Cazadores en la nieve - José Luis Muñoz - E-Book

Cazadores en la nieve E-Book

José Luis Muñoz

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Beschreibung

Eth Hiru es una pequeña población del valle de Arán próxima a Francia. Marcos, un forastero, aterriza en él cuando ETA declara su alto el fuego unilateral e irreversible. Un día, en el bar del pueblo, que es su centro social, Marcos coincide con el teniente de la Guardia Civil Antonio Muñiz, jefe del puesto, y cree reconocer su voz, lo que le llevará a revivir su pasado. La estancia del recién llegado a esa pequeña localidad rural coincide con una escalada de tensión entre sus pobladores, en la que afloran rencillas que dan paso al deseo de venganza y a la violencia. La aparente paz de ese enclave idílico se ve perturbada y todos se preguntan quién es el forastero y a qué ha venido. Cazadores en la nieve es una novela negra telúrica que brota de las entrañas de la tierra y tiene como escenario el ámbito rural y, como trasfondo, el terrorismo, la lucha antiterrorista y sus abusos en uno de los enclaves más espectaculares y bellos de España que el autor conoce bien por vivir allí: el valle de Arán. Paisaje y trama se entrelazan en este thriller vigoroso y crudo en el que los personajes arrastran su dolor y buscan redimir su pasado.

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CAZADORES EN LA NIEVE

Título original: Cazadores en la nieve.

Cazadores en la nieve ha sido galardonada con el XVI Premio de Novela Corta «Diputación de Córdoba» del 2015 por un jurado compuesto por: Dña. Ana Belén Ramos Guerrero, Dña. Mª José Porro Herrera, Dña. Celia Fernández Prieto. Don Fernando Molero Campos y Don Blas Sánchez Dueñas.

© 2016 José Luis Muñoz

Fotografía cubierta @ José Luis Muñoz

Diseño cubierta/Fotomontaje: Eva Olaya

1ª edición: abril 2016

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:

© 2016: Ediciones Versátil S.L.

Av. Diagonal, 601

08028 Barcelona

www.ed—versatil.com

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.

A Silvia y Martín, mucho más que amigos, que regentan un bar muy especial, Hiru, en la población aranesa de Bossòst, entre cuyas paredes empezó a nacer esta historia.

A los habitantes de Bossòst, que me acogieron con cariño en esta octava vida y nunca le preguntaron a este forastero qué hacía en su pueblo.

Al Valle de Arán, «mi montaña mágica», por cuyos bosques espero seguir paseando.

Contenido

PRÓLOGO: Un ruido sordo que nunca cesa

CAPÍTULO 1: Nubes

CAPÍTULO 2: Hiru

CAPÍTULO 3: PAn

CAPÍTULO 4: MAnn

CAPÍTULO 5: JABALÍ

CAPÍTULO 6: Nieves

CAPÍTULO 7: CAbezA

CAPÍTULO 8: Cielo

CAPÍTULO 9: Sueño

CAPÍTULO 10: ChurrAsco

CAPÍTULO 11: BArrA

CAPÍTULO 12: Huesos

CAPÍTULO 13: CArne

CAPÍTULO 14: Sol

CAPÍTULO 15: SAritA

CAPÍTULO 16: TiphAine

CAPÍTULO 17: AnA

CAPÍTULO 18: SuzAnne

CAPÍTULO 19: Sexo

CAPÍTULO 20: RubiA

CAPÍTULO 21: Coth

CAPÍTULO 22: Cuello

CAPÍTULO 23: CArbón

CAPÍTULO 24: Rostro

CAPÍTULO 25: HorA

El cuadro Cazadores en la nieve es una de las obras maestras más reconocidas del pintor flamenco Peter Brueghel el Viejo. El óleo sobre tabla, pintado hacia 1565, representa el regreso de un grupo de cazadores y sus perros a su pueblo que aparece tras un terreno abrupto y copiosamente cubierto por la nieve. Abajo, en un segundo plano, y en perfecta perspectiva, se aprecian tres superficies heladas en donde la gente patina. Es el cuadro de mi infancia, que descubrí en la reproducción de un libro de pintura flamenca de mi padre en 1958. Me encontré frente al original en el Museo de Historia del Arte de Viena en el invierno de 1999, sin buscarlo. Actualmente vivo dentro del cuadro y todavía no he salido de él.

«El destino es el que baraja las cartas,

pero nosotros somos los que jugamos».

William Shakespeare

PRÓLOGO: Un ruido sordo que nunca cesa

Una sensación de frío de la que no podemos librarnos. Un aislamiento voluntario, o puede que forzoso. Tiempo detenido. José Luis Muñoz nos sumerge en Eth Hiru, un pueblo del Valle de Arán. Allí no hay más de quinientas almas y el turismo no es precisamente habitual. Cazadores en la nieve transcurre en el pasado reciente, justo cuando ETA anunciaba el cese de la violencia, durante el mandato de Zapatero.

Hace frío. Esa sensación térmica potencia el clima emocional de la novela. El teniente de la Guardia Civil Antonio Muñiz trata de cerrar las heridas del pasado —emocionales y físicas por una bala disparada a traición— junto con una esposa con la que apenas comparte palabras ni colchón. Un buen día, la calma aparente del pueblo sufre un ligero cambio que acabará siendo determinante: llega un forastero que se hace llamar Marcos y ha venido «a ver crecer la hierba». Así lo expresa él mismo en varias ocasiones. En realidad es un terrorista de ETA retirado. ¿Seguro que retirado? ¿Le queda alguna bala en la recámara?

Los protagonistas de Cazadores en la nieve —tanto el agente del orden como el fuera de la ley— tienen mucho que callar. Y en su silencio experimentan una pasión que lejos de suavizarse con el tiempo, les consume cada vez con más fuerza, con más urgencia. Precisamente al pensar que están metiendo sus demonios en cintura, acaban confirmando la fuerza de un destino que no pueden y quizá tampoco quieren evitar. José Luis Muñoz retrata esta inmersión en el miedo y lo irracional con delicadeza, prestando mucha atención a cualquier detalle del ambiente, retratando la magnitud de ese entorno natural «ajeno al paso del tiempo y al frío» que con su grandeza muestra lo absurdo de esas luchas.

Cazadores en la nieve es además una novela arriesgada y difícil por abordar una temática, el terrorismo, que provoca siempre polémicas cuando no incomodidad o rechazo. Si nos paramos a pensarlo, no hay en nuestro país demasiadas obras de ficción que aborden este asunto, y posiblemente tendrán que pasar décadas hasta que cicatricen las heridas y se pueda abordar la temática con normalidad. Recordad la excelente película Sombras en una batalla (1993), de Mario Camus. No es una cita casual: de alguna manera, Muñoz ha heredado la delicadeza del cineasta de Santander, la calma y el distanciamiento a la hora de retratar esos ambientes de tensión permanente y violencia contenida.

José Luis Muñoz no es precisamente un debutante. Desde su primera novela, aparecida a mediados de los ochenta, ha confirmado una trayectoria constante y esforzada, siendo uno de los grandes especialistas de novela negra en España. Cazadores en la nieve presenta el desafío de retratar un conflicto jugando a mínimos, centrándose solo en un puñado de personajes trágicos, atrapados en el recuerdo de momentos dolorosos. Por su calado psicológico, puede recordar a las mejores páginas de David Goodis. Dejamos como pasatiempo para los lectores más cinéfilos la tarea de identificar los guiños al cine norteamericano de los setenta. Sobre estas páginas planea el recuerdo de cineastas como Arthur Penn o Michael Cimino, representantes de aquel Hollywood que se atrevió a ser más libre y contestatario. Y es ese mismo espíritu el que anima a nuestro escritor.

«El pasado no existe. Es una nebulosa que solo se recupera en sueños que son tan reales como el presente». Esa permanencia de lo que fue es lo que da ese espesor a un silencio, casi un ruido sordo, que nos acompaña a todas partes.

David G. Panadero,

director de la colección Off Versátil

CAPÍTULO 1: NUBES

Las nubes bajas cubren los tupidos bosques que tapizan los montes cercanos, desde su nacimiento hasta la cúspide, seiscientos u ochocientos metros de desnivel desde el curso del río Garona a las cimas. La nubarrada es una capa gaseosa y blanca que se desmadeja por las rachas de brisa y desciende lenta e inexorablemente con la amenaza de engullir el valle, devorarlo, borrarlo por horas, quizá por días. Llovizna, una ración de agua que es como un aspersor para mantener el verdor inalterable del lugar, como lleva haciéndolo durante siglos. El otoño se intuye en las copas de los árboles de hoja caduca: robles, castaños y avellanos que ya empiezan a virar de color, del verde al ocre, y de este al amarillo, para luego dejar caer las hojas y formar una espesa alfombra en las pistas y senderos, mientras los oscuros pinos negros alpinos y los impactantes y enormes abetos mantendrán su hoja inalterable.

El teniente de la Guardia Civil Antonio Muñiz Parra escudriña por la ventana de su cuarto de baño ese paisaje nebuloso y le entra frío y un cierto desasosiego: el verano ha terminado y empieza ahora la estación intermedia del año, cada vez con menos horas de sol y temperaturas más bajas, que le llevarán inexorablemente hasta el invierno. La cuchilla de afeitar Gillette abre surcos entre la espuma que cubre su cara y la va rasurando a la perfección, respetando el poblado bigote, hasta hace pocos años negro, pero ahora blanquecino, que es una de sus señas de identidad desde que ingresó en el cuerpo: nunca se lo quitó. Como los vaivenes de una máquina quitanieves va la cuchilla por su rostro curtido y de piel dura. Una vez afeitado, orina, y después, entra en la ducha, se enjabona con un escalofrío y deja que el agua corra un buen rato antes de situar su cuerpo bajo el chorro que sale de la alcachofa metálica, para darle tiempo a que se caliente.

El teniente Muñiz suele inspeccionarse el cuerpo mientras se asea. Es una rutina para un tipo de costumbres inamovibles. Es robusto: metro ochenta y cinco, noventa kilos de peso bien repartidos gracias a los ejercicios diarios en el gimnasio del cuartel. Mientras se desprende de la espuma de jabón que cubre su torso, se acaricia los bordes rosáceos de una pequeña cicatriz bajo el pezón derecho, poco más que del tamaño de una uña. La marca menguaba con los años. Con el tiempo sería una simple irregularidad en su piel, no más grande que una verruga. Pero le sigue doliendo veinte años después cada vez que cambia el tiempo: ahora, con esas nubes bajas que no dejan pasar el sol, que, con la ausencia de viento, se han detenido sobre el valle.

Desenrosca el tapón de la botellita de cristal de colonia Varón Dandy, vierte un poco en la mano y se lo aplica en el pecho, vientre y muslos. Otra rutina y una fidelidad absoluta con la marca.

A las nueve de la mañana, cuando baja a la cocina arropado por el albornoz blanco, tiene el café sobre la mesa cubierta con un hule a cuadros. Ana se levanta antes que él todas las mañanas para calentarle la leche sobre la que echará el café soluble, dos cucharaditas de Nescafé, y la de azúcar. Ella sale de la cama cuando nota que él la abandona después de que suene el despertador y su desagradable alarma la desvele. Otra rutina repetida durante veinte años, los que lleva en el pueblo el teniente Muñiz cuando vino a hacerse cargo de la comandancia y aquel lugar les pareció el paraíso tras su paso por el infierno de Bilbao. Ana es cinco años más joven que él, pero parece mayor. Es alta, delgada, seca, con una gran mata pelirroja que le brota cuatro dedos por encima de la frente e innumerables pecas en los brazos y en las manos, como un sarpullido, porque algunas de ellas son inmensas, como manchas. Imposible no fijarse en ella. Imposible pasar desapercibida en un pueblo de no más de quinientas almas y doscientas casas de piedra y tejados de pizarra inclinados que se extienden a lo largo del río Garona, alrededor de su primitiva iglesia románica, cuyo campanario acaba en tejado de pico y lleva presidiendo el enclave desde el siglo xii.

—¿Qué tal, cariño? —Es un saludo automático que no incluye afecto.

—Llega el otoño —gruñe sentándose a la mesa, ahogando un bostezo.

El teniente Muñiz dejó de besarla por las mañanas hace cinco años, los mismos que ha dejado de tocarla. Duermen en la misma cama, sí, pero cada uno en su esquina, dejando entre ambos una separación tal que podría perfectamente interponerse una tercera persona entre ambos. Tampoco suelen hablar mucho, porque no hay temas de conversación comunes, más allá del tiempo y la salud de los padres; por eso Ana, para que el silencio entre los dos no se haga tan violento, prende el pequeño plasma que han comprado meses atrás en el Eroski de Vielha y sintoniza Telecinco que, a esa hora, emite el informativo, y que no apagará cuando su marido cierre la puerta de la casa para ir a sus obligaciones; así se pondrá al día de los entresijos que hacen referencia a la corte de famosos que pueblan las horas de emisión matutina de la cadena y airean sus vidas privadas, sus flirteos y sus miserias, reales o inventadas.

El café con leche está caliente. Eso le gusta al teniente Muñiz, más en invierno, que se calienta las manos colocándolas alrededor de la taza de porcelana azul; y el cruasán de la panadería del pueblo, crujiente, con una capa de dulzaina por encima, barnizándolo, que lo convierte en un objeto pegajoso. Prestan atención ambos a lo que dice el conductor del informativo, un tipo estrangulado con una corbata, corte de pelo a lo marine del ejército de Estados Unidos y embutido en una rígida chaqueta azul, mientras en la pantalla aparecen unos encapuchados con txapela bajo el logotipo de un hacha y una serpiente enlazadas y las palabras «ETA» y «Euskal Herría» al fondo.

—La noticia del día es el comunicado en el que ETA da cuenta del fin de su actividad armada —dice el presentador del telediario, ausente de la pantalla.

Habla uno de ellos, el que está sentado en el centro, una mujer.

«Euskadi Ta Askatasuna, organización socialista revolucionaria vasca de liberación nacional, desea mediante esta declaración dar a conocer su decisión: ETA considera que la Conferencia Internacional celebrada recientemente en Euskal Herria es una iniciativa de gran trascendencia política. La resolución acordada reúne los ingredientes para una solución integral del conflicto y cuenta con el apoyo de amplios sectores de la sociedad vasca y de la comunidad internacional».

El teniente Muñiz esboza una mueca de incredulidad y asco. Parte el cruasán por la mitad. Lo moja. Se chupa la yema del dedo gordo de la melaza que le deja.

«En Euskal Herria se está abriendo un nuevo tiempo político. Estamos ante una oportunidad histórica para dar una solución justa y democrática al secular conflicto político. Frente a la violencia y la represión, el diálogo y el acuerdo deben caracterizar el nuevo ciclo. El reconocimiento de Euskal Herria y el respeto a la voluntad popular deben prevalecer sobre la imposición. Ese es el deseo de la mayoría de la ciudadanía vasca».

Ana deja de mirar a la pantalla del televisor para espiar la reacción de su marido. La presión de los dedos de su mano sobre la loza de la taza de café con leche resulta inusual.

«La lucha de largos años ha creado esta oportunidad. No ha sido un camino fácil. La crudeza de la lucha se ha llevado a muchas compañeras y compañeros para siempre. Otros están sufriendo la cárcel o el exilio. Para ellas y ellos nuestro reconocimiento y más sentido homenaje. En adelante, el camino tampoco será fácil. Ante la imposición que aún perdura, cada paso, cada logro, será fruto del esfuerzo y de la lucha de la ciudadanía vasca. A lo largo de estos años Euskal Herria ha acumulado la experiencia y fuerza necesarias para afrontar este camino y tiene también la determinación para hacerlo».

—¿Por qué cojones se les da cancha a esta gentuza? —se pregunta en voz alta el guardia civil.

«Es tiempo de mirar al futuro con esperanza. Es tiempo también de actuar con responsabilidad y valentía. Por todo ello, ETA ha decidido el cese definitivo de su actividad armada. ETA hace un llamamiento a los gobiernos de España y Francia para abrir un proceso de diálogo directo que tenga por objetivo la resolución de las consecuencias del conflicto y, así, la superación de la confrontación armada. ETA con esta declaración histórica muestra su compromiso claro, firme y definitivo. ETA, por último, hace un llamamiento a la sociedad vasca para que se implique en este proceso de soluciones hasta construir un escenario de paz y libertad.

»Gora Euskal Herria askatuta! Gora Euskal Herria sozialista! Jo ta ke independentzia eta sozialismoa lortu arte!*

»En Euskal Herria, a 20 de octubre de 2011».

Ana, de pie, al lado de su marido, no pierde de vista la pequeña pantalla del plasma de su cocina. Un portavoz del gobierno acoge con moderado optimismo el comunicado de la banda armada. Un miembro de la oposición dice, por primera vez, que se abre un camino de esperanza. El teniente Muñiz moja el cruasán que resta en el café con leche y lo mordisquea suavemente procurando no mojarse el bigote.

—¿Te los crees? —Ana, de pie, bebe a pequeños sorbos un café muy negro, sin apenas leche.

—No. Otra tregua trampa. Pero esos miserables están completamente derrotados. Espero que ese descerebrado de Zapatero no haga ningún tipo de concesiones y se pudran todos esos hijos de puta en la cárcel. Cuando veo estas cosas y pienso en la cantidad de gente que se han llevado por delante esos miserables cobardes, me enciendo por dentro. Y encima encarcelaron al general Galindo. Muchos tipos con sus redaños y ya habríamos terminado con esa maldita lacra. Pero mierdas de políticos mariquitas te vienen con sus métodos civilizados. Como si civilizado fuera hacer saltar por los aires a una madre con su bebé.

Ana toma la mano de su marido y este se la aprieta con fuerza.

—¿Los sigues odiando?

El bigote cano del teniente Muñiz se curva en una sonrisa amarga.

—¿Qué crees? Eso no se olvida. Con toda mi alma.

Todavía escucha el estallido seco del disparo y el dolor intenso del boquete que se abría en el pecho por el que entraba aire helado de la ría de Bilbao y salía sangre a borbotones. La mancha negra se extendía por la guerrera verde que hacía de secante. Tendido en el suelo, no acertaba a empuñar su arma reglamentaria, no tenía tacto en las manos. Antes de que se le nublara la vista pudo ver al tipo con pasamontañas gris que le había disparado y alzaba la nueve milímetros Parabellum para propinarle el tiro de gracia en la cabeza. Ojos azules. Una mirada fría. Le temblaba el pulso a pesar de que tenía asida la culata del arma con las dos manos. Por lo que fuera no apretó el gatillo. Su compañero de patrulla no tuvo tanta suerte.

—Compra un pollo para el caldo a la Sarita.

Cuando el teniente Muñiz se ha vestido con su uniforme verde oliva y sale de la casa con la gorra bajo el brazo, Ana, tras darle un beso rápido en la mejilla, un picotazo automático, vuelve a la cocina, toma una botella de anís del Mono que saca de una alacena cubierta con cortinilla de tela a cuadros y se sirve un vaso.

—Ante ustedes, Beléeen Esteeeban.

Y empieza el repugnante circo cotidiano que sigue con atención hasta poco antes de la hora de la comida. El sol no se deja ver en todo el día.

Mientras el teniente Muñiz deambula por el pueblo de Eth Hiru, con las manos hundidas en los bolsillos de su chaquetón verde oliva del cuerpo, un coche blanco, tipo furgoneta, gira en la rotonda de la entrada, enfila la carretera, pasa a cuarenta kilómetros por hora por delante del hotel Garona y la farmacia, porque un coche camuflado de los Mossos acecha, y, a la altura de una fuente en la que nunca hubo agua, a pesar de que el agua sale de entre las piedras del pueblo y de los montes cercanos a borbotones, pone el intermitente de la izquierda, gira cuando ningún coche viene de frente, se adentra en el pueblo, cruza su plaza, toma una pendiente empedrada y pronunciada de su lateral y vuelve a girar a la izquierda en donde hay una pequeña virgen en una hornacina y dos velas rojas lucen perennemente. Quien conduce ese coche y el teniente de la Guardia Civil que se cruzan en ese momento y lugar, se miran a los ojos y se saludan.

—¿Lo conoce? —pregunta el pasajero del coche, un hombre corpulento de cara hosca y ojos azules en un rostro de piel ligeramente rojiza.

—Es el teniente. En el valle todos nos conocemos. Yo creo que le gustará la casa. Eth Hiru es un pueblo muy tranquilo —dice la conductora a su pasajero que está sentado a su lado, mientras sigue conduciendo por esa calle, entre huertos, sobrepasa un viejo hotel que parece en ruinas y gira, finalmente, a la derecha, en un pequeño callejón sin salida que muere en la misma montaña rocosa.

—Llegamos.

La puerta de la entrada la abre la muchacha, tras pelearse un instante con la cerradura, y lo precede en el ascenso por ese empinado tramo de escaleras, que desemboca en el acogedor salón comedor de la casa, a su cliente.

—Hay vistas —certifica la muchacha, descorriendo unas gruesas cortinas que descubren un panorama de montañas que se abre delante, detrás de un prado verde en donde pacen los caballos.

—Ya lo veo.

—La casa está completamente equipada. La nevera y la cocina de vitrocerámica son nuevas.

—¿Y los radiadores?

—Son eléctricos. —Y previendo la mueca de disgusto del futuro inquilino aclara a continuación—: Le pondremos una estufa de leña para el invierno. Será mucho más agradable.

Ségolène, la muchacha que enseña los pisos en la inmobiliaria Montcurbau, es una chica menuda, delgada y nerviosa. Luce una larga cabellera muy rizada y oscura y tiene unos enormes ojos azules. Viste un tejano ajustado y un jersey gris que le cubre el cuello. Su acento francés se nota en un ligero deje gutural de las palabras que pronuncia.

—¿Subimos a las habitaciones? Perdón, ¿cómo ha dicho que se llama?

—Marcos. ¿Y usted? ¿Es francesa, Ségolène?

—¿Lo nota en mi acento? —pregunta riendo mientras precede al inquilino en el segundo tramo de escaleras que sale de un extremo del salón-comedor, en donde acaba una pared divisoria y se abre la pequeña terraza con vistas a las montañas.

—Habla muy bien el español. ¿De dónde es?

—Llevo quince años viviendo en el valle. Ya puedo hablarlo bien. De Bretaña.

Ségolène abre las puertas de las tres habitaciones de la segunda planta, pequeñas pero con capacidad para dos camas cada una de ellas, y con tejados abuhardillados de madera maciza.

—Son acogedoras —certifica Marcos—. ¿Tienen armarios empotrados?

—Sí, las tres. Y aquí hay otro cuarto de baño.

El cuarto de baño es espacioso y lleno de luz. Una bañera con mampara de vidrio, un gran espejo a continuación del lavabo de un seno sobre encimera de madera y una ventana Velux que se abre en el techo inclinado.

—¿Ya está?

—No, falta la buhardilla. Tenga cuidado. La escalera se estrecha.

El tercer tramo de escaleras es más breve y forma una ele. La superficie de la buhardilla no es muy grande pero sí suficiente para colocar una buena mesa de estudio enfrente de una de las Velux y un par de estanterías para libros. De las tres ventanas de ese piso, dos miran a la montaña, una perspectiva más elevada que la que se tiene desde la terraza del salón comedor, y la otra al pueblo, del que se distingue con claridad el campanario de la iglesia románica.

—¡Caramba! —dice sin poder disimular su satisfacción. —Esta zona es la que más me convence.

—Y es la más fresca en verano y la más cálida en invierno.

—Tiene buen ojo, Ségolène.

—¿Por qué? —pregunta la bretona, ruborizándose.

—Me ha enseñado exactamente lo que ando buscando. Esto es perfecto. A dos pasos de Francia y lejos de la zona de esquí.

—Me dijo que quería tranquilidad.

—Y aquí la tendré, sin duda.

—¿No quiere ver nada más?

—Nada más. Con esta casa tengo más que suficiente. ¿Hay servicios en Eth Hiru?

—Toda clase. Supermercados, banco, tres hoteles, cuatro restaurantes, un estanco, dos panaderías...

—¿Eran tres casas?

—Antiguamente. ¿Cómo lo sabe? —pregunta extrañada Ségolène a su cliente mientras ambos bajan las escaleras hasta el salón comedor y ella corre de nuevo las cortinas de la pequeña terraza.

—«Hiru» es «tres» en vasco.

* ¡Viva Euskal Herria libre! ¡Viva Euskal Herria socialista! ¡Sin tregua hasta la independencia y el socialismo!

CAPÍTULO 2: HIRU

Martín, el camarero de la taberna vasca Hiru, repasa el mostrador con una bayeta moteada. Desde que entró en vigor la ley antitabaco ya no cae ceniza pero sí cerveza, txakoli o restos de pinchos que los clientes vienen a buscar a la barra. El bar lo abre todos los días a las ocho de la mañana, para que tomen su café en el interior los seis números de la policía nacional que suelen poner un puesto de control fronterizo junto al supermercado Boya de Les; a seis kilómetros de la frontera, para impedir la entrada de ilegales en coche desde Francia: son sus primeros clientes. A las nueve, aunque cada vez es más tarde porque las sábanas se le pegan al cuerpo por las mañanas, es Lis, la exuberante y expansiva paraguaya que se hace cargo de la única librería del pueblo, la que se acerca al mostrador a demandarle un cafelito mientras se frota las manos porque el clima del valle nada tiene que ver con el que hay en las inmediaciones del Paraná que dejó hace quince años. A las diez suele llegar Èric, cojeando por su maldita artritis, que se ceba en una de sus piernas, la izquierda; el agente rural, que deja su todoterreno Toyota con el escudo del Conselh Generau d’Aran frente al colmado y con el que patrulla luego los bosques en busca de furtivos. Luego vienen las mujeres que dejan a sus niños en la escuela al otro lado del Garona, que están solas y se aburren en casa, y se sientan, cigarrillo entre los dedos, en la terraza si hace sol, un grupo de amigas que apura el tiempo hasta que llega la hora de la comida y tienen que fichar en sus casas, y una joven viuda con ellas, a la que envidian entre risas. Pero hoy no vienen las mujeres, porque no sale el sol. Y dos minutos antes de la una, aparece Ángel, con sus pantalones de camuflaje, su chaleco azul de cazador y el cigarro ya prendido que aparca el coche frente a la librería de Lis y lleva siempre en la radio una melodía empalagosa de Julio Iglesias a todo volumen para que la escuche todo el pueblo. Más algún francés de Luchón, como Jean Pierre, que es un retrato de Jean Paul Belmondo y siempre aparece acompañado por una nueva amiguita y un nuevo coche y Martín no acaba de averiguar cuál de ellas es la esposa legal, porque el anillo de casado siempre lo luce.

—A sus órdenes, teniente —bromea el camarero cuando le ve empujar la puerta de cristal y acercarse a la barra.

—Una caña, chico.

Muñiz se sube a una banqueta, deja la gorra verde de visera sobre el mostrador y chupetea un cigarro apagado. Martín le llena la copa de cerveza de barril y retira con una espátula de plástico la espuma.

—Una cañita para el teniente —le dice con una sonrisa en los ojos.

—¿Estás de coña, hoy?

—Yo siempre. ¿Y usted no, hoy?

Muñiz da el primer sorbo a la cerveza y se limpia a continuación el bigote de espuma. Acudir siempre al mismo bar genera un exceso de confianza, pero no hay muchas opciones en el pueblo. A veces acude al Urtau, que está mismamente al lado del Hiru, porque han contratado a una camarera rumana que está de bastante buen ver.

—¿Por qué hoy?

Martín señala el plasma colgado de la pared que preside el fondo del bar, junto a la puerta de los servicios. Siguen los encapuchados de ETA con sus ridículas txapelas y antifaces de Ku Klux Klan leyendo una y otra vez el comunicado de cese definitivo de la lucha armada en cada una de las cadenas, la noticia del día.

—Una tregua trampa de los cojones.

—Que esta vez va en serio, mi teniente.

—Mi teniente, mi teniente, mi teniente… Deja de llamarme «mi teniente» porque te pongo firmes, coño. Con esos asesinos de mierda no hay que bajar la guardia. Si tenemos un gobierno de gilipollas que se los creen, qué le vamos a hacer.

—Pues yo creo que esta vez ZP se cuelga la medalla de acabar con ETA.

Muñiz aprieta tanto la copa de cerveza que está a punto de romperla. El guardia civil tiene manos grandes, nudosas, de dedos gruesos y nudillos afilados.

—¡Me cago en Dios! No han sido los políticos los que han acabado con ETA sino nosotros, cojones, la policía y la Guardia Civil que hemos puesto los muertos encima de la mesa. Si ha durado tanto esa puta gentuza es porque hemos tenido unos gobiernos de cagados que no nos han dejado hacer a fondo nuestro trabajo. Yo siempre fui partidario de la mano de hierro con ellos. No entienden otra cosa esos cobardes. Y ahora que se pudran en la cárcel, que no se vayan a pensar que porque aceptan su derrota hay que sacarlos de entre rejas.

—¿Tú qué opinas, Ángel? ¿Qué ETA está acabada o que es una trampa?

—Soy apolítico, Martín. ¡Ey! —grita, parodiando a Julio Iglesias desde una esquina del mostrador mientras saborea lentamente su bebida, un coñac con unas gotas de café en taza.

Martín es de estatura mediana, complexión fuerte y cabeza pequeña rasurada. Viste siempre tejanos y camiseta negra ceñida con el logotipo del bar, pero si le pusieran un hábito azafranado podría pasar perfectamente por un monje budista, ceilandés, porque es oscuro de piel y además estuvo en Sri Lanka, de viaje de bodas, y fotos de la «lágrima de la India», en blanco y negro, adornan las paredes de piedra del Hiru.

—El tontopolla de Zapatero ese —gruñe el guardia civil.

Entra Jean Pierre, el francés de Luchón que se parece a Jean Paul Belmondo, y coge un par de pinchos de tortilla y se vuelve con ellos a la terraza.

—¡Vaya chicas lleva siempre ese! —comenta Martín.

—¿Quién? ¿El franchute? Todas son de pago.

—Ande, ande, que lo dice por envidia.

—¿Pero crees que alguien se va a fijar en él con esa cara de boxeador?

—Se parece a Jean Paul Belmondo.

—Yo soy de Alain Delon, chico.

El teniente Muñiz se baja de la banqueta y deja sobre el mostrador un euro y medio. Martín se lo devuelve.

—Invita la casa.

—¿Por qué, carallo? —pregunta, volviendo las monedas a su bolsillo.

—Por la paz, mi teniente.

El guardia civil lo mira de arriba abajo mientras se encasqueta la gorra de visera en la cabeza y Ángel, desde el mostrador, le hace un saludo militar.

—¿Y qué coño quiere decir Hiru? —Y pone el índice, como una pistola, en las letras de la camiseta que ciñe el pecho del camarero.

—«Tres» en euskera.

—¿Y el pueblo es «El Tres»? No me jodas que el valle huele a vasco.

—Claro, «Eth Hiru» es «El Tres». ¿Y a que no sabe por qué?

—Me la trae floja, Martín.

—Porque cuando se formó solo era un caserío con tres casas y hace cientos de años los aldeanos hablaban euskera.

—¡No me jodas! Pero si tú eres argentino, ché. Tú tienes de vasco lo que yo de catalán.

—Estuve viviendo en Euskal Herria desde los tres años, mi teniente, hasta que me casé con Silvia.

—Yo también pasé una época en Vascongadas y te aseguro que soy cualquier cosa menos vasco, hasta aranés antes que vasco, si me apuras.

Martín cambia de tono.