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"Cuando entregues tu corazón, hazlo por completo y para siempre, incluso más allá de esta vida". Esta es la historia de amor de Sara y Álvaro, pero también la de Ángela y Pablo, la de Alicia y Gabriel, la de Mateo y Rubén. Es también la historia de Marifeli, el nexo de unión en todas ellas, una mujer que encontró el amor de su vida en los nevados bosques canadienses y no pudo olvidarlo, por más que viajó y vivió intensamente. Es la historia de un reencuentro y una enseñanza: lo verdaderamente importante es que cuando se entrega el corazón ha de hacerse por completo y para siempre, incluso más allá de esta vida. "Maravilloso. Me lo he leído del tirón. Y me he enamorado de más de un personaje. Te metes en la historia enseguida y necesitas saber qué va a pasar. El final... muy logrado." Una lectora - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 561
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
www.harlequinibericaebooks.com
© 2014 Marisa Villalón Magaña
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Contigo en la distancia, n.º 29 - mayo 2014
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-687-4334-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
A mis padres,
cuyo ejemplo me ha enseñado
A seis grados bajo cero y a menos de treinta kilómetros por hora, Álvaro abandonó la carretera nacional para adentrarse en la estrecha y aún más helada carretera local que le llevaría a casa. Tras derrapar en otra curva, esta vez sin que el estómago se le subiera a la garganta, el móvil sonó de nuevo desde el asiento del copiloto. A través del altavoz, los gritos de su madre rebotaron contra los congelados cristales de su pequeño Toyota de segunda mano.
—¿Se puede saber dónde estás? ¡Ya ha llegado todo el mundo menos tú! Mira que te dije que salieras ayer para no tener complicaciones en la carretera. Tía Feli está muy preocupada, y ya sabes que su corazón no está para muchas emociones. ¿Me estás escuchando?
Nada de abrazos en el andén ni canciones entrañables de anuncio de turrón. Cuando llegara a casa esa Nochebuena, y si no acababa en la cuneta en el intento, lo primero que se iba a encontrar era una reprimenda de su madre. Sí, él también la había echado de menos.
Álvaro tomó aún más despacio la siguiente curva y dio un largo suspiro antes de responder.
—Estoy un poco más cerca que hace quince minutos, que es el tiempo que ha pasado desde tu última llamada. Me alegro de que los demás ya estén allí y hayan llegado bien. Sí, tienes razón, mamá, tendría que haber salido ayer. Dile a tía Feli que no se preocupe, que llegaré en menos de media hora, y que no me he olvidado de su regalo. Y claro que te estoy escuchando, es imposible no hacerlo.
—Bien, entonces… ten cuidado hijo.
Vale, que su madre no insistiera más no era una buena señal. Igual había sido un poco brusco… o simplemente había acertado respondiendo a todas sus dudas de una sola vez. El tamaño de la porción de tronco de Navidad que Mercedes decidiera que le correspondía como postre a su hijo pequeño, sería la prueba definitiva de su nivel de enfado.
El termómetro del coche bajó otro grado y Álvaro subió un poco más la calefacción y, de paso, la radio. Cantando un villancico a coro con voces imposiblemente agudas, se dijo que nada le arruinaría esa noche. Llevaba demasiado tiempo esperándola. Y aunque llegara tarde, llegaría de una pieza.
Sus cálculos habían sido acertados. En apenas veinte minutos los faros de su coche iluminaron el cartel de entrada al pueblo.
—Zarza de Granadilla —leyó en voz alta—, aquí estoy de nuevo.
No había vuelto a casa desde que se fuera a finales de septiembre. Era su primer año en la Universidad de Salamanca y había decidido quedarse en el colegio mayor para ahorrarse precisamente ese viaje cada día. Y para centrarse en sus estudios de Ingeniería Química… y para vivir un poco más a su aire, todo fuera dicho. Lo que no significaba que sus padres y sus dos hermanas no hubieran ido a visitarlo un par de fines de semana.
Giró hacia su calle en plena tormenta y, como había imaginado, tuvo que conducir un rato más para encontrar aparcamiento. Ese año la tradicional cena de Nochebuena era en su casa y los coches de los invitados rodeaban el antiguo pero bien cuidado edificio de piedra. Cada año desde hacía cuatro, tres familias se reunían esa noche para cenar juntos. Sus padres se habían conocido en la misma universidad donde él estudiaba ahora y allí habían hecho amistades de esas que son para toda la vida. Desde que él tenía memoria habían hecho actividades en grupo, pero siempre había habido un gran encuentro anual. Primero fueron las vacaciones en la playa cuando la «camada», como sus padres les llamaban, eran aún niños. Cuando esos niños fueron creciendo y organizar las agendas se volvió imposible, llegaron las cenas de Nochebuena.
Dio otra vuelta. Al parecer todos los zarceños y sus familiares habían decidido reunirse por Navidad en el pueblo. Al final encontró un aparcamiento aceptable en lo más alto de la única cuesta de los alrededores.
Arrastró su trolley con una mano mientras con la otra se agarraba a las paredes para no resbalar. El viento azotaba sin piedad y el suelo estaba encharcado con agua casi congelada, que se le coló entre las botas tan fácilmente como la insistente agua nieve que le traspasó el gorro de lana. Ya casi había llegado a suelo llano, casi, pero trastabilló en el último momento y bajó patinando con el culo contra el suelo y la espalda sobre su maleta hasta el final de la pendiente.
Maldiciendo por lo bajo, aunque aliviado de que no hubiera ni un alma por la calle, se levantó con dificultad y avanzó con pies de plomo hasta la entrada de la casa. Sin querer perder tiempo buscando las llaves, con el abrigo y los pantalones mojados y el gesto de la cara acorde con el humor del momento, golpeó la puerta con fuerza, haciendo rebotar la enorme corona navideña que colgaba de ella.
—Necesito una ducha —murmuró para sí quitándose el gorro y pasándose una mano por la maraña de rizos en la que se había convertido su pelo.
A Sara le recordó a un león mojado sacudiendo la cabeza al otro lado de la puerta.
—Ah, ¿sí? En ese caso date prisa, porque la cena está casi lista —le advirtió con una resplandeciente sonrisa—. Feliz Navidad Álvaro. —El abrazo que recibió acompañando a esas palabras hizo que el gesto de su cara y su humor se debatieran por ver quién era el primero en pasar de «asco de día» a «estoy en el cielo»—. Bienvenido a casa.
Puede que no estuvieran en un andén de anuncio, pero no se le ocurría una bienvenida más perfecta.
—Gracias —atinó a decir algo colapsado por el añorado aroma que lo acababa de envolver—. Feliz Navidad a ti también. Estás…
«Preciosa», esa era la palabra que habría salido de su boca si los tres «machos» de la manada, también como ellos se denominaban a sí mismos, no hubieran salido a su encuentro para arrancarlo de los brazos de su paraíso particular.
—Aquí está mi cachorro, mojado como si se hubiera estado revolcando por el suelo.
Su padre, Hernán, lo abrazó y le sacudió el pelo, tan rubio y rizado como el suyo propio. Lo mismo hicieron tanto Antonio, el padre de Sara, como Manuel, el padre de sus mejores amigos, los gemelos Pablo y Mateo, con un par de fuertes palmadas en la espalda que provocaron que el abrigo goteara sobre la alfombra de la entrada.
—Dejadme, dejadme abrazar a mi nieto.
Los tres hombres se apartaron para dejar paso a la anciana que era como una abuela para todos ellos, a pesar de ser realmente la hermana de la difunta abuela de Álvaro y que todos sin excepción la llamaran tía.
—Tía Feli. —La recibió con un cariñoso abrazo y un sonoro beso en la mejilla—. ¡Qué ganas tenía de verte!
—Vale, vale, no tan fuerte que me vas a romper —protestó riendo ella y le dio sus típicos cachetes en ambas mejillas—. Ahora suelta a esta vieja arrugada, colócate justo ahí y besa a la chica joven y guapa. Voy a por mi cámara.
—Tú no eres vieja —contradijo Álvaro mientras se alejaba y repitió lo que ella misma decía siempre—. Y cada arruga es… ¿cómo era? Ah, sí, una risa disfrutada.
Girando sobre sí mismo con los pies fríos y húmedos, Álvaro miró a Sara, que estaba junto a la puerta con el asa de su trolley en la mano y un rostro indescifrable.
Los vítores de los hombres demostraron que al menos ellos sí sabían de qué estaba hablando su tía, y hasta que no se vio arrastrado junto con Sara bajo el umbral de la puerta del comedor, no entendió nada.
—Estás de suerte, muchacho. No todos los días puede uno besar a mi niña con mi consentimiento —declaró Antonio, dándole un fuerte apretón en el hombro.
—Yo he besado a tu madre, y después, cuando andaban despistados, a las esposas de estos dos bribones. Y tía Feli lo ha inmortalizado con su cámara. No pongas esa cara —le dijo su padre dándole un codazo cuando los ojos se le abrieron de par en par—, es una tradición.
Muérdago. Sara y él estaban bajo el dintel de la puerta donde alguien había colgado un ramo de muérdago. ¿Dónde habían quedado tradiciones como el bingo de medianoche, los villancicos y los regalos debajo del árbol? Su tía ya se había acercado con la cámara y los enfocaba mientras sus propios padres hacían de público. «Perfecto».
Por su parte, Sara parecía molesta pero, para su sorpresa, no con la situación, sino con él.
—No es para tanto, Álvaro. Es solo un beso. Pero si no quieres no pasa nada.
—¿Por qué no iba a querer? Nosotros hemos besado a Alicia y Ángela —anunció Mateo, recostándose contra la pared del recibidor.
—¿Eres un niño o un hombre? —le desafió Pablo, recurriendo a la siempre fácil pulla sobre que él era el más joven de todos, y recostándose como su hermano.
Ahora se sumaban al público los gemelos y, para colmo, una impactante visión de ellos besando a sus hermanas. «Aún más perfecto».
—No, no es solo un beso —murmuró Álvaro. «Al menos no para mí», pensó. ¿Acaso él era el único que le daba importancia a ese acto?
Sara miró a su alrededor. Hasta que no lo hicieran no los iban a dejar en paz. Así que le agarró del empapado abrigo que aún llevaba puesto y le dio un ligero beso en los labios, totalmente desapasionado, pero al que él no respondió.
—¿Ves como no era tan difícil? —le recriminó su padre—. Bien, ahora… ¿quién quiere champán? Aprovechemos que las mujeres no nos ven para abrir una botella antes del postre.
Sara miraba aún molesta a Álvaro, con las manos todavía aferradas a su abrigo, una buena forma de evitar plantarle el puñetazo que tenía verdaderas ganas de darle. ¡Imbécil! ¿Tanto le costaba besarla? «No es solo un beso», había dicho. ¿Qué narices significaba eso?
—¿Tan horrible te ha parecido? —preguntó Sara con sorna sin dejar de mirarle a los ojos.
—Lo siento, hijos —interrumpió tía Feli—, pero ha sido tan rápido que no he podido apretar el botón a tiempo. Podríais...
Sin apenas público esta vez, Álvaro cubrió las mejillas de Sara con sus manos aún enguantadas.
—No tan horrible, pero sí muy mejorable —murmuró casi contra su boca.
Por un instante se quedaron así, mirándose. Álvaro rozó sus labios muy suavemente, sin prisa, tanteando. Cuando notó que las manos de Sara aflojaban su abrigo, bajó las suyas por su cuello, sus hombros, sus brazos y la atrajo hacía sí, profundizando el beso. Y cuando la sintió ceder del todo, separó sus labios con la lengua para rozar la suya con una caricia que le arrancó un delicado ronroneo por el que él había estado suspirando media vida.
El estruendo de un corcho saltando de la botella e impactando contra una lámpara separó sus bocas. Álvaro abrazó instintivamente a Sara y se llevó por ello un impacto en la cabeza al rebotar el corcho contra ellos.
—¿Qué estáis destrozando por aquí fuera?
Mercedes salió de la cocina escoltada por las «hembras» de la manada dispuestas a saltarle al cuello a sus maridos.
—Un pequeño accidente —se apresuró a explicar Antonio escondiendo la botella tras de sí.
—Uno sin importancia —aseguró Manuel hombro con hombro.
Como en un partido de fútbol, los maridos hicieron una barrera delante de los cristales rotos y Hernán agarró a su hijo para prácticamente lanzarlo contra su esposa.
—Mira quién ha llegado.
—¡Cariño, ya estás en casa! —Mercedes besó a Álvaro unas doce veces en ambas mejillas antes de abrazarlo contra su pecho, para lo cual él tuvo que agacharse y retorcerse—. Estás empapado, anda, ve a cambiarte. Cenamos en quince minutos. Y vosotros tres —señaló a la barrera con un dedo acusador—, ya podéis ir arreglando este destrozo. Cuando estáis juntos sois un auténtico peligro.
Y tras hacerles tragar saliva y asentir con la cabeza, Mercedes sonrió a su hijo de nuevo y volvió a la cocina.
Rebeca, la madre de los gemelos, y María, la de Sara, también besaron a Álvaro como lo hacen las madres antes de ir tras Mercedes. En cuanto Álvaro quedó libre de tanto abrazo huyó a su habitación, antes de que sus hermanas salieran de dondequiera que estuvieran e hicieran lo propio. Necesitaba cambiarse la ropa mojada y necesitaba pensar, a solas si era posible, en esa casa de locos.
¡Dios santo! La había besado. No, ella lo había besado primero, pero él no había sido capaz de reaccionar en un primer momento. Y eso, al parecer, le había molestado. Y quizás había sido esa actitud de ella la que le había hecho decidirse y besarla, no como un juego o una tradición liviana, sino como siempre había soñado. ¿Eran imaginaciones suyas o ella había respondido gustosamente?
Desnudo de cintura para abajo en medio de su habitación se dio cuenta de que no había cogido su maleta, pero no iba a salir de esa guisa a por ella. Así que abrió su armario, sacó uno de los pocos pantalones que encontró y una muda seca. Mientras se vestía oyó una musiquilla que provenía de su cama. Debajo de unos diez abrigos algún móvil había recibido una llamada. Se subió la cremallera de los pantalones un instante antes de que la puerta se abriera.
—Perdona, pensé que estabas en la ducha. Venía a traerte esto.
Sara entró con su maleta y la dejó junto a la cama. Estaba a punto de salir cuando Álvaro la llamó.
—¿Sigues siendo fan de Coldplay?
Ella asintió con una sonrisa y, captando el mensaje, rebuscó entre el montón de abrigos hasta que encontró su bolso. Un pitido muy común sonó antes de que pudiera sacar el móvil de dentro.
—Vaya, tengo varias llamadas perdidas y un montón de mensajes —farfulló y se sentó al borde de la cama mientras Álvaro se secaba los pies con la única toalla que había encontrado en su armario—. Y tú tienes los pies un poquito azules —comentó divertida mientras respondía mensajes con los pulgares.
—Era tu color favorito —respondió con indiferencia, tratando de hacerlos entrar en calor antes de calzarse unos gruesos calcetines de lana, y tratando a su vez de no pensar que su favorito era el color verde, el tono exacto de verde de los ojos de ella.
—Lo sigue siendo —murmuró Sara deteniendo su tarea un instante y señalando la chaqueta azul que vestía—. ¿Cómo es que estabas tan mojado? Abrigo, pantalones, zapatos… —dijo mirando las prendas en el suelo.
—Me he caído en el camino del coche a casa.
Sara se rio, pero en sus ojos Álvaro pudo percibir comprensión.
—Tú siempre tan…
—¿Patoso? —concluyó por ella, quien rio con ganas.
—No. Impredecible.
De acuerdo. Ya estaban tardando en hablar de lo que acababa de suceder. Álvaro tomó aire y se dispuso a abrir la maleta sobre su escritorio para poder enterrar allí la mirada mientras ella le pedía explicaciones sobre el beso o le recriminaba por ello, o algo peor.
—¿Por qué impredecible?
—Habría apostado por que después de tres meses fuera de casa habrías venido ayer como tarde para estar con tu familia.
Menos mal, la conversación no iba a ir por donde él se había imaginado.
—Bueno, me voy a quedar dos semanas, creo que es tiempo suficiente. Además, ayer tuvimos una fiesta, ya sabes, en el colegio mayor.
Sara levantó la vista de su móvil y le miró con ojos nostálgicos.
—Oh, sí, cómo no. ¡Cuánto las voy a echar de menos!
Sara conocía de sobra esas fiestas, había estado en el colegio mayor de Salamanca los cuatro años de sus estudios de Traducción e Interpretación, estudios que habían sido motivados por la interesante vida que había llevado tía Feli, a quien quería como a su propia abuela. Pero esa maravillosa etapa universitaria había acabado a mediados de año y ahora pertenecía al mercado laboral.
Otro pitido del móvil reclamó su atención y Álvaro aprovechó para buscar unas zapatillas cómodas en su maleta. Sacó algunas chaquetas para que no se arrugaran más y las colgó en el armario. Después colocó uno a uno varios libros en una estantería.
Una carcajada de Sara le hizo girarse hacia ella.
—¿Un mensaje gracioso?
—¿Eh? Sí, bueno… unos cuantos. De amigos, compañeros de trabajo… y de mi jefe.
Muy bien, la palabra novio no había salido en el recuento. Pero la forma en la que había levantado las cejas al decir «mi jefe» no le había gustado nada.
—¿Tu jefe te felicita la Navidad por mensaje?
Sara le ofreció el móvil y él dejó de nuevo en la maleta un marco de fotos que acababa de sacar.
En la pantalla, un Papá Noel gordinflón bailaba a ritmo de reggaetón, pero la cabeza era una foto de un hombre calvo y sonriente más o menos pegada al cuerpo del dibujo animado.
—Mis compañeros me avisaron de que hacía cosas así por Navidad. Uno no se lo espera de un hombre de su edad, pero ahí le tienes, con más marcha que muchos de treinta.
Ambos rieron. Mientras Álvaro ponía el clip de nuevo, aliviado de que el jefe de Sara fuera un simpático hombre de sesenta años y no un atractivo treintañero, ella tomó el marco que él había devuelto a la maleta.
—Oh, esta foto es de la cena del año pasado. ¿Te la has llevado contigo a la universidad?
Álvaro le devolvió el móvil intentando así recuperar el marco inmediatamente, pero ella lo guardó en el bolso con la otra mano y siguió observando la foto.
—Sí, bueno, la cambio cada año. Es la única en la que salimos todos. Me gusta tenerla conmigo.
Sara no dijo nada durante lo que a él le pareció una eternidad y observó la foto con detenimiento, pasando los dedos de rostro en rostro hasta llegar a los suyos. Arriba a la derecha, cogidos por la cintura y con una gran sonrisa, estaban ellos dos.
—Recuerdo ese día perfectamente —comenzó ella de pronto—. Nevaba más que hoy y la cena fue en casa de los gemelos. Se nos hizo tardísimo jugando al bingo y en cuanto salimos empezó a granizar con tanta fuerza que tuvimos que correr a refugiarnos antes de llegar a los coches. Tú venías delante, conmigo. ¿Te acuerdas?
«Claro, como para olvidarlo».
—Sí, nos metimos debajo de la marquesina del autobús y allí esperamos a que nuestros padres se acercaran con los coches. Pero ellos también se habían refugiado en la puerta de la iglesia y tardaron un rato.
Sara suspiró, una vez, dos. Levantó la mirada de la foto y le miró a los ojos.
—Tú me dejaste la parte más cubierta y te pusiste delante para que la lluvia no pudiera alcanzarme, y por ello te llevaste un buen remojón cuando el viento arrastró el agua acumulada de la tejavana.
—Y era agua bien fría.
Sara le sonrió.
—Hoy también me has protegido, me has salvado de un corcho que me podría haber puesto un ojo morado.
Álvaro se tocó la cabeza, buscando un bulto que no tardó en encontrar.
—Y me he ganado un buen chichón.
—Y lo has hecho después de besarme.
Esta vez, Álvaro no tuvo réplica.
—En cambio, la otra vez —continuó Sara arrastrando cada palabra— pensé que ibas a besarme antes.
Los ojos le ardían, la boca se le había secado, pero pudo al menos preguntar:
—¿Por qué… pensaste eso?
—Por cómo me miraste. Igual que hace unos minutos. Igual que ahora.
El cuerpo de Álvaro sufrió parálisis general en cuanto ella terminó de hablar. Había estado a punto de besarla aquella noche, claro que sí, lo había deseado tanto, y ella le estaba mirando a los ojos, le estaba sonriendo justo como lo estaba haciendo en ese momento. Pero un jarro de agua fría le había caído encima, literalmente, y la magia del momento se había roto por completo. Pero ahora, quizás ahora…
—Ojalá lo hubieras hecho —murmuró ella y le devolvió el marco.
«¿Qué?»
¿Lo había dicho en alto? El marco cayó al suelo cuando Álvaro no hizo ni el más mínimo esfuerzo por agarrarlo. Entonces seguramente sí, se dijo Sara, no solo lo había pensado, lo había dicho en alto.
El estruendo de metal contra madera despertó el sistema locomotor de Álvaro, quien se arrodilló a la vez que Sara para recoger el marco del suelo.
—Lo siento, pensaba que lo habías cogido… pero, tranquilo, no parece estar roto. Solo se ha abierto, mira…
—No, deja, no te vayas a cortar, no…
Las palabras se les agolparon en la garganta a ambos mientras Álvaro intentaba evitar que Sara cogiera la foto, primero la de grupo… después la que había detrás.
«No, no, no», pensó Álvaro, «así no».
Sara se vio a sí misma. Estaba apoyada en la baranda del balcón de… ¿la casa de tía Feli? Si era ese el lugar, la foto era de hacía al menos dos veranos. Sí, exactamente dos veranos, porque antes no había tenido ese vestido de flores ni se había cortado la melena castaña por encima del hombro. Ella no tenía esa foto, y nunca antes la había visto. Se la veía de cuerpo entero, pero estaba hecha desde el ángulo perfecto para que ella no se hubiera dado cuenta. Efectivamente, no se había dado cuenta, ni de la foto ni de lo que implicaba.
—¿Desde cuándo…? —preguntó, devolviéndole la foto a Álvaro mientras ambos se levantaban.
Él la guardó en el marco tal y como estaba antes del revelador accidente. Lo apoyó en la estantería junto a los libros, tragó saliva y se giró hacia ella clavándole la mirada.
—¿Desde cuándo miro tu foto antes de dormir o desde cuándo estoy enamorado de ti?
Sara sintió cómo el corazón se le salía del pecho, incluso lo oyó dar un latido tan fuerte que hasta Álvaro podría haberlo oído.
—Las dos cosas —susurró con la garganta seca.
Álvaro sonrió y dibujó el perfil de su mejilla con el dedo índice, lentamente, bajando hasta la barbilla. Luego volvió a dejar caer la mano.
—Lo segundo llevó a lo primero, y lo primero reforzó lo segundo, cada noche, desde hace… unos cuantos años.
«Cada noche», se repitió a sí misma, aún no pudiéndolo creer.
—Vaya, aquí estás. ¿No pensabas saludar a tus hermanas?
La puerta se había abierto casi inmediatamente tras un solo golpe, lo que le había dejado claro a Álvaro que era alguna de sus hermanas antes de verlas u oírlas hablar.
Sara volvió a sacar el móvil del bolso y se sentó distraídamente en el borde de la cama. Releyó mensajes mientras Álvaro abrazaba a Ángela y Alicia con más cariño del que ella recordaba entre ellos. Ambas le habían hecho rabiar cuando eran más pequeños y él les había devuelto la moneda siempre que había podido. Para Sara ambas chicas, solo uno y dos años mayores que ella, eran más que amigas, casi hermanas. Pero Álvaro… siempre había sido Álvaro.
—¿Compartiendo historias universitarias? —preguntó Alicia sentándose junto a Sara.
—¿Eh? Sí, claro. Álvaro me ha dicho que ayer tuvieron una fiesta en el colegio mayor. Yo aún recuerdo la primera como si fuera ayer.
Álvaro volvió a su maleta mientras Sara les contaba algunas diabluras propias del primer año de universidad. Las tres chicas estaban sentadas en el borde de la cama cuando sonó el timbre de la puerta. Los cuatro se miraron en silencio hasta que una muy reconocible pero inesperada voz se oyó desde el pasillo.
—¿Alicia? ¡Alicia! Dime que no te has ido a Vigo a buscarme.
Alicia salió como una exhalación y los otros tres salieron tras ella.
—¡Sorpresa! —oyó gritar Álvaro a su padre al tiempo que su hermana se lanzaba a los brazos de su novio y se echaba a llorar mientras él la recibía con un par de vueltas en el aire.
—¡Has venido! —sollozó entre besos—. ¡Has podido venir!
—Llevo casi diez horas conduciendo, la carretera está imposible —explicó Gabriel—. Pero sí, hemos terminado la obra y todo el papeleo antes de lo previsto y he podido venir.
Como si nadie los rodeara, Alicia y Gabriel se besaron, muy cerca de la puerta del comedor coronada por el ramo de muérdago, motivo por el cual tía Feli había ido a buscar su cámara y estaba haciéndoles varias fotos.
Álvaro pensó que, definitivamente, los andenes estaban sobrevalorados y que el recibidor de su propia casa era con mucho el mejor lugar para una bienvenida espectacular.
—Tú lo sabías —acusó Mercedes a su marido mientras dirigía a todos a la mesa.
—Sí, me llamó diciendo que intentaría llegar, pero que no era seguro y que por si acaso no dijera nada a nadie —explicó Hernán besando a su mujer, a quien notaba un poco molesta por haberse quedado fuera del secreto.
—Anda, cariño —sonrió quitándole importancia, feliz por su hija—, trae una silla para tu yerno, yo voy a por otro servicio.
Álvaro esperó a que todos hubieran pasado al interior del comedor para llevarse a Sara a un lado del pasillo.
Tal vez les hubieran interrumpido, pero Álvaro no pensaba dejar las cosas como si nada. Se había imaginado mil situaciones en las que se declaraba a Sara de mil maneras distintas, pero jamás así, de forma que ella lo descubriera con sus propios ojos. Él solo había tenido que confirmar algo que era más que evidente. ¡Qué liberación poder decírselo al fin! Y qué alivio que ella no hubiera salido corriendo, aunque quizás la entrada de sus hermanas lo había impedido. Pero no, ella había dicho antes algo así como que… ¿como que ojalá la hubiera besado el año anterior? Muy bien, entonces tenían mucho tiempo que recuperar.
La cogió de la mano y, con una reverencia, se la llevó a los labios.
—¿Quieres cenar esta noche conmigo?
Sara se rio, pero se acercó y le susurró al oído.
—Solo si tú cenas conmigo otra noche antes de marcharte.
—Dalo por hecho —respondió él siguiéndola al comedor.
Todos se habían sentado más o menos como siempre, a excepción de Alicia y Gabriel, que ahora ocupaban un hueco en la mesa de los padres, dispuesto así por los anfitriones, mientras que tía Feli se había sentado por decisión propia presidiendo la mesa de los jóvenes, algo más baja que la otra ya que era una mesa supletoria.
Sara y Álvaro ocuparon los dos únicos asientos libres, uno a cada lado de tía Feli, quedando así uno frente al otro.
—Os he guardado los sitios —murmuró la anciana guiñándole el ojo a Álvaro y dándoles palmaditas en las manos a ambos.
Y en cuanto las sufridas cocineras empezaron a sacar entremeses, las botellas de vino comenzaron a circular de mano en mano y las conversaciones cruzadas reinaron en el ambiente festivo de esa noche tan especial.
Las hembras de la manada cocinaban, los machos fregaban, así que a la camada siempre le había tocado recoger la mesa para hacer sitio al postre y al champán.
Álvaro llevó el gran tronco de Navidad que tan cuidadosamente cocinaba y decoraba su madre, deseando darle un bocado a pesar de estar bastante lleno por la cena.
—Yo quiero un trozo grande, no, enorme —le pidió cuando lo dejó en el centro de la mesa entre aplausos.
—El primer trozo y el más grande es para mi niño, como siempre —confirmó ella—. Anda, hijo, ve a por la paleta para que pueda servirlo.
La paleta, pensó él. ¿Dónde estaría guardado ese trasto?
Volvió a la cocina y se encontró a Sara fregando.
—¿Qué haces? Ni se te ocurra, eso les toca a los padres.
Sara terminó de aclarar cuidadosamente una copa y empezó con la siguiente.
—Te recuerdo el estropicio que hizo mi padre el año pasado con la cristalería nueva de Rebeca. Al menos las copas las pondré a salvo.
Álvaro se acercó a ella por la espalda, apoyó las manos sobre sus hombros y las deslizó lentamente por sus brazos, sobre la fina chaqueta de cachemira que los cubría, hasta que llegó a la copa enjabonada.
—Es nuestra primera cita —le susurró al oído mientras le quitaba la copa de las manos y cerraba el grifo—. No es muy apropiado que friegues, eres mi invitada.
Sara no pudo evitar reírse un instante, pero solo un instante, porque Álvaro posó sus labios en el lóbulo de su oreja y siguió bajando por su cuello, el perfil de su mandíbula, su mejilla.
—Para, para —le pidió angustiada, y se dio la vuelta.
Quedó atrapada entre el fregadero y él, sin poder escapar, y con sus manos aún unidas.
—¿Por qué? La cita estaba yendo muy bien, a pesar de tener a tía Feli de carabina. Fregar no es apropiado, pero besarte sí lo es.
—No me refiero a eso. ¡Por Dios! Puede entrar cualquiera.
—Bueno, creía que hoy tenía el consentimiento de tu padre para besarte.
Sara soltó una carcajada. Era bastante tranquilizador que él se lo tomara con tanta naturalidad y con bastante buen humor. Menos tranquilizadoras eran las caricias de sus pulgares sobre sus manos.
—Vaya, ¿te han enseñado a ser tan persuasivo en solo tres meses?
—No, eso venía de serie.
Sara volvió a reír. No sabía si era risa nerviosa, porque siempre se había reído mucho con él, pero la situación no le parecía precisamente graciosa. La estaba acorralando, se sentía pequeña, en desventaja y estaba muy, muy nerviosa.
—Adoro el sonido de tu risa —murmuró ya en sus labios, y Sara se dejó llevar.
Nada que ver con el beso dulce y tierno bajo el muérdago. Esta vez Álvaro tomó todo lo que quiso de ella, y ella le devoró igualmente. Y esa fiereza separó sus manos para que ambos acariciaran el cuerpo del otro, bajo la tela, buscando piel cálida sobre sangre palpitante.
El sonido de su risa era adorable, desde luego, pero ese otro sonido, ese ronroneo convirtiéndose en un jadeo ahogado podía hacerle enloquecer, si su sabor no lo hacía antes. Hundió los dientes en la tierna carne y estiró de su labio mirándola a los ojos un segundo, tiempo suficiente para avisarle de que aún no había acabado.
La cogió por la cintura y la arrastró con él. Cuando Sara oyó cerrarse una puerta, comprendió que estaban dentro de la despensa, estrecha y fría, pero el lugar idóneo en ese momento.
Con la puerta a su espalda, Sara le echó los brazos al cuello y atrajo a Álvaro hasta su boca de nuevo.
Lo amaba, sencillamente era así, y lo habría seguido amando toda la vida sin decírselo si las cosas no hubieran girado de repente, si él no la hubiera besado así, si no hubiera visto esa foto… y su escondite.
Había querido al niño que había sido. Lo había querido más que al resto, porque era el pequeño de la camada, al que había que proteger, al que había que consentir. Pero el niño había ido creciendo, había querido ser tan rápido como los gemelos, los más mayores de todos ellos. Había querido jugar como uno más, sin ventajas, y había acabado ganando a todos a cualquier juego. Había llegado a ser el más alto, el más fuerte, puede que el más listo. Y para ella, el más bueno, el más dulce, el más divertido. Y el más atractivo. El niño se había ido haciendo un hombre y, sin dejar nunca de querer al niño, ella se había ido enamorando del hombre.
—Te quiero.
Las dos palabras se deslizaron por sus labios y apenas se oyeron entre el murmullo de respiraciones entrecortadas, pero Álvaro dejó a medias un mordisco en el cuello de Sara y ella supo que había vuelto a pensar en voz alta.
—Repítelo —exigió él sin moverse.
—¿Se puede saber dónde está esa paleta? ¡Álvaro!
Mercedes entró en la cocina como un tornado y Álvaro salió de la despensa dejando a Sara entre la puerta abierta y la pared, debatiéndose entre el alivio y la ira por que él la ocultara.
—Eso digo yo. No la encuentro por ningún lado —protestó.
—Está con los demás cubiertos de servir, evidentemente —le mostró su madre sacándola del tercer cajón.
Una vez de vuelta en la mesa, Álvaro vio salir distraídamente a Sara por la puerta de la cocina y dirigirse al baño. Bien, no los habían descubierto. Pero, ¿por qué debían esconderse?, se preguntó de repente.
Ella le había dicho que le quería, lo había dicho claramente. Bueno, igual no muy claramente, pero estaba seguro de que era lo que había oído. Y por las mejillas sonrosadas y la mirada de Sara cuando volvió a sentarse a la mesa, juraría que, además de ser cierto, a ella le había hervido la sangre tanto como a él. Había sospechado que besarla iba a ser mágico, pero no tan ardientemente adictivo.
Un plato con un trozo enorme de tronco de bizcocho, chocolate, crema y avellanas apareció frente a él, pero Álvaro decidió que después de lo que había pasado tanto en la cocina como en la despensa, el tronco iba a quedar relegado a un segundo lugar en su lista de postres favoritos.
Con un brindis por otra gran cena en familia, que era como se sentían, llegó el turno de los regalos. Y mientras los jóvenes se dirigían al árbol para recogerlos y repartirlos, los hombres fregaron lo más delicado sin tener que lamentar bajas y pusieron en el lavavajillas solo los platos y los cubiertos.
Cuando volvieron a la mesa, cada uno tenía su regalo esperando a ser abierto y, dejando el primer lugar para los anfitriones, se procedió al mágico momento de descubrir qué había bajo aquellos papeles de alegres colores y brillantes lazos.
Desde que el primer año se pasaran más de una hora desenvolviendo regalos, habían acordado que en adelante solo habría uno por persona. Y la mejor forma de hacerlo era mediante el juego del amigo invisible. Así, cada uno recibiría un regalo y regalaría otro. Todos excepto tía Feli, por supuesto, y es que había nacido un veinticinco de diciembre y a las doce en punto recibiría un regalo de cada uno de ellos, por mucho que ella insistiera cada año en que no era necesario. Y año tras año ella se desmarcaba del juego y hacía un regalo a cada matrimonio y otro a cada uno de sus nietos, sin excepción.
Complementos, perfumes, videojuegos, libros y música. Y con cada dedicatoria, todos acabaron sabiendo quién había sido su amigo invisible. Tras curiosear y envidiar unos regalos y otros, todos se levantaron de la mesa antes de dar las doce.
Tía Feli acostumbraba a encender una vela y rezar una oración frente al belén justo a medianoche. Hernán siempre contaba que, cuando él aún era un niño, su tía había vuelto especialmente sensible de su viaje a Tierra Santa, y recordaba que desde ese año todas las Navidades repetía ese ritual frente al belén, y que para ella era un momento delicado, como si recordara algo que la entristeciera mucho durante esos escasos cinco minutos. Así que ellos la acompañaban y esperaban a que recuperara su habitual alegre estado de ánimo para darle sus regalos y felicitarle el cumpleaños.
Pero esa noche algo era diferente. La anciana había comenzado su ritual como siempre. Había pedido que, cada uno para sus adentros, diera las gracias por algo bueno sucedido ese año y formulara un deseo generoso para el siguiente. Después había encendido la vela, la había pasado a su derecha y, de mano en mano, todos la habían hecho circular hasta devolvérsela a ella quien, a veces entre lágrimas, solía depositarla junto a la pequeña figura del Niño Jesús. Pero esta vez todos se sorprendieron al verla sonreír antes de depositar la vela y darle un beso en la rodilla a la figura envuelta en pañales. Y, fuera lo que fuera, pensó Hernán con el corazón encogido, su tía al fin lo había dejado marchar.
De vuelta en la mesa a las doce y cinco minutos, uno por uno le fueron entregando sus regalos y ella, como siempre, les hizo un gran aprecio. Todo lo que fuera de vestir se lo puso, lo que fuera de comer, u oler, lo probó, y lo que fuera de leer, lo hojeó con más cariño que si de un diamante se tratase.
—Gracias, hijo, tú siempre sabes cómo acertar.
Álvaro se acercó a explicarle por qué había elegido esos tres libros, en sus tres idiomas originales: inglés, francés y alemán; ensayo, poesía y narrativa. Todos muy aclamados en sus respectivos países. Tía Feli había trabajado de traductora toda su vida y hablaba con fluidez los tres idiomas. Había viajado, había compartido otras culturas, pero se había hecho muy mayor para seguir haciéndolo, sobre todo tras dos infartos que ella había superado como una auténtica campeona. Álvaro pensaba que mientras pudiera leer, nada le quitaría la satisfacción de viajar mentalmente a esos lugares, a seguir practicando su pasión estuviera donde estuviera.
Una vez cumplidas la mayor parte de las tradiciones, la manada se dispuso a pasar a la parte más lúdica de la velada.
Se dirigían al salón cuando un impresionante trueno los dejó a todos clavados en el sitio mientras los cristales vibraban y las paredes retumbaban.
—¡Se ha ido la luz! —exclamó Ángela, aunque el resto ya se había dado cuenta igual que ella. Solo que a ella aún le seguía dando un pelín de miedo la oscuridad.
—Vaya, qué lástima, sin tele nos vamos a perder el programa musical de todos los años —se apenó con ironía Mateo, recibiendo unas risas de aprobación de su hermano.
—Lo peor no es eso —advirtió Ángela—. Sin luz no hay calefacción. ¿Y si encendemos la chimenea? Sería tan… navideño.
Mientras Álvaro ayudaba a sus hermanas a buscar velas por toda la casa, Hernán encendió la chimenea y el resto organizó un semicírculo de sillones y butacas en torno al hogar.
Mercedes repartió mantas para todos y se aseguró de que tía Feli estuviera sentada y bien cobijada en la butaca más cómoda frente al fuego. Todos fueron eligiendo sus sitios. Como por instinto, los jóvenes se agruparon en un lateral y los adultos en el otro, a excepción de Alicia y Gabriel quienes, al llegar los últimos, tomaron asiento entre los padres y la chimenea. Justo frente a ellos, Álvaro y Sara se habían colocado disimuladamente juntos en una butaca algo estrecha para dos, por lo que estaban prácticamente abrazados bajo sus mantas.
Para cuando las primeras chispas empezaron a apoderarse de los troncos secos, un silencio solemne se hizo en la estancia, solamente roto por el relajante chisporroteo.
—Bueno, creo que ya va siendo hora de que os cuente la historia de esta noche —declaró tía Feli haciendo una seña a su sobrino.
Hernán sabía lo que eso significaba: una copa de anís con dos hielos, la cantidad justa para que a su tía le diera tiempo a contar una de las aventuras que había vivido en sus innumerables viajes por el mundo.
Acercó una mesita auxiliar con copas y botellas y llenó la cubitera esperando que la luz volviera pronto, para que la comida de la nevera no se echara a perder. Sirvió primero a su tía y después whisky, brandy y algunos licores de frutas según el gusto de cada uno.
—¿Qué historia nos vas a contar hoy, tía Feli? —se interesó Ángela, revolviéndose entre las mantas y haciendo moverse a los dos gemelos, entre los cuales ella había insistido en sentarse. Si iba a ser uno de esos relatos que le ponían los pelos de punta, como aquella vez que estuvo en Egipto y oyeron unas extrañas voces dentro de una pirámide, al menos estaría bien rodeada.
—Esta historia no la he contando nunca. A nadie. Ni siquiera a tu madre, Hernán.
—Pensaba que ya sabía todas las historias de tus viajes, tía —repuso él.
—Esta es especial, así que la he reservado para un día especial.
Todos guardaron silencio, con sus copas en la mano, esperando el comienzo de la historia con aún más ansias de lo habitual. El clima que se creaba cuando tía Feli narraba alguno de sus viajes solía ser sobrecogedor. Y esa noche, en la oscuridad del salón y con el sonido de las llamas de fondo, cada uno se adentró en las palabras de la anciana llevándolas a su propio corazón.
—Fue mi primer viaje fuera del continente. Un grupo de seis estudiantes del último año de la universidad nos juntamos para pasar las vacaciones de Navidad en Canadá, en casa del abuelo de mi mejor amiga, Doriane. Su familia era francesa y su abuelo había emigrado a Canadá y había hecho fortuna allí. Aceptó con gusto recibirnos para las fiestas navideñas, deseoso de ver a su nieta tras un par de años sin volver a Europa. Yo había estado trabajando sin descanso todo el verano haciendo traducciones aquí y allá para así poder hacer ese viaje, que no era precisamente barato a pesar de que no íbamos a tener que pagar nada por el alojamiento. La casa, acogedora pero bastante ostentosa, estaba en las afueras de Montreal y los primeros días hicimos el típico turismo, ya sabéis, del tipo que a mí no me gusta. El día de Nochebuena, el abuelo de Doriane nos prestó uno de sus coches para que las chicas fuéramos a hacer algunas compras al centro. Como yo era la única que conducía y no quería desaprovechar mi viaje, las dejé en la ciudad a media mañana para adentrarme de lleno en la zona. Ellas no querían dejarme ir sola al principio, pero ni yo estaba dispuesta a pasarme el día de compras ni ellas querían perdérselas, así que las convencí para que me dejaran ir por mi cuenta como regalo de cumpleaños. Quedamos en que las recogería en una cafetería y me marché a conocer de verdad los alrededores, como a mí me gustaba.
»El día era soleado y disfruté recorriendo pueblitos encantadores, comiendo y charlando con los lugareños, recogiendo información para mi tesis. Me entretuve más de lo debido. La noche se me vino encima antes de lo que esperaba. No me di cuenta porque aquí a esas horas aún es de día. Y cuando quise volver a recoger a mis amigas me vi atrapada en una tormenta de nieve, con un vehículo moderno para la época pero nada apropiado para esas circunstancias, y circulando sin rumbo por carreteras que no conocía. Por supuesto, me quedé sin gasolina. La carretera se había convertido en camino y estaba perdida y sola. Durante una hora me quedé dentro, pensando qué hacer, esperando a que dejara de nevar.
—¿Qué coche era? —preguntó de repente Pablo, haciendo saltar del susto a Ángela, quien le mandó callar—. ¿Qué pasa? Me gustan los coches.
Tía Feli aprovechó la interrupción para darle un sorbo a su copa.
—Era un Citroën, aquí se lo conoce como Tiburón.
—¡El Citroën DS es uno de los tres coches del siglo XX! —exclamó Pablo—. ¿De qué año era?
Cuando todos lo miraron con seriedad, Pablo hizo como si se cerrara una cremallera sobre la boca y se cruzó de brazos.
—No lo sé, hijo —respondió la anciana con una sonrisa—. Solo te puedo decir que parecía muy nuevo y que aquello fue en 1960.
Pablo hizo el gesto de abrir media cremallera.
—Como aportación a la historia, os comentaré que el abuelo de su amiga debía tener una pasta gansa.
Y dicho esto, la cerró de nuevo dando paso a la anciana, quien asintió con una sonrisa antes de continuar.
—Cuando por fin dejó de nevar, abrí la puerta del coche para salir e intentar averiguar dónde estaba. Hacía un frío helador. Recuerdo mirar a mi alrededor y solo ver árboles enormes y nieve, mucha nieve por todas partes. De pronto, oí un ruido tras de mí. Me asusté muchísimo, porque sonaba como si fuera un animal. Estaba a punto de volver al coche, con la idea de un enorme oso saltando sobre mí para devorarme, cuando identifiqué aquel sonido como un relincho y poco después, el trotar de un caballo. Hice sonar el claxon pensando que si había un caballo allí, probablemente llevara jinete. Y cuando me volví, por el camino que yo había tomado apareció al galope un policía de la Guardia Montada.
—¿Era guapo? —preguntó de pronto Ángela y esta vez fue Pablo el que le dio un codazo a ella—. ¿Qué pasa? A ti te gustan los coches, a mí los hombres de uniforme.
Esta vez, excepto Pablo, todos rieron.
—Oh, sí querida, era muy, muy guapo, aunque al principio no me di cuenta. Llevaba aquel sombrero de ala y estaba montado en aquel enorme caballo, el más grande que he visto jamás y, creedme, he visto muchos. Se detuvo a mi lado y desmontó para mirarme de arriba abajo. Me preguntó si estaba bien y qué demonios hacía en mitad del bosque a esas horas y además sola. Le conté lo sucedido y él me explicó que hacía rato que llevaba siguiendo las rodadas de un vehículo en la nieve, un vehículo que se había salido de la carretera y se había adentrado en un camino hacia la nada. Supo desde el principio que tenía que ser un turista porque nadie de allí habría cometido el error de girar a la derecha en el último cruce, a solo unos minutos de Chez Carole, un hostal cercano.
»Comprobó el vehículo. Si había sido tan poco lista como para acabar allí igual también lo había sido como para no saber por qué se había parado el coche. No pude evitar reírme cuando dio un portazo y refunfuñó algo sobre los coches de importación. Entonces fue cuando se quitó el sombrero y me clavó la mirada. Apenas en unos segundos, sus ojos pasaron de la crispación a algo distinto, pero yo solo era capaz de seguir mirando aquellos maravillosos ojos azules. Al cabo de no sé cuánto tiempo, volvió a abrir el coche, cogió mi bolso, apagó las luces y sacó las llaves del contacto. Antes de que me diera cuenta, me había cogido por la cintura y me había subido a su caballo. Y antes de que pudiera acomodarme, él subió detrás de mí, me dijo que él se llamaba Caesar y me presentó a Maurice, su compañero y mejor amigo. Recuerdo que yo me incliné y le dije: «Hola, Maurice, yo soy Marifeli», por aquel entonces solo en casa me llamaban Feli a secas, y le acaricié el cuello de un lustroso marrón oscuro que apenas se dejaba ver con los rayos de luna que se colaban entre los árboles. De camino al hostal, que no estaba nada lejos una vez que nos reincorporamos a la carretera, noté cómo me abrazaba más fuerte, ofreciéndome una disculpa por no tener una manta para abrigarme. Me explicó que su ronda había acabado y que se dirigía a cenar con su familia a casa de Carole, su hermana y dueña del hostal, cuando vio las rodadas.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Mercedes, bebiendo de un sorbo el licor de arándanos que le quedaba.
—Sí, la verdad es que tuve mucha suerte, muchísima. Una vez allí, la propia Carole me acomodó en una habitación mientras su hermano hacía algunas llamadas para averiguar el teléfono de la casa del abuelo de Doriane, de la cual yo solo tenía la dirección. Cuando bajé, pude hablar con ellos y explicarles lo sucedido. En cuanto empecé a disculparme por dejar en esas condiciones el vehículo, Caesar me arrancó el teléfono de la mano, se identificó con su nombre y rango, y aseguró que el vehículo estaría de vuelta al día siguiente sin un rasguño, lo mismo que yo, pero que esa noche ya no había nada más que hacer. Así que acabé cenando con Caesar, su hermana, el marido de esta y sus tres hijos en una mesa junto a todos los turistas que se hospedaban allí repartidos por el resto de mesas del comedor. Al principio les dije que no, era su cena en familia y yo no quería importunar, bastante habían hecho ya por mí. Pero Carole insistió, dijo que nadie cenaba solo en su casa, menos aún en Nochebuena y menos aún siendo mi cumpleaños al día siguiente. Al tomar mi pasaporte para apuntar mis datos al llegar, Carole había visto mi fecha de nacimiento y me había obsequiado con la mejor de las habitaciones disponibles. Realmente, una habitación fantástica…
Tía Feli sonrió y tomó un sorbo algo más largo esta vez. Se quedó algo pensativa antes de continuar, haciendo girar los hielos en su copa. Pero nadie habló, nadie quería interrumpir, estaban demasiado absortos en la historia, deseosos de que continuara. Y ella así lo hizo.
—Tras la cena hubo música y la gente bailaba a nuestro alrededor cuando Caesar y yo nos quedamos solos en la mesa. Carole y su marido se fueron para acostar a los niños y ya no volvieron con nosotros. Estuvimos hablando de nuestros países, nuestras familias, nuestras vidas, nuestros planes… Él me habló de su trabajo, de la tradición familiar en la Real Policía Montada del Canadá, de su devoción por sus sobrinos, los caballos, el paisaje de su tierra. Yo le conté mi ilusión por ver el mundo, conocer culturas, costumbres y vivir experiencias de lo más diversas. Tal vez fueran nuestros gustos dispares lo que nos atrajo al uno del otro, o tal vez fuera la magia de esa noche, dónde estábamos, cómo nos habíamos conocido, la innegable atracción física… Sí, él era muy guapo, un hombre corpulento de ojos claros y corta melena, con unas facciones angulosas y sonrisa sincera. Pero yo no me quedaba atrás. A mis casi veintitrés años era una joven lo suficientemente bella como para que los hombres se dieran la vuelta por la calle para mirarme. Y por aquel entonces no llevábamos esas faldas tan cortitas ni esos escotes. Me arreglaba yo misma el pelo, de un profundo negro por aquella época, y me encantaba hacerme recogidos. Solía resaltar mis ojos oscuros con tonos claros y elegía un carmín rojo intenso para mis labios, aunque esa noche mi pelo no estaba en su mejor momento, el maquillaje se me había desvanecido y mi ropa, a pesar de ir a la moda, no era la más apropiada para la cena de Nochebuena. Pero a Caesar eso no pareció importarle cuando me sacó a bailar y yo agradecí que él no se hubiera cambiado el uniforme, porque le hacía parecer aún más interesante. No sé cuánto tiempo estuvimos bailando, tal vez horas, hasta que solo quedamos en el salón la música y nosotros dos.
Álvaro sintió un escalofrío cuando Sara entrelazó una mano con la suya bajo la manta y apoyó ligeramente la cabeza en su hombro. Cuando levantó la mirada, pudo ver que todas las parejas allí presentes estaban en una posición similar, manos agarradas, un brazo rodeando unos hombros, dos cabezas apoyadas una junto a la otra… Y supo que todos estaban pensando lo mismo. Tía Feli era una mujer soltera, nunca se había casado y nunca había hablado de ningún hombre en su vida, al menos que él supiera. Pero con sus setenta y tres años recién cumplidos estaba abriendo su corazón a su familia, una parte de ese gran corazón que nunca antes había sacado a la luz. Había habido un hombre, al menos uno, que había sido especial para ella.
—Me acompañó hasta la puerta de mi habitación, me dijo que para cuando me levantara el coche estaría en la puerta y el desayuno en la mesa. Me deseó buenas noches y cuando estaba a punto de marcharse vi que miraba hacia arriba. Yo seguí su mirada y me encontré con un pequeño ramo de hojas verdes y frutos rojos. «Tú sabes mucho de tradiciones», me dijo con media sonrisa, «sabrás lo que significa esta». Por supuesto, yo lo sabía. Al muérdago se le asocian propiedades mágicas y se dice que un beso bajo esta planta depara un amor eterno. Por eso, cincuenta años después de esa noche, os he pedido que lo colocarais aquí, en recuerdo de lo que sucedió.
Apurando la copa antes de depositarla en la mesita, tía Feli prosiguió la historia con la mirada clavada en el fuego y las manos aferradas a los reposabrazos.
—Me tomó la cara con ambas manos y me acarició las mejillas con los pulgares, con mucha suavidad, dándome tiempo para que le apartara si quería. Yo no me moví, solo le miré un instante antes de cerrar los ojos y ponerme de puntillas. Fue un beso firme, como sus labios, como sus manos. Yo me había apoyado en su pecho y él deslizó una de sus manos hasta la que yo tenía sobre su corazón, que palpitaba con fuerza. Las mantuvo allí unidas hasta que nuestros ojos volvieron a encontrarse. Y en aquella penumbra del pasillo del último piso los dos lo supimos. Después, en mi habitación, me quitó la ropa entre besos y caricias, y me hizo el amor en una enorme cama frente a las ascuas del fuego que había dejado la estancia a la temperatura perfecta. Me enamoré de Caesar entre esas sábanas y dejé allí mi corazón para él, para siempre.
—Tía Feli… —murmuró Hernán mientras Mercedes se llevaba una mano a la garganta y con la otra apretaba el brazo de su marido para que no dijera nada más.
—Pasamos toda lo noche juntos, sin dormir, haciendo el amor, hablando, riendo. Pero no nos hicimos promesas, no planeamos un futuro juntos que sabíamos que nunca sería posible. Él se debía a su trabajo, a su familia, a su país. Yo era un espíritu libre con sueños, una carrera por terminar, un mundo por descubrir. Así que esa mañana nos despedimos con un beso que aún me hormiguea en los labios, que aún palpita en mi alma.
—¿No volviste a verlo… nunca? —preguntó Mateo, quien trataba de disimular que la voz se le entrecortaba.
—No, nunca. Las navidades siguientes recibí una carta. Me dijo que su hermana le había dado mi dirección cuando había vuelto a cenar esa Nochebuena, aún la guardaba en sus archivos. Eran las palabras más llenas de amor que he leído en toda mi vida. Y como sabéis, he leído mucho. Yo traté de expresarle mis sentimientos en otra carta de la mejor manera que supe, y en un impulso le envié una fotografía. Un año más tarde, recibí una fotografía suya, pero ninguna carta que la acompañara, solo una dedicatoria.
Todos se sobresaltaron cuando la anciana se levantó con dificultad y cogió su bolso del perchero. Sacó la cartera y extrajo una foto de su interior. Con una sonrisa, se la ofreció a Hernán y volvió a su butaca.
La foto pasó de mano en mano. Cuando Álvaro y Sara la recibieron, pudieron observar en ella a un hombre de uniforme bastante parecido a como se lo habían imaginado por la descripción. Los dos contuvieron el aliento cuando giraron la fotografía y la anciana tradujo del francés la dedicatoria.
—«A mi amada Marifeli, en la distancia en esta vida, mi compañera en la próxima».
—¿Qué fue de él? —quiso saber Mercedes, secándose las lágrimas con un pañuelo.
Acariciando el rostro de su amado cuando recuperó la foto, tía Feli habló muy bajo y con una voz que nada tenía que ver con la nostalgia, sino que provenía del más profundo dolor.
—En 1971 recibí una carta de Carole. Me dijo que su hermano había sufrido un accidente estando de servicio y que había fallecido. Me explicó que, hasta entonces, todos los años por Nochebuena, Caesar se quedaba a solas en el salón del hostal después de cenar y más tarde dormía en la habitación que yo había ocupado la noche que había estado allí. Además, había encontrado una foto mía entre sus cosas, la cual creyó conveniente devolverme, al igual que creyó que debía informarme de lo sucedido.
—1971 —repitió Hernán—. Ese fue el año que te marchaste a Tierra Santa.
—Sí. Me marché allí, a la cuna de la fe. Necesitaba creer más que nunca. Creer que realmente existía esa otra vida en la que nos íbamos a reencontrar, en la que íbamos a ser compañeros. Y ese viaje me salvó la vida, una vida con mi familia, mis sobrinos, nietos, tanto de sangre como postizos, una vida que me alegro de haber elegido vivir.
Dicho esto, guardó la foto en la cartera, esta en el bolso y se recostó contra el respaldo reposando las manos sobre su regazo.
—Bueno, fin de la historia —concluyó la anciana con un suspiro—. ¿Quién me sirve otro anís? —dijo como decía siempre al acabar sus historias y dar paso a la siguiente actividad de la noche.
La sonrisa que se le dibujó en el rostro los dejó a todos de una pieza.
Pero nadie se movió, no por falta de educación, sino porque habían olvidado momentáneamente cómo hacerlo. Fueron unos minutos de quietud hasta que alguien rompió el silencio.
—Estoy enamorado de Sara.
Sara apretó con fuerza la mano de Álvaro bajo la manta poco antes de que todas las cabezas giraran lentamente hacia ellos. Nadie dijo nada, no se oyó ni siquiera una respiración más alta que otra. Absolutamente nada hasta que Sara apartó sus ojos de los de Álvaro en una mirada cómplice y los dirigió hacia tía Feli.
—Y yo estoy enamorada de Álvaro.
Cuando vio unas lágrimas de alegría caer por el rostro de la anciana, tuvo la fuerza suficiente para mirar y sonreír al resto de los presentes, aún estupefactos.
—¿Nadie va a decir nada? —preguntó incrédulo Álvaro.
Podría haberse esperado cualquier reacción, positiva, negativa o incluso indiferente, cualquier cosa excepto que nadie diera su opinión.
—Le he pedido a Alicia que se case conmigo —anunció Gabriel con una sonrisa, la cual desapareció cuando Alicia le dio un codazo—. ¡Ay! ¿Qué pasa? Pensaba que estábamos dando buenas noticias.
Como en un partido de tenis, todas las cabezas se habían vuelto hacia el otro extremo del semicírculo.
—Ahora no —dijo Alicia entre dientes, pero todos lo oyeron igualmente.