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El amor a primera vista puede llevarte por caminos inesperados Sabrina tiene todo su futuro planeado: graduarse en la universidad, entrar en Harvard y conseguir un trabajo en un bufete de abogados. Este plan, desde luego, no incluye una relación sentimental, eso sería una distracción que la apartaría de sus objetivos. De todos los jugadores del equipo de hockey de la Universidad de Briar, John Tucker es el más sensato y amable. A diferencia de sus amigos, que se pasan el día pensando en mujeres, él sueña con una vida tranquila: casarse, tener hijos y, quién sabe, quizá incluso abrir su propio negocio. Cuando una noche de pasión entre Sabrina y Tucker tiene consecuencias del todo inesperadas, los jóvenes deberán reconsiderar sus planes de futuro, y juntos descubrirán que, a veces, el camino menos esperado puede ser el más gratificante. Best seller del New York Times, no te pierdas la serie adictiva que ya ha enganchado a miles de lectores
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Seitenzahl: 570
V.1: enero de 2025
Título original: The Goal. Off-Campus 4
© Elle Kennedy, 2016
© de la traducción, Lluvia Rojo Moro, 2017
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2025
Todos los derechos reservados.
Se declara el derecho moral de Elle Kennedy a ser reconocida como la autora de esta obra.
Diseño de cubierta: Sourcebooks
Adaptación de cubierta: Taller de los Libros
Ilustración de cubierta: Aslıhan Kopuz
Publicado por Wonderbooks
C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10
08013, Barcelona
www.wonderbooks.es
ISBN: 978-84-10425-06-4
THEMA: YFM
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Sabrina tiene todo su futuro planeado: graduarse en la universidad, entrar en Harvard y conseguir un trabajo en un bufete de abogados. Este plan, desde luego, no incluye una relación sentimental, eso sería una distracción que la apartaría de sus objetivos.
De todos los jugadores del equipo de hockey de la Universidad de Briar, John Tucker es el más sensato y amable. A diferencia de sus amigos, que se pasan el día pensando en mujeres, él sueña con una vida tranquila: casarse, tener hijos y, quién sabe, quizá incluso abrir su propio negocio.
Cuando una noche de pasión entre Sabrina y Tucker tiene consecuencias del todo inesperadas, los jóvenes deberán reconsiderar sus planes de futuro, y juntos descubrirán que, a veces, el camino menos esperado puede ser el más gratificante.
Best seller del New York Times, no te pierdas la serie adictiva que ya ha enganchado a miles de lectores
«Inteligente, sexy y absolutamente adictivo, me he enamorado de la fuerza y la paciencia de Tucker. Casi me desmayo con sus comentarios subidos de tono… ¡Creo que voy a buscar entradas para ir a ver un partido de hockey!».
Vi Keeland, autora best seller del New York Times
«Tucker es mío, chicas. Me lo pido. Esta serie no deja de mejorar con cada libro.»
Sarina Bowen, autora best seller del USA Today
«¡Tucker es un chico dulcísimo! Lo adoro. […] Me encantan el humor, la atmósfera y el tono de la serie Kiss Me y sigue siendo una de mis favoritas.»
Dear Author
«Tucker y Sabrina son adorables. Elle Kennedy ha escrito una novela dulce y divertida. Sin duda, recomiendo esta serie a todo el mundo.»
The Girl Who Read Too Much
#wonderlove
Octubre
—Mierda. Mierda. Mierda. Mieeeeeerda. ¿Dónde he puesto las llaves?
El reloj del estrecho pasillo me indica que tengo 52 minutos para hacer un trayecto de 68 minutos en coche si quiero llegar a tiempo a la fiesta.
Miro otra vez en el bolso, pero las llaves no están ahí. Recorro a toda velocidad las distintas estancias de la casa. ¿Vestidor? No. ¿Cuarto de baño? Acabo de entrar. ¿Cocina? Tal vez…
Estoy a punto de darme la vuelta cuando oigo un tintineo metálico detrás de mí.
—¿Estás buscando esto?
El desprecio se aferra a mi garganta mientras me giro para entrar en un salón tan pequeño que los cinco viejos muebles que lo ocupan —dos mesas, un sofá de dos plazas, un sillón y una silla— se agolpan como sardinas en lata. El trozo de carne sentado en el sofá agita mis llaves en el aire. Ante mi suspiro de irritación, él sonríe y se las mete debajo de su culo cubierto con un pantalón de chándal.
—Ven a por ellas.
Con frustración, me paso la mano por el pelo recién alisado y miro fijamente a mi padrastro.
—Dame las llaves —exijo.
Como respuesta, Ray me mira con lascivia.
—Joooder. Sí que estás buena esta noche. Te has convertido en una nenita de verdad, Rina. Tú y yo deberíamos hacerlo.
Ignoro la mano carnosa que lleva directa a su entrepierna. Nunca he conocido a un hombre tan desesperado por tocarse sus propios huevos. A su lado, Homer Simpson parece un caballero.
—Tú y yo no existimos el uno para el otro. Así que no me mires, y ni se te ocurra llamarme Rina. —Ray es la única persona que me llama así, y lo detesto con toda mi alma—. Y ahora, dame las llaves.
—Ya te lo he dicho… Ven a por ellas.
Apretando los dientes, meto la mano debajo de su culo de vaca y palpo en busca de mis llaves. Ray gime y se retuerce como el asqueroso de mierda que es hasta que mi mano establece contacto con el metal.
Tiro de las llaves y me giro en dirección a la puerta.
—¿Por qué le das tanta importancia? —se burla a mi espalda—. No somos familia, así que no sería incesto.
Me detengo y dedico treinta segundos de mi precioso tiempo a mirarlo con incredulidad.
—Eres mi padrastro. Te casaste con mi madre. Y… —Me trago un torrente de bilis—… Y ahora te estás acostando con la abuela. Así que, no, no tiene nada que ver con que tú y yo no seamos familia. Tiene que ver con que eres la persona más asquerosa del universo y deberías estar en la cárcel.
Sus ojos color avellana se entrecierran.
—Cuidao con lo que dices, señorita, o un día de estos vas a llegar a casa y te encontrarás con las puertas cerradas.
Ya, claro.
—Pago un tercio del alquiler —le recuerdo.
—Bueno, pues quizá tienes que pagar más.
Vuelve a concentrarse en la televisión y yo dedico otros valiosos treinta segundos a fantasear con utilizar el bolso para darle un golpe en la cabeza. Perder esos segundos merece la pena.
En la cocina, la abuela está sentada a la mesa, fumando un cigarrillo y leyendo la revista de cotilleos People.
—¿Has visto esto? —exclama—. Kim K sale desnuda otra vez.
—Me alegro por ella. —Cojo mi chaqueta del respaldo de la silla y me dirijo a la puerta de la cocina.
He descubierto que es más seguro salir de casa por la parte de atrás. Normalmente, hay bandas que se reúnen en las escaleras de entrada de las estrechas casas de nuestra calle. Una calle ni de lejos acaudalada, en esta parte ni de lejos acaudalada del sur de Boston. Además, nuestro aparcamiento está detrás de la casa.
—He oído que Rachel Berkovich se ha quedado preñada —comenta mi abuela—. Debería haber abortado, pero supongo que va en contra de su religión.
Aprieto los dientes otra vez y me giro para mirar a mi abuela. Como de costumbre, lleva una bata desgastada y unas zapatillas rosas de pelo, pero su cabello rubio teñido está peinado a la perfección y su rostro está completamente maquillado, aunque rara vez salga de casa.
—Es judía, abuela. No creo que vaya en contra de su religión, pero, incluso si lo fuera, es lo que ella ha decidido hacer.
—Seguro que quiere esos cupones extra de comida que dan por maternidad —concluye mi abuela antes de echar un largo hilo de humo en mi dirección. Mierda, espero no oler como un cenicero cuando llegue a Hastings.
—Seguro que esa no es la razón por la que Rachel ha decidido tener el bebé. —Ya tengo una mano en la puerta. Me muevo con inquietud mientras espero una oportunidad para despedirme de ella.
—Tu madre pensó en abortar cuando se quedó embarazada de ti.
Ya estamos.
—Vale, hasta aquí —murmuro—. Me voy a Hastings. Vuelvo por la noche.
Su cabeza se separa de golpe de la revista y su mirada se estrecha mientras observa mi falda negra de punto, mi jersey negro de manga corta con cuello barco y mis zapatos de tacón de ocho centímetros. Casi veo las palabras formándose en su cabeza antes incluso de que salgan de su boca.
—Qué pija te has puesto. ¿Vas a tu universidad de ricachones? ¿Es que tienes clase un sábado por la noche?
—Voy a un cóctel —respondo de mala gana.
—Oooh, un cóctel. Espero que los labios no se te agrieten al besarle el culo a todos ahí en el pueblo.
—Vale, gracias, abuela. —Abro la puerta de atrás de un tirón y me obligo a añadir—: Te quiero.
—Yo también te quiero, pequeña.
Es verdad que me quiere, pero a veces ese amor está demasiado contaminado, tanto que no sé si me hace daño o me ayuda.
No hago el trayecto hasta el pequeño pueblo de Hastings en cincuenta y dos minutos ni tampoco en sesenta y ocho. Me lleva una hora y media de reloj porque las carreteras están fatal. Pasan otros cinco minutos hasta que encuentro un sitio para aparcar y, cuando llego a la casa de la catedrática Gibson, estoy más tensa que las cuerdas de un piano… y me siento igual de frágil.
—Hola, señor Gibson. Siento mucho llegar tarde —le digo al hombre con gafas que me recibe en la puerta.
El marido de la catedrática Gibson me ofrece una leve sonrisa.
—No te preocupes, Sabrina. Hace un tiempo horrible. Permíteme el abrigo. —Eleva una mano y espera con paciencia mientras yo me peleo con mi chaqueta de lana.
La catedrática Gibson llega cuando su marido está colgando mi chaqueta barata entre todos los abrigos caros del armario. Parece tan fuera de lugar como yo. Rechazo de una patada mi complejo de pobre y consigo esbozar una amplia sonrisa.
—¡Sabrina! —grita la catedrática Gibson. Su dominante presencia me sobresalta—. Me alegro de que hayas llegado sana y salva. ¿Sigue nevando?
—No, solo llueve.
Hace una mueca de horror y me coge del brazo.
—Peor todavía. Espero que no quieras volver a la ciudad esta noche. Las carreteras estarán llenas de placas de hielo.
Como tengo que trabajar por la mañana, me temo que me tocará realizar ese trayecto independientemente de cuáles sean las condiciones de la carretera, pero no quiero que se preocupe, así que le dedico una sonrisa tranquilizadora.
—Estaré bien. ¿Sigue aquí?
La catedrática me da un apretón en el antebrazo.
—Sí, aquí sigue. Y tiene unas ganas locas de conocerte.
Genial. Respiro hondo por primera vez desde que he llegado y dejo que me guíen, atravesando la habitación, hasta una mujer de pelo corto y canoso vestida con una americana larga y recta de color pastel sobre unos pantalones negros. El atuendo es más bien sobrio, pero los diamantes que brillan en sus orejas son más grandes que mi dedo pulgar. Y además… parece demasiado simpática para ser una catedrática de Derecho. Siempre había imaginado que serían criaturas serias y duras. Como yo.
—Amelia, permíteme que te presente a Sabrina James. Es la estudiante de la que te he hablado. De las primeras de la clase; tiene dos trabajos y sacó un 77 en sus exámenes de acceso a la facultad de Derecho. —Gibson se vuelve hacia mí—. Sabrina, te presento a Amelia Fromm, catedrática en Harvard, una investigadora extraordinaria en el campo del Derecho Constitucional.
—Es un placer conocerla —digo, y extiendo mi mano y rezo a Dios para que esté seca y no sudada. Antes de venir, he pasado una hora estrechando mi propia mano para ensayar este momento.
Amelia me estrecha la mano con ligereza antes de dar un paso atrás.
—Madre italiana y abuelo judío, de ahí la extraña combinación de mi nombre y apellido. James es un apellido escocés, ¿tu familia viene de ahí? —Sus brillantes ojos me analizan de arriba abajo, y resisto el impulso de moverme con nerviosismo con mi ropa barata de Target.
—No lo sé, señora. —Mi familia viene de la alcantarilla. Escocia parece demasiado agradable y real para ser nuestra patria.
Ella agita una mano.
—No es importante. Dejemos la genealogía a un lado. Así que has pedido que te admitan en Harvard para tu postgrado, ¿no? Es lo que me ha comentado Kelly.
¿Kelly? ¿Conozco a alguna Kelly?
—Se refiere a mí, querida —aclara la catedrática Gibson con una carcajada.
Me sonrojo.
—Sí, lo siento. Para mí usted es la catedrática Gibson.
—¡Qué formal, Kelly! —la acusa la catedrática Fromm—. Sabrina, ¿a dónde más has enviado la solicitud de admisión?
—Boston College, Suffolk y Yale, pero Harvard es mi sueño.
Amelia eleva una ceja al oír las dos primeras, ambas son facultades de segunda y tercera categoría en Boston.
Gibson acude en mi defensa.
—Quiere estar cerca de casa. Y, desde luego, debería estar en algún lugar mejor que Yale.
Las dos mujeres resoplan de forma despectiva. Gibson se graduó en Harvard y, al parecer, una vez te gradúas en Harvard, te conviertes en una persona antiYale.
—Teniendo en cuenta todo lo que Kelly me ha contado, parece que sería un honor para Harvard contar contigo.
—Estudiar en Harvard sí que sería un honor para mí, señora.
—Las cartas de admisión se enviarán pronto. —Sus ojos brillan traviesos—. Me aseguraré de… recomendarte.
Amelia ofrece otra sonrisa y casi me desmayo de alivio. No estaba lamiéndole el culo.
Harvard realmente es mi sueño.
—Gracias —consigo decir con voz quebrada.
Gibson señala la comida.
—¿Por qué no comes algo? Amelia, quiero hablar contigo sobre el informe que dicen que ha salido de la Universidad de Brown. ¿Has tenido ocasión de echarle un vistazo?
Las dos se alejan mientras profundizan en la interseccionalidad del feminismo negro y la teoría racial, tema en el que Gibson es experta.
Voy a la mesa de los aperitivos, que está cubierta con un mantel blanco y repleta de distintas variedades de queso, crackers y fruta. Dos de mis mejores amigas, Hope Matthews y Carin Thompson, ya están ahí. Una de tez oscura y la otra de tez clara, son los dos ángeles más hermosos e inteligentes del universo.
Me acerco a ellas y casi colapso en sus brazos.
—¿Y? ¿Cómo ha ido? —pregunta Hope con impaciencia.
—Bien, creo. Ha dicho que sería un honor para Harvard contar conmigo y que la primera remesa de cartas de admisión se enviaría pronto.
Cojo un plato y empiezo a llenarlo, ojalá los pedazos de queso fueran más grandes. Tengo tanta hambre que podría comerme un queso entero. Llevo todo el día con dolor de estómago por los nervios de esta reunión y, ahora que ha terminado, quiero tirarme de cabeza a la mesa de comida.
—Bah, estás admitida sí o sí —afirma Carin.
Gibson es la tutora de las tres. La catedrática es una gran partidaria de proporcionar ayuda a las mujeres jóvenes. Hay otras organizaciones de networking en el campus, pero su influencia busca exclusivamente fomentar el avance de la mujer y yo no podría estar más agradecida.
El cóctel de esta noche está pensado para que sus alumnas se reúnan con miembros de las facultades de los programas de postgrado más competitivos del país. Hope quiere una plaza en la facultad de Medicina de Harvard, mientras que el objetivo de Carin es MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts.
Sí, el interior de la casa de Gibson es un océano de estrógenos. Aparte de su marido, tan solo hay dos hombres más. Voy a echar mucho de menos este lugar después de la graduación. Ha sido un hogar lejos del hogar.
—Cruzo los dedos —respondo a Carin—. Si no entro en Harvard, entonces será Boston o Suffolk. —Que no estaría mal, pero Harvard prácticamente me garantiza el trabajo que quiero tras graduarme: un puesto en uno de los mejores bufetes de abogados del país, o lo que todos llaman BigLaw.
—Entrarás —dice Hope confiada—. Y espero que cuando consigas esa carta de aceptación, dejes de matarte, porque, madre mía, cariño, te veo muy tensa.
Muevo la cabeza en círculos para relajar mi rigidez. Sí, estoy muy tensa.
—Ya, tía. Mi agenda es una locura total estos días. Anoche me acosté a las dos de la madrugada porque la chica que se suponía que iba a cerrar el Boots & Chutes me dejó colgada y tuve que hacerlo yo, y después me he despertado a las cuatro para ir a correos a organizar paquetes. He llegado a casa sobre las doce del mediodía, me he echado a descansar un rato y casi me quedo dormida.
—¿Todavía sigues trabajando en los dos sitios? —Carin se aparta su pelo pelirrojo de la cara—. Dijiste que ibas a dejar el de camarera.
—Todavía no puedo. Gibson me dijo que en la facultad de Derecho no quieren que trabajemos durante el primer año. La única forma de permitirme eso es si tengo suficiente pasta ahorrada para comida y alquiler antes de septiembre.
Carin hace un ruido compasivo.
—Te entiendo. Mis padres han pedido un crédito tan grande que podría comprarme un país pequeño con ese dinero.
—Ojalá te mudaras con nosotras —dice Hope con pesar.
—¿En serio? No tenía ni idea —bromeo—. Solo llevas diciéndolo dos veces al día desde que empezó el semestre.
Arruga su preciosa nariz.
—Fliparías con el sitio que ha alquilado mi padre para nosotras. Tiene ventanales y está justo al lado del metro. ¡Transporte público! —Mueve las cejas tentadoramente.
—Es demasiado caro, H.
—Ya sabes que yo asumiría la diferencia. O, mejor dicho, mis padres lo harían —se corrige. Su familia tiene más dinero que un magnate petrolero, pero nunca lo adivinarías hablando con ella. Hope tiene los pies en la tierra más que nadie.
—Lo sé —digo mientras engullo unas minisalchichas—. Pero me sentiría culpable, y después la culpa se convertiría en resentimiento y ya no seríamos amigas, y no ser tu amiga es una mierda.
Sacude la cabeza en mi dirección.
—Si en algún momento tu obstinado orgullo te permite pedir ayuda, aquí estoy.
—Aquí estamos —interviene Carin.
—¿Ves? —Agito mi tenedor entre las dos—. Por esto no puedo vivir con vosotras. Significáis demasiado para mí. Además, esta fórmula me va bien. Tengo casi diez meses para ahorrar antes de que comiencen las clases el próximo otoño. Todo controlado.
—Por lo menos vente a tomar una copa con nosotras cuando acabe esta historia —propone Carin.
—Tengo que volver a casa en coche. —Hago una mueca—. Mañana me toca ordenar paquetes.
—¿Un domingo? —pregunta Hope.
—Me pagan un 50 por ciento más. No he podido rechazarlo. La verdad es que debería irme a casa pronto. —Dejo mi plato sobre la mesa e intento ver qué está pasando en la calle a través de la enorme ventana del mirador. Lo único que veo es oscuridad y vetas de lluvia en el cristal—. Cuanto antes esté en la carretera, mejor.
—No. Con este tiempo, no conduzcas. —Gibson aparece junto a mi codo con una copa de vino—. La previsión meteorológica advierte de que habrá placas de hielo. La temperatura está bajando y la lluvia se está convirtiendo en hielo.
Una mirada a la cara de mi tutora y sé que tengo que ceder. Lo hago, pero con gran reticencia.
—De acuerdo —digo—, pero protesto. Y tú… —Inclino la punta de mi tenedor en dirección a Carin—. Más te vale tener helado en el congelador si tengo que quedarme en tu casa; si no es así, me voy a enfadar mucho.
Las tres se ríen. Gibson se separa del grupo para dejarnos hacer networking todo lo bien que pueden hacerlo tres estudiantes de último curso de universidad. Después de una hora charlando con gente, Hope, Carin y yo cogemos nuestros abrigos.
—¿A dónde vamos? —pregunto a las chicas.
—D’Andre está en el Malone’s y le he dicho que lo vería allí —contesta Hope—. Tardamos unos dos minutos en coche, así que no deberíamos tener problemas.
—¿En serio? ¿Al Malone’s? Es un bar de jugadores de hockey —me quejo—. ¿Qué hace D’Andre ahí?
—Beber y esperarme. Además, necesitas echar un polvo, y los deportistas son tu tipo favorito.
Carin se ríe.
—Su único tipo.
—Oye, tengo una muy buena razón para preferir a los deportistas —argumento.
—Lo sé, ya nos la has dicho. —Eleva las cejas y resopla—. Si quieres que te resuelvan una pregunta de estadística, ve a los frikis de las matemáticas. Si quieres cumplir con una necesidad física, ve a los deportistas. La herramienta de trabajo de un deportista de élite es su cuerpo. Ellos lo cuidan, saben cómo ampliar sus límites, bla, bla, bla. —Carin hace un gesto con su mano izquierda.
Le saco mi dedo corazón.
—Pero el sexo con alguien que te gusta es mucho mejor. —Esto lo dice Hope, que lleva con D’Andre, su novio jugador de fútbol americano, desde primero.
—Me gustan… —protesto— durante la hora o así que los uso.
Compartimos una risa por mi comentario, hasta que Carin recuerda a un chico que bajó la media.
—¿Recuerdas a Greg «diez segundos»?
Me estremezco.
—Primero, gracias por sacar a la luz ese mal recuerdo, y segundo, no digo que no los haya defectuosos. Solo que las probabilidades son mejores con un atleta.
—¿Y los jugadores de hockey son defectuosos? —pregunta Carin.
Me encojo de hombros.
—No podría decirlo. No los he eliminado de mi lista de polvos potenciales por su actuación en la cama, sino porque son capullos con privilegios que reciben favores especiales de los profesores.
—Sabrina, cariño, tienes que olvidarte ya de aquello —me anima Hope.
—No. Los jugadores de hockey quedan descalificados.
—Dios, ¡pero no sabes lo que te estás perdiendo! —Carin se humedece los labios con excesiva lascivia—. ¿Ese tío con barba que hay en el equipo? Quiero saber lo que se siente. Las barbas están en mi lista de cosas que hacer antes de morir.
—Pues adelante. Mi boicot hacia los jugadores de hockey solo significa que quedan más tíos para ti.
—Eso que dices me parece guay, pero… —Sonríe—. ¿Necesito recordarte que te tiraste al señor Di Laurentis?
Puaj. Eso es un recuerdo que no necesito escuchar.
—Primero, estaba totalmente borracha —me quejo—. Segundo, fue en segundo, valga la redundancia. Y tercero, esa es la razón por la que paso olímpicamente de los jugadores de hockey.
A pesar de que la Universidad de Briar tiene un equipo de fútbol que ha ganado un campeonato, es conocida como una universidad de hockey. A los tíos con patines los tratan como dioses. Un buen ejemplo es Dean Heyward-Di Laurentis. Estudia Ciencias Políticas, como yo, por lo que hemos coincidido en varias clases, incluyendo Estadística en segundo. Esa asignatura fue la hostia de dura. Todo el mundo lo dio todo.
Todo el mundo menos Dean, que se estaba follando a la profesora asistente.
Y… ¡sorpresa!, le puso un sobresaliente, que no se merecía ni de coña. Lo sé con certeza, porque el trabajo final lo hacíamos juntos y vi la mierda que entregó.
Cuando me enteré de que había sacado un diez, le quería cortar los huevos. Fue superinjusto. Me dejé la piel en esa asignatura. Joder, me dejo la piel en todo lo que hago. Todos mis logros están manchados con mi sangre, sudor y lágrimas. Y mientras tanto, ¿a un imbécil se le entrega el mundo en bandeja? Menuda mierda.
—Se está cabreando otra vez —le susurra Hope a Carin.
—Está pensando que Di Laurentis sacó un 10 en esa asignatura y en cómo lo hizo —dice Carin en un susurro gritado—. Necesita echar un polvo como el comer. ¿Cuándo fue la última vez?
Empiezo a extender el dedo corazón de nuevo cuando me doy cuenta de que soy incapaz de recordar mi último polvo.
—Fue con… eh, ¿Meyer? El del equipo de lacrosse. Eso fue en septiembre. Y después, Beau… —Me ilumino—. ¡Ja! ¿Veis? Solo ha pasado poco más de un mes. Para nada una emergencia nacional.
—Querida, alguien con tu agenda no puede estar un mes sin sexo —responde Hope—. Eres una bola ambulante de estrés, lo que significa que necesitas una buena dosis de polla por lo menos… todos los días —resuelve.
—Cada dos días —rectifica Carin—. Hay que darle tiempo al jardín privado para que descanse.
Hope asiente con la cabeza.
—Vale. Pero esta noche, nada de descanso para tu coño…
Suelto una carcajada por la nariz.
—¿Te queda claro, cariño? Has comido, te has echado una siesta por la tarde, y ahora necesitas un poco de morbo —afirma Carin.
—¿En el Malone’s? —digo con cautela—. Acabamos de dejar claro que el sitio ese está petado de jugadores de hockey.
—No exclusivamente. Seguro que Beau está ahí. ¿Quieres que le pregunte a D’Andre? —Hope levanta el teléfono, pero sacudo la cabeza.
—Beau requiere demasiado tiempo. El tío quiere hablar durante los polvos. Yo quiero hacerlo y marcharme.
—¡Oooh! ¡Se pone a hablar! Qué miedo.
—Para ya.
—Oblígame. —Hope echa hacia atrás la cabeza, golpeando sus largas trenzas contra mi abrigo, y después sale de la casa de Gibson.
Carin se encoge de hombros y la sigue, y tras un segundo de duda, yo también. Nuestros abrigos están empapados cuando llegamos al coche de Hope, pero llevamos las capuchas puestas, así que el pelo sobrevive al aguacero.
Realmente no estoy de humor para ponerme a ligar con nadie esta noche, pero no puedo negar que mis amigas tienen razón. He estado hasta arriba de curro y tensión durante semanas, y durante estos últimos días he sentido… ganas. El tipo de ganas que solo pueden ser saciadas con un cuerpo duro y musculado y con una polla, esperemos, por encima de la media.
La cuestión es que soy extremadamente selectiva respecto a con quién me enrollo y, tal y como temía, cuando cinco minutos después las chicas y yo entramos en el Malone’s, está repleto de jugadores de hockey.
Pero bueno, si esas son las cartas que me han tocado, supongo que no pasa nada por jugar con ellas y ver qué pasa.
Aun así, mientras sigo a mis amigas hasta la barra, mis expectativas son cero.
—Aléjate de esa tía, chaval. Es tóxica.
Dean está ofreciendo su sabiduría —por lo general, equivocada— a nuestro estudiante de primero y extremo izquierdo, Hunter Davenport, mientras entro en el Malone’s huyendo de la lluvia torrencial.
Las carreteras están fatal y no tengo demasiadas ganas de estar aquí esta noche, pero Dean ha insistido en que teníamos que salir de fiesta. Dean se ha pasado todo el día deambulando de aquí para allá sin parar por nuestra casa, megagruñón y, obviamente, cabreado, pero cuando le he preguntado por qué, se ha encogido de hombros y me ha dicho que estaba nervioso.
Mentira total. Se me podría considerar una persona tranquila en comparación con mis ruidosos compañeros de equipo, pero no soy tonto. Y ni de lejos necesito ser un detective para juntar las pistas.
Allie Hayes, la mejor amiga de la novia de nuestro compañero de piso, se quedó a dormir en casa anoche.
Dean es un donjuán.
Las chicas adoran a Dean.
Allie es una chica.
Ergo, Dean se acostó con Allie.
Además, toda la ropa estaba esparcida por el salón, porque Dean es físicamente incapaz de tener relaciones sexuales en su dormitorio.
Todavía no lo ha reconocido, pero estoy seguro de que en algún momento lo hará. También estoy convencido de que, sea lo que sea lo que pasó entre ellos anoche, Allie no busca repetirlo. Por qué eso molesta a Dean, el rey de las citas de una noche, es algo que aún debo averiguar.
—A mí no me parece tóxica —dice Hunter mientras me sacudo el agua del pelo.
—Oye, Pluto —gruñe Dean en mi dirección—, sécate el pelo en otro sitio.
Resoplo y sigo la mirada de Hunter, que está pegada con Super Glue a una chica delgada de pelo castaño sentada junto a la inmensa barra y que mira justo en la otra dirección. Veo una falda corta, unas piernas de infarto y cabello tupido y oscuro que cae por su espalda. Por no mencionar el culo más redondo, apretado y sexy que he tenido el placer de admirar jamás.
—Muy bien —observo antes de sonreírle a Dean—. Entiendo que ya te la has pedido, ¿no?
Su rostro se torna blanco de terror.
—Ni de coña. Es Sabrina, hermano. Ya me retuerce los huevos en clase cada día, no necesito que me los retuerza fuera de la uni.
—Espera un momento, ¿esa es Sabrina? —digo lentamente. ¿Esa es la chica que Dean jura que es su enemiga número uno?—. La he visto por el campus, pero no había caído en que ella era la chica de la que siempre te andas quejando.
—La misma —murmura.
—Pues qué pena, oye. Resulta muy agradable mirarla. —Más que agradable, la verdad. En el diccionario, junto a «Atractivo», hay una foto del culo de Sabrina. También podría estar junto a las palabras «Increíble», «¡Joder!» y «Megarrico».
—¿Cuál es la historia entre vosotros dos? —mete baza Hunter—. ¿Es una ex?
Dean retrocede.
—¡¿Qué dices?!
El estudiante de primero frunce los labios.
—¿Así que no estaré rompiendo el código de hermanos si le entro?
—¿Quieres entrarle? Adelante. Pero te advierto que esa cabrona te va a comer vivo.
Aparto mi cara para esconder una sonrisa. Suena a que alguien ha podido rechazar a Dean. Sin duda, hay alguna historia entre ellos, pero incluso después de que Hunter le presione, Dean no suelta más información. Al otro lado de la estancia, Sabrina se da la vuelta. Es probable que haya sentido tres pares de ojos sobre ese culo, dos de los cuales tienen mucha hambre.
Su mirada encuentra la mía y la mantiene. En sus ojos hay desafío. El competidor que hay en mí se levanta para hacerle frente.
«¿Eres suficiente para mí?», parece estar preguntándome.
«No tienes ni idea, cariño».
Una chispa de calor enciende su mirada… hasta que cae sobre Dean. De inmediato, sus exuberantes labios se afinan y extiende el dedo corazón hacia nosotros.
Hunter gruñe y murmura algo sobre que Dean arruina sus posibilidades. Pero Hunter es un niño y esa chica tiene suficiente fuego dentro como para encender el mundo. No puedo imaginármela queriéndose llevar a un chaval de dieciocho años a la cama, sobre todo a uno que ve la derrota con el primer obstáculo. El chaval tiene que ser más fuerte si quiere jugar con los mayores.
Busco algo de dinero en mi bolsillo.
—Voy a por una birra. ¿Necesitáis una recarga?
Los dos niegan con la cabeza. Después de haber cumplido mi deber de amigo, me dirijo a la barra y a Sabrina, y llego justo cuando el camarero le entrega su bebida.
Pongo un billete de veinte en la barra.
—Yo invito, y para mí una Miller cuando puedas.
El camarero coge el billete y se dirige a la caja registradora antes de que Sabrina pueda oponerse. Me lanza una mirada contemplativa y después se lleva la botella de cerveza a los labios.
—No me voy a acostar contigo porque me hayas invitado a una cerveza —dice por encima del cuello de la botella.
—Espero que no —respondo, encogiéndome de hombros—. Mi listón está más alto que eso.
Le ofrezco un gesto de cortesía con la cabeza y, con tranquilidad, me dirijo de vuelta a la mesa donde algunos de mis compañeros de equipo están reunidos. Detrás de mí siento sus ojos perforándome la espalda. Como no puede verme, permito que una sonrisa de satisfacción se extienda por mi rostro. Esta chica está acostumbrada a que la persigan, lo que significa que tengo que introducir un poco de sorpresa en mi caza.
En la mesa, Hunter mira a otro grupo de chicas, y la cabeza de Dean está enterrada en su teléfono. Probablemente le esté enviando mensajes a Allie. Me pregunto si los otros chicos saben que anoche hicieron el guarro. Probablemente, no. Garrett y Logan están en Boston con sus novias hasta mañana, así que sospecho que no tienen ni idea aún. Pero Garrett no hacía más que insistirle a Dean para que mantuviera sus manos alejadas de Allie este fin de semana. No quería que ningún drama interfiriera en su actual vida perfecta con la mejor amiga de Allie, Hannah.
Dado que no ha habido broncas, pollos, ni llamadas de teléfono a gritos, apostaría a que Dean y Allie están manteniendo en secreto el rollo de anoche.
Justo cuando Hunter abre la boca para soltarle una frase ridícula a una de las chicas que ha venido a nuestra mesa, las luces parpadean amenazantes.
Dean frunce el ceño.
—¿Esto es el apocalipsis o algo así?
—Está lloviendo con mucha fuerza —le digo.
Después de eso, Dean decide largarse. Yo me quedo en el bar, a pesar de que ni siquiera quería salir esta noche. No sé por qué, pero esa breve conversación con Sabrina me ha alterado más que un poco.
No es que haya escasez de chicas en mi vida. Puede que no presuma de mis conquistas como hacen Dean, Logan o mis compañeros de equipo, pero tengo mucha actividad. Incluso me permito algún rollo de una sola noche, si me apetece.
Y, ahora mismo, me apetece.
Quiero a Sabrina debajo de mí. Sobre mí. En cualquier lugar que quiera ponerse me parecerá bien. Y lo quiero con tantas ganas que tengo que frotarme la barba con la mano para no ceder a la necesidad de deslizarla más abajo y frotar otra cosa.
Todavía no estoy seguro de cómo me siento con el tema de la barba. Me la dejé crecer en la época del campeonato la primavera pasada, pero se me fue de las manos en plan hombre de las montañas, así que decidí afeitármela durante el verano. Después creció de nuevo porque soy que te cagas de vago con eso y recortarla es mucho más fácil que afeitarse del todo.
—Siéntate, tío —me anima Hunter. Sus ojos evidencian de forma activa que ellas son tres chicas y nosotros somos solo dos, pero estas chicas, a pesar de ser superguapas, no me interesan en absoluto.
—Todas tuyas, chaval.
Vacío mi botella y vuelvo a la barra. Sabrina sigue allí, de pie. Otro par de depredadores se han acercado. Les dirijo una mirada poco amistosa y me deslizo en un espacio recién liberado junto a ella.
Apoyo un codo detrás de mí contra la barra para ofrecerle la ilusión óptica de que hay más espacio entre nosotros. Me recuerda un poco a esos caballos salvajes de ojos enormes, piernas largas y la promesa tácita de la mejor cabalgada de tu vida. Pero si juegas tus cartas demasiado pronto, se escapará y será imposible capturarlo.
—Así que eres amigo de Di Laurentis.
Las palabras salen de forma casual, pero, teniendo en cuenta que ella y Dean no se caen muy bien, creo que solo hay una manera correcta de responder: negarlo todo.
Aun así, no voy a hacerle eso a un amigo, ni siquiera para tener sexo. Y sea cual sea el asunto pendiente que Sabrina tiene con Dean, no me incumbe, del mismo modo que la opinión de Dean sobre Sabrina no va a influir en lo que estoy buscando con ella. Además, soy un gran defensor del dicho de que hay que empezar como uno quiere continuar.
—Es mi compañero de piso.
Sabrina no hace esfuerzo alguno en ocultar su repulsa, ni en que va a pasar de mí.
—Gracias por la cerveza, pero creo que mis amigas me están llamando. —Señala con la cabeza a unas chicas.
Observo al grupo y ninguna está mirando en nuestra dirección. Vuelvo a ella con un triste movimiento de cabeza.
—Cúrratelo un poco más. Si quieres que me vaya, dímelo. Tienes pinta de ser una chica que sabe lo que quiere y que no teme decirlo.
—¿Eso es lo que Dean te ha contado? Apuesto a que dice que soy una capulla, ¿a que sí?
Esta vez opto por mantener la boca cerrada. En lugar de hablar, le doy un sorbo a mi bebida.
—Tiene razón, lo soy —continúa—. Lo soy y no me siento mal por ello.
Echa la barbilla hacia adelante de una forma adorable. La pellizcaría, pero creo que perdería algún dedo y esta noche los voy a necesitar. Mi plan es tenerlos por todo su cuerpo.
Ella da otro trago a la cerveza a la que le he invitado, y observo los delicados músculos de su garganta. Joder, es guapísima. Aunque Dean me hubiera dicho que se dedica a asesinar bebés, yo estaría aquí. Sabrina tiene ese tipo de atracción.
Y no soy el único. La mitad de la población masculina del bar está lanzando miradas de envidia en mi dirección. Inclino mi cuerpo ligeramente para ocultarla de la vista de los demás.
—Vale —le digo sin importancia.
—¿Vale? —Su rostro muestra la expresión confusa más bonita del mundo.
—Sí. ¿Se supone que debía ahuyentarme?
Sus cejas perfectas se juntan.
—No sé qué más te ha dicho, pero no soy fácil. No estoy en contra de los rollos, pero soy selectiva con quién dejo entrar en mi cama.
—Dean no me ha contado nada sobre ese tema. Solo dice que te gusta retorcerle los huevos. Pero ambos sabemos que el ego de Dean puede soportar un golpe de vez en cuando. La pregunta es si te mola. Parece que sí, porque él es el tu único tema de conversación. —Me encojo de hombros—. Si es así, me piro ahora mismo.
Dean me dijo que no sentía nada por Sabrina, pero quiero asegurarme de que tampoco quedan emociones pendientes por parte de ella. El tono de su voz cuando ha dicho su nombre era de cabreo, pero no amargo, algo que interpreto como una buena señal. El enfado puede surgir de un montón de cosas. La amargura suele proceder de sentimientos heridos.
Cuando —que no un «si» condicional— nos metamos en la cama, tendrá que ser porque ella quiere estar conmigo, no porque le parezca una manera de vengarse de Dean.
Su mirada viaja sobre mi hombro hacia donde mi compañero de equipo sigue sentado, luego vuelve a mí. Ella y yo bebemos en silencio un poco. Sus ojos marrón chocolate son difíciles de leer, pero tengo la sensación de que está sopesando mis palabras con cuidado. Tal vez esté esperando a que yo hable, a que llene el silencio, pero estoy siendo paciente. Además, me da tiempo para analizarla de cerca. Y desde esta distancia, es incluso más guapa de lo que pensaba.
No solo tiene un culo de primera división y unas piernas infinitas. Su escote es de esos que puede convertir a un hombre a una religión. En plan: «Gracias, Jesús, por crear a esta gloriosa criatura y, por favor, Señor, haz que no sea lesbiana». No mirar descaradamente a las bonitas colinas que se elevan sobre su camiseta es una de las cosas más difíciles que he tenido que hacer en la vida.
Por fin deja su botella en la barra.
—Solo porque seas guapo no significa que esté interesada en ti.
Sonrío.
—Por algo habrá que empezar.
Una sonrisa forzada sale de las comisuras de sus labios. Se seca la mano en su falda y la extiende.
—Sabrina James. Ya he oído todas las bromas posibles sobre si soy una bruja y no, no estoy pillada por Dean Di Laurentis.
Cojo su mano y aprovecho el contacto para tirar de ella y acercarla un poco más hacia mí. Con esta chica hay que ir paso a paso.
—John Tucker. Me alegra oír eso, pero debes saber que Dean es como un hermano para mí. Hemos estado codo con codo en el hielo durante cuatro años, llevamos tres viviendo juntos, tengo la intención de soltar un discurso en su boda y espero que él haga lo mismo en la mía. Dicho esto, también te digo que es mi amigo, no mi padre.
—Espera, ¿te vas a casar? —dice confundida.
Es gracioso que, de todo lo que he dicho, hable de esa parte. Acaricio la parte exterior de su brazo con la mano y, sin apretarla, rodeo su muñeca con los dedos.
—En el futuro, querida. En el futuro.
—Vaya. —Coge su cerveza y la deja cuando ve que está vacía—. ¿De verdad quieres casarte?
—En algún momento. —Me río ante su asombro—. Ahora no, pero sí, un día quiero estar casado y tener un hijo o tres. ¿Y tú?
El camarero llega y le suelto otros veinte dólares en su dirección.
Pero Sabrina niega con la cabeza.
—Tengo que conducir. Una cerveza es mi límite.
Pido dos aguas en su lugar, y el camarero vuelve al instante con dos vasos altos.
Las luces parpadean una vez más y le mandan una sacudida de urgencia a mis entrañas. Tengo que cerrar este acuerdo pronto o lo perderé por completo.
—Gracias —dice mientras da un sorbo—. Y no, no me veo a mí misma con hijos o marido en un futuro próximo. Además, pensaba que a los jugadores de hockey les gustaba jugar a varias bandas.
—En algún momento incluso los mejores se retiran. —Sonrío sobre mi vaso.
Se ríe.
—Vale, vale. Te concedo eso. Y, ¿qué carrera estás estudiando, John?
—Tucker. Todo el mundo me llama Tucker o Tuck. Y hago Empresariales.
—¿Para gestionar todo el dinero que ganes con el hockey?
Todavía no le he soltado la muñeca y, con cada frase, voy reduciendo la distancia que hay entre nosotros.
—No. —Bajo la mirada a mi rodilla—. Soy demasiado lento para la liga profesional. Me hice bastante daño en la rodilla en el instituto. Soy lo bastante bueno como para tener beca aquí, pero conozco mis límites.
—Vaya, lo siento. —Su tono de voz transmite un pesar sincero.
Dean es imbécil. Esta chica es tan maja como la que más. Estoy impaciente por poner mi boca en ella.
Y mis manos.
Y mis dientes.
Y mi polla dura como el acero.
—No lo sientas, yo no lo hago.
Deslizo mi brazo a lo largo de la barra hasta que Sabrina básicamente está de pie en el círculo de mis brazos. Sus pies se encuentran entre los míos y, si moviese mis caderas ligeramente hacia adelante, establecería el contacto que mi cuerpo está deseando que haga con todas sus fuerzas. Pero si hay una cosa que he aprendido en todos los años que he jugado al hockey es que la paciencia tiene recompensa. Uno no lanza de inmediato cuando el stick recibe el disco, sino que espera al hueco adecuado.
—La verdad es que nunca fue lo que quise —agrego—. Y creo que es una de esas cosas que tienes que perseguir a tope.
Y entonces me lo da: el hueco.
—Y ¿qué es lo que quieres?
—A ti —contesto sin rodeos.
Ocurren dos cosas. Las luces se apagan por completo y a ella casi se le cae el vaso. La máquina de discos se para y, de repente, el bar se queda demasiado tranquilo. A nuestro alrededor hay algunas carcajadas y algún grito de consternación.
—No os quitéis los pantalones, niños —grita uno de los camareros—. Vamos a ver qué pasa. El generador se encenderá en cualquier momento.
Como si eso fuera una señal, un zumbido llena el aire y, a continuación, un tenue resplandor de luz ilumina la habitación repleta de gente.
—¿Todavía tienes sed? —pregunto, acariciando el interior de su muñeca con movimientos largos y suaves. Subo hacia la parte interna del codo y bajo otra vez hasta la muñeca. Lo repito. Una vez y otra, y otra más.
Su mirada baja a nuestras manos unidas y sus ojos se ensanchan como si se diera cuenta en ese preciso instante de que nos hemos estado tocando durante los últimos diez minutos, más o menos. Me acerco y acaricio mi nariz contra el borde exterior del lóbulo de su oreja, y lleno mis pulmones con su olor a especias.
Podría estar aquí todo el día. Hay algo maravilloso en prolongar la expectación hasta que casi duele. Hace que la liberación posterior sea todavía más explosiva. Tengo la sensación de que el sexo con Sabrina James me pondrá la cabeza del revés.
No aguanto más.
Después de hacer una respiración profunda, una inspiración que impulsa sus tetas perfectas contra mi pecho, se retira. No demasiado, pero lo suficiente como para crear una línea de distancia.
—No me van las relaciones —dice sin rodeos—. Si hacemos esto…
—¿Hacer qué? —No puedo evitar provocarla.
—Esto… No te hagas el tonto, Tucker. Eres más listo que eso.
Se me escapa una risa.
—Está bien. De acuerdo… —Agito una mano—. Continúa…
—Si hacemos esto —repite—, es solo sexo. Nada de sensación rara a la mañana siguiente. Nada de intercambiarse el número de teléfono.
Le doy una última caricia antes de liberarla y dejo que lea en mi silencio lo que ella necesita. Dudo mucho que una sola vez sea suficiente para ninguno de los dos, pero si eso es lo que necesita creer esta noche, me parece bien.
—Entonces, vámonos.
Sus labios se curvan.
—¿Ahora?
—Ahora. —Humedezco mi labio inferior con la lengua—. A menos que quieras quedarte aquí un rato más y seguir ignorando el hecho de que nos morimos por arrancarnos la ropa el uno al otro.
Deja escapar una risa gutural que va directa a mis huevos.
—Muy buena, Tucker.
Dios, me flipa la forma en la que mi nombre sale de sus labios sensuales y carnosos. Quizá le pida que lo diga cuando haga que se corra.
El deseo que crece en mi interior y me atraviesa todo el cuerpo es tan fuerte que tengo que apretar el culo y respirar por la nariz para intentar frenarlo. Agarro el codo de Sabrina y nos abro camino a empujones hacia la puerta. Algunas personas dicen mi nombre, o me dan palmaditas en la espalda para felicitarme. Los ignoro.
Fuera sigue diluviando. Tiro de Sabrina para acercarla a mí y pongo mi cazadora de hockey color plata y negro sobre su cabeza.
Afortunadamente, mi pick-up está cerca.
—Aquí.
—Buen sitio para aparcar —comenta.
—No me puedo quejar. —Es una ventaja de ser titular en el equipo de hockey de la universidad ganadora del campeonato.
La ayudo a subir a la pick-up. Después, me deslizo en el asiento del conductor y arranco el motor.
—¿A dónde?
Ella tiembla un poco, aunque no estoy seguro de si es por el frío o por otra razón.
—Vivo en Boston.
—Entonces, a mi casa. —Porque ni de coña puedo esperar la hora que se tarda en llegar a la ciudad. Mi polla está a punto de explotar.
Coloca su mano en mi muñeca antes de que pueda meter la marcha atrás.
—Vives con Dean. ¿No va a ser un poco incómodo para ti?
—No. ¿Por qué lo sería?
—No sé. —Su dedo índice se desliza hacia delante para frotar mis nudillos.
Aprieto los dientes a la vez que mi erección casi perfora la cremallera. La única razón por la que no la he besado un segundo después de salir del bar es porque, si hubiera empezado, probablemente me la habría tirado contra el muro del edificio. Pero ahora me está tocando, y mi autocontrol es más esquivo que una nube de vapor.
—Hagámoslo aquí —dice con decisión.
Arrugo la frente.
—¿En la camioneta?
—¿Por qué no? ¿Necesitas velas y pétalos de rosa? Solo es sexo —insiste.
—Querida, sigue diciendo eso y voy a empezar a preguntarme si de verdad es a mí al que quieres convencer. —Mi respiración se corta cuando su pulgar acaricia en pequeños círculos el centro de la palma de mi mano. A tomar por culo. Le tengo demasiadas ganas—. Pero, vale, ¿me quieres echar un polvo en esta camioneta? Pues nada, adelante.
Sin decir una palabra, meto la mano debajo del asiento y lo echo hacia atrás todo lo que da de sí. A continuación, me quito la cazadora y la tiro en el asiento trasero.
—¿Tienes alguna instrucción para tus ligues exclusivamente sexuales? —pregunto arrastrando las palabras—. Tipo «nada de besar en los labios».
—Claro que no. ¿Me parezco a Julia Roberts?
Arrugo mis cejas.
—¿Pretty Woman? —suelta—. ¿La prostituta con el corazón de oro? ¿La que no besaba en la boca a los clientes?
Sonrío.
—¿Estás diciendo que me vas a besar?
Suelta una risita.
—Si no me besas, me cabrearé. Necesito besos. Si no, prefiero quedarme en casa con mi vibrador.
Una sonrisa cruza mi cara. Con la espalda contra la ventanilla y mi bota en la base de la palanca de cambios, formo una cuna para su delicioso cuerpazo y la atraigo hacia mí.
—En ese caso, ven a por lo que necesitas.
Tucker está ahí sentado con una leve sonrisa en su rostro y una inmensa erección en sus pantalones. Mi lengua se escapa de mi boca para humedecer mis labios mientras la excitación palpita a través de mis venas. Dios, ese monstruo va a ser una delicia dentro de mí.
Mi mirada se posa en su cuidada barba y, por un instante, me pregunto si debería haberle dado a Carin la oportunidad de tirárselo. Después de todo, las barbas están en su lista de cosas pendientes. Pero, ahora que lo pienso, me intriga pensar cómo será sentir esa mata de pelo entre las piernas. ¿Suave? ¿Raspará? Aprieto los muslos al pensar en ello.
Hope y Carin tenían mucha razón… Necesito echar un polvo y, jugador de hockey o no, creo que Tucker es el hombre perfecto para la tarea. Tiene confianza en sí mismo, pero no demasiado ego, que es lo que más me pone. Cuando me ha dicho «a ti» en respuesta a mi pregunta sobre qué quería, casi me corro en las bragas.
Y parece un tío seguro y firme, alguien a quien un terremoto no sería capaz de sacudir. Incluso siento admiración por la forma en la que ha dado la cara por Dean, aunque esa lealtad podría haber sido un inconveniente. Seguro que Tucker sabía que, si me mentía sobre su amistad con Dean, sus opciones conmigo habrían sido mayores. Pero ha elegido la honestidad, lo que más valoro de todo.
—¿Necesitas que te guíe? —Su tono de voz es bajo y ronco, habla arrastrando cada sílaba. Ne-ce-sitasss.
Dios bendito, ese acento del sur.
—Solo estoy analizando mis opciones. —Me encanta que esté ahí sentado, diciéndome que haga lo que necesite. Como si su enorme polla solo existiera para mí.
No puedo esperar más, pero tampoco soy capaz de decidir cómo empezar. Mi boca se hace agua al imaginar su capullo rozando contra mi lengua, pero mis entrañas se mueren de deseo cuando pienso en estar entre sus brazos mientras me colma hasta el fondo.
—¿Por qué no empezamos con esos besos que tanto te gustan? —sugiere.
Me encuentro con su mirada ardiente.
—¿Dónde? —pregunto con timidez, algo poco habitual, porque yo nunca soy tímida. Pero hay algo en su seguridad en sí mismo que saca a la mujer que hay en mí, y me doy cuenta de que no me molesta en absoluto.
Con un enorme dedo, se toca el labio inferior.
—Aquí.
Tan seductoramente como puedo, me muevo sobre la consola hasta llegar a su regazo, lo que hace que mis tacones caigan al suelo de la camioneta. Sus labios se abren en una invitación, pero decido no juntar de inmediato mis labios con los suyos.
En vez de eso, le paso los dedos por la barba, de un lado de la mandíbula al otro.
—Suave —murmuro.
Su mirada se estrecha y se colma de tanta lujuria que resulta difícil respirar. Y entonces me agarra, cansado de esperar y de hablar.
Nuestras bocas se juntan de golpe en un beso agresivo. Enreda una mano en mi pelo y no estoy segura de si lo hace para tener mejor ángulo o para hacer más palanca y tener más fuerza en su invasión. Sea por lo que sea, su lengua me hace sentir cosas mágicas ahí abajo. Me estoy olvidando de por qué he estado a punto de rechazarlo.
Es alto, está bueno, tiene el pelo oscuro, barba desaliñada… ¿Por qué lo he dudado, siquiera? Ah, es verdad. Porque es un jugador de hockey.
Aparto mi boca, arrancándola, y jadeo.
—Solo para que conste, no me gustan los jugadores de hockey. Esto es una vez y ya.
Echa mi pelo hacia un lado para descubrir mi garganta.
—Tomo nota. No te voy a recordar esto cuando me pidas una segunda ronda.
Riéndome, le agarro la cabeza y la sujeto contra mí mientras recorre con su lengua mi garganta en su camino hacia la parte superior de mi pecho.
—No va a pasar jamás.
—No te cierres en banda. Es más fácil rectificar. Y más elegante.
Sus palabras suenan un tanto apagadas mientras entierra su cara en mi escote. Una mano callosa tira de mi jersey hacia abajo y, a continuación, escucho un gruñido de frustración cuando el escote no baja lo suficiente como para darle acceso a lo que quiere.
Lo bueno es que nuestras necesidades coinciden. Meto las manos entre nuestros cuerpos y tiro del jersey hacia arriba para quitármelo y su boca se engancha a mi pezón antes de que me pueda quitar el sujetador. Cuando echo hacia atrás las manos para abrir el cierre, sus manos las apartan de un manotazo.
Mi risa ante sus ansias desaparece en mi garganta cuando su mano cubre mi pecho descubierto. Me arqueo ante su áspera caricia. Ay, Dios, hacía demasiado tiempo…, demasiado. Mientras la boca de Tucker se llena chupando un pezón duro, sus dedos aprietan y juguetean con el otro.
Se le da bien. Sabe con cuánta fuerza morder, con cuánta suavidad besar y, a pesar de la erección en sus pantalones, actúa como si pudiera pasarse toda la noche succionando el pezón.
Froto la parte inferior de mi cuerpo sobre su erección, intentando apartar a tientas la falda que nos separa para sentirlo mejor. Quiero la falda fuera ya, joder. Quiero que su cuerpo desnudo se frote contra el mío. Lo quiero dentro de mí.
Lo quiero todo.
Busco la parte de abajo de su camiseta. No me ofrece ninguna ayuda porque está demasiado concentrado en mis tetas. Encuentro el dobladillo y tiro de él. Solo entonces se separa de mí, y el aire frío de la camioneta hace que mis pezones se pongan todavía más duros.
—No necesito más preliminares —le digo mientras arrastro su camiseta sobre su cabeza.
Oh, Dios, alerta «músculo». Decenas de músculos apretados, suaves y marcados se deslizan bajo mis manos. Es imposible no adorar a los deportistas.
Sus manos excavan bajo mi falda.
—¿De verdad que no?
No hay nada elegante en cómo me aparta a un lado el tanga, y no me advierte cuando mete dos dedos dentro de mí. Es sexy, guarro y me pone a mil. El aire silba entre los dientes cuando inhalo con fuerza.
—Te gusta, ¿verdad? —murmura.
—No está mal —miento, y me castiga al instante sacando un poco los dedos—. Vale, me gusta.
Los saca del todo y utiliza sus dedos húmedos para tocar mi clítoris en suaves círculos. Todo mi cuerpo se tensa, se contrae y pide más a gritos.
—Solo te gusta, ¿eh? —se burla.
Me rindo.
—Mucho. Me gusta mucho.
—Ya lo sé. —Parece satisfecho—. No me gusta decir esto, Sabrina, pero has cometido un gran error.
—¿Qué? ¿Por qué?
Sus dedos tiran de mi tanga hasta que la tela corta mis labios hinchados.
—Porque voy a dejar por los suelos a todos los chicos que tengas en el futuro. Me disculpo de antemano.
A continuación, tira de la tela a un lado y mete de golpe tres dedos. La crudeza gráfica del acto me pilla muy por sorpresa. Lo siento —a él— en todas partes. Incluso hasta en los dedos del pie. Una ola de excitación se estrella sobre mí. Mierda, está haciendo que me corra. ¿Cómo es posible?
Lo miro con la boca abierta, y él sonríe de nuevo. Los dientes blancos contrastan con su piel bronceada y su barba, plenamente consciente de que está dejándome flipada. Sus dedos se mueven de nuevo, dos de ellos frotan ese punto que casi nadie encuentra nunca, aparte de mí.
Y sigue frotando cuando mete sus dedos en mi interior. Y me sigo corriendo. Dejo caer la cabeza hacia atrás y cierro los párpados y me entrego al placer que recorre en espiral mi cuerpo y lo atraviesa hasta que me convierto en una masa temblorosa de sensaciones.
Cuando caigo de vuelta a la Tierra, me encuentro tumbada sobre su pecho, respirando de forma entrecortada. Nunca me había corrido tan fuerte en toda mi vida, y el tío ni siquiera ha estado dentro de mí todavía. Mi corazón late con fuerza a una velocidad increíble, y a mi perezosa mente le cuesta seguir el ritmo.
«Es solo un chico. Un chico normal», me recuerdo a mí misma. «Una polla y dos huevos. Esto no es nada especial».
—Hacía tiempo que no tenía relaciones sexuales —murmuro cuando mi respiración comienza a normalizarse—. He estado superestresada. Mi cuerpo necesitaba desfogarse con urgencia.
Tres dedos largos se flexionan dentro de mí.
—No hace falta que te justifiques, querida.
Hay cierta diversión engreída en su tono de voz, pero el tío me acaba de dar un orgasmo haciéndome un dedo, algo que nunca me pasa, así que supongo que no puedo reprocharle nada. Cuando se retira, arrastra las yemas de sus dedos por mis sensibles terminaciones nerviosas, y el gesto consigue otro estremecimiento involuntario por mi parte.
Su mano se eleva de entre nuestros cuerpos y la humedad brilla en sus dedos, a pesar de la oscuridad de la pick-up. No estoy preparada para la excitación que me sacude cuando se los chupa hasta que quedan limpios.
Trago saliva.
Un tirón rápido de una palanca y su asiento queda completamente plano. Tucker se acuesta y me hace señas otra vez.
—Ven aquí y fóllate mi cara. Necesito más de eso.
Ay, Dios. Pero ¿quién es este tío?
Quizá no debería subirme la falda hasta la cintura y arrastrarme hacia adelante, pero lo hago. Es como si me hubiera hechizado y no fuera capaz de desobedecer sus órdenes.
—Prepárate —dice con voz ronca—, porque voy a hacer que te corras otra vez.
—Eres muy chulito, ¿no?
—No. Estoy seguro de que va a pasar. Y tú también. Y ahora dame ese precioso coñito y súbete a mi lengua.
Ay, madre del amor hermoso. El sexo con Tucker es más guarro y sexy de lo que pensaba. Por su aspecto, uno no diría que es así, pero ¿no pasa siempre con los más callados?
Me gusta lo que hace, casi demasiado.
Su aliento templado calienta mi piel mientras me deslizo hacia su rostro.
—Oh, sí. —Es lo último que dice antes de que su boca se pegue a mí.
No solo utiliza la lengua. También usa los labios y los dientes para raspar mi clítoris, ahora hipersensible. Una mano me sujeta por la cadera mientras que con la otra me hace un dedo. ¿Y su lengua? Me chupa en lametazos largos y suaves hasta que acallo mis sollozos contra mi muñeca. Después aparta mis labios con dos dedos y me mantiene abierta mientras clava su lengua con fuerza dentro de mí.
Tenía razón. Necesito prepararme. Me agarro a los lados del asiento y después me corro. Tucker me lleva hasta el borde del precipicio y me lanza al vacío.
Mientras sigo temblando tras mi segundo orgasmo de la noche, Tucker me levanta de su cara y me baja hasta su regazo, donde, de alguna forma, su polla se ha salido de sus vaqueros. Meto la mano entre nosotros y la agarro.
—Espera —suelta, pero es demasiado tarde.
Me muerdo el labio de abajo mientras el ancho capullo me penetra lentamente. Con avidez, empujo hacia abajo, con ganas de llenarme. Sus manos se encuentran con mis caderas, y exhalo un suspiro de satisfacción anticipada que se interrumpe con un grito de consternación cuando me aparta.
—Condón —dice con seriedad.
Miro hacia abajo a nuestras pelvis con sorpresa. Nunca cometo ese error. Nunca. Mi mano vuela hacia mi boca.