Lina lo sabía muy bien. Lo había visto pasar esa misma mañana, subido en su brillante limusina, y se había preguntado si lo volvería a ver.

Pero ¿por qué le importaba tanto?

La respuesta era evidente: le importaba porque cada vez que la miraba, se sentía viva.

El ahijado del difunto tenía esa habilidad. Conseguía que las mujeres se derritieran por el simple procedimiento de clavar en ellas sus ojos azules. Y Lina estaba tan lejos de ser una excepción que esperaba con ansiedad sus visitas al pueblo. Eran una promesa de futuro, como las fiestas por llegar.

–Ah, sí, Salvatore di Luca –dijo su madre, sacudiendo la cabeza–. En los viejos tiempos, se habría quedado una semana para presentar sus respetos a los vecinos. Pero supongo que su fama y su riqueza son más importantes para él que sus raíces sicilianas.

Lina no estaba de acuerdo con su madre, pero se lo calló porque no la habría escuchado. Se creía en posesión de la verdad. Había enviudado muy joven y, con el paso del tiempo, se había convertido en una amargada que tenía el extraño don de conseguir que su única hija se sintiera culpable de todo.

–Olvídalo, mamá. Han pasado muchas cosas, y yo necesito un respiro.

–¡Vaya! ¡Otra vez la vieja de veintiocho años! Cuando yo tenía tu edad, nunca estaba cansada. Llevaba el negocio sin ayuda de nadie, y nunca necesité un respiro –dijo su madre con sorna–. Además, deberías quedarte aquí. Hay mucho que hacer.

Lina pensó que siempre había cosas que hacer. Se levantaba al alba y trabajaba todo el día en el pequeño negocio familiar, cosiendo faldas y vestidos baratos que luego vendían en alguno de los muchos mercados de la isla. Y siempre sin un mísero agradecimiento de la mujer que la había traído al mundo.

Pero tampoco esperaba que le diera las gracias. Se había acostumbrado a obedecer, incluso antes de que su padre muriera y la dejara sola con una mujer cargada de ira, y Lina aceptaba su destino porque eso era lo que hacían las chicas como ella: trabajar duro, obedecer a sus padres sin rechistar, comportarse de forma respetable y buscarse un marido con quien tener un hijo, repitiendo una y otra vez la misma historia.

Sin embargo, Lina no se había casado. No había estado ni a punto de casarse. Y no había sido por falta de oportunidades. De hecho, había causado una ola de indignación al rechazar a los dos pretendientes que se habían acercado a ella con ramos de flores y miradas lascivas a sus generosos senos.

La gente no entendía que prefiriera estar sola. Creían que las mujeres estaban para tener hijos; sobre todo, cuando eran hijas únicas. Y, aunque Lina no se arrepentía de haber tomado esa decisión, empezaba a pensar que había cometido el error de quemar sus naves. Si las cosas seguían así, no saldría nunca de Caltarina.

Segundos después, su madre se marchó dando un portazo y ella se quedó pensando en el entierro del día anterior.

La muerte de Paolo Cardinelli no había significado nada para ella, pero Lina era consciente de que había cambiado algo en su interior. Tras la pompa y el boato del entierro, se había dado cuenta de que estaba malgastando su vida. El tiempo pasaba muy deprisa y, de repente, se sentía atrapada en un círculo vicioso, el de las exigencias y expectativas de su madre.

Necesitaba salir de allí.

Por desgracia, no se le ocurría nada salvo visitar a su mejor amiga, que vivía en una localidad cercana; pero Rosa se había casado recientemente, y su amistad se había enfriado tanto que renunció a la idea.

¿Adónde podía ir?

Impulsada por una súbita valentía, decidió hacer algo que, generalmente, no se habría atrevido a hacer sola: marcharse a la playa y tomarse un refresco en alguno de los lujosos hoteles de la zona. Quería romper la rutina, vivir una experiencia diferente.

Tras meter el bañador en la mochila y alcanzar parte de sus ridículos ahorros, salió a la calle, se subió en su motocicleta y arrancó. Al cabo de un par de minutos, había salido del pueblo y transitaba por la sinuosa carretera de montaña, dominada por una sensación de libertad que mejoró su humor de inmediato.

Olió el mar momentos antes de verlo. La ancha cinta de color cobalto brillaba bajo el sol de la tarde, y Lina respiró hondo mientras se dirigía hacia una playa famosa por su belleza. Era una zona de hoteles caros, el típico sitio donde la gente se gastaba verdaderas fortunas por el simple placer de echarse en una tumbona y tomar bebidas heladas; el típico sitio que normalmente evitaba, porque le parecía demasiado elegante para una chica como ella.

Pero aquel no era un día como los demás. Se sentía diferente.

Al llegar, aparcó la motocicleta y avanzó hacia un chiringuito, decidida a encaramarse en uno de los altos taburetes, disfrutar de un granizado y tomar el camino que llevaba a su cala preferida para darse un chapuzón.

Ya había dejado el casco en la barra cuando vio al hombre de ojos azules y pelo oscuro con el que había soñado tantas veces, Salvatore di Luca. Estaba a pocos metros de distancia, comprobando su móvil, y Lina se sintió desfallecer. ¿Cómo se iba a imaginar que estaría allí? Parecía una broma del destino.

Estremecida, clavó la vista en el hombre que atraía todas las miradas. Evidentemente, estaba tan acostumbrado a ser el centro de atención que no le incomodaba en absoluto. Había pasado lo mismo en Caltarina, cuando se bajó de la limusina para asistir al entierro de Paolo Cardinelli. Todos los vecinos se giraron hacia él, y muchas mujeres se atusaron rápidamente el pelo y echaron los hombros hacia atrás, deseosas de que admirara sus senos.

Sin embargo, Lina no se lo podía recriminar. Más que nada, porque ella había sido una de esas mujeres.

Salvatore seguía llevando el exquisito traje negro que se había puesto para asistir al entierro de su padrino. Se había quitado la chaqueta y la corbata, pero eso no impedía que pareciera una nube oscura entre los turistas de la zona, vestidos de manera informal; y, por supuesto, tampoco limitaba el efecto de su escultural cuerpo, más visible.

Lina no sabía qué hacer. En principio, estaba obligada a acercarse y reiterarle el pésame por la muerte de Paolo, como dictaban las normas de la cortesía más elemental. Pero se arriesgaba a que no la reconociera. Aunque se habían visto varias veces durante sus visitas a Caltarina, no habían hablado en ninguna ocasión. Sencillamente, no se atrevía a dirigirse a él. Se limitaba a mirarlo con asombro, como la mayoría de los vecinos.

Mientras lo pensaba, él se guardó el teléfono en el bolsillo, alzó la cabeza y frunció el ceño al verla. Lina se quedó tan desconcertada que estuvo a punto de echar un vistazo a su alrededor, incapaz de creer que un hombre tan rico y atractivo la estuviera mirando a ella. Pero la estaba mirando. No había ninguna duda. Aquel maravilloso hombro, que parecía un guerrero de otras épocas, la estaba atravesando con sus increíbles ojos azules.

¿La habría reconocido?

Un momento después, Salvatore le hizo un gesto con la mano, invitándola a acercarse. Lina parpadeó, más perpleja que antes. ¿La estaría confundiendo con otra? Tenía que ser eso, pero se sorprendió deseando que no lo fuera.

Quería ir hacia él, detenerse a su lado y olvidar durante un rato que era Lina Vitale, la pobre modista que vivía en un olvidado pueblo de las montañas, la pobre mujer que contemplaba la vida en la distancia, sin formar parte de ella.

Lo deseaba con toda su alma.

 

 

Salvatore entrecerró los ojos y admiró a la preciosidad morena de ropa negra y pelo revuelto, encantado de encontrar a alguien que lo sacara de sus sombríos pensamientos. Tenía la clase de curvas que habrían llamado la atención de cualquiera, y unos labios de aspecto sencillamente delicioso.

Pero ¿qué estaba haciendo allí? ¿Lo habría seguido?

A Salvatore no le habría extrañado, porque le pasaba con cierta frecuencia. De hecho, le pasaba mucho. Las mujeres lo seguían de forma descarada y sin timidez alguna, algo que no le terminaba de gustar. Puestos a elegir, prefería ser él quien diera el primer paso.

Además, tampoco se podía decir que fuera del tipo de mujer con el que estaba acostumbrado a relacionarse. De hecho, ni su indumentaria ni el polvoriento casco de moto que llevaba en la mano encajaban con el ambiente del local, bastante chic. Pero los grandes rizos de su lustroso y brillante pelo, el exquisito aspecto de sus exuberantes senos y la curva de sus ondulantes caderas despertaron el interés de Salvatore.

A pesar de ello, dudó un momento antes de hacerle el gesto para que se acercara. No formaba parte de su mundo. Era una siciliana normal y corriente, que no se parecía nada a las esbeltas y refinadas criaturas de su círculo de San Francisco, siempre obsesionadas con mantener un peso absurdamente bajo en su opinión. Pero había tenido la amabilidad de presentarle sus respetos durante el entierro, y estaba obligado a ser cortés.

–Signor Di Luca… –dijo ella con evidente nerviosismo, y algo ruborizada–. Espero no molestarle. Nos vimos en el entierro de su padrino.

Salvatore lo recordaba perfectamente. Había tenido que inclinar la cabeza para oírla mejor, porque su voz era tan dulce y melódica y sus condolencias sonaron tan sinceras que, para su sorpresa, se emocionó.

No era la primera vez que se emocionaba desde que le dieron la noticia del fallecimiento de Paolo Cardinelli, pero se quedó perplejo de todas formas. A fin de cuentas, no era un hombre que se emocionara con facilidad. Se enorgullecía de su aplomo y su distanciamiento emocional, y no dejaba de repetirse que Paolo había salido ganando con su muerte, porque había dejado de sufrir.

Sin embargo, la actitud de Salvatore también tenía un fondo de desapego. Aunque estaba profundamente agradecido al difunto, cuya generosidad le había permitido dejar Sicilia y estirar sus alas, nunca lo había querido de verdad. No había querido a nadie desde que su madre lo había rechazado.

–Le acompaño en el sentimiento –continuó la voluptuosa morena.

–Grazie. Ahora descansa en paz, libre al fin de la larga enfermedad que padeció –replicó él, admirando sus labios–. ¿Ha venido con alguien?

Ella sacudió la cabeza.

–No, no. He venido sola, por simple capricho.

–Entonces, ¿me permite que la invite a una copa? –preguntó Salvatore, señalando el taburete vacío que estaba a su lado–. ¿O desaprueba que esté aquí, disfrutando de la vida en un chiringuito de playa, cuando solo ha pasado un día desde el entierro de mi padrino?

Ella volvió a sacudir la cabeza.

–Yo no juzgo a los demás –afirmó Lina, que se sentó en el taburete y dejó el casco en la barra–. Supongo que dice eso porque la gente estaba murmurando cuando llevaron el ataúd al cementerio, pero siempre hacen lo mismo. El mundo es así.

Salvatore volvió a entrecerrar los ojos. Sus palabras estaban cargadas de sabiduría, pero le pareció bastante joven, y se preguntó cuántos años tendría porque le pareció más sensato que dedicarse a admirar sus piernas. ¿Veintiséis? ¿Veintisiete? Quizá algo más.

–En muchos sentidos, la muerte de mi padrino ha sido un alivio –le confesó él, clavando la vista en sus oscuros ojos marrones–. ¿Sabe que estuvo en coma diez años? No veía, no hablaba y seguramente no oía nada de lo que le decían.

Ella asintió.

–Sí, ya lo sé. Una de mis amigas trabajó de enfermera del señor Cardinelli… Fue una de las que usted contrató –dijo Lina–. En Caltarina le están agradecidos por no habérselo llevado a un hospital de la ciudad; sobre todo, teniendo en cuenta que usted no vive aquí. Pero todos saben que le visitaba con frecuencia, algo difícil para un hombre tan ocupado. Se nota que es una buena persona.

Salvatore se puso tenso, porque no estaba acostumbrado a que lo halagaran, salvedad hecha de sus amantes. Desde luego, recibía aplausos por sus éxitos profesionales y por su labor filantrópica, pero nunca eran cumplidos de carácter personal. Eso era nuevo.

Atónito, admiró su rostro durante unos segundos y sintió algo extraño en lo más profundo de su corazón, algo que no encajaba con su forma de ser. ¿Sería que empezaba a ser consciente de haberse quedado completamente solo en el mundo? Aunque su padrino hubiera estado diez años en coma, era su único nexo con el pasado.

Sin embargo, no quería caer otra vez en sus sombríos pensamientos. Necesitaba una distracción, y la belleza local que tenía delante era la candidata perfecta.

Como no estaba seguro de que fuera una decisión sensata, examinó los motivos por los que quería que se quedara con él. No tenía intención de seducirla. No era del tipo de mujeres que le gustaban y, aunque lo hubiera sido, supuso que tendría un montón de familiares que exigirían que se casara con ella si la llegaba a tocar.

Pero ¿qué podía pasar si se limitaban a charlar un rato? Teóricamente, nada. Y, por otra parte, se sentía desconcertantemente atraído por la expresión de cansancio que ensombrecía sus rasgos, como si cargara todo el peso del mundo sobre sus hombros.

–¿Se tiene que ir? ¿O se puede quedar un poco más? –le preguntó, tomando una decisión.

Lina se quedó tan sorprendida por su ofrecimiento como por el repentino y triste destello de sus ojos. ¿Estaría pensando en su padrino? Fuera como fuera, pensó que la vida podía ser de lo más extraña. Aquel hombre tenía todo lo que pudiera desear, pero cualquiera habría dicho que no era feliz.

Su primer impulso fue el de darle las gracias y declinar amablemente su invitación. Salvatore di Luca no pertenecía a su mundo. No tenían nada en común. Y, por si eso fuera poco, sospechaba que podía ser peligroso para ella.

Pero ¿no había ido acaso a la playa porque necesitaba sentir algo nuevo? ¿No había escapado de su casa porque estaba harta de su rutinaria existencia?

Ahora tenía la oportunidad que tanto anhelaba.

Además, la cercanía de su cuerpo la estaba volviendo loca. Los pezones se le habían endurecido bajo la camiseta, y notaba un calor insidioso en lo más profundo de su ser.

¿Sería el deseo sexual del que tanto hablaban sus amigas?

–Me puedo quedar –respondió.

–En ese caso, ¿le apetece una copa de vino? –preguntó Salvatore con humor–. ¿O no tiene edad suficiente para beber?

–La tengo de sobra, pero hace demasiado calor para tomar vino –dijo Lina, que quería estar completamente despejada–. Prefiero un granizado de limón.

–Ah, un granizado… Hace años que no me tomo uno.

Al final, Salvatore pidió dos granizados y, cuando ya se los habían servido, la miró de nuevo y preguntó:

–¿Se da cuenta de que estoy en desventaja?

–¿A qué se refiere?

–A que sabe quién soy, pero yo no sé ni su nombre.

Ella bebió un poco, y pensó que era el mejor granizado de limón que había probado en toda su vida. Por lo visto, sus excitados sentidos se habían vuelto más perceptivos que nunca. Hasta el cielo le parecía más azul.

–Soy Nicolina Vitale, aunque mis amigos me llaman Lina.

–¿Y cómo prefiere que la llame yo?

La pregunta de Salvatore no podía ser más inocente, pero la intensidad de sus ojos le dio un carácter descaradamente sensual, que a Lina le encantó. No sabía nada del arte del coqueteo; fundamentalmente, porque nunca había conocido a un hombre con quien quisiera coquetear, pero le pareció tan fácil como agradable.

–Llámeme Lina.

Él la miró en silencio durante un par de segundos.