Pon tus manos sobre mí - Mina Vera - E-Book
SONDERANGEBOT

Pon tus manos sobre mí E-Book

Mina Vera

0,0
3,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Sofía y Paula, amigas del alma desde la adolescencia, no pueden creer que la vida se lo esté poniendo tan difícil. Paula, alta y exuberante, parece brillar con luz propia en la frutería en la que trabaja y conquista a sus clientes con su vibrante personalidad, pero no ha vuelto a encontrar un hombre que valga la pena después de su fracaso matrimonial cuando aún era muy joven. Para la bella y menuda Sofía es aún más complicado: madre soltera, haciendo malabares para llegar a fin de mes y sacar a su hijo adelante, limpia casas y acepta cada vez más trabajos extra, como ayudar a Paula en la frutería. Los hombres de sus vidas deben estar ahí fuera, en algún sitio, piensan, pero están demasiado ocupadas sobreviviendo como para detenerse a considerarlo. Todo cambia cuando Sofía acepta limpiar por horas en la casa de Ric, un atractivo novelista, cliente de Paula, que está recuperándose de un grave accidente. Ric es divertido y amable, y hasta permite que Sofía lleve a su pequeño Lucas a su casa cuando no tiene con quién dejarlo. Claro que no contarán con que un inoportuno balonazo del niño despierte la furia de Fran, el misterioso y apuesto vecino de Ric. Una fantástica novela coral, con personajes francos y cercanos, en la que las historias de amor se suceden pared con pared. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 325

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Marisa Villalón Magaña

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pon tus manos sobre mí, n.º 94 - noviembre 2015

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-687-7234-9

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

La galerna se presentó tan rápida como inesperadamente. Ningún parte meteorológico la había anunciado. La dirección del viento había cambiado contra todo pronóstico en alta mar y había decidido arrastrar hacia la costa gallega una borrasca que se había formado varias millas mar adentro. Para cuando la alerta se había hecho eco en el puerto de Vigo, eran muchos los barcos que habían salido a faenar. Otros muchos permanecieron amarrados a la espera de que el mismo número de marineros que había abandonado la costa esa madrugada volviera al amanecer, aunque fuera con las redes vacías.

Las plegarias fueron escuchadas esta vez. A media mañana todos los pesqueros estaban de vuelta con toda su tripulación ilesa, solo con una jornada perdida. Y tal vez porque las plegarias se habían limitado a desear buena fortuna a los hombres de la mar, los de tierra firme habían quedado relegados a un segundo plano.

En lo más cruento de la tormenta, un ciclista se arrepentía de haber salido ese día a hacer su compra semanal, con su mochila cargada de provisiones a la espalda. Aunque ya era absurdo parar. Solo quedaba un kilómetro y, a pesar de estar calado hasta los huesos, podría decirse que llevaba el viento de cola. Aunque le desestabilizara ligeramente, le ayudaría a afrontar la cuesta arriba que le esperaba hasta su casa.

No lo vio venir. Era un cruce bien señalizado, al menos para aquel que lo conociera. Ric pasaba por allí, como mínimo, una vez por semana. Pero el conductor del camión que se saltó el stop no estaba tan habituado como el ciclista. Con una lluvia torrencial cayendo sobre su parabrisas, el cielo tan encapotado que parecía haberse hecho de noche a las once de la mañana y las ganas desesperadas de llegar a su destino tras ocho horas de viaje, no vio la señal vertical, ni la horizontal, ni a Ric aparecer por su izquierda.

Primero oyó un golpe seco y pensó que había pinchado. Después vio un casco pasar volando como una paloma blanca por delante de sus ojos; eso le hizo frenar de inmediato. «Que no sea un niño» fue lo primero que pasó por su cabeza, tal vez porque era padre de tres hijos. «Que no esté muerto... o algo peor» fue lo que murmuró según saltaba de la cabina del camión.

Al principio solo vio naranjas exprimidas, hojas de lechuga desperdigadas y unos trozos de carne cruda que se le antojaron demasiado bien fileteados para ser consecuencia del atropello. Después lo vio a él entre el corro de transeúntes que se había agolpado alrededor del cuerpo, a varios metros de distancia, lo que le hizo darse cuenta de que el ciclista había salido literalmente volando. Era un hombre joven, con la cara ensangrentada, los ojos cerrados y una mochila debajo de la cabeza que había quedado desprotegida de su casco. La bicicleta estaba hecha un ovillo debajo de la rueda delantera del vehículo, pero al menos no había nada con ella que pudiera considerarse miembros humanos.

Cuando el conductor cayó de rodillas, un par de personas abandonaron el círculo y fueron a atenderlo a él.

—Mejor que sean dos ambulancias —sugirió un hombre que hablaba por el móvil—. Al parecer el conductor ha entrado en shock.

A las ocho de la tarde, y con la tormenta convertida en una ligera llovizna, dos mujeres montaban en sus respectivas bicicletas sin mojarse más que por su propio sudor. Sofía y Paula afrontaban una cuesta arriba que, en teoría, era aún más empinada que la que —si el destino hubiera estado de su lado ese día— habría llevado a Ric hasta su casa horas antes. Eso sí, sus bicicletas no se movían del sitio. Y como estaban en un gimnasio, no solo no las llevaban a ninguna parte, sino que quedaban liberadas de peligros tales como ser atropelladas por un camión.

Era el último jueves de septiembre y, con él, el último día que Sofía podría disfrutar de lo que ella llamaba «una vida acorde a su edad».

El primero de octubre volvían los Suárez y los Rubio, ambas familias adineradas con sendas vacaciones de tres meses. Los tres meses durante los cuales ella no tenía que ir a limpiar sus chalets tres veces por semana y que aprovechaba para trabajar con Paula, cubriendo las vacaciones de todo el personal de la frutería, donde, gracias a la propia Paula, la contrataban cada verano y cada vez que había una baja por enfermedad.

Limpiar casas era duro, pero cuando el monitor de spinning indicaba que tocaba pedalear a fondo, sin resistencia, agachando la espalda y apoyando los brazos contra el manillar durante todo lo que quedaba de canción y tan rápido como las piernas les permitieran, a Sofía le parecía que limpiar la mierda de otros no era para tanto.

Tras los estiramientos de rigor, ambas mujeres se dirigieron encantadas hacia el vestuario. Una vez pasados los cuarenta y cinco minutos de ejercicio cardiovascular, una se sentía satisfecha consigo misma, casi como si el sudor que hacía pesar la camiseta un kilo más fuera directamente proporcional a los kilos que ellas habían perdido. Podría ser una ilusión, pero era muy efectiva para el ego.

—Te voy a echar de menos. —Paula, completamente desnuda, caminó hacia las duchas comunes—. Sudar como una cerda aquí no va ser lo mismo sin ti. Y aún menos en la frutería.

Sofía rio, aunque en el fondo tenía ganas de llorar y se sentía estúpida por ello. Disimuló el nudo de la garganta enjabonándose la cabeza.

—Tú lo vas a echar de menos, yo lo voy a echar de menos y Lucas va a echar de menos pasar las tardes con su tío Jorge, ahora que empieza las clases por las tardes, y que él vuelve a embarcar.

Paula carraspeó. Esta vez fue ella la que lo disimuló, enrollándose la toalla a modo de turbante alrededor del pelo y saliendo hacia la zona de las taquillas. El tío Jorge podía ser muy divertido para un niño de seis años como Lucas, y podía ser de ayuda para que Sofía tuviera unas horas libres las tardes del único mes del año que volvía a su ciudad natal. Pero, aparte de eso, Jorge siempre había pensado solo en sí mismo, y Paula tenía la certeza de que también había sido así durante el único mes que habían salido juntos, en agosto del año anterior. Una relación corta e intensa, y una ruptura igual de abrupta y profundamente dolorosa. Lo de «un clavo saca a otro clavo» no surtía efecto con ella. En ella, la herida simplemente se hacía más profunda. Así había funcionado siempre su corazón, más de una vez.

Sofía y ella eran amigas desde el instituto. Y siete años después de dejarlo, al igual que dejaron en su día los planes de ir a la universidad, seguían siendo amigas. Juntas habían superado situaciones con las que no habían soñado de adolescentes. Poco había en sus vidas que se pareciera a lo que habían planeado tumbadas en la campa contigua al instituto, cuando se escapaban de las últimas horas y se dedicaban a fumar sus primeros cigarrillos y a mirar a los surfistas que se congregaban en la playa. Hasta que un día decidieron bajar a esa playa, y sus vidas cambiaron para siempre.

—¿Adónde se marcha el tío Jorge esta vez?

Sofía fingió no darse cuenta de la amargura oculta tras las palabras de Paula. Aún no entendía cómo ella había accedido a ir a cenar con él una noche, hacía más de un año. Su hermano mayor le había estado tirando los trastos a su mejor amiga desde que ella tenía memoria, y nunca, jamás, Paula le había hecho el menor caso. Bien era cierto que Jorge hacía lo mismo con toda aquella mujer que se cruzara en su camino, pero con Paula había sido especialmente insistente. Nada más desembarcar aquel día, ella había ido a recogerlo al puerto y lo había llevado a su piso, donde Paula se había quedado cuidando de Lucas porque esa tarde tenía fiebre. En cuanto Jorge la había visto, se la había comido con los ojos y le había reclamado una cena que ambos habían postergado demasiado tiempo. Sofía pensó que Lucas le había pegado la fiebre a Paula cuando la oyó aceptar encantada e indicarle a qué hora debía recogerla en su casa. Aunque, realmente, el más sorprendido había sido Jorge, pues se limitó a asentir con la cabeza sin decir nada. El resto del mes fueron como un par de animales en celo —según lo que, muy a su pesar, ambos le habían contado— e incluso Paula le había dejado caer que tenía la esperanza de que esta vez Jorge se quedara unos meses en tierra, tal vez definitivamente. Ella no había querido desilusionarla, porque ¿quién era ella para contradecirla, por mucho que conociera a su hermano como lo hacía? Realmente no estaba en la cabeza de Jorge para saber lo que pensaba. Pero ahora se arrepentía de no haberlo hecho.

—A Sudamérica. Cambia de barco pero no de compañía. Y esta vez… me temo que no vuelve a este puerto en un par de años.

—La mar tira de los marineros —sentenció Paula.

—De los que son como Jorge, sí. —Sofía suspiró y se untó una abundante cantidad de crema anticelulítica en ambas piernas—. Siento lo que pasó.

La mano de Paula se detuvo en seco en el hombro izquierdo, solo un instante. Enseguida continuó extendiendo la crema reafirmante con más ímpetu que antes.

—Ya te dije que no fue culpa tuya. Yo solita me monté mi película. Y ahora no quiero hablar de eso. La verdad es que me gustaría mucho no volver a hablar de eso.

—Está bien, pero entonces —Sofía golpeó a su amiga en un brazo con un rápido movimiento de su toalla, haciendo que sonara y provocándole una rojez como si hubiera sido un látigo— tendrás que confesar cuál de los clientes de la frutería es tu amor imposible.

Paula bufó y se apresuró a vestirse cuanto antes.

—Venga, mañana es mi último día —insistió Sofía—. Casi no me queda tiempo para decidirme entre los diez de los que sospecho.

—¿Diez?

—Sí, demasiados, ya lo sé. Así que tendrás que darme alguna pista.

—Te dije que, si te decía su identidad, me sentiría muy incómoda sabiendo que tú lo sabes y que él está ahí. Bastante me cuesta ya disimular cada vez que entra. Hoy casi me da un infarto. Estaba tan guapo con el pelo mojado…

—¡Así que ha venido hoy!

Paula se preguntó por qué era tan bocazas.

—Sí, pero no pienso decirte quién es. —Se dio la vuelta y se dedicó a vestirse, con la vana esperanza de que Sofía se rindiera.

—A no ser que se me haya escapado alguno, hoy de mi lista solo han entrado cuatro. Y uno de ellos venía con su mujer, cuya existencia ignoraba, así que queda descartado.

—¿Y quién te ha dicho que no esté casado?

Sofía se quedó blanca.

—¿Por eso lo llamas «amor imposible»? ¡Cómo he estado tan ciega!

—No, no está casado —se apresuró a desmentir Paula antes de que a su amiga le diera por soltarle su largamente argumentada charla sobre lo que ella denominaba una O.B.R., una «odiosa- bruja-rompefamilias»—. Pero creo que está con alguien. Al menos lo estaba hace un año. Vino aquí con ella una vez, pero no he vuelto a verla con él. Ni con ninguna otra.

—Entonces tal vez ya no estén juntos. Y tampoco esté con nadie más.

—Quizás... Pero mi pequeño orgullo de mujer me dice que ese tiene que ser el único motivo posible por el cual me rechaza constantemente.

—¿Le has dicho algo abiertamente? —La voz de Sofía apenas se oyó mientras luchaba por sacar la cabeza del estrecho cuello de cisne de su camiseta.

—No. La verdad es que siempre he sido muy sutil. —Paula tiró hacia abajo de la prenda de su compañera y su cabeza emergió de golpe con la cabellara húmeda y despeinada—. Sin embargo, él es un hombre inteligente, creo que eso es lo que más me gusta de él. Y por cómo reacciona, me parece que lo pilla perfectamente.

—¿Cómo reacciona?

—Huye despavorido en cuanto dejo de limitarme a atenderlo como a cualquier otro cliente. Si profundizo un poco más, cambia de tema enseguida. Sortea muy ágilmente cualquiera de mis indirectas, a pesar de que a veces juraría que me mira de cierto modo, y eso, como soy tan imbécil, me da esperanzas de nuevo. Merezco otro golpe de tu toalla. Adelante.

—No sé. —Dudó entre golpearla con camaradería o doblar la toalla. Finalmente la guardó pulcramente en su mochila—. A veces las miradas son más claras que las palabras en sí mismas.

—Ya, bueno, pero con él creo que no funciona así. Es imposible, de la misma manera que es imposible sacármelo de aquí dentro. —Se golpeó la cabeza con la palma de la mano, con frustración—. Lo intenté con tu hermano el año pasado. Sí, lo siento mucho, es tu hermano, pero pensé que podría ayudarme a olvidarlo. Y lo único que conseguí fue dejarlo en el banquillo un mes mientras me nublaba con un cuelgue que resultó demoledor.

—Ya, yo también sé bastante de eso.

Ambas se miraron en silencio. Cada una había tenido su buena ración de demolición sentimental.

—¿Qué tenemos de malo, Sofi?

Sus miradas se desviaron hacia el espejo. Vale que no se habían maquillado y que solo con la crema hidratante la cara les brillaba como un Gusiluz. Pero tenían veinticuatro años y, quitando algún que otro michelín, alguna espinilla tardía y alguna arruga de expresión temprana, ambas estaban de muy buen ver. Paula con el pelo rubio oscuro natural y lacio, profundos ojos verdes y algo más alta y corpulenta. Sofía, más menuda, ojos almendrados y del mismo tono castaño que su cabellera rizada. Pero sobre todo, como muy bien sabía la una de la otra, había poca gente en el mundo con un corazón tan fiel y sincero como el de ellas.

—Absolutamente nada, Pau. Simplemente, aún no hemos encontrado a nuestro príncipe azul.

—Cada una hemos tenido nada más y nada menos que dos encuentros con príncipes convertidos en rana. ¿Crees que a la tercera va la vencida?

Sofía desvió la mirada del espejo y abrió la puerta del vestuario para dejar allí, al calor del vapor del agua de las duchas, todos sus malos recuerdos.

—Eso dicen.

—Ya, una no debe fiarse de lo que oye por ahí.

—Pero es un refrán popular. Sabiduría de nuestros ancestros.

Paula la miró con una ceja arqueada.

—¿Eso debería darme confianza?

—Se supone. —Sofía se encogió de hombros y sujetó la puerta del gimnasio mientras miraba hacia fuera sin salir—. Sé que existen, Pau. Los hombres de nuestra vida están ahí fuera, esperándonos.

—Pues, si no le importa, esta vez que sea él quien venga a buscarme.

—Si quieres peces, debes mojarte el culo. —Con un pequeño empujoncito, Sofía hizo que Paula saliera a la calle y se uniera al flujo de transeúntes.

—¿Eso también es un refrán?

—Creo que sí, más o menos.

—Pues está lloviendo, así que nos vamos a mojar un poquito.

Capítulo 1

—Adela, por favor, márchate de una vez.

Cuando su hermana lo miró con gesto inquisitivo, Ric se dio cuenta de que se había pasado un poco con el tono de sus palabras. Estaba muy agradecido con ella. Sabía que había tenido que dejar muchas cosas para poder ir a atenderlo y, sobre todo, que había tenido que convencer a sus padres para poder quedarse toda una quincena con él.

Hasta que no llegara diciembre, su hermana pequeña aún tenía diecisiete años y sus padres podían decidir por ella. Que perdiera dos semanas de su primer año de universidad les parecía ya bastante tragedia. «Valiente tontería», había pensado ella. La auténtica tragedia era que Ric hubiera estado a punto de morir en un accidente y que ellos solo se hubieran limitado a ir una vez al hospital. En cuanto les informaron de que se recuperaría por completo, se marcharon. Las bodegas eran más importantes que su hijo, y ya habían pasado tres días demasiado lejos de La Rioja. Ni siquiera se habían dignado a quedarse en la casa de su primogénito, la cual contaba con habitaciones de sobra. Habían preferido un hotel, y no precisamente el más cercano al hospital. En cuanto recuperó la consciencia recogieron las maletas, las cuales Adela estaba convencida de que ni siquiera habían llegado a deshacer. «Es lo que él quiere», le había dicho su padre, «siempre ha sido así. Sabe valerse por sí mismo y nunca ha querido nada de nosotros. Si necesita ayuda, se la pagará él mismo. Dinero no le falta».

Pero Adela no había podido permitir que, tras darle el alta, una enfermera interina cuidara de su magullado hermano preferido. Tenía familia, y la familia debía estar en esos momentos. ¿Sino, en cuáles? Al parecer, era más importante reunirse para recibir otro premio de la Sociedad de Enología que para cuidar de un hijo o hermano. Ella tenía otra forma de pensar. Y si sus estudios de Químicas se lo permitían, trabajaría en un hospital y no en un laboratorio de las bodegas de su familia. Ric había huido del negocio familiar en pos de un sueño. Ella también lo haría.

—Te he dejado toda la ropa doblada en lugar de colgada en las perchas, para que no tengas que levantarte de la silla. También he vaciado los cajones de arriba y lo he reordenado todo en los de abajo.

—Ya puedo levantarme con la ayuda de las muletas, así que no hacía falta.

—Me alegro, pero así tendrás que hacer menos esfuerzos. También te he bajado el portátil y algunos libros de tu estudio del piso de arriba, pero recuerda que no debes escribir demasiado, menos con la mano que aún tienes escayolada. La de la muñequera tampoco deberías forzarla.

—Usaré la grabadora si en un momento de inspiración empiezo mi décima novela. Aunque ahora mismo me conformo con pasar más de media hora sin dolores. —En cuanto lo dijo, supo que tendría que haberse callado.

—De verdad, podría quedarme una semana más.

—Ni hablar. Vete.

Adela miró a su hermano a los ojos, a esos ojos de un azul intenso que eran tan parecidos y a la vez tan diferentes a los de su madre, y se preguntó cuándo habían dejado de ser una familia, o si de verdad lo habían llegado a ser alguna vez.

Ella recordaba vagamente a su abuela materna, la anterior dueña de aquella casa, y aunque ella era muy pequeña cuando había muerto, aún podía sentir allí su presencia. Incluso podía verla en los ojos de su hermano. A pesar de ser del mismo tono azul brillante que los de su madre, solo en Ric había encontrado esa calidez que desprendía su abuela Margarita, quien probablemente sentía lo mismo cuando decidió dejar en herencia aquella casa a su nieto y no a su hija. Y sí, los vagos recuerdos que conservaba de algún verano en aquella casa eran lo único que le decía que una vez había pertenecido a una familia de verdad y no solo a un apellido con renombre en cierto sector por el cual no sentía ningún interés.

Tragándose la nostalgia, abrió el portátil y señaló la pantalla.

—En Favoritos te he guardado la dirección web de varios comercios que tienen servicio online y reparto a domicilio, además de restaurantes, por si no te apetece cocinar. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¿Por qué no vienes a Logroño conmigo un par de semanas? Si no quieres quedarte en casa de papá y mamá, podrías quedarte con...

—¿Con alguno de nuestros hermanos? —interrumpió de inmediato—. No, gracias. Sé que han pisado el hospital igual o menos que nuestros padres. Aquí tengo amigos que vendrán a echarme un cable de vez en cuando.

—Ya, claro. Esos surfistas que se dejan caer una vez al año.

—Tres veces al año. Y tengo más amigos que ellos. Es mi casa, y aquí me defiendo bien. Gracias por todo, pequeñaja. Me las apañaré.

Adela lo miró de arriba abajo. Todavía tenía la cara algo amoratada. Tras varias semanas ingresado, la horrenda hinchazón del rostro había disminuido, pero seguía tendiendo un arcoíris de tonos amarillentos y violáceos, con algún retazo verdoso. Un auténtico cuadro. La muñeca izquierda ya solo contaba con una muñequera, pero el brazo derecho lo tenía escayolado por completo y lo llevaba en cabestrillo. Para compensar, la pierna izquierda era la que iba escayolada, y tobillo y rodilla derechos vestían sus correspondientes tobillera y rodillera, lo que al menos parecía darle algo de equilibrio, si es que eso era posible. Sin olvidarse de la fea línea que le recorría el muslo donde le habían cosido con veinte puntos, el doble que en la cabeza, la cual no se le había abierto por completo gracias a su mochila, que había amortiguado ligeramente el golpe.

—Cuídate. Y si necesitas algo, lo que sea, llámame. No seas orgulloso, ¿vale?

—El orgullo es lo único que me queda sin puntos o moratones. Vaaale —se rindió cuando ella alzó la barbilla en un gesto que, aunque ella probablemente no recordara conscientemente, era clavadito al que había hecho en vida su abuela Margarita cuando alguien la contradecía. Sintió un escalofrío lleno de nostalgia—. Te llamaré. Te quiero, pequeñaja.

—Y yo a ti, cabeza dura.

Le besó una zona de la mejilla que parecía de un tono normal y se montó en el taxi que la esperaba en la puerta de la casita de dos pisos que Margarita Remington había dejado a cargo del único de sus nietos que, con toda certeza, no la vendería, sino que iría a vivir allí. Adela sabía que ella no habría sido digna de aquella responsabilidad, no era tan valiente ni independiente como su hermano. Pero, al menos, sabía que siempre sería bien recibida allí por él, el único que siempre la había comprendido y apoyado en todos sus sueños e ilusiones. Tal vez de ilusiones no se viviera, como decía siempre su padre, pero Ric había trabajado mucho en torno a esa ilusión que era ser novelista y, desde luego, ella prefería vivir como él a como sus padres esperaban que lo hiciera. Pero de momento, estudiaría, como había hecho su hermano. Y, cuando hubiera terminado sus obligaciones, decidiría su propio futuro.

Una semana después, la casa de la abuela Margarita estaba patas arriba. La cocina parecía una pocilga por los restos de cajas y envases de comida a domicilio, puesto que sacar la basura implicaba bajar las cinco escaleras del porche. Además, Ric se había cansado de la comida de restaurante a domicilio, pizzas incluidas, cosa que jamás pensó que fuera posible.

Le daba tanta vergüenza recibir visitas que, cuando algún amigo le llamaba para visitarlo y echarle un cable, le mentía diciendo que el golpe en la cabeza le había despertado una idea fantástica para su nueva novela y que, como no podía escribir, necesitaba concentración para recordar las ideas y usar la grabadora, aparato que jamás había utilizado con anterioridad.

Él era un escritor de teclado y pantalla. Pero el estudio en el que se inspiraba como en ningún otro lugar estaba a trece escaleras de distancia, así que escribir de viva voz en una silla de ruedas o en el sofá no era lo mismo. Y, desde luego, entre los dolores y las tareas de la casa, sin mencionar el aseo personal, uno no podía inspirarse mucho.

Harto de su propia dejadez, decidió que, ya que era lunes, debía retomar una alimentación sana y empezar a cocinar por sí mismo. La mano de la muñequera ya no le dolía tanto y se sentía capaz de manejar una sartén y una espátula sin provocar un incendio o que la comida se le volcase.

Así que hurgó entre las webs que su hermana le había dejado marcadas e hizo un pedido de productos frescos para una semana, y de comida menos perecedera como para dos o tres. Tal vez le costara colocar las cosas en los armarios, pero, ya que tenían que hacer el viaje hasta su casa, era mejor que le trajeran todo de golpe. Uno de los motivos por los que se movía en bicicleta era su carácter ecologista, y que tuvieran que llevarle la compra en furgoneta le parecía de lo más contaminante.

El primer repartidor llegó a mediodía. Llevaba muchísima prisa y le dejó las bolsas en la entrada de la cocina, justo después de dejárselas en el porche y cambiar de idea al verlo postrado en la silla de ruedas. Aún no había conseguido colocar ni la mitad de las bolsas cuando llegó el segundo repartidor.

Ric era un hombre de costumbres, y desde que vivía en Vigo siempre había comprado en las mismas tiendas, una vez que encontró las que le ofrecían productos de primera categoría. Pero, por desgracia, excepto uno de esos comercios, nadie contaba con el servicio de reparto a domicilio y compra online o vía telefónica. Así que la carne que le trajo un muchacho que parecía no haberse empezado a afeitar todavía no le inspiraba demasiada confianza. Aun así, había preferido encargarla en una carnicería en lugar de en el supermercado.

Ya pensaba que la fruta no llegaría ese día cuando, a las ocho y media, llamaron a la puerta. No se lo esperaba, así que se sobresaltó y el último tarro de mermelada que le quedaba por colocar se le cayó al suelo, provocando no solo un ruido ensordecedor sino también salpicaduras por toda la cocina. El timbre sonó de nuevo, Ric gritó que ya iba y, sin poder esquivar del todo la mermelada del suelo, pasó una de las ruedas de su silla por encima de los pegotes de frambuesa, dejando una bonita línea rosada hasta la puerta de entrada.

Cuando la vio con tres bolsas en cada mano, tuvo el impulso de ponerse en pie y cogérselas inmediatamente. Pero, claro, su cuerpo no respondía a ese tipo de impulsos desde el accidente. Y se dijo que su mente no debería permitírselo tampoco cuando de ella se trataba. Además, las bolsas se le cayeron de las manos en cuanto le reconoció.

—¡Santo Dios! ¿Qué te ha pasado?

Paula se agachó y, sin pensarlo, tocó cada parte del cuerpo de Ric que mostraba alguna lesión. Prácticamente su cuerpo entero.

—Poca cosa —bromeó y se encogió de hombros—. Me atropelló un camión.

—¡Un camión! —Paula parecía estar en shock—. ¿Y estás bien? Bueno, quiero decir… aparte de los moratones y las escayolas… ¿Puedes andar? ¿Tienes la cabeza… bien?

Ric sintió sus dedos deslizarse por las dos líneas de puntos que se ocultaban bajo su pelo, ahora algo más largo que cuando se lo raparon. Se conocían, ella le atendía cada jueves en su frutería favorita, pero nunca antes se habían tocado. Él había tratado de evitar todo contacto, incluso el del cambio, hasta el punto de llevar monedas sueltas para dar el dinero justo. De todos los empleados de Frutas y Verduras La Selecta, tenía que ser ella quien le llevara su pedido.

—¿Ric?

—Sí, sí, estoy bien. Recuperándome de huesos rotos, nada más.

—¿Seguro?

Podría haberle dicho que se había quedado un poquito tonto por el golpe en la cabeza. De esa forma, los segundos que había tardado en responder mientras ella palpaba sus heridas con la mayor de las delicadezas no le delatarían tan obviamente. Pero decidió no liar más las cosas.

—Seguro. Si no te importa, déjame las bolsas ahí.

—¿Ahí? ¿En el sofá?

—Sí.

Paula las cogió de donde las había dejado caer y levantó una ceja.

—¿No prefieres que te las lleve a la cocina? Puedo colocarlo todo donde me digas. Eres el último cliente de la ruta. Y no tengo prisa.

No esperó a que respondiera. Se dirigió directamente a la cocina.

—¡Pero…! ¿Qué ha pasado aquí?

—Podría decirte que ha sido el gato, pero no tengo.

La oyó reír muy bajito y él sonrió, bastante avergonzado. Se sintió enrojecer cuando ella lo miró con tal lástima que parecía estar acariciándolo con la mirada. Al tratar de esquivar sus preciosos ojos, se dio cuenta de que aún cargaba con las pesadas bolsas. En un arranque, comenzó a recoger las cajas de pizza para que ella pudiera apoyarlas sobre la mesa. Eso le dio tiempo a ella a mirar a su alrededor y Ric no pudo evitar que ella viera el bote de mermelada roto.

—Se me ha caído cuando has llamado. El resto… bueno, es la comida de toda una semana. Habitualmente no soy tan cerdo, de verdad. —Ella parecía perpleja—. ¡Dios, qué vergüenza!

Cuando Ric tiró de mala gana las cajas que acababa de recoger, Paula soltó una carcajada que trató de contener. Buscó el rollo de papel de cocina y se agachó para limpiar la mermelada.

—No, por favor, no hagas eso… Me siento fatal.

—¿Vives solo?

—Creo que es evidente.

—¿No viene nadie a ayudarte?

—Mi hermana ha estado hasta la semana pasada. Y a los amigos que han llamado les he dicho que estaba escribiendo para que no vinieran y no vieran… lo que tú estás viendo ahora.

Sin decir nada, Paula terminó de limpiar el suelo mientras él la observaba en silencio, resignado y ruborizado.

—Ricardo M. Remington es solo tu seudónimo, ¿verdad? —dijo ella de pronto.

Paula conocía ese nombre por sus novelas. Las había leído todas. Y había pensado que ese era su nombre real.

—Bueno, ese es mi cuarto apellido.

—Por eso no te he reconocido cuando has hecho el pedido online. Me preguntaba si te habrías marchado a promocionar tus obras por ahí sin decírselo a tus fruteros favoritos —confesó.

—Tuve el accidente el día que os visité por última vez. —Se encogió de hombros y, de pronto, Ric sonrió de oreja a oreja, de forma que Paula creyó que el corazón se le salía del pecho—. Creo que el medio melón que insististe en que me llevara me salvó la vida.

—¿Ah, sí? —Parpadeó compulsivamente por la sorpresa.

—Se me salió el casco y mi cabeza cayó contra la mochila en el punto donde estaba la fruta. La parte alta del cráneo quedó encajada en el hueco del melón. Detrás estaban la lechuga y el repollo, que hicieron de base.

—Elegí las dos piezas más grandes para ti —dijo sin pensar, delatándose—. Me alegra haber contribuido a que no estés muerto.

Él abrió los ojos de par en par y ella se dio cuenta de que había sonado peor de lo que esperaba.

—¿Sabes qué? Creo que puedo hacer algo más por ti.

Se sacó una libreta y un boli del bolsillo trasero del pantalón, zona que Ric se obligó a no mirar, y le apuntó un teléfono y un nombre en una hoja que dejó bajo un imán de la nevera.

—Llámala. Es una de mis mejores amigas y, si tienes buena memoria, la recordarás de la frutería. Trabaja todos los veranos con nosotros, aunque, como siempre suelo atenderte yo, no sé si… —Se dio cuenta de lo que acababa de decir y decidió no seguir por ahí—. El resto del año mantiene relucientes y perfectamente organizadas, además de su casa, las de varias familias que ya no pueden vivir sin ella. Dile que llamas de mi parte y se pasará por aquí para que acordéis cuántas veces por semana podría venir a… Bueno, a hacer de esto un lugar habitable.

—Yo no suelo…

—Ya lo sé. Imagino que yo en tu lugar lo tendría todo aún peor. Pero ella puede ayudarte, lo hará encantada, tú lo necesitas y dudo que pagar sus honorarios, que son muy razonables, le suponga un problema a un escritor superventas.

Ric se rascó la cabeza inconscientemente, aunque enseguida apartó la mano al notarse la cicatriz.

—Lo cierto es que me las apaño mucho peor de lo que había imaginado.

—Entonces, decidido. —Se dirigió a la mesa y empezó a desempaquetar la fruta—. En cuanto me vaya, la llamas. Te aseguro que no encontrarás a nadie mejor.

—Gracias. Y, por favor, deja de recoger.

—¿Qué pensabas cenar hoy? —preguntó inesperadamente.

—¿Qué?

—Tienes mermelada en los pantalones. Ve a cambiarte. Recogeré esto y te haré la cena. Hoy, por ser tu primer pedido online, tienes un vale que incluye… —abrió la nevera y sacó lo primero que encontró—. Filete de ternera.

—No puedo pedirte que hagas eso. —Ahora le empezaba a doler la cabeza con un extraño latido.

—No me lo has pedido. Lo hago porque quiero. Después de cuatro años como cliente mío, y yo como lectora tuya, podríamos considerarnos amigos, ¿no te parece?

La culpabilidad le atravesó el pecho como un puñal.

—Desde luego —reconoció cabizbajo.

—Y los amigos se echan un cable cuando se necesitan. Cámbiate. Yo encontraré las sartenes.

—Puedo tardar más en cambiarme de pantalones que tú en freír la carne.

—Si piensas que voy a marcharme, o que voy a ayudarte con los pantalones, te advierto que no pienso hacer ninguna de las dos cosas.

Él se dio cuenta de que aquello había sonado como lo que no era en cuanto ella levantó una ceja y sonrió de medio lado.

—¿Qué? ¡No! No he querido insinuar que…

—Anda, vete. —Volvió a reír y Ric suspiró, queriendo que se lo tragara la tierra—. Te dejaré el plato en la mesa y me marcharé antes de que vuelvas. Así, si quieres, puedes cenar en calzoncillos.

Después de que le guiñara un ojo y se pusiera a abrir armarios en busca de alguna sartén, Ric se dio la vuelta y rodó hacia su dormitorio.

Tendría que haberla invitado a cenar con él. Aunque eso habría supuesto que ella tuviera que cocinar aún más. Pero no lo había hecho, y en el fondo era lo mejor. Al menos eso fue lo que se dijo a sí mismo mientras masticaba un delicioso filete al punto.

Paula había dicho adiós y él había asomado la cabeza cobardemente desde su habitación, justo antes de que ella cerrara la puerta diciendo «Llama a Sofía». Así que, en cuanto se comió el filete, acompañado de una ensalada elaborada con ingredientes que ella misma había traído, cogió el teléfono.

Mientras la señal sonaba haciéndole esperar, observó con remordimiento su cocina impecablemente recogida. En el fregadero solo estaban sus platos de la cena, todo lo demás había desaparecido. Sospechaba que ella había logrado que cupiera dentro del lavavajillas que ahora estaba en marcha. La cocina había dejado de parecer un vertedero. Toda la basura debía de haber cabido también en las tres enormes bolsas que, de refilón, él había visto que se llevaba con ella.

Suspiró al escuchar el cuarto tono. Había creído que las nueve y media de la noche no sería muy tarde para llamar. Quinto tono. Ahora la vista se le había desviado hasta los tres fruteros repletos, estratégicamente colocados en la encimera, dispuestos como si fueran a hacerles una fotografía publicitaria de frutas perfectas y suculentas.

Cuando estaba a punto de colgar, una voz suave respondió y Ric se dispuso a ser lo más amable y convincente posible para que la amiga de Paula accediera a dedicarle unas pocas horas a la semana y, así, rescatarlo de su propia miseria.

Paula miraba el filete de su plato sin probar bocado. No le apetecía especialmente carne, pero al llegar a casa había sacado la bandeja de la nevera mecánicamente, lo había frito más de lo que le hubiera gustado y lo había puesto en un plato. Ahora no le apetecía ni siquiera cortarlo. La naturalidad y la buena disposición con la que había actuado en casa de Ric parecían haber agotado su energía y su capacidad de pensar. Estaba absorta, sentía como si un globo de sentimientos encontrados se estuviera hinchando dentro de su cabeza y estuviera a punto de estallar.

Podría haber muerto. Su amor imposible —al cual hacía más de un mes que no veía, volviéndose loca pensando qué habría sido de él— había salvado la vida de milagro. Y según parecía, ella había tenido mucho que ver con que su cabeza siguiera de una pieza. No lo había pensado así cuando había elegido para él las verduras más frescas y de mejor calibre, ni cuando había insistido en que se llevara medio melón, en concreto, el más hermoso de los que ella misma había partido esa mañana y que había reservado para él en cuanto lo había olido, dulce y maduro, en su punto justo.

El deseo, la atracción, la simpatía y el misterio que siempre le había entrañado su presencia no habían estado presentes en ningún momento esa tarde. Había sido el más puro instinto de protección, primitivo y maternal, el que había dominado su corazón durante los pocos minutos que había pasado en su casa. Lo había visto tan frágil e indefenso, cuando siempre había aparecido en la tienda con su porte gallardo y su actitud altanera. Con aspecto fresco y desenfadado, con ganas de conversación, con una perpetua sonrisa para ella, hasta que decía algo que parecía ponerlo nervioso y se volvía frío y cortante hasta despedirse.

Esa tarde solo había visto cansancio, abatimiento y resignación, salpicados con unas gotas de vergüenza por el estado de su casa, no tanto por el de su cuerpo. ¿Habían sido imaginaciones suyas o había temblado cuando le había chequeado las magulladuras? ¿Y se había quedado realmente en blanco unos segundos cuando le había recorrido uno a uno los puntos de la cabeza?

Seguramente, no. Eso eran sus propios anhelos proyectados en sus actos, como cuando creía que la miraba, a veces con deseo, otras con ternura, antes de volver la vista hacia las naranjas o las peras y pedir un kilo de alguna de ellas.

Se sentía orgullosa de su comportamiento de esa tarde, había hecho lo correcto. Sofía necesitaba trabajar y él necesitaba ayuda. Y, egoístamente, si su amiga trabajaba en su casa, podría saber cómo estaba él y si necesitaba más ayuda de la que Sofía le podía prestar. ¿Cómo demonios se le ocurría a alguien vivir solo en ese estado?