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Es el año 2998 y Galatea Biagioni tiene una nueva misión como Galaxia, campeona de la Agencia de Recuperaciones en el olvidado planeta llamado Nox. No está aún curada de las lesiones sufridas tras su último encargo, pero a una sola victoria de alcanzar los mil puntos en el ranking, sus jefes la apremian para que consiga un nuevo éxito. Tras escuchar la voz de su nuevo cliente a través del comunicador, siente que ese trabajo va a ser especial, más importante que ningún otro. Aunque no imagina que aceptarlo le cambiará la vida. Josh McKenna necesita al mejor de los recuperadores y, sobre todo, uno que encaje en un perfil muy concreto. Suerte que Galaxia reúna ambas condiciones, porque a él se le agota el tiempo. Alegando querer recuperar una joya robada a su familia por Bolgang, uno de los más escurridizos y sanguinarios seres de la especie snot, viajará con Galatea atravesando el planeta hasta alcanzar su verdadero objetivo. A lo largo del arduo camino que los espera, tendrán que enfrentarse a ataques de snots, a fenómenos naturales propios del inestable Nox y, contra todo pronóstico, a la atracción que surge entre ambos. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 427
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Marisa Villalón Magaña
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Regálame otro mundo, n.º 114 - marzo 2016
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-687-7827-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
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Centro Espacial de Wick, República Noringlesa
10 de octubre de 2492
Siete meses antes de la E.P.T. (Emigración Ponderada de la Tierra)
Tras un largamente ansiado aterrizaje, los seis tripulantes del transbordador Cristóbal Colón se dirigieron a las oficinas del mismo centro espacial que habían dejado atrás hacía ya seis años. Ante el anuncio de su llegada, el general Adler ordenó en voz alta la apertura de las puertas de la sala de operaciones. No obstante, no se levantó del asiento que presidía la amplia mesa ovalada donde una maqueta digital aguardaba la llegada de Julio César Biagioni y su equipo.
—Bienvenidos —pronunció con voz solemne. Un gesto de su mano les invitó a sentarse en torno a la gran mesa. La tripulación hizo lo propio, si bien dos meses de vuelo interestelar apremiaban a sus piernas a caminar más que a sentarse. Y volver a la Tierra tras más de seis años de expedición invitaba a correr hasta sus familias en lugar de rendir cuentas ante aquel rostro impenetrable—. Adelante, Capitán. Espero su informe. Deme buenas noticias.
Biagioni abrió su maletín y sacó varias láminas digitales que fue colocando sobre los soportes magnéticos de la maqueta. Tras introducir sus claves personales, los planetas que flotaban ante ellos se reordenaron adoptando su órbita exacta a tiempo real. Su trayectoria dibujaba una única elipse que, contra todo pronóstico, seguían todos los planetas de ese sistema como si hubieran estado unidos por un hilo invisible. Cada esfera definió con mayor exactitud su inclinación, tamaño y color tras reajustarse con los nuevos detalles obtenidos in situ. El movimiento de traslación alrededor de una brillante estrella mayor que todos los planetas juntos puso ante sus ojos lo que iba a ser, muy pronto, el nuevo hogar del ser humano.
—Estábamos a punto de volver cuando dimos con un pequeño planeta que también pertenece a este sistema —explicó Biagioni, tecleando sobre la mesa hasta que poco a poco se fue formando una bola grisácea. Diez esferas menores la rodearon poco después, siguiendo una órbita que distaba un palmo de la de los otros ocho mundos—. Su superficie es casi yerma, aunque cuenta con aguas subterráneas, un tercio del territorio permanece helado y prácticamente a oscuras a causa de sus diez lunas y de su mayor lejanía respecto al Nuevo Sol. No es que sea inhabitable, pero sus condiciones son poco más adecuadas que las de nuestro planeta actualmente. Sin embargo, creímos innecesario solicitar un anexo al Tratado para un territorio que nos es completamente prescindible.
—Pero pertenece al mismo sistema, orbita en torno al Nuevo Sol —la voz de Adler denotaba impaciencia—. Por lo que según el Tratado firmado, también se nos concede su usufructo.
—Técnicamente, sí —intervino la subcapitana Samaras—. Pero en el desglose detallado que redacté hace dos años y que firmaron los Jueces, no se especifica su existencia, ni se le da nombre.
—¿Qué importancia puede tener eso?
—Se nos exigió nombrar cada planeta de forma que el contrato quedara sellado por separado, puesto que los recursos que existen en cada mundo son muy distintos. Y parte de la explotación de las minas de dos de ellos debe ser compartida con las colonias de otras galaxias cercanas en caso de necesidad. Esa fue su condición final antes de la firma.
—¡Yo no autoricé algo semejante! —El general se levantó de golpe y la dañada pierna que le había impedido ir él mismo a la conquista de nuevos territorios le obligó a volver a sentarse.
—Pero me dio poderes a mí para hacerlo en su lugar, general —le recordó Biagioni. —No es una condición nada exigente, teniendo en cuenta todo lo que se nos concede.
Tras teclear la orden correspondiente en el panel, una voz comenzó a relatar una presentación del sistema planetario que reunía las extraordinarias condiciones necesarias para que la vida humana fuera viable. Los Jueces encargados de determinar si una especie era apta para el usufructo de esos hábitats así lo habían confirmado. Solo habían puesto una condición además de compartir ciertos minerales con otras comunidades: hacer un uso sostenible de los planteas habitables y no consumirlos por completo, tal como los antepasados de esa especie habían hecho con su planeta de origen. Las consecuencias de no cumplir eran bien claras: el ser humano abandonaría de inmediato el planeta dañado y volvería a la Tierra. El único problema era que, para entonces, tal vez esta ya no existiera.
—Lo hemos preparado para retransmitirlo a cada hogar de la Tierra, de forma que sea comprensible para todos —explicó la teniente Cheng, encargada de los sistemas informáticos, y cuya voz era la narradora de aquel pequeño documental.
El mayor de los planetas que orbita en torno al Nuevo Sol es verde y lluvioso, las tormentas frecuentan sus cielos iluminándolos con rayos resplandecientes y alimentando sus campos con copiosas lluvias. Llamado Fulgora, como la diosa romana del rayo, será un hogar cálido y húmedo, repleto de apacibles mares, verdes montañas y frondosos valles. El segundo en tamaño es Patalena, un mundo rebosante de flores de vivos colores y profundos aromas. Escasamente montañoso, cuenta con una única estación al año: la primavera...
La narración presentaba así hasta ocho planetas, todos bautizados con nombres de dioses de la mitología romana, en honor a los orígenes de Julio César Biagioni, tan amante de la literatura y la historia como de la navegación interestelar. Asignó el nombre de Cardea al planeta más ventoso, Salacia al que era en un ochenta por ciento océano, Glycon al que era habitado por varias especies de reptiles, Bubona al que albergaba mamíferos semejantes a los bueyes que ya se extinguían en la Tierra, Epona para el que habitaban caballos alados. Por último, Hermo daba nombre a un pequeño mundo repleto de ríos.
—Finalmente —indicó Cheng de viva voz, ya que el Tratado no lo incluía y el documental tampoco—, Nox, el noveno planeta, llamado así por su oscuridad, como el dios que era la personificación de la noche.
—Muy didáctico —concedió Adler, nada impresionado—. Pero esto no será retransmitido en ningún lugar. La operación es totalmente secreta.
—¡Eso no es lo que acordamos! —Tras un puñetazo sobre la mesa, Biagioni se puso en pie—. Yo accedí a viajar con mi equipo a las coordenadas que los buscadores drones habían detectado. Me comprometí a llegar allí y volver con resultados antes del milenio de la conquista de América, y tras haberme asegurado de que nuestra especie podría subsistir en alguno de esos mundos. Fue la subcapitana Samaras la que consiguió hacerse entender con los Jueces de la Unión de Galaxias, la que les hizo ver la gravedad de la situación de nuestra especie. ¡Y eso cuando nunca antes el ser humano había entrado en contacto con vida inteligente fuera de la Tierra! —gritó, ya que aquello era mucho más valiente que nada de lo que nadie de su equipo, ni de ningún otro, hubiera hecho jamás—. Mis condiciones únicamente fueron transparencia total ante la población. Si estábamos condenados a la extinción, lo sabrían. Si había una oportunidad, o la más mínima esperanza, también.
—Pero así no funcionan las cosas, Biagioni. —Adler habló con una tranquilidad impropia en él—. Usted es un expedicionario, yo soy un político.
—¿Político? ¿Y eso desde cuándo, general?
—Han pasado muchas cosas en su ausencia estos seis años, Capitán. La actuación militar ha sido necesaria… con suma rudeza. Ahora soy un importante consejero del gobierno.
—Eso no le da derecho a romper nuestro trato —replicó, aunque en lo que ahora no podía dejar de pensar era en su familia y en la posible guerra que habrían vivido los últimos años.
—Me da derecho a lo que yo quiera, Biagioni. Y no puede hacer nada para impedirlo —declaró con la seguridad de quien se sabe completamente respaldado—. El planeta será evacuado progresivamente según un estudio minucioso de cada ciudadano. Solo aquellos que lo merezcan, viajarán a Nueva Roma —dijo con algo de desprecio ante el nombre que había sido asignado al recién conquistado sistema planetario, por un Capitán demasiado anclado en las raíces históricas de un planeta agonizante. Aunque la semántica era lo que menos le importaba—. No permitiremos que nadie incumpla mis nuevas leyes, de esa forma los Jueces no tendrán motivos para romper el Tratado.
La tripulación del Cristóbal Colón se miró entre sí tratando de entender qué querían decir exactamente las palabras del general Adler.
—No puede estar hablando en serio, general —intervino la subcapitana Samaras, la más experta en relaciones humanas y, recientemente, con otras especies—. ¿Piensa dejar a personas aquí pudiendo salvar todas las vidas del planeta? ¡La superficie habitable es veinte veces superior!
—Los recursos naturales no se acabarán tan fácilmente si no se malgastan en personas indignas de ello. —Extendió las palmas hacia arriba, queriendo evidenciar la lógica de su razonamiento—. Y de esta forma, la escoria de este planeta morirá con él.
—Eso es lo más innecesariamente cruel que he oído jamás —protestó Biagioni, frotándose la cara con incredulidad.
—Además de absurdo —intervino Samaras—. No puede evitar que las personas seleccionadas cometan errores o se comporten de modo distinto al que esas nuevas leyes suyas determinen. Ellos, o su descendencia, acabaran haciendo algo que usted considera inaceptable. Y entonces, ¿qué hará? ¿Los enviará de vuelta a la Tierra?
Él levantó una ceja y golpeó el aire donde flotaba en solitario la esfera gris recientemente incorporada a la maqueta.
—No tan lejos como la Tierra —meditó en voz alta—. Pero pagarán su castigo en un lugar que se le parece mucho. —Sonrió de medio lado antes de pulsar un botón y que una docena de guardias irrumpiera en la sala—. Acompañad a nuestros héroes a sus nuevas dependencias. No vayan a tratar de boicotear nuestro largamente elaborado proyecto.
Entre protestas y con un guardia a cada lado, los seis tripulantes fueron trasladados a las que serían sus celdas hasta la Evacuación Ponderada de la Tierra. Eso siempre y cuando accedieran a colaborar.
—Nox. Una bonita prisión en la oscuridad —le dijo Adler a la esfera gris, fascinado por el rápido movimiento de los satélites que la rodeaban—. Ni yo mismo habría podido diseñarlo mejor.
Orgulloso de su nuevo as en la manga, el general Adler activó el intercomunicador.
—Buenas noches, señor presidente. Tengo muy buenas noticias. El protocolo para la activación de la E.P.T. puede ponerse en marcha.
Nox, Vía Aérea Principal del Norte, km 136
1 de junio de 2998
La Séptima Luna brillaba con su máximo esplendor. Su luz verdosa iluminaba la noche como ninguna otra, ya que era el mayor de los diez satélites de Nox. Era con mucho el peor de los momentos para volar, si lo que se quería era pasar lo más desapercibida posible. Sin embargo, Galatea no se podía permitir esperar al siguiente eclipse. Tenía una cita en menos de veinte horas y aún no había cruzado la frontera. Aquello podría llevarle más tiempo que todo el trayecto propiamente dicho.
El indicador de combustible notificó que era necesario repostar. Galatea sabía que eso no era posible. Hacía menos de una hora había parado ante el mismo aviso y solo había tenido que regatearle a la vendedora de biogás por un cuarto de depósito. Al parecer, su turbulenta huída tras el último de sus encargos no solo había dañado la carrocería de su nave. Sensores como el de combustible o el de temperatura en cabina se habían vuelto locos. El sudor corriendo por su espalda era una clara muestra de que se encontraba como mínimo a treinta grados. Bastante soportables si se comparaban con los diez bajo cero del exterior.
Se dijo que ya lo arreglaría. Cuando tuviera tiempo. Los jefes la estaban azuzando para que tuviera otro flamante éxito con el que alardear de campeona de campeones. Una trayectoria sin mácula la avalaba frente a sus competidores. Si bien el segundo en el ranking le pisaba los talones. Tres meses dedicados a sanar sus últimas heridas, más graves que los daños de su nave, habían puesto en peligro su ventaja.
No obstante, aquella nueva misión le había dado buena espina casi desde el primer momento. Cuando la Agencia le indicó que tenían un trabajo perfecto para ella, no las tenía todas consigo. Sobre todo porque le habían dejado muy claro que no aceptarían un no por respuesta. Pero nada más oír a su cliente, un sexto sentido le indicó que aquello iba a ser importante. Y no solo por la profunda voz de barítono que escuchó al otro lado del comunicador. Fueron sus primeras palabras y cómo fueron dichas las que revelaron que no se trataba de una recuperación más.
“¿Galaxia? Necesito tu ayuda”.
Estaba prácticamente segura de que ningún otro cliente había usado esas palabras jamás. Siempre había sido “Tienes que recuperarlo cuanto antes” o “Quiero lo que es mío de vuelta”. Órdenes, exigencias. Nunca auténtica necesidad. Hasta ahora.
En cuanto divisó las filas de vehículos aéreos esperando frente a la frontera, seleccionó la primera a su izquierda y conectó el piloto automático para que aguardara su turno mientras ella se cambiaba de ropa. Llegar sudorosa al control fronterizo no iba ayudarla a completar los trámites rápida y discretamente. Podían pensar que estaba enferma y solicitar una revisión médica para la cual no tenía tiempo ni ganas. Si además se topaba con algún médico exageradamente metódico, podría exigir practicarle un escáner corporal completo. Y ya sabía cómo acabaría aquello: con ella siendo ejecutada de inmediato.
Aún no se había terminado de asear cuando sintió un impacto que la tiró al suelo. Salió medio desnuda de su minúsculo aseo mientras se recogía en un pequeño moño la melena mojada. Se vistió a toda prisa y volvió a su asiento solo para comprobar que su habitualmente fiable nave tenía aún más fallos. Al parecer, el sensor de distancia del piloto automático también había resultado dañado aquel fatídico día. Acababa de embestir al último vehículo de la fila, provocando una reacción en cadena que iba a llegar… sí, efectivamente, hasta el primero de todos.
—A esto se le llama una entrada triunfal —se felicitó con ironía.
La guardia fronteriza no tardó ni un minuto en detectar la nave causante del incidente. Un vehículo circular monoplaza se posicionó a pocos metros de la cabina y escaneó la nave de Galatea durante un largo minuto.
—Vehículo. Aeroterrestre. K.Z.T. Matrícula. 7.2.2. Piloto. Humano. Hembra. Visada. Nombre. Galaxia. Abandonar. Fila. Acudir. Puerta. 1.0.3.
Fantástico. Aquello era el colmo de la discreción. Todo aquel que fuera a cruzar la frontera en varios kilómetros sabía ya que ella pensaba hacer lo mismo. La mecánica y entrecortada voz traductora del incomprensible idioma de aquellos viscosos seres había hecho eco contra los enormes muros de la antigua cárcel que ahora servía de aduana. Por supuesto, no le podía haber tocado un turno de guardia humano. Tenían que ser snots quienes aprobaran su permiso de entrada al sur del planeta.
De camino a la puerta indicada, pensó en una forma de salir airosa de aquel entuerto. Dado su entrenamiento, decidió que lo adecuado sería hacer lo que mejor se le daba. Así que rebuscó entre sus armarios y colocó una trampa esperando que los instintos de aquellos bichos fueran su perdición.
Nada más llegar a la puerta 103, cruzó los dedos esperando no conocer a ninguno de los snots que la iban a estar esperando. O no haber matado a ningún conocido de alguno de ellos.
Pero en cuanto aterrizó en el hangar de revisión, sus esperanzas quedaron truncadas.
—Gggajjjaxxxiaaa —dijo uno de los cuatro vigilantes con su propia y repugnante voz.
Galatea nunca se explicaría por qué algunos de ellos mostraban interés por pronunciar directamente, sin filtros de traducción, palabras del idioma humano cuando, claramente, eran muy torpes en ello. En cambio, eran perfectamente capaces de entender las palabras pronunciadas por las personas. Ella suponía que lo primero se debía a la ausencia de lengua y boca como tales. Un único orificio en mitad de sus amorfos cuerpos les permitía emitir sonidos con los cuales se comunicaban entre ellos. No obstante, dónde tendrían los oídos era algo que se le escapaba a su capacidad de imaginación. Ojalá su solitario ojo fuera también un misterio y no aquella bola negra que colgaba de una gruesa y corta antena en lo alto de la masa rosada semitransparente que era el resto de ellos.
—Bulimer —saludó Galatea con poco entusiasmo mientras descendía de su nave para que fuera inspeccionada. Era consciente de que, después, sería el turno de su cuerpo. A no ser que su trampa funcionara.
—Mucho. Tiempo. Sin. Cruzar.
Ella se encogió de hombros restándole importancia a ese hecho. Pero era difícil mostrarse indiferente cuando tres de esos seres te rodeaban y se deslizaban a tu alrededor, como si fueras uno de sus desayunos. Uno que estaban a punto de compartir y absorber.
—Dile a tu amigo que no retire su caparazón dentro de mi nave. —Señaló con el pulgar al cuarto de los guardias, que ya entraba en el vehículo—. Se me ha acabado el limpiador de moco rosa y no tengo tiempo de parar a comprar más. Voy con prisa.
El comentario hizo que el trío se detuviera de inmediato. Qué fácil era provocarlos con insultos. Pero fue el snot con el caparazón agrietado el que se deslizó hacia ella hasta casi rozarla. Bulimer era el capitán de ese destacamento. Y, aunque no lo hubiera sido, la herida que ella le había provocado hacía más de un año le daba prioridad ante sus semejantes para un enfrentamiento con su agresora. Solo un paso en falso y él estaría autorizado para llevar a cabo su vendetta. Cosa que ella no estaba dispuesta a facilitarle. Tendría que ponerse a la fila, con el otro millar de agraviados.
—Infracción. Tráfico. Código. 9. —Le comunicó conteniendo su sed de venganza un poco más—. Castigo. Incautación. Vehículo.
—No si el accidente se produce en el trayecto a un taller de mantenimiento. Y si la causa del mismo es el motivo de la cita en dicho taller. Apéndice B del Código 9.
Los tres guardias que la custodiaban se apartaron de ella lo justo para comunicarse entre sí. Los sonidos guturales que emitían siempre le provocaban náuseas a Galatea. Porque sonaban exactamente como eso.
—Mostrar. Prueba. Ahora —exigió Bulimer tras lo que a ella le pareció una lentísima deliberación. Después volvió a acercarse a ella para añadir—: ¿No. Talleres. En. Norte?
—No autorizados por la Agencia —se inventó sobre la marcha—. Dile a tu amigo que el documento de cita concertada está en el bolsillo trasero de mi asiento.
Bulimer le gritó algo en su idioma a su soldado, quien bajó de la nave poco después con un puñado de papeles pegados en un lateral, donde había retirado ligeramente su caparazón. Carecer de extremidades les obligaba a absorber los objetos con la adherencia gelatinosa de su cuerpo, por mucho que pudieran malearlo hasta darle la forma que ellos quisieran, una mano incluso.
—¿Cuál? —exigió saber Bulimer.
Que pudieran entender el idioma hablado no significaba que pudieran leerlo con la misma facilidad. Necesitaban pasarlo por un lector diseñado por los Jueces de la Unión de Galaxias durante los años del Plan de Coexistencia de las Especies en Nox. Ese era uno de los muchos mecanismos que trataban de hacer más llevadero exactamente eso, la coexistencia, no la convivencia.
Galatea ya contaba con aquel trámite. Cogió, no sin asco, las pringosas facturas, notificaciones y documentos en general inservibles que ella misma acababa de sacar de su archivo minutos antes. Los miró uno a uno tranquilamente y suspiró con pereza.
—No. No es ninguno de estos. ¿No te lo habrás comido sin querer?
El único ojo del guardia en cuestión se dilató y se encogió al mismo tiempo que un sonido breve negaba tal acusación. Pero ante la alta probabilidad de que aquello hubiera pasado, las órdenes de Bulimer fueron muy claras. Debía retirar su caparazón por completo para comprobarlo.
Había sonidos concretos que Galatea ya traducía. Órdenes como las de ataque, retirada y aviso de peligro. Era más bien el tono de las mismas lo que le indicaba qué significaban. Y aquel bicho en concreto, se negaba a mostrar su cuerpo sin caparazón.
Su trampa había resultado exitosa.
—¿Por qué no quieres que te veamos las tripas, bichito? ¿Te has comido algo más que mi prueba de inocencia?
Cuando Galatea sacó dos dagas envainadas en la parte trasera de sus botas, los tres guardias se apartaron de su compañero dejándolo solo ante la amenaza.
—No. Dañar—intervino Bulimer—. Binegar. Obedecer.
Todos sabían que, como agente de recuperaciones, Galatea tenía autoridad para agredir e incluso matar a cualquier snot sospechoso de hurto, robo o asesinato injustificado de un humano.
Así que el snot llamado Binegar obedeció. Retiró poco a poco su caparazón. Y el reloj de oro que Galatea había mezclado con los papeles en el bolsillo trasero de su asiento quedó a la vista, además de los restos de la última comida de aquel repugnante ser. Algún roedor, dedujo Galatea, por el tamaño y forma del esqueleto.
Un bufido de Bulimer consiguió que, como si medio Binegar se estuviera derritiendo, el reloj resbalara hasta caer al suelo.
—No. Matar —solicitó el jefe de aquel cuarteto—. Guardia. Nuevo. Joven. No. Saber.
A Galatea le quedó bien claro qué significaba eso. Una mitosis reciente. Binegar no era más que un bebé a efectos prácticos.
—Por. Favor —añadió el snot cuando ella alzó una de sus dagas y apuntó al infractor.
Con esas dos palabras, acababa de delatarse. Un snot nunca rogaba. Y si lo estaba haciendo, es que era el propio Bulimer el que se había dividido en dos para crear a Binegar. Le costó todo su autocontrol no desintegrar a aquel ser, teniendo en cuenta la ausencia de compasión que su especie había mostrado con la descendencia humana.
Respiró profundamente y continuó con su plan.
—Está bien —aceptó Galatea, recogiendo el reloj del suelo y sacudiéndolo con repelús antes de ponérselo en la muñeca—. Pongamos que olvido este incidente. ¿Olvidaréis vosotros el de ahí fuera?
Bulimer esperó a que su engendro restituyera su caparazón y se uniera al resto del destacamento. Después lo ocultó tras su cuerpo.
—Multa. Por. Dañar. Vehículos. No. Negociable.
Con que sería por las malas. Era una pena. Pero solo porque le llevaría un tiempo del que no disponía.
A pesar del amplio ángulo de giro de sus inexpresivos ojos, ninguno de los cuatro la vio saltar. Tampoco dónde se detuvo antes de volver a impulsarse y cambiar de escondite. No obstante, los otros dos guardias se posicionaron a ambos lados de Bulimer y su hijo en actitud defensiva. Precisamente lo único que ella necesitaba como excusa: que obstaculizaran el cumplimiento de su castigo. Ellos solitos se lo habían buscado.
Cuando aterrizó de pie frente a ellos de nuevo, las afiladas dagas que empuñaba chorreaban moco rosa. No se había molestado en herirlos. Los había rasgado desde el ojo hasta el orificio central de sus cuerpos y, ahí, había hundido la daga. Un golpe mortal. Dos de los snots ya eran un charco humeante en el suelo.
—Abre esas puertas si no quieres que tu criatura acabe como tus soldados —advirtió Galatea.
Bulimer empujó al snot más joven hacia unas compuertas y lo hizo desaparecer del hangar antes de que Galatea pudiera evitarlo.
—Tú. Y. Yo —fueron las tres últimas palabras del jefe antes de lanzar el traductor como si fuera un escupitajo y retirar su caparazón de una sacudida.
La masa rosada rodó hacia Galatea con una velocidad que indicaba que ya había utilizado ese tipo de ataque muchas veces. Sin embargo, ella lo había esquivado otras tantas. Utilizó las paredes y la maquinaria de su entorno para impulsarse y obligar a Bulimer a corregir su trayectoria.
Las dagas no le servirían para matarlo mientras continuara rodando y mantuviera su orificio central oculto. Aunque sí podía herirlo. Y de gravedad.
Agazapada entre las sombras, esperó su oportunidad, arriesgando demasiado, dejando que se le acercara. Y la ácida viscosidad de su carne le quemó ligeramente la mano cuando ella asestó la puñalada que le sesgó la antena. Su único ojo botó por el suelo del hangar hasta detenerse en un rincón. Solo tardó unos segundos en deshacerse, dejando un charco negro maloliente.
—Duele, ¿verdad? —La voz de Galatea era cantarina. Disfrutaba con aquello, por eso era tan buena en lo que hacía. El odio hacia aquella especie era un veneno que llevaba años corroyendo su alma—. Lástima que no entienda ni uno solo de tus gruñidos.
No dijo nada más. Ahora que no podía verla, su voz y el calor de su cuerpo eran los principales delatores de su ubicación. Pero no los únicos. Sabía cómo engañarle. Los instintos de esos seres eran demasiado feroces. Además, uno de los mayores errores de la especie era infravalorar la inteligencia humana. Así que era un juego de niños hacerles caer una y otra vez en la soberbia de creerse más listos que ellos.
Bulimer no cedió ante el dolor y se concentró en buscarla. Y no tardó en dar con ella. Estaba convencido de que, queriendo esconderse en el interior del escáner corporal, Galaxia había pulsado torpemente los botones. Y había quedado atrapada dentro. Siguió el sonido de la máquina y concentró su ataque sobre el aura vibrante que emanaba la pieza de oro que él sabía que llevaba en su muñeca.
Lo absorbería entero. Su cuerpo era lo suficientemente grande como para ello. Después lo expulsaría y la devoraría solo a ella. Sentiría su dolor y lo degustaría. Estaba seguro de que sería un espécimen especialmente delicioso. El adorno de oro sería su compensación por la pérdida de dos soldados. Ninguna ley lo juzgaría por eso. Y todos sus congéneres aplaudirían el final de la campeona de los recuperadores. Lo ascenderían. Y por fin podría salir de aquel planeta sin valor que su gobernador reclamaba tozudamente desde que él era un snot recién generado.
Impactó con la estructura dura e insípida de la máquina y activó los ácidos corrosivos de su carne para engullirlo en su totalidad de una sola vez. Ya era suyo. Notaba cómo se deshacía en finas láminas de titanio. Y cómo el oro resistía indemne en su interior. Pero no había piel, ni carne, ni sangre humana. Ella no estaba allí.
—Tu bebé vendrá a por mí, querrá vengarse —susurró Galatea mientras atravesaba con su daga el orificio central de aquel presuntuoso snot, ahora completamente estirado y cedido por la masiva absorción—. Y acabará como tú.
Porque sabía lo que venía ahora, Galatea corrió hasta el interior de su nave. La explosión que produjo el cuerpo de Bulimer hizo saltar por los aires los duros restos del escáner, golpeando las puertas del hangar. Tras un cortocircuito, estas se abrieron de par en par.
—¡Vaya, por fin un poco de suerte!
Confiando en que los daños de su nave resistieran los diez mil kilómetros de trayecto restante, Galatea activó el limpiaparabrisas para retirar las salpicaduras rosáceas del panel frontal y aceleró hasta traspasar, al fin, la frontera que la separaba de su cliente.
La primera vez que Josh McKenna había divisado los brillantes arcos de entrada de la ciudad de Unug, el sentimiento que lo había invadido era la mayor de las expectaciones. Con doce años, ese viaje había supuesto su bautismo como funcionario del gobierno de Nox y, para envidia de su hermana pequeña, con nada menos que Conrad McKenna como mentor en la cabina de la nave de traslado de reos.
Aún recordaba el gesto de orgullo de su padre cuando fue el propio Josh quien escoltó a la veintena de hombres, absueltos de delitos menores, hasta su hogar de reinserción. Aquel día no podía ni sospechar que ese iba ser su primer y último viaje de liberación de exconvictos. Nadie se había esperado el repentino y radical endurecimiento de las leyes, por las que o se era inocente desde el primer momento, o se era culpable sin remisión y condenado a muerte. El encarcelamiento en el Cinturón de Piedra ya no era una opción, y sus instalaciones se habilitaron como centro de operaciones de la Policía Interplanetaria, además de la ya años antes establecida frontera física de control del tráfico humano.
Ahora, pasados catorce años, el último superviviente de la familia McKenna llegaba a Unug en un vehículo terrestre comunitario que dejaba a los pasajeros a cien metros del arco oeste, por el que los humanos que pretendieran entrar a pie en la ciudad debían esperar su turno. Mientras tanto, a su alrededor podían contemplar a las miles de personas acampadas fuera de la ciudad que no eran bien recibidas en sus calles. Desde hacía años, quien no estuviera visado, lo que consistía básicamente en pagar una elevada tarifa anual, no tenía derecho a absolutamente nada. Una estrategia más con la que mermar el número de vidas humanas a mayor ritmo que el proceso natural de envejecimiento.
Sin la barrera térmica y solar que las edificaciones de las ciudades podían aportar, además del acceso regular a alimento y agua o la protección contra otros individuos que la policía urbana se ocupaba de ofrecer, cualquiera de las personas que habitaba en la periferia de las murallas estaba condenada a perecer a corto o medio plazo.
Josh se acomodó el ligero equipaje al hombro y se cubrió con la capucha de su abrigo para protegerse del potente viento. Caminó hasta tomar el último lugar de la fila que le correspondía con un sentimiento de amarga nostalgia y ávida urgencia. En menos de un día iba a reunirse con la única persona de todo el planeta que, creía, podía ayudarlo. Y aún no había decidido cómo iba a explicarle su problema, qué iba a revelarle y qué no del plan que había elaborado tan concienzudamente.
El pestilente aroma que desprendía el hombre que le precedía le obligó a girar la cabeza y sus ojos acabaron posándose en el paisaje a su alrededor. Una desoladora visión de la decadencia de una ciudad que no hacía mucho había sido la más grandiosa del planeta, además de la primera de todas ellas. Los primeros descendientes de los primeros presos del campo de prisioneros que había dado paso al Cinturón de Piedra, habían tenido dos opciones al alcanzar la mayoría de edad. O bien se formaban como funcionarios y trabajaban para el gobierno, o eran expulsados de las instalaciones y abandonados a merced de la inhóspita naturaleza de Nox, por aquel entonces prácticamente inexplorado e deshabitado.
La elección fue casi unánime, pues el miedo a lo desconocido era mayor al ansia por una libertad que jamás habían anhelado, pues no conocían otra cosa que la vida dentro de aquellos muros. No obstante, hubo quien optó por la aventura de abrirse camino más allá de aquella nada excitante existencia. Y así fueron surgiendo las distintas ciudades durante casi quinientos años. Primero, no muy lejos del centro del planeta. Después, cuando las generaciones fueron sucediéndose, se establecieron poblaciones por todo Nox, tanto en la superficie como bajo tierra, a lo largo de un laberíntico sistema de túneles subterráneos de tal perfección que nadie había podido explicar su origen. Al menos no hasta hacía veinticinco años. Y desde entonces, toda la existencia humana en Nox estuvo condenada a la extinción.
Avanzó otra posición y observó cómo un guardia humano que hacía pareja de vigilancia con un pequeño —pero no por ello menos repugnante— guardia snot, solicitaba su visado al hombre que, a criterio del olfato de Josh, precisaba de una urgente ducha. El anciano entregó una tarjeta con mano temblorosa, y el guardia escaneó la banda con un lector de códigos cifrados. Un pitido agudo reveló la invalidez del documento. Acto seguido, el hombre echó a correr arrastrando una pierna y mostrando una abrasada cabeza cuando su sombrero fue arrastrado por el viento.
Apenas había logrado adentrarse unos metros en la ciudad cuando el guardia humano disparó el rayo magnético que portaba en su cinturón y el anciano quedó paralizado en el aire. El tumulto de personas que se había apartado al detectar el jaleo en el control de seguridad, se quedó mirando fijamente al hombre que se debatía por huir de aquella parálisis forzada. Sin embargo, segundos más tarde, desistió de cualquier forcejeo. Su destino estaba escrito desde ese momento.
Varias personas se santiguaron antes de reemprender su camino. Otras simplemente ignoraron aquel incidente. En cambio, hubo quien se quedó a presenciar la ejecución que iba a tener lugar de forma inminente. Josh observaba con ojo crítico toda la situación, preguntándose si el anciano no habría urdido aquel plan expresamente para que sucediera lo que acababa de ocurrir. Él tenía que saber que no iba poder colarse en la ciudad con un documento caducado, al igual que no iba a poder correr más que un guardia joven con ambas piernas sanas. Se temía que esos eran los extremos a los que llegaba la desesperación en Nox. La vida había dejado de ser una bendición. Para los que ya no tenían ninguna esperanza, no era más que una condena.
Totalmente convencido de que salir de ese planeta era más urgente que nunca, entregó su visado al pequeño snot que lo miraba con su inquisitivo ojo como si estuviera pensando en lo sabrosa que sería su carne y, una vez validado su permiso de entrada, se apresuró a alejarse de la horda de mirones que jaleaban al guardia ejecutor mientras los gritos desde fuera de las murallas aullaban clemencia por la pobre alma torturada que pronto iba a encontrar la paz eterna.
Galatea se coló por una puerta trasera y saludó a los pocos empleados que trabajaban a esa temprana hora en las cocinas. Ellos le devolvieron el saludo con pereza sin ser conscientes de que realmente no era una más de la plantilla. Fregar los platos y limpiar los suelos de un tugurio como el Summanus no era un puesto que ocupara nadie durante más de un par de meses.
La sala principal olía a desinfectante, aunque no lograba mitigar el hedor de unos cuantos clientes que aún no se habían marchado a sus casas, o a sus agujeros. La mayoría de ellos estaba inconsciente, por el alcohol, por el ácido, o por ambas cosas. Aun así, Galatea se alarmó al ver que uno abría ligeramente los ojos y le dedicaba una sonrisa desdentada antes de quitarse un harapiento sombrero y volvérselo a colocar a modo de saludo caballeroso.
—Bonita —fue lo único que logró descifrar Galatea de un balbuceo ininteligible.
Tenía que estar medio ciego, o muy borracho, para encontrarla bonita con ojeras de no haber dormido apenas en dos días y el pelo mojado pegado a la cara tras una ducha rápida. Pero estaba claro que a aquel despojo humano le valía cualquiera que se mostrara dispuesta. El cual no era su caso ni mucho menos.
Cuando llegó al segundo piso, no le hizo falta echar más que un vistazo para identificar a su cliente. Aunque estaba de espaldas, una pulcra cabellera morena sedosa y bien peinada destacaba sobre un puñado de cabezas grasientas y de calvas abrasadas por el sol.
—¡Gala! —exclamó entre dientes la camarera antes de saltar por encima de la barra tan ágilmente como si fuera ella misma, como ambas habían hecho de niñas por encima de muros y zanjas.
Yanasa sabía más que de sobra que a su amiga no le gustaba el contacto físico, de ningún tipo, pero eso no la disuadió de abrazarla con todas sus fuerzas. Más de tres meses sin saber nada de ella le habían hecho temerse lo peor.
—Yana, ya sabes que no…
—¡Oh, cállate! No pienso soltarte todavía.
Resignada, Galatea respondió al abrazo e inspiró el familiar aroma a licor de la larga melena, actualmente violeta, de su mejor amiga. Su hermana.
—¿Dónde has estado metida? Me has tenido en vilo demasiado tiempo.
—Un pequeño retiro. Mi último encargo fue un poco... accidentado.
Prefería ahorrarle detalles sobre costillas rotas y articulaciones desencajadas por una huída apresurada tras enfrentarse a un destacamento snot de más de cien miembros. Ya nada en su cuerpo podía delatar que no estaba al cien por cien. Al menos a simple vista.
—Ya decía yo que eso de que te ibas a tomar un período sabático tenía que ser una treta de la Agencia. No recuerdo que te hayas cogido vacaciones nunca.
—Bueno, es lo que pienso hacer creer a todos. Sobre todo a quien tú ya sabes.
Ambas se miraron y arrugaron la nariz. Aquel hombre no merecía ni que lo nombraran.
—Quizá así te deje un poco tranquila. No debió de llevar nada bien que con la recuperación de ese anillo de oro le sacaras nada menos que cien puntos en el ranking. Estuvo buscándote por aquí varias veces. Aunque en estos tres meses ha avanzado setenta y cinco puntos. Te tiene a tiro, Gala.
Eso significaba tres objetivos cumplidos con éxito, veinticinco puntos cada uno. A uno por mes. El muy cabrón se estaba empleando a fondo.
—Lo sé. Por eso la Agencia me ha dado un aviso. O me hago con un encargo ya mismo o en el próximo éxito de Jaden le bonificarán por haberme alcanzado y le pondrán a él primero en el ranking. —Maldición, lo había nombrado. Y eso solía traer muy mala suerte. Se mordió la lengua.
—Así que estás aquí para…
Galatea asintió y habló más bajito.
—Ese hombre de allí. —Señaló hacia la mesa de doble asiento corrido pegada a la ventana—. Me está esperando.
Yanasa negó con la cabeza y suspiró.
—Y yo que pensaba que estaba ahí sentado porque me había echado el ojo… Estaba nervioso y no sabía ni qué pedir. Le he llevado mi brebaje más solicitado y apenas lo ha probado.
—Lo siento.
Realmente lo sentía. A pesar de ser preciosa y encantadora, su amiga no tenía demasiada suerte con los hombres, y eso que ponía todo su empeño en encontrar uno. Tal vez regentar un tugurio para borrachos no ayudara a conocer buenos tipos. Pero tras suspender el examen final en la Academia de Recuperaciones, por no ser capaz de matar a un solo snot sin vomitar en el intento, un trabajo de camarera fue lo único que pudo encontrar. Si bien, años después, era la dueña de su propio local en la ciudad más poblada del lado sur.
—Anda, tráeme algo que me despierte, Yana. No he dormido en más de cuarenta horas. Acabo de llegar.
—¿Del otro lado de la frontera?
—Sí. —Omitió el incidente fronterizo. ¿Para qué preocuparla si ya estaba allí?
—Allí estás más segura, y lo sabes —le recordó, con tono preocupado—. Pero… me encanta tenerte de vuelta.
—No me quedaré mucho —le indicó de camino a la mesa del fondo de la sala.
—Lo imaginaba. Suerte.
De todos los brebajes fluorescentes que había probado en su vida, aquel era el primero que a Josh no le parecía tóxico. El sabor era agradable, aunque el olor indicaba que llevaba pequeñas cantidades de alcohol y no quería tener la mente nublada en esos momentos. Iba a jugarse a una última carta todos sus recursos, y sabía que no eran suficientes. Así que tendría que ser especialmente persuasivo, cuando él nunca había necesitado serlo, y eso resultaba un reto aún mayor.
Echó otro vistazo por la ventana, esperando ver a Galaxia acercarse a la entrada principal, cuando una joven se dejó caer frente a él con desgana. Se preguntó qué tendría de particular ese día para que todas las mujeres bonitas del lugar le quisieran tirar los tejos. Un hombre angustiado no debería resultar precisamente atractivo.
—Lo siento, pero estoy esperando a alguien —dijo con toda la educación que le fue posible.
—Sí, yo soy ese alguien —respondió Galatea escudriñándolo con la mirada. No sabía si alguien que pareciera tan inofensivo podía serlo realmente.
—No, no me has entendido. Espero a alguien en concreto, y no eres tú. Tendrás que buscarte otro… acompañante.
Lo decía con tanta seguridad que por un momento Galatea se preguntó si se habría equivocado de hombre. Pero su voz era la misma que había oído por el comunicador, sin duda.
—Si eres Josh McKenna, es a mí a quien estás esperando. Gracias, Yana —añadió cuando su amiga depositó un brebaje negro que era lo más parecido a café que existía en todo el planeta. Se lo bebió de dos tragos y se secó la boca con el dorso de la mano.
—¿Tú… tú eres Galaxia?
—Sí, pero no lo digas muy alto. Se supone que estoy de incógnito.
Josh la miró con los ojos como platos. Sin la peluca dorada, el maquillaje negro, las lentillas plateadas y la ropa de camuflaje estaba irreconocible. Los anuncios de la Agencia de Recuperaciones conseguían hacerla parecer una auténtica guerrera invencible. Frente a él, solo había una muchacha demasiado joven, de ojos brillantes de un color entre el azul y el verde y media melena castaña con las puntas húmedas rozándole unas mejillas sonrosadas sobre una pálida piel inmaculada. Una fina camiseta blanca que dejaba poco a la imaginación completaba su imagen de Lolita, como la de varias de las chicas que había en la puerta del local de enfrente y que habían reclamado sus atenciones antes de entrar al Summanus. Las más jóvenes y más solicitadas que nunca más habría en ese condenado planeta.
—Eres más joven de lo que esperaba. —Lo que le hacía sospechar que era una de las últimas niñas de las casas cuna. Pero se abstuvo de confesarle más impresiones.
—¿Algún inconveniente con eso? —respondió de inmediato, sorprendida por la observación, ya que él no aparentaba ser mucho mayor, unos veintisiete a lo sumo.
—Ninguno —se apresuró a decir Josh en cuanto la vio apoyar las manos sobre la mesa y empezar a incorporarse, como si fuera a marcharse si no le gustaba la respuesta.
—Bien, entonces hablemos de negocios.
Galatea se volvió a recostar en el asiento y esperó a que el tipo le explicara qué era lo que quería recuperar. Tenía un pequeño juego en el que trataba de adivinar mentalmente qué sería el objeto en cuestión antes de que sus clientes se lo indicaran. Su aspecto, sus gestos, el nerviosismo en sus inquietas miradas… solían delatarles antes de hablar. En cambio, con ese hombre no era capaz de acercarse siquiera. Parecía triste, como si lo que hubiera perdido no fuera simplemente un objeto de valor material ni incluso sentimental. Algo le decía que no era una dentadura de oro, un reloj o una pitillera.
—De acuerdo —dijo él y cogió mucho aire antes de empezar a hablar. Galatea lo encontró encantador, aunque apartó el pensamiento casi tan rápidamente como había descartado volver a mirar directamente esos ojos grises que la habían observado con algo más que curiosidad—. Es… una larga historia. Así que empezaré por el principio. Mis padres eran funcionarios de prisiones, descendientes de prisioneros, ya sabes, y nos tuvieron a mí y a mi hermana Sorcha antes de la prohibición, a ella pocos meses antes. Crecimos entre aquellos muros. Al llegar a la pubertad, mi hermana eligió no ser... vaciada. —Carraspeó—. Al trabajar para el gobierno, mis padres tenían la esperanza de que algún día nos evacuaran a los cuatro a uno de los planetas de acogida. Hasta entonces, Sorcha sabía que no debía salir de las zonas femeninas del Cinturón de Piedra ni cruzar la frontera de género. Para evitar cualquier riesgo, incluso a mi padre y a mí nos obligaban a permanecer tras una mampara si queríamos verla—añadió con una expresión herida que revelaba la repulsión que la sola idea le provocaba—. Pero cuando cumplió los dieciséis y comenzó a trabajar como funcionaria, tuvo mayor acceso al resto de las instalaciones. Un día conoció a un hombre que resultó ser de este lado del límite y…
—La dejó embarazada —dedujo Galatea. Eso sí pudo leerlo en la mirada de Josh, que se había vuelto como el humo mientras contaba su historia—. Y los snots la pillaron. Imagino que está muerta y que le robaron alguna joya de oro heredada de tus antepasados de la Tierra. No es la primera vez que oigo una historia parecida.
—No. —Descolocado, incluso dolido, Josh no pudo continuar durante un momento—. No fue exactamente así.
—Ya, pero la verdad es que los detalles familiares no me interesan para mi misión. —Y si la historia se alargaba mucho, primero, ella se dormiría bajo la agradable cadencia de su voz; segundo, el local se llenaría de gente y alguien podría reconocerla; y tercero y más importante, él podría notar que esa historia en concreto le afectaba más de lo conveniente. Era mejor cortar cuanto antes—. Yo solo necesito saber qué te ha sido robado, quién crees que puede tenerlo y si puedes pagar mis honorarios.
—Bien, sí —se le atragantó la voz—. Sobre eso último sí tenemos que negociar.
Galatea puso los ojos en blanco y se dijo que dos días de viaje y una pelea en la frontera no podían haber sido en balde.
—El precio no es negociable. Como te dije, son diez mil noxis. El sesenta por ciento al cerrar el acuerdo y el resto cuando cumpla el encargo. Sin devoluciones si no lo consigo.
—Tu índice de fallo es del cero por ciento—puntualizó. Por eso la había elegido a ella. Entre otras razones.
—Es un buen aval. ¿No te parece?
—Aun así, no puedo aceptar tus condiciones.
Lo miró con los ojos entrecerrados y se levantó de golpe.
—Entonces esta conversación ha terminado.
Antes de que pudiera dar un solo paso, él la cogió con fuerza por la muñeca. Con mucha fuerza. Más de la que hubiera esperado de ese hombre. Y no solía equivocarse en sus estimaciones.
—Escucha al menos lo que voy a ofrecerte, Galaxia.
No pensaba hacerlo. Pero la publicidad se conectó en ese preciso momento y, como ya sabía, su rostro estaría en breve flotando en mitad del local. Salir en ese momento sería como darse bombo. Lo último que ella quería.
—Está bien, morenito. Pero no me vuelvas a llamar Galaxia, lo odio. Llámame Galatea, o Gala. Y como estás de suerte, te doy exactamente cinco minutos para convencerme. No los desperdicies.
Josh no lo hizo. Sacó de una mochila que había dejado a sus pies la foto del colgante de su hermana, de su abuela, de su tatarabuela. Y por cómo abrió sus enormes ojos Galatea, supo que aún no estaba todo perdido.
—Era de mi hermana. Ocultó su embarazo en la época de las redadas y logró esconder a mi sobrina en los poblados de las antiguas minas más de cuatro años, junto con el hombre con el que se casó en secreto. Finalmente les encontraron y les condenaron a muerte. A los tres —matizó, tragando saliva—. El general snot encargado de ello se quedó con el colgante. Yo lo reclamé pero negaron haberlo encontrado en poder de mi hermana, de mi cuñado o de mi sobrina. Y ella jamás se lo quitaba.
—¿Tienes alguna foto de ella con él puesto? —La necesitarían como prueba del delito. Ya que de todo aquello, lo único considerado una infracción era quedarse con objetos de los ejecutados. Si una sencilla pepita de oro era una gran tentación para cualquier snot, un colgante como aquel, un exquisito trabajo de orfebrería simulando un sol de una circunferencia tal que apenas le cabría en la palma de una mano, era mucho más que tentador.
—Esta imagen es solo una ampliación del detalle. La foto original es esta.
Cuando Galatea vio a una sonriente muchacha muy parecida a Josh junto a un hombre guapo y fuerte y una niña de unos cuatro años en brazos, le dieron ganas de llorar. Una niña real había vivido allí hasta hacía… ¿cuánto tiempo?
—¿Cuándo sucedió… la ejecución?
—Hoy hace dos meses y tres semanas —indicó con dolorosa precisión.
—¿Conoces el nombre del ejecutor?
—Sí. —Todo ese tiempo lo había pasado averiguándolo, localizándolo, e incluso tratando de entrar en su guarida él mismo. Pero él solo no había podido hacer nada, salvo descubrir algo que hacia urgente entrar en aquella fortaleza. Por eso la necesitaba a ella—. Su nombre y su rostro, si se puede decir que tenga algo parecido. Bolgang.
La sonrisa de Galatea se ensanchó de tal forma que Josh pensó que debía de dolerle.
—Sabes que ese bicho es aún más escurridizo que su gelatinoso cuerpo, ¿verdad?
—Por eso he recurrido a ti. Sé dónde encontrarlo, pero no he conseguido acercarme él. Y esa joya es lo único que me queda de mi hermana. De mi familia.
En esta ocasión, le creía. Creía que quería el colgante por la conexión de este con su hermana, y no por su valor material. Realmente, ella habría aceptado ayudarle solo por acabar con Bolgang de una vez por todas, pero eso no era algo que fuera a decirle.
—Bien. Me interesa el encargo. Dime qué parte de mis condiciones no aceptas, y puede que lleguemos a un acuerdo.
El corazón de Josh dio un brinco. No estaba todo perdido.
—No tengo el total del dinero.
Eso ya lo había deducido ella solita.
—No importa. Una vez que tenga el colgante en mi poder, te lo guardaré hasta que reúnas el cuarenta por ciento restante. Ya he cobrado así antes. En el contrato, la Agencia te garantiza que lo recuperarás.
Esta vez, Josh no pudo evitar juguetear con uno de los rizos de su nuca. Un gesto de inseguridad que a ojos de alguien como Galatea delataba muchas cosas.
—Tampoco tengo aún el sesenta por ciento inicial. Tardaría unos días en reunirlo. Y creo que no deberíamos esperar un solo minuto más para partir.
Eso era el colmo.
—¿Y por qué?
—Porque tengo constancia de que su nave tiene un destino asignado fuera del planeta para dentro de una semana.
—No necesito tanto tiempo. —Él había dicho que sabía dónde estaba, así que ella calculaba que salvo el tiempo del viaje, que no se demoraría más de cuatro días por muy lejos que estuviera, no tardaría más de unas horas en acusarle oficialmente y paralizar su partida. Pero… —Espera, espera. ¿Has dicho deberíamos?
—Ese es el extra que te ofrezco. Mi ayuda. Así que yo voy contigo, por supuesto.