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Cristián, un niño que sufre los abusos de su padre alcohólico, en un desesperado intento por escapar, pide a la luna que lo proteja, conformando un pacto muy especial. Por otro lado, su madre se enfrenta al extravío de su hijo y lucha por encontrarse con él. Cristal, por medio de las voces narrativas de la madre y el hijo, logra cautivar al lector a través de sus distintas perspectivas. A su vez, permite la conexión con los personajes y su pesar, abordando temáticas como el bullying, la violencia intrafamiliar y el amor incondicional que tienen las madres con sus hijos. Al mismo tiempo, enfatiza el respeto por el otro y el apoyo mutuo como una estrategia para enfrentar los problemas y abusos.
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Alrededor de las siete, mi marido, Raúl, llamó con la clásica excusa de las horas extras. Según él, su jefe lo había detenido en el estacionamiento y encargado un informe importantísimo que debía entregar urgente esa tarde. Entonces, me explicó que con “el dolor de su alma” tendría que cumplir esas “horas extras”, pero que no me preocupara por su ausencia porque cada uno de esos minutos adicionales servirían para pagar el paradisíaco viaje al Caribe que tanto habíamos postergado. Lo escuché incrédula, pues sé que cuando abusa de palabras como; importantísimo, urgente o dolor de su alma, me está mintiendo. Por eso, tenía claro que no estaba torturándose en el trabajo con informes a destiempo. Conozco bien sus rutinas con amigotes, esas arduas y extensas sesiones de “copas extras”.
Llegó a eso de las diez, balanceándose y con las palabras extraviadas. Sin embargo, no quise pelear. Siempre que lo miro de más o le hago algún reproche me responde con una bofetada de piedra. La ley del hielo tampoco funciona, si la aplico, me grita que a él nadie lo ignora y que, si sigo con el “jueguito de la muda”, me hará hablar con una buena tunda. Decidí atenderlo de la forma más cariñosa posible; le pregunté si tenía hambre, preparé la mesa, le serví un vaso de jugo y un plato rebosante de cazuela. Él clavó sus ojos negros en la comida y la comió con desesperación, sin pausas. Parecía, tristemente, la última cena de un condenado. Cuando estaba por terminar, levantó la vista del plato y me hizo un comentario desagradable que dejé pasar. Dijo que las papas estaban crudas y que no se sacaba la mugre todos los días para que, al llegar a casa, le tuvieran una cazuela incomible. Luego, rematando ese discurso de abnegado padre de familia, tomó el plato y lo reventó contra una pared. Mientras, yo miraba el espectáculo en silencio. Si me movía o hablaba, el próximo vaso, cubierto o plato volaría hacia mí.
―¡Te quedarás callada, estúpida! ¡Te estoy hablando! ¿Merezco esta comida de porquería? ¿La merezco? ¿Ah? ¡Responde!
―No, Raúl, no la mereces. Perdóname. Si quieres, te preparo una sopa o un consomé, o te caliento un bistec. Lo que me pidas.
―No, me da igual, se me pasó el hambre. Eso sí, Catalina, no te hagas la linda. ―Se levanto y caminó hacia mí―. Esta noche no te las vas a llevar peladas.
Intuyendo lo que venía, traté de escapar, pero fue demasiado tarde. Raúl me hizo una encerrona y me aplastó contra la puerta de la pieza de Cristiancito. Luego, puso una de sus manos en mi frente, la otra sobre mi garganta y el aire dejó de entrar a mis pulmones. Tenía unos ojos desorbitados que expresaban el deseo incontenible de matarme de una vez por todas. Sus dedos se clavaban cada vez más en mi cuello y su tufo a vinos de mala calidad mezclado con la cazuela reciente me llegaba justo en la cara.
Usualmente, cuando me ve así, indefensa, aprovecha de azotar mi nuca hasta hacerme perder el conocimiento y quedar a su completa disposición. Me entrego a mi suerte. No puedo defenderme de las bofetadas, los puñetes ni, menos aún, liberar el brazo retorcido detrás de mi espalda. Tampoco de los violentos tirones de pelo que me arrojan al suelo, desde el cual, Raúl me remata a patadas. Al conocer bien esas mañas, sé también cómo defenderme. No puedo lanzarle golpes de vuelta porque lo hace enfurecer más y mi castigo aumenta en violencia. Mi única opción es ser una gran actriz de Hollywood.
Apenas azotó mi cabeza contra la pared, simulé que me desmayaba y bajó la intensidad de la golpiza, lo que abrió la ventana de mi escape. Sacó sus manos de mi cuello suponiendo que me desvanecería exánime, pero, liberada de sus garras, abrí los ojos y le pegué un empujón sorpresivo para una mujer al borde de la muerte. Lo vi resbalarse y caer, lanzando maldiciones. No lo pensé dos veces, corrí hacia el baño y me encerré allí. Desde afuera me insultó por casi media hora, luego, cuando se convenció de que era inútil y no saldría a encararlo, se fue a acostar. La casa en silencio significaba que mi maltrato había terminado. Fui al dormitorio y eché un vistazo a mi abusador. Se había tirado en la cama, sin quitarse la ropa, y dormitaba su borrachera con la cara hundida en la almohada. Era un fardo que no despertaría ni a palos. Tenía la oportunidad de mi vida; ir a la cocina, armarme con un cuchillo y asesinarlo. Ganas no me faltaban, tampoco era la primera vez que esa idea homicida aparecía en mis pensamientos, pero ese impulso criminal era seguido por la imagen de una vida carcelaria y la posibilidad de perder a Cristiancito para siempre. No quería perder a mi hijo, entonces, cogí una frazada y una almohada, regresé al living, cumplí con el rito diario de activar la alarma desde el tablero de control, armé una cama improvisada y dormí acompañada de escalofríos y llanto.
Al día siguiente desperté y Raúl se había levantado a duras penas. En su cara aún se adivinaban los efectos de la borrachera, pero estaba calmado. Había llamado a su jefe para explicarle que no iría a trabajar porque tenía un malestar estomacal. Me pidió un café y aproveché de llevarle un jugo de naranja y una aspirina. Me sonrió y dijo que era la mejor esposa del mundo. Entonces, miré al suelo para esconder las marcas del cuello que me había provocado su golpiza.
Me olvidé por un rato de la vida infernal que padecía al lado de Raúl y fui al cuarto de Cristiancito. Teníamos una rutina que cumplir: darle un beso de buenos días, tomar desayuno juntos y, después de un largo trago de leche chocolatada, contarme sobre sus triunfos colegiales, sus primeros premios en clases de artes plásticas, anécdotas con sus compañeros, entre otros relatos infantiles que me compartía con una amplia sonrisa en su carita de niño bueno. Cristiancito está becado en un colegio exclusivo por lo que le exigen más de la cuenta. A puro ñeque, a pesar de no pertenecer a esos cerrados círculos sociales, se ha ganado un espacio. Por eso, lo que me cuenta me enorgullece, levanta el ánimo y recuerda que tengo otra vida, una junto a mi hijito, mi verdadera razón para ser feliz. Toqué dos veces su puerta, pero no hubo respuesta. Aún estaba a tiempo, el furgón lo recogería en cuarenta y cinco minutos más, así que fui a prepararle la colación.