Chantaje al novio - Miranda Lee - E-Book

Chantaje al novio E-Book

Miranda Lee

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Antonio Scarlatti acababa de recibir una oferta: si le interesaba convertirse en consejero delegado de Fortune Productions, lo único que tenía que hacer era casarse con la hija del presidente del consejo. Es decir, que su jefe le estaba haciendo chantaje. La primera reacción de Antonio fue negarse, pero, cuando el padre habló de hacerle la oferta a otro hombre, se lo pensó de nuevo. Tampoco iba a ser tan difícil llevarse a la hermosa Paige a la cama, y luego al altar, y, al final, divorciarse de ella. Con lo que Antonio no contaba era con que Paige llevaba años enamorada de él y, si ahora surgía la oportunidad de convertir sus sueños en realidad, pensaba aprovecharla.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 228

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Maureen Mary Lee And Anthony Ernest Lee

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Chantaje al novio, n.º 1100 - diciembre 2020

Título original: The Blackmailed Bridegroom

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-900-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL JUMBO aterrizó en Mascot, el aeropuerto de Sidney, con veinte minutos de retraso, pero Antonio fue uno de los primeros en descender. El director de la filial europea de Fortune Productions no tenía aspecto de acabar de realizar el agotador vuelo de veintidós horas entre Londres y Australia. Llevaba un magnífico traje de lana gris, sin arrugas, y el pelo negro perfectamente peinado hacia atrás. Estaba recién afeitado y sus ojos oscuros parecían descansados.

Ventajas de volar en primera clase.

Aunque Antonio Scarlatti no siempre había volado en primera. Había conocido las condiciones más duras. Sabía lo que era viajar de la forma más barata, apiñado con los demás viajeros, con todo el espacio disponible ocupado, sin apenas posibilidad de echar una cabezadita, para llegar luego a destino, en el otro extremo del mundo a veces, y sentirse abochornado ante las personas a quienes tenía que visitar, con su traje arrugado y la propuesta de negocios que llevara, cuyo peso, desde luego, no sería ni remotamente como el de las que pudiera hacer desde su cargo actual.

Antonio no tenía la más mínima intención de volver a aquella forma de vida. Había escalado una cumbre profesional, y ahí pensaba quedarse. El mundo era de los triunfadores. El mundo se rendía al dinero. Y, con treinta y cuatro años, Antonio era uno de los primeros, y estaba amasando una buena cantidad de lo segundo.

En el lugar habitual lo esperaba el automóvil de la empresa, con el motor encendido para que el interior no se recalentara.

–Buenos días, Jim –saludó al chófer, nada más sentarse.

–Buenos días, Tonio.

Antonio sonrió, al oírlo, sintiéndose verdaderamente en casa. En Londres, y en toda Europa, todo el mundo, empezando por sus empleados, se dirigía a él como «señor Scarlatti», pero allí, en Australia, las costumbres eran diferentes, sobre todo cuando la gente se conocía desde hacía tiempo. Se acomodó en los amplios asientos tapizados de cuero, dando un suspiro de alivio. Le gustaba su trabajo, pero una de las cláusulas que más valoraba de su contrato era la que disponía que tenía derecho a volver a casa quince días cada tres meses, para descansar. Y «descansar» era no hacer nada, después del ritmo al que trabajaba en Europa, siete días a la semana.

–Derechos a casa, Jim –dijo, cerrando los ojos. Eso quería decir al lujoso apartamento que había comprado, con todos los servicios, hacía un par de años, con vistas al puente Harbour Bridge, en cuyo silencio y comodidad estaba deseando hundirse. Llevaba unos días de auténtica pesadilla, llenos de negociaciones y de reuniones que no acababan nunca.

–No puede ser, Tonio –le contestó el chófer, que iba conduciendo lentamente junto a la interminable fila de taxis que estaban recogiendo a los pasajeros del vuelo de Londres–, el jefe ha dicho que fueras a desayunar con él.

Antonio abrió los ojos, con un gemido. Ojalá no fuera uno de esos números de circo que Conrad montaba para la prensa, y a los que de vez en cuando no le quedaba más remedio que asistir. Ni estando en plena forma los aguantaba.

–¿Y dónde, si puede saberse?

–En el Taj Majal.

–Menos mal –murmuró Antonio.

El «Taj Majal» es como llamaba Jim al palacete de Conrad Fortune, construido en Darling Point. Era un nombre sumamente adecuado para aquella residencia, que era un delirio de grandiosidad y opulencia, un monolito que ocupaba media hectárea de terreno en una de las zonas más caras de Sidney. Su tamaño debía de estar calculado para compensar la falta de belleza del conjunto, en el que, eso sí, había de todo. En la fachada, más columnas que en el Coliseo; en el vestíbulo, más mármol que en el Museo Británico; en los jardines, diseminadas, estatuas renacentistas y fuentes rococó en la parte delantera, y, detrás de la casa, en un tono más doméstico, una piscina semiolímpica, descubierta pero calentada todo el año por una instalación solar, y dos pistas de tenis, hierba y tierra batida.

A Antonio el sitio le parecía pretencioso hasta decir basta, pero, desde luego, era impresionante.

–¿Tú no tendrás idea de para qué me quiere, eh, Jim?

–No –Jim era hombre de pocas palabras.

Antonio decidió esperar y abstenerse de especulaciones. A los quince minutos, el sedán se detenía al pie de la grandiosa escalinata y Jim se apresuró a bajar y abrirle la puerta.

–No te va a hacer falta –dijo, al ver que Antonio llevaba consigo su ordenador portátil.

Scarlatti le clavó una mirada llena de curiosidad y no exenta de reproche, aunque no dijo nada. Al parecer, el chófer sí que tenía cierta noción del motivo de aquella convocatoria, que, por otra parte, no era de negocios.

Le abrió el ama de llaves. Evelyn tenía cerca de cincuenta años y era tan poco agraciada como el resto de las empleadas de Conrad, que había aprendido a su propia costa a no rodearse de mujeres atractivas. El presidente de Fortune Productions compaginaba mejor la libertad absoluta con su inclinación por las mujeres guapas, que, aunque estuviera a punto de cumplir setenta años, seguía muy pujante, manteniendo a tres amantes en los tres lugares en los que pasaba temporadas largas, Sidney, París y las Bahamas. Evelyn llevaba más de diez años en casa de Conrad, desempeñando su trabajo muy satisfactoriamente, y, lo que era aún más importante, siendo una tumba para la prensa.

–Conrad lo está esperando –anunció inmediatamente a Antonio–. En el cuarto de estar de la terraza.

La sala que daba a la gigantesca terraza, que, a su vez, ofrecía una espléndida vista de la piscina, estaba acristalada del suelo al techo y orientada al norte y a levante. El sol inundaba aquella especie de invernadero todas las mañanas. En verano, la potencia brutal del aire acondicionado apenas bastaba para que no fuera un horno, pero, el resto del año, el cuarto de estar de la terraza era una delicia. Claro que, a las seis y media de esa mañana de primavera, el sol todavía no había tenido tiempo de calentarla, de modo que Conrad lo esperaba sentado con un grueso albornoz azul. Tenía una magnífica cabellera, de un gris plateado, y unos ojos azules que no habían perdido nada de su agudeza y que, al entrar Antonio, lo recorrieron de pies a cabeza, desconcertándolo por un momento. No entendía por qué lo examinaba así su jefe, como si fuera un actor que se hubiera presentado a una selección para un serial, en lugar de un ejecutivo al que conocía desde hacía seis años.

–Siéntate, Antonio –ordenó Conrad–. Ponte cómodo y tómate un café decente, y no el aguachirle de Londres –y, tomando la cafetera de plata, procedió a servirle un café negro que olía estupendamente.

–¿Qué sucede? –preguntó Antonio, tomando la taza de muy buena gana, pero sin perder tiempo.

Conrad volvió a examinarlo y Antonio supo que lo que iba a oír no le gustaría.

–Paige ha vuelto a casa –dijo abruptamente.

Antonio estuvo a punto de soltar un «¿y qué?», puesto que la rebelde hija de su jefe llevaba marchándose de casa y volviendo a ella desde que tenía diecisiete años. Solía presentarse con cierta regularidad, como una vez al año, pero se volvía a largar de inmediato, diciendo que iba a vivir en algún piso compartido con amigas. Pero eso sólo se cumplió una vez. Lo habitual, cuando llegaba el informe del detective privado, a las pocas semanas, era que el compañero de piso fuera varón, atractivo y, normalmente, pintor o músico. Al parecer, a Paige la fascinaba el arte. Ninguno negaba que compartía algo más que los gastos con ella.

Al principio, lo que preocupaba a Conrad era que aquellos tipos estuvieran explotando a Paige por su dinero. A fin de cuentas, la asignación mensual de su única hija habría bastado para mantener a cualquier familia de clase media. Pero había acabado por convencerse de que no se trataba de eso, porque, desde el día en que Paige se marchó por primera vez de casa, no había vuelto a tocar ni un centavo de los miles de dólares que, mes tras mes, eran transferidos a su cuenta corriente, aunque tampoco se quedaban allí. Cuando Conrad averiguó que todo aquel dinero era donado a la Sociedad Protectora de Animales, mientras Paige trabajaba para ganarse la vida, interrumpió el suministro.

–¡Pues que trabaje, si es eso lo que quiere! –había proclamado, aunque seguía doliéndole cada vez que el detective lo informaba de que Paige servía almuerzos en una cafetería, o ponía copas detrás de la barra de un pub.

De todos modos, la peor pesadilla paterna era, claro, que Paige retornara embarazada, o con un bebé ya en los brazos. Conrad estaba totalmente a favor del control de natalidad, y eso dictó a Antonio una pregunta más adecuada.

–¿No estará embarazada?

–No, pero esa chica va a acabar muy mal, si no hago algo para impedirlo. ¿Te das cuenta de que la semana que viene cumplirá veintitrés años?

–El tiempo vuela –contestó Antonio, sinceramente sorprendido–, pero supongo que ya lo has intentado todo con ella. La mayor parte de las chicas se considerarían afortunadas de tener lo que Paige ha dejado: una mansión, ropa cara, una asignación digna de una princesa, si hubiera querido disponer de ella. Si nada de esto bastaba para contentarla, y que siguiera en su casa, entonces, ¡sólo Dios sabe qué quiere esa chica!

–No… todo no lo he intentado –dijo Conrad, hablando lentamente y con desacostumbrada frialdad, tratándose de ese asunto–. Falta algo.

–¿Y qué es ello?

–Casarla –contestó su jefe, que no había dejado de mirarlo en ningún momento–. Con un hombre capaz de dominarla.

–¿Qué? –Antonio no pudo evitar una carcajada– ¿Crees que Paige se casaría con el hombre que tú le eligieras?

–Por supuesto que no. Hablo de casarla con el hombre que ella ha elegido. Es decir, contigo.

–¿Conmigo? –Antonio estaba estupefacto.

–Sí, contigo. No hagas como que esto te agarra de nuevas, Antonio. Sé perfectamente qué ocurrió en esta casa justo antes de que Paige se marchara de ella la primera vez. Los primeros a quienes interrogó Lew cuando le encargué que la localizara fueron a los empleados de esta casa. ¿O es que te creías que nadie se había enterado del incidente entre mi hija y tú junto a la piscina?

Antonio abrió la boca para explicarse, pero Conrad le hizo un gesto para que se callara.

–No te molestes en defenderte –continuó–. Tú no tienes nada que explicar. Hiciste exactamente lo que debías. ¿Cómo ibas tú a saber que la muy tonta se tomaría tu rechazo tan a pecho, y se escaparía de casa?

–No sé por qué se fue, pero si no volvió fue porque encontró a otro enseguida –replicó Antonio, con cierta vehemencia.

–Las chicas no suelen olvidar a su primer amor.

–¡Pero yo no he sido su amor, ni primero ni último!

Aquello era indignante. Ni que hubiera besado a Paige, o le hubiera dicho nada que pudiera interpretarse como encaminado a seducirla. No había hecho más que ser simpático con ella cuando iba a casa a pasar las vacaciones escolares. En aquella época, él vivía allí, en calidad de secretario de Conrad, y era prácticamente imposible no cruzarse con ella varias veces al día. Cuando eso sucedía, charlaba con ella, pero el día que Paige se arrojó en sus brazos, junto a la piscina, y le juró amor eterno, el más sorprendido fue él.

Por supuesto que no se había aprovechado de aquella calentura de colegiala, aun reconociendo que era toda una tentación, sobre todo, tal y como estaba vestida aquel día, con un diminuto biquini rosa. Para acabar de complicarlo, lo cierto era que Paige era exactamente su tipo: le gustaban las rubias, y mucho más si eran altas, esbeltas, con grandes ojos azules, grandes pechos y una cintura que él pudiera abarcar con las manos.

Ese día había tomado a Paige por la cintura con ambas manos, la había apartado y le había dicho, en términos que no dejaban lugar a duda, que no la correspondía, y que para él no era más que una niña tonta. Lo cual no era exactamente la verdad, puesto que en realidad estaba crecidísima, era una auténtica belleza y espantosamente sexy. Había días durante las vacaciones, sobre todo a la hora de la cena, cuando bajaba al comedor con uno de aquellos vestidos ceñidos, escotados y cortos que eran al parecer los únicos que compraba, en los que Antonio daba gracias al cielo por tener una servilleta extendida en el regazo. Claro está que si el padre de Paige hubiera sido cualquier otro, quizá su respuesta habría sido diferente. Pero lo último que Antonio pensaba hacer en su vida era perder un nuevo empleo por culpa de la hija del jefe. Con una vez, bastaba.

Pera al menos habría hablado con menos brusquedad, para ahorrarse, no sólo la humillación y las lágrimas de Paige junto a la piscina, sino, especialmente, sus propios remordimientos, cuando ella no volvió al colegio para aquel último trimestre, dejando sin terminar la enseñanza secundaria y, naturalmente, no presentándose al examen de acceso a la universidad. De la culpabilidad que pudiera sentir, sin embargo, se curó enseguida, puesto que Lew, el detective contratado por Conrad, encontró al cabo de un mes a Paige. Estaba viviendo en una playa semisalvaje de la costa norte del país, con un surfista profesional que le llevaba unos cuantos años. Compartían una cabaña con una sola habitación, que no dejaba muchas dudas sobre el tipo de relación que mantenían. Paige no negó nada cuando el propio Antonio se presentó allí, enviado por Conrad para tratar de convencerla de que regresara a casa.

Tenía que reconocer que le había herido en su amor propio la indiferencia que mostró al verlo aparecer, pero el ver con sus ojos el tipo de vida por el que Paige había optado lo curó de cualquier preocupación que hubiera sentido por ella.

La hija de Conrad no suponía más que complicaciones, en opinión de Antonio, que no tuvo ocasión de cambiar de opinión en ninguno de los contados momentos en que había vuelto a encontrarse con ella en esos años. La había visto por última vez en la última fiesta de Nochevieja de su padre. Había hecho una breve aparición, con un vestido rojo, sin tirantes, y cortísimo, que daba la impresión de sostenerse por puro milagro. Era una mortificación que sólo él conocía, pero Antonio no podía olvidarse del deseo loco que sintió de subir por las escaleras a su encuentro, poner el trozo de raso rojo aquél en su sitio, o sea, en torno a sus tobillos, y arrojarla sobre la primera cama que encontrasen, o sobre el suelo, o donde fuera.

Lo que había hecho en lugar de eso, por supuesto, fue obligar a sus ojos a no mirar la joven piel de Paige, y a su cuello a torcerse exclusivamente hacia su acompañante de esa noche, una abogada que trabajaba para Fortune Productions. En la propia fiesta, y después en su apartamento, se había rebajado a utilizar a esa mujer para calmar el apetito despertado por Paige. Procuraba no acordarse nunca de aquello, pero la propuesta de Conrad le obligaba a repasar hasta el último detalle de su relación con ella.

–No estás hablando en serio, Conrad –dijo.

–Ya lo creo que hablo en serio.

–Pues es un disparate.

–¿Por qué? Ya ha estado enamorada de ti, te guste o no. Y eso fue antes de que te convirtieras en el hombre que eres ahora. No te creas que no me doy cuenta del efecto que les produces a las mujeres. No creo que haya ninguna que se resistiera si tú quisieras que se enamorase de ti. Una criaturita como Paige sería cera en tus manos.

–Pero da la casualidad de que yo no quiero que Paige se enamore de mí –contestó Antonio, en un tono de voz glacial–. Ni casarme con ella –la verdad es que era casi la última candidata en la que podía pensar.

–¿Y por qué no?

Lo último que deseaba explicar Antonio a Conrad era que ya había estado muy enamorado una vez, y, precisamente, de la hija del hombre para el que trabajaba antes. En su momento creyó que Lauren lo amaba tanto como él a ella. Pero lo cierto fue que nunca había estado dispuesta a casarse con un inmigrante italiano sin familia ni posición, ni más dinero que su sueldo como representante de vinos. Después de hacer turismo por los barrios bajos, se dispuso a hacer lo que esperaban su familia y amigos, es decir, dejar la casa de su rico padre por la casa de un rico marido. Ése era el pequeño detalle que no había captado Antonio, que, estúpidamente, se presentó en la fiesta de esponsales de Lauren e hizo una escena. Lo único que consiguió fue perder el trabajo, naturalmente, sin referencias. Le había costado meses encontrar otro trabajo, durante los que tuvo que comer en albergues diversos y en otros sitios peores para sobrevivir. Le estaría eternamente agradecido a Conrad por contratarlo como intérprete y secretario, aunque, de todos modos, sospechaba que tampoco había encontrado a nadie más que hablara los cinco idiomas que él necesitaba para sus viajes al extranjero.

Antonio había trabajado muchísimo para llegar a estar donde en ese momento se encontraba. No pensaba renunciar a ello por nadie, ni compartir su vida con otra criatura tan estúpida, egoísta y superficial como la que estuvo a punto de destruirlo.

–Cuando me case, si es que me caso, Conrad –dijo, siempre en un tono helado, pero temblando de cólera–, será porque esté tan enamorado que no pueda vivir si no lo hago. –No lo dijo, pero pensó que tantas probabilidades había de que eso sucediera como de que volviera a casarse el propio Conrad.

Como éste no decía nada, Antonio volvió a preguntar, con algo más de expresión en sus ojos negros:

–Si no acepto tu fantástico plan, ¿me va a costar el puesto?

–¡No, claro que no! –negó su jefe, vehementemente–. ¿Por quién me tomas?

Antonio estuvo a punto de decir algo, pero luego dejó que la pregunta se quedase en retórica. No se llega a ser uno de los hombres más ricos de Australia por ser un dechado de virtudes y, en los seis años que llevaba trabajando para Conrad, Antonio se había enterado de unas cuantas cosas. De que había empezado sin nada, porque sus padres, inmigrantes polacos, habían llegado sin un centavo al país. Se cambió el nombre, de Fortuneski a Fortune, y entró a trabajar de mozo de oficios en los primeros estudios de televisión que hubo en el país, allá por los años cincuenta. Aprendió a manejar la cámara y fue luego ayudante de realización, hasta formar finalmente su propia compañía y empezar a producir programas. Tuvo la suerte y el olfato de comprar los derechos de emisión para Australia de un concurso americano que se convirtió en un auténtico bombazo, y le dio a ganar su primer millón. A ese concurso le seguirían otros, y más millones, y, diez años más tarde, uno de los primeros seriales con ambiente australiano. Todos sus programas tenían un alto contenido en sexo, y el escándalo y los millones en serio los acompañaron. Fortune Productions prosperaba y su ambicioso propietario, que vivía exclusivamente para la empresa, lo hacía también.

Esa entrega exclusiva al trabajo le jugó indirectamente una mala pasada a Conrad. Cuando ya había cumplido los cuarenta y cinco, la que entonces era su ama de llaves, que tenía carta blanca para todo, porque él no tenía tiempo de supervisar nada, contrató a una muchacha insólitamente hermosa para servir las comidas. Una noche, al concluir una cena de negocios algo más larga y aburrida de lo habitual, Conrad tuvo un desahogo, y entre los dos encargaron a Paige. Aunque nada había estado más lejos de sus pensamientos, se comportó como era debido y se casó con la futura madre, esperando un hijo y heredero, pero, en su lugar, nació una niña. No era una unión feliz y, al cabo de un año, su mujer se marchó a Estados Unidos con un representante. Aquello no le afectó demasiado, y Antonio sospechaba que tampoco le había quitado el sueño el enterarse, al cabo de unos años, que su mujer había aparecido muerta de sobredosis en una habitación de hotel en Nueva York. Conrad no era ningún sentimental,

–Mi intención es jubilarme a finales de año –seguía hablando su jefe, obligando a Antonio a regresar al presente–. Me voy a mudar a la casa de las Bahamas. Al hacerlo, quedará vacante el puesto de Consejero Delegado de Fortune Productions. Pretendo que lo ocupes tú, Antonio –dijo tranquilamente, y Antonio se quedó sin respiración por un instante–, pero eso será únicamente si para cuando llegue el momento te has convertido en mi yerno.

–¡Qué asco, Conrad! –explotó– ¿Desde cuándo te dedicas al chantaje?

–Nada de eso. Es un principio consagrado: ¿quién mejor para ocuparse de los intereses de uno que la propia familia? Un italiano de pura cepa debería apreciar eso mejor que nadie.

–¿Y si me niego? –consiguió preguntar Antonio, controlándose a duras penas.

–Le haré la misma oferta a Brock Masters, que espero esté casi igual de bien capacitado para desempeñar las dos funciones.

Antonio rechinó los dientes. Brock Masters era el director de la División de Norteamérica. Reconocidamente guapo, su imagen pública era toda sonrisa y encanto, aunque Antonio creía que llevaba los dientes enfundados y que el encanto era de similor. Pero él no era el único en sospechar que sus costumbres personales debían más al marqués de Sade que a ninguna otra fuente reconocida de moralidad.

–Arruinará la empresa –le dijo en son de advertencia–. Y destruirá a tu hija –añadió.

–Si eso es lo que crees, Antonio –contestó Conrad, con gran suavidad–, ya sabes lo que puedes hacer.

–¿Así que te tienes que salir con la tuya, por encima de lo que sea, no?

–Tú eres bastante parecido a mí, con que no te escandalices. Eso es precisamente lo que le hace falta a Paige, un hombre de verdad, para variar. Alguien que la haga esforzarse al máximo sólo para estar con él, para conservarlo. Alguien que le dé eso que quieren las mujeres.

–¿Y qué es eso?

–Lo que ella anda buscando. Amor, por supuesto.

–Venga, Conrad, sabes de sobra que yo no la quiero.

–¿Y qué? El amor es ilusión. Dile a Paige que la amas. La tontuela no se va a enterar de si es legítimo o no, mientras tus palabras estén respaldadas por tus hechos. Y tus hechos serán satisfactorios, sin duda. He observado que las señoras muestran mucho más interés por ti, una vez has pasado con ellas algún rato de asueto. De hecho, las he visto perseguirte. Muy instructivo.

Antonio miraba a Conrad, desconcertado. Habría podido sentir azoramiento, incluso, de no prevalecer la ira, el asombro y cierto grado de compasión por la pobre Paige, que se había criado con semejante elemento como padre. Aunque lo estaba escuchando, a Antonio le costaba creer que un padre tratara así a una hija. Y, al mismo tiempo, tenía que pensar deprisa: estaba claro que si le decía que no se había acabado su carrera en Fortune Productions, puesto que Brock Masters lo odiaba. Siempre podría irse a una empresa rival y desde allí contemplar cómo se iba a pique la de Conrad. No iba a llorar por eso.

Pero estaba demasiado implicado en su trabajo para poder tolerar la destrucción de cuanto había contribuido a edificar. Y no sería la única destrucción: ¿qué sería de Paige, seducida y luego casada con un amoral como Masters, pervertido y cocainómano? Sentía repulsión. Era una chiquilla inmadura y caprichosa, pero no se merecía aquello.

–Siendo así las cosas –contestó, en el tono gélido e implacable que emergía cuando se lo acorralaba–, naturalmente, las quiero por escrito.

Conrad sonrió de oreja a oreja.

–Por supuesto, Antonio, estará redactado para esta noche, cuando vengas a cenar.

–¿Esta noche?

–Cuanto antes te pongas en campaña, mucho mejor. Después de todo, no dispones más que de quince días antes de volver a Londres. Creo que lo indicado es una seducción fulminante. Con un poco de suerte, podréis volver juntos a Europa. Yo no pondré objeciones, una vez Paige lleve un anillo de compromiso.

–¿Pretendes que acceda a casarse conmigo en dos semanas escasas?

–Te he visto conseguir contratos mucho más difíciles en menos tiempo. Por cierto, Antonio, hablando de contratos, el día de vuestra boda tendré listo tu contrato como Consejero Delegado de Fortune Productions, además de la escritura de propiedad de esta casa como regalo de boda.

–No, muchas gracias, Conrad. Con el contrato basta. No me apetece vivir aquí –sin entrar en cuestiones estéticas, no dudaba que, viviendo allí, Conrad estaría al tanto de su vida y milagros.

–No sé por qué me parecía que ibas a decir eso. Bueno, ¿te esperamos sobre las nueve, entonces?

–¿Me esperáis? ¿Estás seguro de que Paige se quedará hasta esta noche? –preguntó Antonio, mordazmente.

–Yo creo que sí. Su último amigo le ha dado un buen susto.

–¿Cómo?

–Le ha pegado.

Antonio no contaba con que una noticia así pudiera encolerizarlo tanto. Para él, la violencia física contra las mujeres era algo absolutamente imperdonable.

–Supongo que sabrás el nombre y la dirección del pájaro ése –masculló.

–La verdad es que no.

–Pero si siempre has estado informado de cada paso que daba Paige y, sobre todo, de con quién estaba.

–Pues esta vez no –contestó Conrad, con un suspiro–. El año pasado retiré a Lew. No podía soportarlo. No tengo ni idea de por dónde ha andado Paige desde enero. Me llamó anoche, a las dos de la madrugada, y me preguntó si podía ir Jim a recogerla a la estación central. Hablaba con miedo, que es algo muy impropio de ella, como sabes. Pero no me di cuenta de qué sucedía hasta que vi el moretón que tiene en la cara. No ha querido decirme nada. Quizás a ti te cuente algo.

–Quizá –si conseguía enterarse de algo, Antonio le iba a enseñar a la mala bestia en cuestión una lección que no se le olvidaría en mucho tiempo.