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Delores Fossen

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Beschreibung

Después de sufrir un secuestro y una inseminación artificial contra su voluntad, Jessie Barrett sabía que su vida corría peligro y que el único que podría darle respuestas era Jake McClendon, el padre biológico del hijo que estaba esperando. En medio de aquella investigación clandestina para averiguar las razones de su secuestro, Jessie comenzó a sentirse irremediablemente atraída por aquel hombre. Y cuando Jake sugirió que se hicieran pasar por marido y mujer para poder protegerla, las fuerzas de Jessie comenzaron a flaquear. ¿Cómo conseguiría no enamorarse del padre de su hijo?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Delores Fossen. Todos los derechos reservados.

CONSPIRACIÓN, Nº 57 - julio 2017

Título original: His Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-002-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Si te ha gustado este libro…

1

 

Jessie lo esperaba oculta entre las sombras. Por el momento, Jake McClendon probablemente la daría por muerta. No la estaría esperando. De modo que se llevaría una buena sorpresa. No solamente seguía con vida, sino que estaba allí, armada con una pistola, en su propia habitación del hotel. Nada la detendría.

Vio que alguien giraba el pomo de la puerta y oyó unas voces al otro lado, en el pasillo. Así que no estaba sola… Mientras se escondía detrás de los pesados cortinajes de brocado, maldijo para sus adentros. ¿Acaso nada podía salirle nunca bien? Aunque todavía podría verlo en el espejo que colgaba encima de la chimenea, no tendría más remedio que esperar a que la otra persona se marchara. No convenía involucrar a nadie más en el asunto.

Conteniendo el aliento, apoyó la espalda contra el frío cristal de la puerta del balcón. Estaba terriblemente nerviosa y fatigada. Llevaba horas luchando contra los efectos del agotamiento físico y mental. ¿O habían sido días? Ni siquiera sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que logró escaparse de aquel almacén. Como tampoco tenía la menor idea de la duración de su cautiverio. Lo único que sabía era que la persona responsable del mismo estaba a punto de entrar por aquella puerta. Y que tendría que responder por lo que le había hecho.

—Ofenderlo no ha sido nada inteligente —pronunció un hombre al tiempo que abría la puerta—. Lo necesitas. Necesitas su influencia.

Enfocando la mirada en el espejo, Jessie distinguió su pelo rubio. Definitivamente, aquel no era Jake McClendon. Las fotografías de McClendon solían aparecer en todos los periódicos locales. El chico de oro de Texas, flamante candidato a las próximas elecciones legislativas, nunca andaba falto de publicidad.

MacClendon fue el siguiente en entrar.

—Puedo hacerlo sin su influencia —ya se había quitado la chaqueta del esmoquin y se estaba aflojando la pajarita con gestos bruscos.

Jessie entrecerró los ojos. Por fin. Por fin estaba en la misma habitación del hombre que había querido asesinarla.

—Te equivocas —repuso el rubio. Jessie también lo había reconocido por las fotos: se llamaba Douglas Harland y estaba casado con la hermana de McClendon—. Necesitas a Emmett.

—¿Y a su mujer también? —McClendon lanzó la chaqueta sobre el sofá y se pasó una mano por su cabello corto, de color castaño—. En su opinión, el hecho de que haya contribuido económicamente a mi campaña me obliga a acostarme con ella.

—¿Y? Considéralo un servicio a la causa. Desde el principio ya sabías que en esta campaña habría cosas que no te gustarían.

—No me gusta nada de todo esto —se desabrochó los botones superiores de la camisa—. Quiero ser congresista por Texas y punto. Sin que tenga que acostarme a la fuerza con nadie.

Se acercó a la chimenea, justo debajo del espejo, de manera que Jessie pudo distinguir bien su rostro. Un rostro que no reflejaba en absoluto la maldad que anidaba en su alma. Tez intensamente bronceada. Pómulos salientes, probable legado de su abuela comanche, un detalle que la prensa comentaba a menudo. Cejas en forma de ángulo, como dando un ceño natural a su expresión. Boca dura, pero no severa. Bajo cualquier otra circunstancia, le habría parecido un hombre atractivo, incluso guapo. Pero ese no era el caso. MacClendon era su enemigo, en el sentido más amplio de la palabra.

Era más alto de lo que había esperado. Cerca de uno noventa. Esbelto. Un verdadero lobo con piel de cordero.

—Pues tendrás que aceptarlo —insistió Douglas con un cierto dejo divertido—. Debido a tu condición de viudo, las mujeres suspiran por curar tus heridas —se interrumpió para mirar su reloj—. Tenemos que volver antes de que nos echen de menos.

Parecía como si McClendon fuese a contestar, pero de repente se quedó inmóvil. Absolutamente inmóvil. Y, para horror y sorpresa de Jessie, clavó directamente la mirada en el espejo. Intentó no mover un solo músculo, aunque sabía que era muy probable que la hubiera descubierto.

—Adelántate tú —pronunció al fin—. Yo bajaré ahora. Necesito hacer unas cuantas llamadas.

Jessie se permitió soltar un suspiro de alivio. Así que, después de todo, no la había visto.

Nada más despedir a Douglas Harland, MacClendon se dirigió al mueble de las bebidas y se sirvió una copa. Se la bebió de un solo trago. Acto seguido, volviéndose hacia la cortina detrás de la que se ocultaba Jessie, inquirió:

—¿Le importaría decirme qué diablos está usted haciendo ahí?

No tuvo más remedio que salir, apuntándolo con su pistola. Tragó saliva, nerviosa.

—¿Cómo me ha descubierto?

—Cuestión de suerte —repuso con tono sardónico—. ¿Qué piensa hacer con esa pistola?

—Es como una garantía. La garantía de que tendrá que escuchar todo lo que tengo que decirle.

—Bueno, pues dígamelo ya. Y luego salga de aquí antes de que mi cuñado vuelva a buscarme.

Jessie no había pensado en eso. Debería haber previsto todas las eventualidades. Una vez más, maldijo su propio aturdimiento.

—Quiero respuestas —de repente se vio asaltada por una sensación de mareo. Efecto de la fatiga, quizá. Y quizá también de algo más…

—Yo también. Tengo derecho, ya que me está apuntando con un arma. Para empezar, ¿la conozco acaso de algo?

—Tengo razones para pensar que sí.

—Quiere dinero, ¿es eso, verdad?

Jessie soltó una exclamación sarcástica, casi una carcajada.

—El dinero no resolvería nada. ¿Por qué les ordenó que me persiguieran así? ¿Por qué yo?

—¿Que yo hice que la…? Señorita, no sé de qué me está hablando. Yo nunca la había visto antes.

—No tenía necesidad de verme para ordenarles a ellos que me secuestraran y me encerraran en aquel almacén.

—¿Ellos? —se apoyó en el mueble de las bebidas, cruzando los brazos sobre el pecho—. ¿A quiénes se refiere exactamente?

—Yo no lo sé, pero dispone usted de cinco segundos para empezar a explicármelo antes de que llame a la policía.

Para tratarse de un hombre al que le estaban apuntando con un arma, no parecía en absoluto sentirse amenazado o nervioso. Jessie, en cambio, estaba temblando.

—Hable de una vez. ¿Por qué?

—¿Por qué qué?

Jessie soltó un gemido de frustración.

—¿Por qué yo? ¿Por qué tuvieron que hacerme todo eso a mí? ¿Por qué les ordenó que me hicieran esas cosas?

—Si se mostrara algo más explícita sobre lo que afirma que le hicieron esos tipos, quizá pudiera ayudarla en algo…

—¿Por qué les ordenó que me mataran y que me hicieran… todo lo demás? —sacudió la cabeza, asqueada.

—Espere, espere un poco… ¿quién quiere matarla?

—¡Usted!

—Yo no. ¿Quién?

—Usted los contrató. Tres hombres y una mujer. No llegué a ver sus caras, pero me durmieron con cloroformo y me llevaron a aquel almacén. Allí me tuvieron encerrada durante… por cierto, ¿en qué fecha estamos?

—Dieciséis de julio.

—¿Julio? —¿cómo era posible? Se llevó una mano a la sien. El labio inferior había empezado a temblarle. Había visto la fecha en el periódico, por supuesto, pero hasta ese instante no había tomado conciencia de ello. De repente todo resultó mucho más claro—. Me tuvieron secuestrada durante tres meses. Desde abril.

—¿Y qué le hizo exactamente esa gente durante esos tres meses?

—Cosas. Y ahora creo que quizá esté… —la palabra se le atascó en la garganta—… embarazada.

La habitación empezó a girar a su alrededor, como un remolino negro. Tuvo que apoyarse en la puerta de la terraza para sostenerse.

—Embarazada… Eso es un problema personal suyo, ¿no? ¿Y por qué diablos me ha apuntado con una pistola para contarme eso?

—Porque… —se agarró a las cortinas, lo que no impidió que cayera de rodillas al suelo—… el bebé es suyo.

 

 

Mentira. Jake estaba absolutamente convencido de que era mentira. Hacía cerca de un año que no mantenía relaciones íntimas con ninguna mujer. Evidentemente debía de tratarse de una trastornada. De una desquiciada mental. Y ahora tenía que decidir lo que iba a hacer con ella.

Descolgó el teléfono con la intención de llamar a la policía, pero de repente se detuvo. La miró detenidamente. En aquel momento le resultaba fácil hacerlo, dado que ya no le estaba apuntando con una pistola. Se la había quitado tan pronto como se desmayó. Y la había tumbado sobre el sofá, impulsivamente, sin saber por qué, cuando debería haberla sacado de allí lo antes posible. Debería haber dejado todo aquel asunto en manos de la policía.

Pero, por alguna razón, no lo había hecho.

Llevaba un uniforme de doncella demasiado grande para su menuda complexión. Se notaba que la ropa había sido robada. Apartándole delicadamente el cabello de la cara, negro como el azabache y pésimamente cortado, intentó recordar si la había visto antes.

Nada en ella le resultaba familiar. Absolutamente nada. Y no habían tenido relaciones íntimas, eso era seguro. Desde la muerte de su esposa, eran pocas las mujeres con las que se había relacionado, excepcionales encuentros que podía contar con los dedos de una mano. Y ella no era uno de aquellos encuentros.

A pesar de las ropas y del corte de pelo, era hermosa. O lo habría sido si no hubiera presentado aquel aspecto tan enfermizo. En su rostro, pálido como la cera, se destacaban las pecas que salpicaban su perfecta nariz. Las ojeras hablaban de su pésimo estado de salud. O de su embarazo, si lo que le había dicho era cierto. Volvió a recordar sus últimas palabras antes de desmayarse: «el bebé es suyo». No podía ser cierto.

De repente se desperezó, gimiendo, y se llevó una mano a la frente. Abrió lentamente los ojos.

—¿Cuándo vendrá la policía? —logró preguntarle.

—Todavía no la he llamado —hundiendo las manos en los bolsillos de los pantalones, la miró fijamente—. Déjeme decirle cómo van a ser las cosas esta vez. Yo haré las preguntas y usted las contestará. Y si las respuestas me satisfacen, no telefonearé a la policía.

Jessie se sentó con esfuerzo, esbozando una mueca.

—Entonces me matará.

Jake pensó que, definitivamente, aquella mujer estaba loca.

—Escuche, señorita, yo soy un candidato a congresista, no un asesino a sueldo. Puede estar segura de que no la mataré.

—Entonces… ¿qué más podría hacerme después de lo que ya me ha hecho?

—Puedo hacer que la detengan. Por allanamiento de morada e intento de agresión.

—Como si me importaran esos cargos, después de todo lo que he pasado… ¿por qué? ¿Por qué les ordenó que me hicieran eso?

—Oh, no. No vamos a volver a lo de antes. Soy yo quien hace las preguntas. Para empezar, ¿quién diablos es usted?

—Jessie… —alzó sus ojos grises hacia él. Tenía una mirada fría y dura como el acero—. Pero eso usted ya lo sabe.

—Oh, oh, no empecemos de nuevo. Si lo hubiera sabido, no se lo habría preguntado. ¿Cuál es su nombre completo?

—Jessie… Smith.

—Respuesta equivocada —replicó de inmediato, convencido de que estaba mintiendo—. Inténtelo de nuevo.

—Briggs.

—De acuerdo, Jessie Briggs, dígame entonces por qué está tan segura de que yo quiero matarla.

—Lo ignoro. Pero usted ordenó a esa gente que me secuestrara.

—¿Se refiere a los tres hombres y a la mujer que mencionó antes? ¿A los que la tuvieron encerrada durante tres meses en ese almacén?

—Exacto, pero fue usted quien los contrató. Luego hizo que me manipularan y…

—Espere un momento. Ahí es donde quiero llegar. ¿En qué consistieron esas… manipulaciones?

Jessie soltó una exclamación y se levantó rápidamente, como dispuesta a abandonar de repente la habitación. Pero no fue a ninguna parte. Apretándose las sienes, volvió a dejarse caer en el sofá.

—¿Está mareada?

—¿Usted qué cree? Supongo que se trata de un efecto más de mi estado… de embarazo.

—Creo que ha llegado el momento de que abordemos ese tema. ¿Le importaría explicarme por qué piensa que fui yo quien la dejó embarazada?

—Me inseminaron —no vaciló a la hora de contestar—. Inseminación artificial. Por orden suya, seguro.

Jake se quedó paralizado. Esa no era la respuesta que había esperado oír.

—Eso es imposible.

—No, no lo es. Le ahorraré los detalles exactos, pero sé que fue eso lo que pasó. Y usted también lo sabe.

—Vamos a ver. Supongamos por un momento que alguien la inseminó. ¿Qué le hace pensar que yo estuve implicado en ello?

—Su nombre estaba en la etiqueta de la muestra de semen. Yo lo vi. Sin que ellos se dieran cuenta, pero lo vi. Me inyectaron una droga, y supongo que pensaron que estaba inconsciente. Pero no lo estaba. Además, los oí mencionar su nombre.

—Todo eso es una sarta de absurdos, señorita Briggs.

—¿Está diciendo que usted no tiene semen almacenado?

—Efectivamente.

—Pues lo tiene, en los laboratorios Cryogen, aquí, en San Antonio —replicó—. Eso es lo que ponía en la etiqueta, con su nombre y el número 6837. No soy ninguna estúpida, señor McClendon. He leído las noticias que circularon en la prensa sobre su enfermedad de Hodgkin. Sé que almacenó muestras de semen antes de someterse a la terapia. ¿Me lo va a negar acaso?

De modo que conocía lo de su enfermedad, seis años atrás. Lo cual no significaba que tuviera que creerla. Aquello simplemente indicaba que había hecho bien sus deberes. Que se había documentado muy bien para chantajearlo.

—No se lo voy a negar. Pero lo que no pudo haber leído en la prensa fue que mis muestras fueron destruidas accidentalmente hace cerca de cuatro meses. Solo un puñado de personas están al tanto de eso. Y ahora… ¿quiere marcharse de aquí por su propio pie o tendré que echarla yo mismo?

—El número del frasco era el 6837. Llame ahora mismo a Laboratorios Cryogen y pregunte si la muestra que yo vi fue realmente destruida.

Jake pensó que aquella mujer era una consumada actriz. Lo de inventarse el número del frasco había sido un golpe muy ingenioso, pero no se saldría con la suya.

—Les telefonearé en seguida… pero primero tengo otra pregunta. Supongamos por un momento que alguien la inseminó. ¿Está segura de que está embarazada?

—Oí que ellos lo afirmaban. No vi los resultados de la prueba, pero los síntomas que tengo así lo demuestran…

—Antes dijo que la drogaron. Esos síntomas de los que habla pueden ser consecuencia de la droga, ¿no?

—No, estoy segura. Y no me mantuvieron drogada durante todo el tiempo. Encerrada, sí. Solo me drogaron cuando me… cuando me aplicaron esos procedimientos.

—¿Pero por qué habría de querer hacerle alguien una cosa así?

—Eso es precisamente lo que quiero que me diga usted. Tal vez deseaba hacerse con una madre de alquiler… ahorrándose una serie de engorrosos trámites legales.

—Todo esto no tiene ningún sentido —murmuró Jake, sacudiendo la cabeza.

—Lo tiene si se piensa que a usted no le convenía una publicidad de ese tipo a causa de su campaña electoral. Hay gente que se opone a los embarazos con madres de alquiler. Probablemente no quiso arriesgarse a ofender a sus votantes ultraconservadores. De esa manera, habría podido adoptar al bebé y fingir que todavía sigue siendo un buen tipo, dispuesto a darle una oportunidad a un pobre huérfano y educarlo en un ambiente de lujos…

Jake seguía sin creer en su historia, ya que su teoría le parecía una auténtica necedad, pero ahora podía contemplarla desde un ángulo muy distinto. Si había algo de verdad en lo que le estaba diciendo aquella mujer, podía tratarse de un complot urdido para perjudicarlo. ¿Y si alguien pretendía utilizar a aquel presunto bebé para avergonzarlo en público o arruinar su campaña electoral?

—Pero algo debió de salir mal —continuó Jessie—, porque los oí comentar que iban a matarme. Gracias a Dios, pude escapar antes de que llegaran a intentarlo.

—¿Ellos dijeron que iban a matarla? —repitió Jake—. Bueno, eso contradice su teoría de la madre de alquiler, ¿no le parece? ¿Por qué habría de molestarme yo en inseminarla si luego pensaba matarla antes incluso de saber a ciencia cierta si estaba embarazada?

—No lo sé. Ya se lo he dicho, si he venido aquí es por eso. Porque necesito respuestas.

—Bueno, pues se ha equivocado de lugar y de interlocutor. No me he creído nada de lo que me ha dicho, así que… ¿por qué no va directamente al grano y me dice lo que quiere? ¿Quiere dinero? ¿Pretende chantajearme? Si ese es el caso, le anuncio desde ya que no le daré ni un céntimo.

Jessie señaló el teléfono con la cabeza.

—Llame a Laboratorios Cryogen. Número de muestra 6837.

—De acuerdo, lo haré —había llegado la hora de desenmascarar aquel engaño. Cruzó la habitación, sin dejar de mirarla por el espejo—. Supongo que no se sabrá el número de teléfono.

—No.

—No, claro.

En el fondo, se sentía desconcertado. Una estafadora se habría sabido el número de memoria. Y una víctima como ella decía ser… lo habría ignorado. Por supuesto, también podía ser una magnífica estafadora fingiendo ser una pobre víctima. Solo había una manera de averiguarlo. Localizó el número en la guía y llamó al laboratorio. Ni siquiera estaba seguro de que a esas horas estuviera abierto, pero alguien contestó a la tercera llamada.

—Soy Jake McClendon. Quería verificar una información sobre una muestra personal —la mujer que lo atendió le pidió varios datos para comprobar su identidad. Después de facilitárselos, añadió—: Necesito comprobar que los seis frascos que tenían ustedes almacenados resultaron destruidos.

—Oh, sí, señor McClendon. ¿Acaso no recibió información al respecto?

—Sí que la recibí —miró a Jessie, que se había acercado y lo miraba fijamente. Una oscura expresión ensombreció sus ojos—. Me dijeron que, debido a un accidente, las muestras se habían estropeado.

—Así fue. Y ya sabe que tiene derecho a una indemnización.

Pero Jake no estaba interesado en indemnización alguna. De hecho, antes de ese día, ni siquiera había estado interesado en aquellas muestras. De hecho, las había almacenado en Laboratorios Cryogen ante la eventualidad de que el tratamiento para su enfermedad de Hodgkin lo dejara estéril. Dado que no había sido así, se había olvidado incluso de que existían. Hasta que recibió aquella llamada informativa, cuatro meses atrás.

—Necesito saber los números de los frascos —le pidió a la mujer.

—Desde luego. Ahora mismo se los localizo en el archivo informático.

Jake volvió a lanzar otra mirada a Jessie. En aquel momento estaba mirando a su alrededor. Seguramente buscando su arma. Pero no la encontraría. La había metido en una bolsa y escondido en el armario. Más tarde, haría que alguien analizara las huellas dactilares. Probablemente de esa manera podría descubrir su verdadera identidad.

—Aquí están —pronunció al fin la mujer—. Los frascos tenían los números consecutivos del 6851 al 6855. Como le dije, todos resultaron destruidos.

Así que no había ningún 6837. Pero Jessie Briggs se había acercado demasiado. Estaba a punto de dar por terminada la llamada cuando se dio cuenta de que aquella serie solamente abarcaba cinco frascos.

—Pero había seis muestras —señaló.

—Oh, sí. Verá lo que sucedió. La primera fue la que usted nos entregó originalmente. Las otras cinco se recogieron con posterioridad en la oficina de su médico y nos las enviaron aquí.

—¿Y el número de la primera muestra?

—Veamos. Debió de haber sido la… 6837.

Jake tensó la mandíbula. Se negaba a manifestar cualquier otra reacción. Aquello no significaba nada. Debía de existir una explicación razonable.

—¿Y dónde está ese frasco?

—Me temo que también resultó destruido.

No según la mujer que decía llamarse Jessie Briggs. Pero su historia era la más absurda que había oído en toda su vida. Nadie en su sano juicio habría secuestrado a una mujer y la habría inseminado para luego intentar matarla. ¿O sí?

Colgó el teléfono, dispuesto a enfrentarse con su misteriosa visitante. Solo había un problema. Había desaparecido. Y la puerta estaba abierta de par en par.

2

 

Procurando no soltar la bolsa de la compra, Jessie sujetó el auricular entre la mejilla y el hombro e introdujo las monedas en la máquina. Marcó el número y esperó. No demasiado. Tal y como había imaginado, respondieron casi de inmediato.

—Detective DuCiel.

—Byron, soy yo —miró precavida a su alrededor. Eran poco más de las cinco, hora punta en St. Mary Street. Había gente suficiente como para que pasara desapercibida en medio de aquella multitud. Afortunadamente.

—Bueno, ya era hora de que llamaras. Dijiste que posiblemente no sabría nada de ti en varios meses, pero no me lo creí —comentó Byron, aliviado—. Por cierto, ¿dónde diablos estás? ¿Qué ha pasado? Ya me disponía a…

—Solo tengo unos segundos para hablar. Este lugar no es seguro —probablemente no estaría segura en ninguna parte, pero se abstuvo de decírselo.

—¿Dónde estás? Voy a buscarte ahora mismo.

—Eso no sería nada inteligente, para ninguno de los dos. Solo quería que supieras que estoy… —¿qué? ¿Que estaba bien? Hacía mucho, mucho tiempo que no lo estaba—… viva —terminó al fin.

Y también estaba aterrada. Eso tampoco se lo dijo, aunque Byron lo detectaría seguramente en su voz.

—Bueno, eso es evidente. ¿Pero por qué no me llamaste antes? Jess, han pasado tres meses.

—Es una historia demasiado larga para contártela ahora. Y no sé muy bien lo que va a pasar a partir de este momento.

—Se trata de Christy, ¿verdad?

La simple mención del nombre de su amiga hizo que se le encogiera el corazón. Christy había muerto ocho meses atrás, y el dolor seguía tan fresco como entonces, tan crudo y desgarrador como cuando Byron se presentó en su apartamento para contarle la noticia. La noticia de que Christy ya nunca volvería a casa.

Era tan extraño… Aunque no había visto el cuerpo de su amiga, seguía sin poder creer que estuviera muerta. Resultaba difícil creer que jamás volvería a oír su risa. La risa de la mujer que había sido como una hermana para ella.

—Estuviste haciendo demasiadas preguntas acerca de la muerte de Christy —aventuró Byron—. Y a alguien no le gustó, ¿verdad?

Quizá. Y quizá aquello no tuviera nada que ver con Christy. Jessie simplemente no lo sabía. Pero en aquel momento no tenía tiempo para especulaciones, en un lugar tan expuesto como aquel. Lo que no significaba que renunciara a encontrar a la persona responsable de la muerte de su amiga. Eso era algo que no haría jamás. De una manera u otra, llegaría hasta el fondo de aquel asunto. Era una promesa que le había hecho a Christy, y a sí misma, el día de su funeral.

—Escucha, Byron, no tengo mucho tiempo para hablar. Necesito dinero. Quiero que me lo transfieras de la manera que acordamos antes de marcharme de Austin. Transfiéremelo todo.

—¿Todo? Jess, ¿qué diablos te pasa? Dime dónde estás para que vaya a buscarte. O, mejor todavía, entra en la comisaría más próxima.

Pero Jessie ignoró aquel consejo.

—Por favor, ordena esa trasferencia. Necesito desaparecer por un tiempo. ¿Cuánto tardarás? ¿Dos, tres días?

—Tres. Tendré que tapar las huellas.

Jessie no le confesó lo mucho que la asustaba su respuesta. Tres días escondida. Tres días rezando para que no volvieran a encontrarla.

—Recogeré el dinero en el lugar acordado. También necesito que eches un vistazo a un almacén de aquí, en San Antonio. Y ten cuidado. No conozco la dirección exacta, pero sé que está en Isom Road, cerca del aeropuerto. Entre dos viejos edificios de piedra rojiza.

—¿Qué fue lo que pasó allí? —quiso saber Byron—. ¿Para qué quieres que lo vea?

—Por si encuentras algo… inusual, extraño… pero no vayas solo. Podría no ser seguro. También me gustaría que investigaras un poco a mi antiguo jefe, Ray Galindo. Y entérate de si alguien estuvo preguntando por mí en la cantina antes de que desapareciese. Volveré a llamarte cuando pueda.

—¡No! —gritó Byron —. Habla conmigo ahora. Ve a la policía y…

—No puedo. Si lo hiciera, te metería a ti en problemas.

—Al diablo con eso. Ve a la policía. Tienes que conseguir algún tipo de protección.

—Quizá.

—No hay quizás que valgan.

—De acuerdo —Jessie suspiró profundamente—. Iré a la comisaría de San Antonio tan pronto como recoja el dinero —y tal vez durante aquellos tres días pudiera descubrir exactamente por qué querían matarla—. Pero, mientras tanto, no quiero volver a asomar la cabeza mientras no disponga de un buen escondite.

Y colgó, ignorando las protestas de la única persona a la que consideraba su amigo. No sabía lo que estaba pasando, pero no quería involucrar a Byron. Todavía no. Y, definitivamente, aquel tampoco era el mejor momento para acudir a la policía de San Antonio. Dudaba que la policía pudiera impedir las maniobras de Jake McClendon y de sus matones a sueldo.

Calándose la gorra sobre los ojos, echó a andar hacia el motel. Había podido recuperar algún dinero, el efectivo que guardaba en una consigna cercana. Alojarse en un hotel más cómodo habría podido atraer a McClendon hasta su pista. Por eso había escogido aquella zona del centro, lejos del norteño barrio residencial donde la secuestraron. Tal vez aquel cambio de localización pudiera mantenerla con vida.

Las incomodidades no le importaban, sobre todo si eran provisionales. Solo estaría tres días en San Antonio. Quedarse allí sería un error, y ya había cometido demasiados. Uno de sus mayores errores había sido ir al hotel de Jake McClendon. Ahora que ya estaban desapareciendo los efectos del agotamiento y de la adrenalina, no podía menos que maravillarse de haber hecho algo tan estúpido como aquello. Allanar la suite de uno de los más suntuosos hoteles de la ciudad. Apuntar con una pistola a un hombre como él. ¿Qué había esperado que hiciera? ¿Que lo admitiera todo? ¿Que reconociera lo evidente?

En lugar de ello, debería haber dedicado aquel tiempo a reflexionar sobre lo que le había ocurrido. Lo primero que tenía que desentrañar era el asunto de la inseminación y el embarazo. Y el misterio del cambio de opinión de McClendon, cuando decidió matarla en vez de esperar a que diera a luz.

Examinó la diminuta mancha de carmín que había dejado en el pomo de la puerta de la habitación del motel. Seguía allí, en el mismo lugar, lo que indicaba que nadie había entrado. La pequeña alarma que había adquirido en una tienda tampoco se había activado. Una vez dentro, cerró la puerta y la desactivó rápidamente. Encendió las luces y dejó la bolsa de la compra en el mostrador de la diminuta cocina, compuesta por un minúsculo microondas y una nevera no mucho mayor. «Hogar, dulce hogar», pensó irónica.

Aquel cuchitril se parecía demasiado a los lugares en los que había vivido cuando era niña. La pintura blanca de las paredes ya amarilleaba. Y el verde de la vieja moqueta casi había desaparecido. Se dedicó a vaciar la bolsa de la compra: uvas, un cartón de leche, una caja de corn flakes, lo único que parecía aceptar su estómago por el momento. El resto podía pasar por los ingredientes de una dieta medianamente equilibrada.

Extrajo de la bolsa el último artículo casi como si fuera una bomba a punto de explotarle en las manos: un test de embarazo. Leyó las instrucciones y examinó el pequeño frasco reservado para la muestra de orina. Minutos después guardó el frasco lleno en su base de plástico y lo colocó sobre la mesilla de noche. Ajustó la alarma de su reloj para que sonara a los diez minutos. Y esperó a que se formara un círculo azul en la base del tubo.

El primer minuto de espera se le hizo interminable. Pero se negaba a pensar en otra cosa que no fuera aquella prueba. El resultado era lo primero. Ignoraba lo que haría después.

—No grites —le ordenó de pronto una voz.

No lo hizo, porque se lo impedía el nudo que tenía en la garganta. Conocía aquella voz. Conocía a su dueño sin necesidad de mirarlo. Jake McClendon. Instintivamente echó mano a su bolso, pero no estaba donde lo había dejado. Había desaparecido.

Con su bolso colgando de un dedo, McClendon surgió de detrás del armario. En la otra mano llevaba su pistola, la que Jessie había adquirido la víspera. En vez de esmoquin, ese día iba vestido con unos elegantes pantalones de sport y una camisa azul pálido, del mismo color que sus ojos.

Lanzó la pistola y el bolso sobre la cama antes de señalar el test de embarazo con la cabeza.

—Si no te importa, a mí también me gustaría ver el resultado.

—Sí que me importa.

—Pues lo siento, porque no pienso irme.

Aquello no la sorprendió.

—¿Cómo me has encontrado?

—Cuando te marchaste de mi hotel sin despedirte, encargué a mi servicio de seguridad que te siguiera. Hice que te vigilaran durante estos dos últimos días, pero decidí que había llegado el momento de que tuviéramos una pequeña conversación.

Recursos. Aquel hombre poseía recursos y dinero. Jessie se dijo que lo había subestimado.

—La alarma no sonó.

—No. Aunque la técnica de la mancha de carmín en el pomo de la puerta estuvo bien. La mayor parte de la gente habría dejado un cabello, o un trozo de hilo. Tú no, claro. Porque, por lo que he podido ver hasta el momento, tú no sueles hacer las cosas de la manera más usual. En eso destacas sobre los demás.

Jessie lo escuchaba tensa, rígida. Necesitaba mantener la compostura.

—Sal de aquí ahora mismo.

—No. Tú empezaste todo esto cuando viniste a buscarme a mi hotel, ¿recuerdas?

—Fue un error. Y ahora, sal de aquí.