Cómo matar hombres y salir airosa. - Katy Brent - E-Book

Cómo matar hombres y salir airosa. E-Book

Katy Brent

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Beschreibung

AMIGA. AMANTE. ASESINA. Me estaba siguiendo. Hablo de aquel tío del club nocturno que no me dejaba en paz. Juro que no tenía intención de matarlo. Pero he de confesar que no me disgustó cuando lo hice y, a pesar de la que acabé liando, parece que al final conseguí salir airosa. Y ahí empezó mi adicción... Le pillé el gusto a la venganza. ¿Y qué queréis que os diga? La verdad es que se me da muy bien. Una historia deliciosamente oscura y divertidamente retorcida sobre la amistad, el amor y el asesinato. A los fans de Una joven prometedora, Podría destruirte y Killing Eve les encantará esta novela perversamente inteligente.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Cómo matar hombres y salir airosa

Título original: How to Kill Men and Get Away with It

© 2022 Katy Brent

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Caroline Lakeman at HQ © HarperCollinsPublishers Ltd.

Imágenes de cubierta: Shutterstock.com

 

ISBN: 978-84-19883-22-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatorias

Citas

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Epílogo

Carta de Katy Brent

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

Para todas las mujeres que alguna vez han vuelto a casa con las llaves entre los dedos.

 

Y para mi madre, que me enseñó lo que significa ser una mujer fuerte.

 

 

 

 

 

 

Cuando nos golpean sin motivo, debemos devolver el golpe con mucha fuerza; realmente lo pienso, con tanta fuerza como para enseñar a la persona que nos golpeó a no volver a hacerlo.

 

Jane Eyre, Charlotte Brontë

 

 

 

Parece que podría hacer cualquier cosa cuando estoy apasionada. Me pongo tan salvaje que podría herir a cualquiera y disfrutarlo.

 

Mujercitas, Louisa May Alcott

PRÓLOGO

 

UN APARTAMENTO, BELGRAVIA, LONDRES, EN LA ACTUALIDAD

 

 

 

 

 

Antes de que todo empezara, pensaba que acabar con la vida de alguien sería fácil. Bastaría con presionar adecuadamente la tráquea del infortunado para que quedara sin fuerzas, como cuando un gatito se queda dormido de repente.

Nada más lejos de la realidad.

Cuando advierten que están a punto de morir, luchan con uñas y dientes.

¡Y joder cómo luchan! Es asombroso cómo incluso los peores monstruos del mundo se desesperan por seguir viviendo. ¿Están preocupados por lo que vendrá después? ¿Sienten ya el fuego del infierno golpeándoles la cara?

Es lo mismo que le pasa al monstruo con el que estoy ahora. No comprende que, esposado en la cama, es inútil que luche. Lo más fácil para él sería dejar que pasara. En vez de eso, se retuerce, se agita y se hace daño.

Le doy un tirón fuerte con la media de nailon que le he enrollado alrededor del cuello y veo cómo sus ojos se abultan y se retuercen, como si intentaran escapar de su cabeza. Me gustan estas medias, tienen piedrecitas en la costura trasera que te dan un agarre excelente. Entonces, sus ojos estallan, y el blanco se vuelve completamente rojo.

Me gusta cuando hacen eso.

Ojos rojos, labios azules, piel pálida y amarillenta. Ah, y unos magníficos tonos de púrpura más tarde, cuando la sangre se acumula en las partes más bajas del cuerpo. La paleta de colores de la muerte es realmente bonita.

—¿Qué se siente? —le digo—. ¿Aprieta mucho? Así es como te gusta, ¿no?

Intenta decir algo, pero le sale gutural y amortiguado. Me inclino sobre él y le quito la otra media de la boca, sosteniendo mi cuchillo (un Shun de 350 libras, acero japonés recién afilado) contra su garganta. Quiero oír sus últimas palabras.

—Por favor, mis hijas…

—Creo que sabes exactamente lo que sienten por ti en este momento.

—Eres una jodida zorra.

—¿Acaso hemos follado? —Y le doy un último tirón con la media que le rodea la garganta para dejarlo definitivamente sin aliento.

Otra cosa importante sobre la asfixia es que lleva mucho más tiempo de lo que piensas. Llevo seis o siete minutos a horcajadas sobre él, aplastándole la tráquea, y apenas ha perdido el conocimiento. Pienso en la copa de Montrachet que me espera en la otra habitación.

Entonces se queda quieto.

Me inclino hacia delante y le miro. Parece que por fin se ha convertido en un miserable pellejo relleno de huesos. Aprieto mi pecho contra el suyo y dejo caer mi oreja sobre sus labios.

Silencio.

Le bajo los párpados y me siento a admirar mi trabajo. Esta es mi parte favorita. Tiene un aspecto infantil y apacible, tumbado sobre el lino blanco.

Casi inocente.

Casi.

Tengo que admitir que ella tiene razón. Parece auténtico de esta manera. Además, así no hay sangre. La sangre es muy difícil de limpiar. Ni siquiera Mrs Hinch[1] tiene un remedio realmente eficaz contra ese tipo de manchas. Una vez no me quedó más remedio que quemar unos pantalones preciosos color crema de Max Mara porque no había manera de quitársela.

Mi ropa es sagrada. Y, francamente, me niego a pasar por eso.

 

 

[1]Mrs Hinch es una influencer británica especializada en consejos domésticos, muy en la línea de los trucos que ofrece La Ordenatriz.

1

 

GREENSPEARES, CHELSEA, JUNIO

 

 

 

 

 

Me doy el gusto de desayunar fuera. En realidad, es algo que hago con frecuencia; la mayoría de los días salgo a dar un paseo y tomo un batido. Pero esta vez voy a comer algo. Son solo champiñones sobre una tostada. Y he dejado casi toda la tostada.

Estoy en mi asiento favorito: el sillón rosa fucsia que está más al fondo del local. Es el mejor lugar para observar a la gente y fingir, durante quince o veinte minutos, que soy como ellos. Desde hace tiempo, es mi lugar preferido para relajarme.

Estoy a punto de darle un trago a mi café natural de origen ético con leche de almendras sin azúcar, llenando mis pulmones con el increíble aroma de los granos recién molidos, con mis ansiedades a punto de esconderse en un rincón de mi mente, cuando oigo:

—¡Kitty! ¿Kitty Collins? ¡Oh, Dios mío! ¡Es ella!

Luego un chillido que me agarrota todos los músculos del cuerpo. Veo a dos adolescentes delgadas, con cejas perfectas, acercarse a mí antes de que pueda dar el más mínimo sorbo.

—Dios mío. ¡Esto es increíble! ¿Podemos hacernos un selfi contigo? ¿Por favor? Solo serán dos segundos, como mucho.

Dios… Ahora no, por favor. De verdad que ahora no. Levanto la vista y veo que me observan mientras intento dar un sorbo a mi café. Pero no lo consigo. No me gusta comer ni beber delante de otras personas.

Mi nivel interno de enfado se acerca peligrosamente al ámbar. Solo quiero tomarme algo tranquilamente. Sin público. En lugar de eso, cierro la revista que estaba leyendo (en realidad no) y les sonrío. Una gran sonrisa, enseñando todos mis dientes y con un brillo extra de alegría en los ojos. Solo para ellas.

—¡Por supuesto que sí! —digo, con la sonrisa que mis millones (sí, millones) de seguidores conocen de mi Instagram. Pero la sonrisa no consigue calmar la irritación que ha comenzado a palpitar dentro de mi cabeza.

Las chicas se apretujan a mi lado (en el asiento para dos), con sus iPhones enfocando nuestras caras y pasando los filtros con la prestidigitación de un mago. Me doy cuenta sin mirarlas de que están posando y poniendo morritos para parecer sexis. Los «me gusta» proporcionan un intenso subidón de dopamina. Lo entiendo.

Pero quiero zarandearlas.

Violentamente.

Probablemente no tengan más de catorce años, pero con el maquillaje aprendido en YouTube que llevan aparentan fácilmente diez años más. ¿Acaso los adolescentes de hoy en día ya no pasan por una fase incómoda? Una repentina mezcla de lástima y envidia me invade, clavándose en mi carne como mil diminutas microcuchillas. Tienen la piel tan hidratada y tersa que parece etérea. Me contengo para no alargar las manos y acariciarlas.

Porque eso sería raro.

—He hecho un pedido de ese té adelgazante que recomendaste el mes pasado —dice la chica uno.

Tardo un momento en darme cuenta de que me está hablando a mí. ¿Qué té? Ella lee claramente la confusión en mi cara, un milagro, teniendo en cuenta la cantidad de bótox que me han inyectado. Y no, el bótox no es completamente apto para veganos, pero no hay por qué ser tan estricto…

Y yo hago lo que sea por mi cara.

—¡Hiciste una dieta de desintoxicación con té! —exclama la rubia de ojos castaños lastrados por unas pestañas postizas espesísimas—. Dijiste que fue como una limpieza física y espiritual. ¡Y que perdiste dos kilos en una semana! —Suspira como si hubiera alcanzado el nirvana.

Sus ojos brillan como Louboutins de charol y me miran de la misma manera que yo miro la página de novedades de Net-a-Porter.

Me siento mal.

—Oh, Dios, no. No hagas eso —le digo—. No es para chicas tan jóvenes como tú. Por el amor de Dios, ¿de dónde vas a sacar esos dos kilos que pretendes perder? —El único sobrepeso de esa chica es el de sus pestañas… Pero no. No me importa cuánto me paguen los idiotas flacuchos del té. No seré cómplice de desórdenes alimenticios en las chicas. No—. El agua embotellada con un chorrito de limón es mucho mejor para una limpieza de colon.

Me miran fijamente y me pregunto si voy a tener que explicarles lo que es una «limpieza de colon» mientras algunos de los residentes más destacados del SW3 comen su tostada de aguacate a nuestro alrededor. Pero ellas están más interesadas en sus contenidos para las redes sociales que en mí. La chica dos, con unos pómulos por los que pagaría a alguien con una jeringuilla, se hace unos cuantos selfis más. Luego me pide que le haga un par de fotos en las que parezca que no está posando. Madre mía. De repente, la chica uno grita y agarra a la dos por el brazo.

—Tenemos que irnos o nos perderemos los mejores puestos de Portobello —dice—. Ya sabes cómo se pone Jynx si llegamos tarde. Muchas gracias por las fotos, Kitty. Ha sido un placer conocerte.

Se despiden con una sonrisa y salen corriendo. La chica dos sostiene el teléfono en alto, grabando su viaje para encontrarse con quienquiera que sea Jynx para su Insta/TikTok/Snap. Las observo mientras se alejan por la calle, ajenas a los hombres que se giran hacia ellas al pasar, observando sus caderas esbeltas mientras caminan.

Suspiro profundamente. He creado un monstruo imparable. Una señora mayor que está sentada cerca de mí no deja de mirarme. Probablemente ya sea hora de que me vaya a casa, lejos de la gente.

Mi café se ha quedado frío y con una pinta nada apetecible, así que pido otro para llevar y comienzo el corto paseo de vuelta a mi bloque de apartamentos en Chelsea Embankment. Mi teléfono recibe una notificación de Instagram diciéndome que me han etiquetado en una publicación.

Me encontré con esta belleza en #Greenspears. ¡Qué chica! #KittyCollins #Chelsea #superdulce.

Varias notificaciones más llegan a medida que los seguidores de las chicas (que se llaman Eden y Persia, claro que sí) responden:

¡Oh, Dios mío!

¡Qué suerte habéis tenido!

¿Ha sido amable?

¿A qué huele?

Apago el teléfono.

No lo soporto.

2

 

APARTAMENTO DE KITTY, CHELSEA

 

 

 

 

 

Cuando llego al edificio, ya estoy de un humor de perros. Me duelen todos los huesos cuando mis tacones repiquetean sobre el caro suelo de mármol y sonrío al conserje de turno. Pero tengo que hacerlo, forma parte de mi «marca». Nadie quiere seguir a una zorra maleducada y malcriada en Instagram. Por suerte, hoy está Rehan, uno de mis conserjes favoritos. Se levanta para saludarme.

—Siéntate, Rehan —le digo, regañándole—. No soy la maldita reina.

—Tal vez no, pero tú eres la princesa de mi torre a la que debo proteger —me responde con una gran sonrisa.

Suelto una risita y miro para otro lado. Mi reacción no es nada feminista, pero a él le gusta. Y yo necesito gustarle.

—Parece que hoy va a hacer un día estupendo. —Me mira por encima del hombro y entrecierra los ojos en dirección al sol. Ya hace un calor incómodo a pesar de que aún no son las diez de la mañana. No comparto su entusiasmo por el calor, me irrita y me hace sudar. Mi camiseta ya está pegada a mis axilas y ahora me arrepiento de no haber pedido algo helado en la cafetería.

—Maravilloso —digo mientras asiento con la cabeza.

Rehan llama al ascensor y yo entro.

—Por supuesto, usted es el sol más brillante por aquí, señorita Kitty.

Entonces la puerta se cierra, dejándole fuera. Mi sonrisa falsa se esfuma de mi cara y me masajeo las mejillas con alivio. ¿Por qué salir a tomar un café supone tanto esfuerzo?

El ascensor me lleva directamente a mi ático. Sí, ya sé que suena a pija y malcriada, pero fue un regalo de despedida de mi madre antes de que huyera al sur de Francia con su amante tras la desaparición de mi padre.

Y a nadie le amarga un dulce, aunque sea para edulcorar el abandono, supongo. Como todas las otras jóvenes promesas que viven por aquí, tengo dinero. O mejor dicho, mi familia tiene dinero. Mucho dinero. Mi bisabuelo era Christopher Collins (más conocido como Capitán Collins), fundador de Collins’ Cuts, los productos cárnicos ultraprocesados que se ven en todos los congeladores y supermercados del país. Los animales muertos no son precisamente la forma más glamurosa de ganar dinero, pero gracias a los pavos, vacas y cerdos del Reino Unido, mi familia es inmensamente rica. Aunque ahora solo quedamos mi madre y yo.

Así que, aparte de las cosas de las redes sociales, no tengo mucho que hacer, y ese vacío existencial se ha ido expandiendo insidiosamente en mi vida queriendo más y más de mi atención. Intento llenarlo haciendo actividades como la gente normal. Dos horas de yoga y una hora de pesas o cardio con mi entrenador personal cada día. Viajo y me alojo en hoteles exclusivos. A veces incluso gratis, si los promociono lo suficiente en mis redes. Voy a fiestas y a promociones y bebo champán y veo a otras personas drogarse en los lavabos. Salgo de las fiestas del brazo de hombres atractivos y practico sexo borracha y sin remordimientos. Publico stories en las redes sociales dando consejos de maquillaje, probando dietas y rutinas de ejercicio, mostrando qué tipo de bragas son las que hacen que tus piernas parezcan más largas y el culo respingón y alabando productos que ni siquiera he probado. Esa es mi existencia.

Y me odio por ello.

De verdad que sí.

Entonces, ¿por qué no paro?

¿Quién sabe? Una combinación de tráumas infantiles y la dopamina instantánea de los likes y los comentarios. Nunca he sido capaz de esperar a la gratificación. Ni siquiera mi terapeuta de doscientas cincuenta libras la hora ha podido llegar al fondo de eso.

El pasado fin de semana estuve en Marbella con mi amiga Maisie (607.000 seguidores), donde pude probar un adelanto de los nuevos trajes de baño de La Perla que me habían enviado de su próxima colección. Anoche subí las fotos. Mi favorita es la del biquini naranja del atardecer, mirando al mar. El color del bañador resalta mi bronceado, mi pelo tiene un toque playero y la pose hace que mis pechos (naturales, gracias) parezcan tan perfectos como pueden serlo unos pechos no operados.

Tetas perfectas. Vida perfecta. Supongo que esa es mi «marca».

Abro Insta en mi MacBook y empiezo a desplegar los nuevos comentarios, dando un largo sorbo a mi café. Pero noto un sabor extraño en la boca y me dan arcadas de repente.

Es leche de vaca.

Le quito la tapa y miro dentro del vaso de papel. El líquido es espeso y asqueroso, plagado de grasa y hormonas de vaca. Respiro lenta y profundamente y resisto las ganas de tirarlo contra la pared y estropear el carísimo trabajo de pintura de Janine Stone, terminado el mes pasado.

Cuando consigo tranquilizarme, vuelvo mi atención de nuevo a Insta y a mis seguidores. Ellos me harán sentir mejor.

Wow. Eres tan guapa, Kitty. Por dentro y por fuera.

Qué vista tan hermosa. 😍😌

Eres simplemente impresionante.

¡Me encantan los bañadores! ¿Cuándo estarán disponibles en las tiendas?

Ojalá hubiera podido frotarte el protector solar en la espalda, nena.

Perfección.

Estáis guapísimas. ¡Disfrutad!

¡Hola, Kitty! Nos encantaría enviarte nuestro café adelgazante para que lo pruebes. ¿Podrías comprobar tus DMs, por favor? ¡Un abrazo!

Y como esos, un montón de mensajes más.

Ojeo varias páginas de comentarios, abriéndome paso entre las risas y el tsunami de emojis, antes de ver algo que me deja los huesos helados:

Me encantaría ver la sangre derramada sobre esa arena tan blanca. Después de cortarte el cuello.

Ha vuelto.

Esta vez se hace llamar de otra manera, pero sin duda es él. El asqueroso que se pasó la mayor parte del año pasado enviándome mensajes. Su foto de perfil le delata. Es la misma que usaba antes: una imagen deformada de un torso femenino desnudo, envuelto en una cuerda como si fuera un trozo de carne de ternera. Sin cabeza, sin extremidades.

Suspiro.

Tener un acosador es la confirmación de que te has convertido en un influencer de verdad, pero ¿por qué no puedo tener uno que sea majo y que me envíe cosas bonitas? ¿Por qué tengo que tener uno de esos bichos raros que fantasean con usar mi sangre como lubricante mientras se masturban? Cierro el portátil de golpe y doy vueltas por la cocina, preguntándome si debería llamar a la Policía y contárselo. La última vez que recurrí a ella no sirvió para nada y no quiero volver a pasarme horas en una comisaría apestosa repasando lo mismo una y otra vez. No, gracias.

En lugar de eso, llamo a mi amiga Tor (850.000 seguidores), a la que recurro siempre que tengo una crisis.

—¿Te apetece un brunch? —le pregunto directamente en cuanto contesta—. El Asqueroso ha vuelto.

—Oh. Vaya. ¿Nos vemos en Bluebird en una hora?

3

 

CAFÉ BLUEBIRD, CHELSEA

 

 

 

 

 

—Lo más importante —dice Tor mientras se toma su (¿tercera?) mimosa. Su voz se vuelve aguda y chillona, como siempre que se pasa un poco bebiendo— es que no vea que tienes miedo. La última vez manejaste muy bien la situación. Que esta vez no sea diferente, nena.

—No tengo miedo —digo.

—Bueno, tal vez un poco sí deberías —me dice—. Podría ser peligroso. Lo mejor será que le denuncies.

—¿Para qué? Solo me dirán que le bloquee. Entonces se creará otra cuenta y volverá a hacer exactamente lo mismo. Probablemente no sea más que un hombre muy triste y aburrido que vive en el trastero de su madre. Seguramente en Croydon.

Tor se encoge de hombros y ataca sus huevos Benedict con sorprendente voracidad. Parece que el alcohol le ha abierto el apetito. Me estremezco cuando clava el cuchillo en las gelatinosas cúpulas amarillas, las revienta y deja que la yema rezume como si fuese pus.

—Eso me recuerda… ¿Viste esta semana Dr. Pimple Popper[2]? Explotó uno tremendo.

Tor me pone los ojos en blanco.

—Mira, ahí está Ben. ¿Le hago señas para que se acerque? —Ya se las está haciendo, así que no sé por qué se ha molestado en preguntarme.

—Señoritas. —Ben (3.100.000 seguidores) es el hermano de nuestra amiga Hen. Sí, Ben y Hen.

Rezuma igual que los huevos de Tor mientras acerca una silla sin que nadie se lo haya pedido y se sienta entre las dos. Se cree un supermodelo desde que colaboró con una marca de moda masculina de segunda categoría. A ver, no está mal si te gustan los chicos muy muy guapos que se acicalan y miran a las mujeres todo el día. Hace poco se hizo un tatuaje en un brazo y eso me recuerda a una taza que vi en Etsy que decía: No importa cuántos tatuajes te hagas, siempre serás el mismo capullo del montón. Me da escalofríos. Sobre todo porque parece Hen con peluca.

—Las dos estáis muy guapas esta mañana —rebuzna clavando sus ojos directamente en mis tetas. Luego se digna a mirarnos a la cara a Tor y a mí—: ¡Vosotras también tenéis buen aspecto!

Tor suelta una carcajada que espero que no sea sincera.

Sonrío dulcemente, pero lo que realmente quiero hacer es agarrar mi cuchara y sacarle los ojos, para luego aplastarlos como el aguacate de mi tostada.

—La pobre Kitty vuelve a ser acosada por ese maníaco —le dice Tor a Ben, aunque él no la escucha. Está demasiado ocupado intentando ver algo por debajo de los tops de las camareras cuando se inclinan sobre las mesas—. Yo le he aconsejado que siga como si nada, para que él crea que no le afecta.

—Y no me está afectando —intento intervenir.

—Totalmente de acuerdo —asiente Ben, reclinándose en su silla, con la arrogancia y seguridad que solo un hombre blanco y rico puede poseer—. Espera. ¿Qué?

—¡Que el acosador de Kitty ataca de nuevo! —Tor frunce el ceño—. ¿Siempre has sido tan irritante?

Ben asiente y toma un panecillo de la panera de la mesa. No pienso comer ni un solo trozo más de esa panera. A saber dónde han estado sus manos.

—Sí, nena, por eso ninguna de vosotras saldrá conmigo. —Se ríe, y Tor vuelve a poner los ojos en blanco. Acabará mareándose si esto sigue así—. Lo que necesitas es una noche de juerga y hacerte algunas fotos picantes. Demuéstrale a ese enfermo que no te importa. Se volverá loco —dice, señalándome con la cabeza. Seguro que Ben tiene alguna anécdota nefasta sobre por qué su teoría funciona, pero ahora mismo no estoy de humor para su particular misoginia.

—¡Deberíamos salir esta noche! —A Tor le vale cualquier excusa para salir y emborracharse. Incluso que yo esté siendo acosada por un loco es motivo de celebración para ella—. Se lo diré a Maisie y a Hen. No hemos tenido una noche de chicas en condiciones desde hace siglos.

Por «siglos» se refiere a una semana y media. Antes de que Maisie y yo nos fuéramos a Marbella. Pero me mira con cara de cachorrito, y sus ojos son tan grandes, marrones y suplicantes que hasta a mí me resulta imposible resistirme.

Ben estira el brazo y rodea el respaldo de mi silla.

—Podría acompañarte y fingir que soy tu novio si quieres. ¿Qué te parece, Kits? Se asustaría con un tío tan viril como yo a tu alrededor.

Ben se peina siempre en la peluquería y se tiñe las pestañas.

—Gracias por tu ofrecimiento, pero no es necesario.

Y así es como queda decidido que una noche de chicas es exactamente lo que necesito. Sin olvidarme de publicar algunas fotos picantonas para demostrar que no voy a dejarme intimidar por los jueguecitos de un pirado. Es lo último que me apetece hacer esta noche, pero mis amigos pueden llegar a ser muy persuasivos.

Por algo nos llaman influencers.

Para ser sincera, no soy la mayor fan de las noches de chicas. De hecho, las detesto con toda la frialdad de mi corazón, pero he aprendido a tolerarlas. Aparte del tópico de la unión femenina, lo peor de estas noches es que inevitablemente acaban girando en torno a los hombres. O Maisie se encuentra sollozando en el baño por un capullo que la ha dejado. O Hen y Tor estarán al acecho de cualquier cosa con pulso y pene. Hablo de mujeres finas y educadas, que han viajado mucho, pero ponedlas a un tiro de piedra de un cromosoma Y con un poco de pelo en el pecho y todo acaba como si estuviésemos en una despedida de soltera en Magaluf.

Lo visualizo y apenas puedo contener mi excitación…

 

 

[2]Dr. Pimple Popper es un programa de Telemadrid donde la doctora Sandra Lee explota espinillas.

4

 

CALLOOH CALLAY, CHELSEA

 

 

 

 

 

Empezamos la noche en Callooh Callay, que es uno de los pocos lugares que puedo tolerar sin querer apuñalar a alguien en el ojo con un agitador de cócteles.

Al llegar nos encontramos con bastante gente. La mayoría está fuera disfrutando de la calurosa noche de verano. Pedimos un cóctel y nos fijamos en quién está por allí. Tor saluda con la mano a un grupo de chicas, a las que llamamos Las Extras. No somos muy amigas, pero parecen omnipresentes en las noches de fiesta y en nuestros comentarios. Las he buscado en Insta, obviamente, y sus números de seguidores no son particularmente impresionantes. Más de una debería aprender un par de cosas viendo mi vida maquillada.

Después de los primeros cócteles les sigue otra ronda, luego una botella o dos de Veuve, creo que ha sido Maisie quien la ha pedido, más cócteles y, alguien, posiblemente yo, sugiere que nos metamos unos cuantos chupitos.

Las cosas se ponen un poco borrosas después de eso. Hacemos muchas fotos con nuestras bebidas y luego decidimos cambiar de sitio. Nuestra siguiente parada es otro bar, donde tomamos más cócteles y se nos acoplan tres tíos que, ahora que lo pienso, quizás hayan pagado nuestras consumiciones. Así que obviamente piensan que se han ganado el derecho preferente. Le susurro algo a Tor sobre quitárselos de encima, pero ella se ríe.

—¿Por qué, Kits? Si son muy graciosos.

Debe de estar borracha. Me vuelvo hacia Maisie, pero se ha echado encima de uno de ellos y se ríe como una descosida mientras habla con él, enseñando todos los dientes y haciendo gestos exagerados con las manos. Yo estoy un poco aplatanada. Me ha tocado quedarme pegada a la barra del bar con el otro tío, que no para de atormentarme hablando de su apasionante trabajo en el sector inmobiliario. Se refiere a sí mismo como «empresario», vamos, que es el típico imbécil.

Aburrida, miro a mi alrededor en busca de Hen, pero no está por ninguna parte. Estoy atrapada con el más pesado y prepotente del trío. Me mira de manera lasciva, se queja de su novia y no deja de ofrecerme bebidas que yo vierto discretamente en la planta que tengo al lado. Espero que el alcohol no haga daño a las plantas. No suelo beber mucho alcohol en las noches de fiesta, la verdad. Me gusta mantener el control. Los borrachos son capaces de hundir su propio barco, y yo no quiero que nada arruine la vida que he construido. Hay secretos que ni siquiera mis mejores amigos conocen. Solo me emborracho cuando quiero olvidar.

Y lo hago sola.

En fin, volvamos al presente y al cerdo que suda a mi lado. Me ha puesto la mano en el muslo desde que nos sentamos y, cada vez que me alejo, él se acerca más. Así que ahora estoy arrinconada en la esquina del sofá en el que estamos, con sus dos brazos bloqueando cualquier posibilidad de escapar. El malestar me revuelve el estómago y me vuelve a doler la cabeza. Todo este horrible asunto del acosador debe de estar afectándome más de lo que pensaba. Reprimo rápidamente mis pensamientos y me dirijo al baño para calmarme.

Y para retocar mi maquillaje, dicho sea de paso.

Cuando entro en el baño, me encuentro con Hen frente a un espejo aplicando iluminador a su rostro ya perfecto.

—Parece que has ligado —dice sin dejar de retocarse—. Está bastante bueno.

—También tiene las manos muy largas. Y novia —le digo mientras ella sigue admirando su reflejo.

—¡Uf! ¿Pero qué les pasa? No entiendo a algunos tíos. —Me da un apretón comprensivo en el hombro antes de volver al bar. Me echo agua en la cara e intento concentrarme en la respiración, luchando contra los golpes en el cerebro y la ansiedad en el resto del cuerpo.

A eso de las 00:30 de la madrugada ya estoy harta. Todo el mundo habla de ir a un club, pero solo de pensarlo me entran náuseas. Demasiados cuerpos y poco desodorante. Necesito algo de espacio para pensar qué voy a hacer con lo de mi acosador.

Veo a Tor sentada sola en una esquina. Parece ser la única de mis amigas lo suficientemente sobria como para hablar con ella.

—Oye, me voy a casa —le digo nada más situarme frente a ella.

Saca el labio inferior, fingiendo enfurruñarse.

—Oh, ¿por qué no vienes con nosotros al club, Kits? Será muy divertido, te lo prometo.

Niego con la cabeza.

—Solo quiero tomar una taza de té verde y meterme en mi cama. Pero gracias por obligarme a salir esta noche. He hecho unas fotos estupendas para Insta. —Le paso mi teléfono y ella mira las fotos que he colgado: posando con una bandeja de chupitos, un cóctel servido en media sandía y haciendo poses típicas de Instagram para mostrar nuestros atuendos increíblemente caros.

¡Por Dios! ¡Es todo tan desesperado!

—Buen trabajo. Estás increíble. Vale, vete ya. Yo le diré a los demás que te has ido. Será mejor que no te encuentres con Maisie, está muy borracha y hará lo que sea para obligarte a que te quedes. Ya sabes cómo se pone.

Me río. Cuando Maisie está borracha cree que si le dices que no en realidad quieres que insista hasta que te convenza.

—¿Estarás bien? —pregunta Tor—. Mándame un mensaje cuando estés en casa, ¿de acuerdo? Así me quedo más tranquila.

—Lo haré, no te preocupes —le prometo, y le doy un abrazo antes de agarrar mi bolso y dirigirme a la puerta, lanzándole un beso al salir.

Mi apartamento está a poca distancia a pie de la mayoría de nuestros locales favoritos, aunque suelo volver en coche. Sobre todo cuando, en algún lugar, hay alguien escondido que quiere usar mi sangre para hacer morcillas.

Pero esta noche necesito aire fresco, bueno, aire espeso y húmedo, pero aire al fin y al cabo, para despejar mi cabeza de pensamientos sobre el Asqueroso y el estrés general de pasar una noche acorralada y manoseada por alguien al que le había dejado bien claro que no me interesaba. Eso es exactamente por lo que no me gusta salir.

No tardo en arrepentirme de mi decisión de volver a casa caminando. Me duelen los pies por los tacones, y me pregunto si no habrán sido diseñados específicamente por los hombres para que las mujeres sean más fáciles de atrapar.

Las calles están oscuras y por todas partes me acechan posibles agresores imaginarios. Oigo al menos dos silbidos de lobo y cruzo los brazos sobre el pecho, tratando de esconderme, de hacerme pequeña. Acelero el paso, lo que no es fácil con estos tacones. Intento relajar la respiración, sosteniendo las llaves entre los dedos a modo de nudillera improvisada. Busco a tientas el teléfono en el bolso, pero no lo encuentro.

Joder.

Me lo he dejado en el bar. ¿Debería volver a por él?

Ahora estoy más cerca de casa que del bar, así que ya me ocuparé de eso por la mañana.

Pero joder.

Mientras me fustigo a mí misma por cometer un error tan de novata, no me doy cuenta de que hay un hombre detrás de mí bastante cerca, casi pegado a mi piel, hasta que me agarra de la parte superior del brazo. Con fuerza.

El susto me hace dar un grito ahogado y, al girarme, veo al manoseador de antes sujetando una botella de vino como si fuera un arma.

Está cabreado.

—Te has ido sin despedirte. Y te has dejado tu bebida a medias —me dice—. Me parece una descortesía. Sobre todo teniendo en cuenta que he pagado yo. —Me tiende la botella—. Adelante. Bébetela ahora. Muestra un poco de gratitud, zorra engreída.

Me zafo de su agarre y doy un paso atrás.

—Escucha, te agradezco mucho que me hayas invitado, pero eso no significa que te deba nada. Y no está bien que me sigas así. Me voy a casa. Deja de seguirme. —Le doy la espalda y sigo caminando, intentando recordar cómo mantener la calma.

—¡Te has reído de mí! —grita a mi espalda. Entonces oigo el ruido de cómo golpea el vidrio de la botella contra el cemento y la humedad me salpica por las piernas desnudas. Me doy la vuelta para mirarle y me sonríe. La botella rota está a centímetros de mis pies.

—¿Me acabas de tirar eso?

Se acerca.

—Sé quién eres. Eres esa tipeja de Instagram. Ahora entiendo por qué has estado actuando como si tuvieras un palo metido por el culo toda la noche. Crees que eres demasiado buena para mí.

Me mantengo firme, aunque ahora soy muy consciente de la fuerza de sus musculosos brazos y de los cinco o más centímetros que me supera en altura. Algo dentro de mí empieza a agitarse, desperezándose tras un largo sueño, alejando mi miedo de un zarpazo.

El muy canalla, ni siquiera sé su nombre, se acerca más a mí. Hasta que lo tengo delante de la cara. Tan cerca que puedo oler su aliento a alcohol y gingivitis. Me agarra de los brazos y me empuja hacia atrás hasta que estoy pegada al muro bajo que separa el terraplén del agua turbia del Támesis.

—Podría hacerlo ahora mismo. Eso te daría una lección por ser una asquerosa desagradecida.

Mis rodillas comienzan a temblar cuando él se inclina más hacia mí. Tiene razón, podría hacerlo fácilmente si quisiera.

Podría violarme. Podría estrangularme.

Podría arrojar mi débil cuerpo de mujer al agua y luego ver cómo me sacan del río en las noticias. Otra mujer asesinada porque no hizo lo que quería un hombre.

Pero no seré yo.

Esta noche no.

Levanto mi rodilla derecha entre sus piernas con toda la fuerza que puedo. Mucha, gracias al yoga y todo lo demás. Él gimotea de dolor y me suelta, llevándose las manos a la entrepierna. Se tambalea, borracho y aturdido. Le pongo las manos en el pecho y lo empujo lejos de mí. Con fuerza. Se tambalea hacia atrás, incapaz de mantener el equilibrio, y gira sobre sí mismo, cayendo sobre la acera. Ni siquiera levanta las manos para frenar la caída. Su cara va a quedar hecha un desastre.

Ups.

Me preparo, esperando a que se levante. Pero no lo hace.

Doy unos pasos hacia él, esperando que un brazo me agarre el tobillo.

Pero no pasa nada y esto no es una película de terror. Es peor.

Un riachuelo de líquido oscuro y espeso rezuma por el cemento hacia mis pies.

Sangre.

Me inclino para verle más de cerca, todavía asustada de que esté a punto de saltar.

Un gran fragmento de cristal le atraviesa el cuello como un carámbano. Ha caído justo sobre la botella de vino rota. Se ha incrustado en una de las grandes venas carótidas y le ha arrancado media cara.

Hace un ruido gutural tan fuerte que me sobresalto.

Luego, silencio. Silencio.

Silencio.

¿Dónde está todo el mundo? ¿Dónde están los que salen de fiesta? ¿Y la gente que necesito que me ayude? Las calles están oscuras y vacías. Algo extraño a esas horas para la noche londinense.

La sangre sigue bombeando de su cuerpo. Fluye hacia mis zapatos, hasta que los alcanza.

Doy un salto hacia atrás para no mancharme y continúo mi camino a casa.

Bien.

En un caso así, no se puede llamar a una ambulancia, ¿verdad?

5

 

APARTAMENTO DE KITTY, CHELSEA

 

 

 

 

 

El timbre de la puerta me despierta de un sueño tan profundo y agradable que casi me olvido de la noche anterior. Me pongo la bata, un kimono de seda de Wolf & Badger, y camino por el pasillo hasta la entrada.

Veo a Hen a través del videoportero, así que abro para que pueda pasar. Es temprano, mi reloj inteligente marca las 8:34. No es normal que Hen se levante antes del mediodía después de una noche de fiesta.

—¿Cuál es la emergencia? —le pregunto en cuanto entra en casa.

—Solo pasaba por aquí. He salido a correr —dice mientras le doy un vaso de agua del surtidor de agua purificada—. Anoche te dejaste esto en el bar. —Saca mi teléfono del bolsillo oculto de su chaqueta Lululemon.

Lo había olvidado por completo. Ya sabéis, por lo del hombre muerto y todo eso.

—Oh, Dios, gracias, Hen. No me di cuenta hasta que llegué a casa.

Ella me mira fijamente.

—¿Estás bien, Kits? Lo normal es que no te despegues de ese trasto.

—¿Qué? Oh. Sí, estoy bien. ¡Seguramente iba más borracha de lo que pensaba!

—Bueno, tienes que tener más cuidado —dice después de un largo trago de agua—. Podrías haber tenido alguna emergencia. Podrían haberte secuestrado y asesinado, ¿y cómo te pondrías en contacto con nosotros?

—Si estoy muerta, no a través del chat de WhatsApp, desde luego.

Hen se ríe.

—No me obligues a ponerte un microchip, como a un perro. —Se traga el resto del agua—. ¡Oooh! ¡Tal vez deberías tener un perro! ¿O un hombre?

—Tu hermano me ha ofrecido sus servicios como guardaespaldas —le digo, y Hen hace una mueca.

—Él no es el perro que tú necesitas. —Se ríe—. Bueno, voy a seguir con mi carrera antes de que haga más calor. ¿Puedo llenar mi botella de agua rápidamente?

—Claro, no hay problema.

—Gracias, Kits —dice cuando termina. Ya junto a la puerta, se despide. Me da un beso en la mejilla y me saluda desde el ascensor antes de que nos separen las puertas de acero.

Bromas con Hen aparte, no me puedo creer que me haya olvidado de mi teléfono. Y luego que me haya olvidado de haberlo olvidado. No tiene batería, por supuesto, así que voy al salón y lo enchufo. Me acurruco en uno de los sofás, el Claridge en color Belfast Stone de Jonathan Adler, y espero unos segundos a que cobre vida.

Abro la aplicación de noticias, pero tengo que bucear mucho para encontrar lo que busco. El cuerpo fue encontrado por un hombre que volvía a casa tras una noche de juerga. Por lo que veo, el juerguista está siendo tratado por su estado de shock, pero la muerte de Matthew Berry-Johnson no está siendo tratada como sospechosa. Un portavoz de la Policía Metropolitana ha declarado: «Podemos confirmar que no estamos buscando a nadie en relación con la trágica muerte de Matthew Berry-Johnson. Se llevará a cabo una autopsia, pero parece que estaba muy intoxicado y murió como resultado de un desafortunado accidente. Hacemos un llamamiento para que se ponga en contacto con nosotros cualquier testigo que haya visto al señor Berry-Johnson en la noche de ayer».

Una rápida búsqueda en Facebook me dice que ha dejado una novia triste: Hayley. Reviso sus fotos. Muchas noches con amigos. Muchas vacaciones también. Es joven y guapa. Volverá a amar, sin duda. Algunas fotos del idiota. También parece que tienen una hija. De dos o tres años. Mejillas regordetas y pelo rubio, siempre sonriendo. Se llama Lucy. Amplío algunas de sus fotos. Es muy feliz.

Me alegro de haber matado a su padre.

Ahora ella tiene la libertad de crecer sin ser marcada por él. Puede ser quien ella quiera. No tendrá que enfrentarse a la verdad sobre él.

Que era un tramposo. Un mentiroso. Un peligro.

Podrá seguir viéndole como un ser perfecto en sus recuerdos.

Ojalá tuviera yo esa versión inmaculada de mi propio padre.

Dios, quería tanto a mi padre cuando tenía esa edad. Era mi héroe y lo adoraba absolutamente. Sabía de todo y conocía a todo el mundo. Siempre tenía alguna anécdota graciosa o algo fascinante que contarme. Me contaba curiosidades como que los cerdos tenían una anatomía similar a la de los humanos. Los mismos órganos torácicos y abdominales que nosotros.

No como las vacas, con sus cuatro estómagos. Me parecen unos bichos muy raros.

Él alucinaría si supiera que ahora se están trasplantando con éxito corazones y riñones de cerdos a seres humanos.

Uno de mis «recuerdos de papá» favoritos es de cuando tenía siete u ocho años. Estaba triste porque me había perdido la feria de verano del colegio. Siempre me había gustado ir porque era una feria de verdad, con noria, atracciones y manzanas de caramelo, no una triste mesa hecha con caballetes llena de pasteles caseros con mala pinta en el vestíbulo del colegio.

Había estado enferma de amigdalitis, así que, cuando me recuperé, mi padre organizó una feria en nuestro jardín, con payasos, trapecistas y más cosas. Incluso había una máquina de algodón de azúcar. Fue el mejor día de mi vida. Todo el mundo en el colegio habló de ello durante meses. Todavía sale de vez en cuando en las conversaciones. Hasta que la gente recuerda que papá es ahora una «persona desaparecida» y todo se vuelve un poco incómodo. Ojalá no fuera así. A veces me gustaría hablar de él. Dejar que todo lo que necesito decir salga a la luz.

Pero claro, no puedo.

Mi madre, en cambio, siempre ha sido muy distante. Nunca dudé de su amor, y sigo sin dudarlo, pero se pasaba días enteros en la cama o ausente durante semanas con la excusa de estar haciendo algún retiro. Parecía cansarse de la vida con mucha facilidad y sufría de terribles y frecuentes migrañas. Curiosamente, esos síntomas han desaparecido por completo ahora que vive en la Costa Azul, con mucho dinero y un hombre quince años más joven a su lado. Pero no puedo enfadarme porque ahora sea feliz.

Cuando era muy pequeña, solía rogarle que me llevara a sus viajes, pero ella se limitaba a darme un beso en la cabeza antes de salir por la puerta con sus enormes gafas de sol Chanel colgadas de la nariz.

Al final desistí de preguntar.

Las cosas cambiaron entre mi padre y yo cuando llegué a la adolescencia. Empecé a ser muy consciente de la procedencia de nuestro dinero y cada vez me molestaba más que no fuera algo más glamuroso.

El padre de Ben y Hen, James Pemberton, es un pez gordo en la industria de la música, y ellos no paraban de salir con estrellas del pop y de asistir entre bastidores a los mejores conciertos. Yo también iba con ellos, pero no era lo mismo.

El padre de Maisie era piloto de F1 y todavía sigue trabajando, pero no me preguntes qué hace exactamente. Ni cómo. Debe de tener unos mil años ya. Su madre fue una famosa modelo en los ochenta, y Maisie y su hermana, Savannah, pasaron la mayor parte de su adolescencia en lugares como Mónaco, paseando en megayates llenos de supermodelos.

La madre de Tor la adoptó en Sierra Leona cuando era un bebé. Sus padres biológicos habían sido asesinados, y Sylvie Sunshine-Blake, cantante, actriz y embajadora de la ONU, se llevó a casa a la preciosa niña de la que se había enamorado durante una visita televisada a un orfanato.

Esa es la historia oficial.

Tor no está tan convencida y cree que su adopción no fue más que una maniobra de relaciones públicas, impuesta a una Sylvie desconcertada porque todo el mundo lo estaba haciendo en ese momento. Hay montones de fotos en Internet de una Sylvie joven y sorprendida, en parte guerrera ecológica y en parte madre de la Tierra, posando con su bebé. Y no es casualidad que Tor fuera la Niña Más Bella del Mundo. Muchas veces se ha preguntado cómo sería su vida si hubiera nacido con el paladar hendido o algo así. Tor se lleva bien con Sylvie, son muy amigas, pero el vínculo que tienen no es del todo maternal. Sylvie es como una hermana mayor que está un poco loca y que idolatra a Tor. Todos la idolatramos.

A lo que iba. Cualquiera de las historias de mis amigos es mucho más interesante que la de mi familia con la carne.

Papá intentaba entusiasmarme con la idea de matar animales llevándome a rastras a sus mataderos y plantas de procesamiento de carne, donde apenas conocía los nombres de las personas que trabajaban para él. No hay nada como pasar un buen día en un matadero el Día de Llevar a tu Hijo al Trabajo.

—Es tu herencia, Kits —me había dicho una mañana especialmente desagradable después de ver cómo dos matones se reían mientras disparaban a una vaca con una pistola de perno que ni siquiera la mató. Luego la llevaron a algo que llamaban el Área de Sangrado, la colgaron de las patas traseras y la degollaron.

Lloré.

Papá me rodeó los hombros con el brazo y me alejó de aquel inmenso charco de sangre.

—No llores —me susurró. Por un instante pensé que se preocupaba por mí o por la vaca. Pero no quería que su personal viera a su hija llorando por un animal muerto. Era la primera vez que veía sangre derramarse de algo que momentos antes había estado saltando y dando patadas.

—A esto se le llama «aturdimiento» —me había dicho papá mientras yo vomitaba en un comedero.

El olor metálico de la sangre de vaca era tan potente que me llenaba la boca y la nariz. Era un buen nombre. A mí sí que me dejó aturdida.

No he vuelto a comer carne desde ese día.

6

 

CREMATORIO HONOR OAK, SURESTE DE LONDRES

 

 

 

 

 

No sé qué es lo que me hace pensar que ir al funeral de Matthew Berry-Johnson es una buena idea. Es en el SE4, para empezar. ¿Y realmente debería relacionarme con lo que pasó esa noche? Obviamente la respuesta es no, pero hay una parte de mí que no puede mantenerse alejada. La culpa la tienen los vídeos de Facebook de esa preciosa niña cantando Let It Go sin preocuparse por nada.

Necesito saber que hice lo correcto.

Necesito saber que alejarme mientras se desangraba no me ha convertido en un monstruo.

El funeral se celebra diez días después de que encontraran su cuerpo. Circulaba por todo Facebook, así que no me costó mucho averiguar dónde tendría lugar. Aún no estoy segura de qué espero conseguir presentándome allí. Tal vez quiera asegurarme de que era realmente tan horrible como parecía y que no era solo un chaval que se había puesto un poco plasta tras haber bebido demasiado.

Mientras me pinto los labios, me lo quito de la cabeza.

No es una excusa.

Desde hace miles de años, los seres humanos son capaces de comportarse civilizadamente. Si las noches de borrachera nos convirtieran en animales, todos estaríamos cagándonos en las calles, matándonos unos a otros y comiéndonos los trozos de nuestros cuerpos, en lugar de esperar (casi) pacientemente en las colas de los kebabs y los taxis.

Me pongo mi clásico vestido funerario de Chanel y unas enormes gafas de sol vintage. Tengo preparada mi tapadera por si alguien pregunta quién soy. Es sencillo: «Me ayudó a comprar un local comercial y quiero presentarle mis respetos».

Subo a un Uber para ir al crematorio y, durante el trayecto atravesando Londres, pienso en que los de la funeraria no lo habrán tenido fácil para arreglarle la cara después de la laceración de la botella. He intentado no pensar en cómo el lado de su cara parecía carne cruda colgando.

Cuando por fin llegamos, me encuentro con bastante gente, lo que me deja momentáneamente atónita. Pero entonces todos suben a sus coches y taxis y me doy cuenta de que no han ido allí por Matthew Berry-Johnson.

El crematorio es tal cual como os podéis imaginar. Ladrillos insípidos, cubiertos de flores y crucifijos, tratando de parecer algo espiritual y no solo un enorme horno y una chimenea. Todavía hay algunas personas deambulando por la puerta; veo a la novia, Hayley, pero no a la niña. Una lágrima de sorpresa se escapa de mi ojo izquierdo. Agradezco que Hayley haya decidido que el funeral del padre de su hija no sea un acontecimiento para las redes sociales. Me preocupaba que los vídeos de una angustiada Lucy aparecieran en Insta, TikTok, Facebook, etcétera, de Hayley, solo para conseguir «me gustas» por compasión.

Cuando la mayoría de la gente ya ha entrado, me escabullo y me siento en uno de los asientos de las últimas filas, junto a una señora de mediana edad que sostiene una caja gigante de clínex. Una de esas enormes de cartón, que suelen encontrarse en las habitaciones de los familiares en los hospitales. Está claro que piensa llorar mucho. Me ve, me dedica una sonrisa acuosa y me ofrece la caja. Niego con la cabeza.

—Trabajé con él —me susurra—. Era un chico encantador.

Intento relacionarlo con el hombre que amenazó con violarme y no le encuentro ningún sentido. Asiento con la cabeza, ofreciendo mi propia sonrisa acuosa. El oficiante, o como quiera que se llame, empieza a hablar de la vida de Matthew Berry-Johnson. Está claro que nunca lo conoció, pero nos regala esa falsa alegría que solo los oradores de funerales pueden lograr, sobre lo mucho que amaba la vida, el críquet, su familia, Lucy, junto con la violencia hacia las mujeres y las niñas.

La última me la he inventado.

Luego nos ponemos todos de pie y cantamos algún himno del que no conozco ni la letra ni la melodía, pero tampoco la conoce la mujer que está a mi lado, así que al menos estoy en buena compañía.

El maestro de ceremonias regresa y recita un elogio preparado de antemano que describe a Matthew como un compañero cariñoso, un padre devoto y un hijo, hermano y colega muy querido. Hayley y una mujer mayor lloran ahora lágrimas de nivel bíblico y el sistema límbico de mi cerebro quiere que me levante y grite que me tiró una botella de vidrio cuando me negué a darle lo que quería.

Por supuesto que no se lo di. Quienquiera que hizo de Matthew Berry-Johnson el imbécil que era no fue ninguna de estas personas. Al menos no individualmente. Y están de luto por un hombre que aman.

Apuesto a que incluso el maldito Hitler tenía a una o dos personas que lo lloraban.

Entonces Hayley se levanta, flanqueada por una mujer de edad similar, una hermana o amiga, supongo. Se limpia los ojos. No tiene rímel en la cara, así que supongo que se ha puesto extensiones de pestañas.

«¿Vas a pornerte pestañas rusas, cariño? ¿Tienes alguna ocasión especial?».

«Sí, incinerar el cuerpo del padre de mi hijo. Un gilipollas que nadie sabía que era un salido violento».

«Ah, qué bien. Me aseguraré de que estés superguapa, cariño. Así podrás mostrarle todo lo que se está perdiendo».

Hayley baraja unos papeles delante de ella y aparece un montaje fotográfico de la vida de Matthew en dos pantallas situadas en la parte delantera de la capilla.

—Hay un vacío ahora que una vez llenaste. Una silla vacía por mí deseada. Un silencio por el que recé antes de que te fueras. Y a pesar de todo compartimos una hija. —Se hace un silencio sepulcral antes de que ella continúe—: Sé que no es lo que se debe decir en momentos como este.