Cuento de Navidad - Charles Dickens - E-Book

Cuento de Navidad E-Book

Charles Dickens.

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Beschreibung

Ebenezer Scrooge es un viejo agrio, avaro y cruel que no cree en la generosidad, el buen humor y el cariño, sólo en los negocios y el dinero. Pero todo cambia cuando una noche, la víspera de Navidad, recibe la visita de un espectro conocido y los espíritus de las Navidades pasadas, presentes y futuras... El clásico navideño de Dickens en una nueva edición con las ilustraciones en color de Quentin Blake, el célebre ilustrador de Roald Dahl, y traducción íntegra. ¡Una preciosa y divertida versión del viejo Scrooge y sus fantasmas!

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Título original: A Christmas Carol

Ilustraciones: © Quentin Blake, 1995, 1997, 2003, 2008, 2011, 2015

La edición de Pavilion Classics se publicó por primera vez en Gran Bretaña en 1997 por Pavilion Children’s Book, un sello de Pavilion Books Company Limited, 43 Great Ormond Street, Londres

© de la traducción: Miguel Ángel Pérez Pérez, 2016,

cedida por Alianza Editorial, S.A.

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

[email protected]

www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: diciembre de 2023

ISBN: 978-84-17834-49-4

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

PREFACIO

QUENTIN BLAKE

Las fábulas, los cuentos de hadas y las leyendas existen desde hace cientos de años. Se narran y se narran de nuevo, pasan de generación en generación, de manera que cuando hoy los vemos en una página impresa sentimos que están llenos de riqueza y significado. Cuesta imaginarse a alguien capaz de sentarse y escribir, en apenas unos días, una historia que pudiéramos considerar parte de este venerable grupo que son los cuentos del mundo.

Y eso es justo lo que Charles Dickens consiguió hace más de un siglo y medio. Por aquel entonces era todavía un escritor joven —tenía treinta y un años—, pero ya había cosechado un gran éxito y era famoso en todo el mundo angloparlante; famoso de un modo que tal vez en la actualidad sólo podría serlo una estrella de cine o del pop. Le importaban mucho los miles de personas que leían sus libros y quería, en la pudiente Inglaterra industrial de la época, hacer algo que conminase a ser generosos y a preocuparse por los pobres y menos afortunados. Justo antes de las Navidades de 1843 escribió Cuento de Navidad, que obtuvo un éxito inmediato y desde entonces lo hemos estado leyendo y adaptando al teatro, al cine y a la televisión una y otra vez.

Y, me alegra decir, también ilustrándolo. Lo extraordinario de Cuento de Navidad —en especial para el ilustrador— es la variedad y lo inesperado de las escenas que contiene. Básicamente, es la historia de un patrón malvado y huraño, y su mal remunerado trabajador; sin embargo, en las manos de Dickens adopta las características de un relato de fantasmas, de un sueño y en ocasiones las de esas comedias musicales navideñas y representaciones teatrales que tanto adoraba. En el vuelo de su imaginación no sólo visitamos escenarios hogareños de la vida cotidiana, sino que nos encontramos con los asombrosos fantasmas de las Navidades Pasadas, Presentes y Futuras, y con ellos recorremos paisajes de una intensidad perturbadora, casi surrealista: paisajes de inviernos pasados y Navidades remotas; paisajes de calor y regocijo y festividades, de noche y desesperación. En el centro se halla la figura maravillosamente dibujable y sobresaliente de Scrooge. Parece encarnar el espíritu de lo antinavideño —«el frío de su interior helaba sus ancianos rasgos, le cortaba la nariz puntiaguda, le arrugaba las mejillas, lo agarrotaba al andar; le volvía rojos los ojos y azules los finos labios, y hablaba con astucia a través de su chirriante voz»—. Pero es humano, en cualquier caso, y en los viajes de esa extraña víspera de Navidad redescubre sus emociones humanas. En su compañía se nos recuerda (puesto que todavía necesitamos ese recordatorio) la importancia de la generosidad de espíritu y la valía que puede demostrar una persona corriente.

Espero que sea tan especial para vosotros como lo ha sido para mí uniros a este viaje inesperado, divertido y fantasmal.

CUENTO DE NAVIDAD

Para empezar, Marley estaba muerto; de eso no cabe la menor duda. El certificado de su entierro lo habían firmado el clérigo, el oficial de la sacristía, el director de pompas fúnebres y quien presidía el duelo. Scrooge lo firmó, y el nombre de Scrooge contaba mucho en el Royal Exchange1para todo lo que él quisiera. El bueno de Marley estaba más muerto que el clavo de una puerta2.

¡Ojo! Con esto no pretendo decir que yo sepa qué tiene de muerto el clavo de una puerta. Personalmente, habría considerado que el clavo de un ataúd es la pieza de ferretería más muerta que existe. No obstante, la sabiduría de nuestros antepasados3 forma parte del símil, con lo que mis manos impías no lo van a alterar, no fuese a significar la ruina del país. Así pues, permítanme que insista en que Marley estaba más muerto que el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que Marley estaba muerto? Pues claro que sí. ¿Cómo no iba a saberlo? Los dos habían sido socios no sé cuantísimos años. Scrooge era su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario del remanente, su único amigo y su único doliente. Y ni siquiera a Scrooge le afectó terriblemente el triste suceso, sino que se portó como un excelente hombre de negocios el mismo día del funeral y lo solemnizó consiguiendo una innegable ganga.

La mención del funeral de Marley me devuelve al punto de partida. No hay duda de que Marley estaba muerto. Esto ha de entenderse con toda claridad, o no podrá haber nada portentoso en la historia que voy a relatar. Si no estuviéramos totalmente convencidos de que el padre de Hamlet ya está muerto antes de que comience la obra, no habría nada más que destacar en que se pasee por sus propias murallas de noche, bajo el viento del este, que si lo hiciera cualquier otro caballero de mediana edad que, después de oscurecer, apareciese de pronto en un lugar ventoso —el cementerio de la catedral de San Pablo, por ejemplo—, para literalmente dejar pasmado a su hijo de pocas entendederas.

Scrooge no había borrado el nombre del bueno de Marley. Ahí seguía, años después, sobre la puerta del almacén: Scrooge y Marley. Todo el mundo conocía la empresa como Scrooge y Marley. A veces alguien que no estuviese familiarizado con el negocio llamaba Scrooge a Scrooge y otras lo llamaba Marley, pero él respondía a ambos nombres, que lo mismo le daba.

¡Ay, con qué mano más férrea lo manejaba todo Scrooge! Era un viejo pecador agarrado, aprovechado, ahorrativo, cicatero y codicioso. Duro y afilado como un pedernal del que jamás acero alguno había extraído un generoso fuego; reservado, independiente y más solo que la una. El frío de su interior helaba sus ancianos rasgos, le cortaba la nariz puntiaguda, le arrugaba las mejillas, lo agarrotaba al andar; le volvía rojos los ojos y azules los finos labios, y hablaba con astucia a través de su chirriante voz. Tenía una gélida escarcha sobre la cabeza, las cejas y la enjuta barbilla. Siempre llevaba su baja temperatura con él; congelaba su despacho en la canícula y no lo deshelaba ni un grado en Navidad.

El calor y el frío externos tenían poca influencia en Scrooge. No había calor que lo calentara ni tiempo invernal que lo enfriase. No había viento más cortante que él mismo, ni nevada más resuelta en su propósito, ni aguacero menos abierto a los ruegos. El mal tiempo no sabía cómo ganarle. La lluvia más fuerte, la nieve, el granizo y el aguanieve sólo podían alardear de llevarle ventaja en un aspecto: ellos «untaban» a la gente con generosidad, mientras que Scrooge nunca lo hacía.

Nadie lo paraba jamás en la calle para decirle con cara de alegría: «Mi querido Scrooge, ¿cómo está usted? ¡A ver cuándo lo vemos por casa!». Ningún mendigo le suplicaba que le diese algo, ningún niño le preguntaba la hora, ningún hombre o mujer jamás inquirió de él por dónde se iba a tal sitio. Hasta los perros lazarillos parecían conocerle y, cuando lo veían aproximarse, tiraban de sus amos para meterlos en portales y patios, tras lo que meneaban el rabo como si dijeran: «¡No hay peor ojo que el maligno, mi invidente amo!».

Pero ¿y qué más le daba a Scrooge? Eso era justo lo que le gustaba. Apartarse de los abarrotados caminos de la vida, advirtiendo a toda simpatía humana de que guardase las distancias, era lo que más «chiflaba» a Scrooge, como dicen los entendidos.

Érase una vez —de todos los días buenos del año, el de Nochebuena— en que el viejo Scrooge estaba muy ocupado en su contaduría. Hacía un tiempo frío, crudo y cortante, y encima había niebla; Scrooge oía a la gente del patio de fuera que iba y venía resollando, golpeándose el pecho con las manos y dando patadas en las losas de la acera para calentarse los pies. Los relojes de la ciudad acababan de dar las tres, pero ya estaba bastante oscuro; no había habido mucha luz en todo el día, y las velas llameaban en las ventanas de las oficinas vecinas como manchas rojizas sobre el tangible aire parduzco. La niebla se metía por cada rendija y ojo de cerradura, y fuera era tan espesa que, aun siendo el patio de los más estrechos, las casas de enfrente sólo eran meros fantasmas. Al ver descender la lúgubre nube, oscureciéndolo todo, cualquiera habría pensado que la Naturaleza vivía muy cerca y estaba preparando té a gran escala.

Scrooge tenía la puerta de la contaduría abierta para poder vigilar a su empleado, que en una celda lúgubre y pequeña, como una especie de pecera, copiaba cartas. El fuego de Scrooge era muy pequeño, pero el del empleado lo era tanto más que parecía compuesto de una única brasa. Sin embargo, no podía alimentarlo, pues Scrooge guardaba el carbón en su habitación y, si al empleado se le ocurriese entrar con la pala, el jefe predeciría que era necesario que finalizasen su relación laboral. Así pues, el empleado se ponía la bufanda blanca e intentaba calentarse con la vela; esfuerzo este en el que siempre fracasaba, ya que no era hombre de gran imaginación.

—¡Feliz Navidad, tío! ¡Que Dios lo bendiga! —exclamó alguien con alegría. Era el sobrino de Scrooge, quien apareció tan de súbito que esa fue la primera indicación que tuvo su tío de su llegada.

—¡Bah! —dijo Scrooge—. ¡Paparruchas!

El sobrino había entrado tan en calor, de caminar deprisa entre la niebla y la escarcha, que estaba resplandeciente; tenía el rostro rubicundo y apuesto, le brillaban los ojos y el aliento le volvía a echar humo.

—¿Que las Navidades son paparruchas, tío? ¡No lo dirá en serio!

—Pues sí que lo digo —afirmó Scrooge—. ¿Feliz Navidad? ¿Qué derecho tienes tú a ser feliz? ¿Qué motivo tienes para ser feliz? ¡Con lo pobre que eres!

—Bien, en ese caso —replicó el sobrino en tono jocoso—, ¿qué derecho tiene usted a estar triste? ¿Qué motivo tiene para estar taciturno? ¡Con lo rico que es!

Scrooge, al no tener mejor respuesta que dar así de improviso, repitió el «¡bah!», seguido de otro «¡paparruchas!».

—No se enfade, tío —le dijo el sobrino.

—¿Y cómo no me voy a enfadar —contestó Scrooge—, cuando vivo en semejante mundo de imbéciles? ¡Feliz Navidad! ¡Conque feliz Navidad! ¿Qué es la Navidad para ti sino la época de pagar facturas sin tener dinero; la época de ver que eres un año más viejo y ni una hora más rico; la época de cuadrar las cuentas y comprobar que hasta la última entrada te ha sido desfavorable a lo largo de todo el año? Si me pudiera salir con la mía —añadió indignado—, a cada idiota que va por ahí diciendo «feliz Navidad» lo herviría en su propio budín navideño y lo enterraría con una estaca de acebo clavada en el corazón. ¡Ya lo creo que sí!

—Venga, tío… —le rogó su sobrino.

—Mira lo que te digo, sobrino —masculló con severidad—, tú celebra la Navidad a tu modo y déjame que yo la celebre al mío.

—¿Que usted la celebre? —repitió el otro—. ¡Pero si no la celebra!

—Pues entonces déjame que no le haga ni caso —dijo Scrooge—, y tú que disfrutes mucho las fiestas. ¡Como si alguna vez te hubieran sido del menor provecho!

—Pues yo creo que sí que hay muchas cosas que me podrían haber sido de provecho, pero de las que no me he sabido beneficiar; la Navidad entre ellas —contestó el sobrino—. No obstante, sé que, cuando llegan, siempre pienso que estos días de Navidad (aparte de sentir por ellos la veneración que se merecen su nombre y orígenes sagrados, si es que puede haber algo más aparte de eso) son unos días buenos: unos días agradables en los que ser amables, caritativos e indulgentes; es la única época que conozco del largo calendario del año en que los hombres y mujeres parecen ponerse de acuerdo para abrir sin restricciones sus cerrados corazones, y ven a la gente que está por debajo de ellos como si de verdad fuesen sus compañeros de viaje hacia la tumba, y no una raza diferente de seres que viajan con rumbo distinto. Así pues, tío, aunque nunca me hayan aportado ni una pizca de oro o plata al bolsillo, creo que sí que me hacen mucho bien y me lo seguirán haciendo; y por eso digo que bendito sea Dios.

Sin que pudiera contenerse, el empleado de la pecera aplaudió, pero como de inmediato se diese cuenta de la incorrección que había cometido, se puso en su lugar a atizar el fuego, con lo que apagó definitivamente la última débil chispa que quedaba.

—Como le vuelva a oír hacer algún otro ruido —le dijo Scrooge—, va a celebrar usted la Navidad perdiendo el puesto. Vaya, estás hecho todo un orador, señor mío —añadió dirigiéndose a su sobrino—. Me extraña que no te presentes para el Parlamento.

—No se enfade, tío… ¡Vamos, venga mañana a comer con nosotros!

Scrooge contestó que antes prefería verlo en el… Sí, lo dijo, con todas las palabras y culminando con esa situación límite4.

—Pero ¿por qué? —clamó el sobrino—. ¿Por qué?

—¿Por qué te casaste? —le preguntó Scrooge.

—Pues porque me enamoré.

—¡Porque te enamoraste! —bramó Scrooge, como si fuera la única cosa del mundo aún más ridícula que una feliz Navidad—. ¡Buenas tardes!

—Pero, tío, si usted nunca venía a verme antes de que eso ocurriera, ¿por qué lo pone ahora como razón para no venir a casa?

—Buenas tardes —repitió Scrooge.

—No quiero nada de usted; no le pido nada. ¿Por qué no podemos ser amigos?

—Buenas tardes.

—Lamento de todo corazón verlo tan decidido. Nunca he dado pie a que discutamos por nada. De todos modos, lo he intentado en homenaje a la Navidad y pienso conservar mi buen humor navideño hasta el final. Así que ¡feliz Navidad, tío!

—Buenas tardes —dijo Scrooge.

—¡Y feliz Año Nuevo!

—¡Buenas tardes!

Aun así, su sobrino salió de la habitación sin decir una sola palabra de enojo. Se detuvo en la puerta de fuera para desearle felices fiestas al empleado, el cual, pese al frío que tenía, estuvo más cálido que Scrooge y le devolvió la felicitación con mucha cordialidad.

—Otro que tal —murmuró Scrooge al oírlos—; mi empleado, con quince chelines a la semana, mujer e hijos, hablando de Navidades felices. Esto es para terminar en el manicomio.

El lunático en cuestión, al abrir la puerta para despedir al sobrino de Scrooge, dejó entrar a otras dos personas. Eran unos caballeros corpulentos, de aspecto agradable, que se quitaron los sombreros y pasaron al despacho de Scrooge. Iban provistos de libros y papeles y se inclinaron ante él.

—Esto es Scrooge y Marley, si no me equivoco —dijo uno de ellos consultando una lista—. ¿A quién tengo el gusto de dirigirme, al señor Scrooge o al señor Marley?

—El señor Marley lleva siete años muerto —contestó Scrooge—. Murió hace siete años esta misma noche.

—No nos cabe duda de que su generosidad tiene un buen representante en el socio que le sobrevive —dijo el caballero mientras le entregaba sus credenciales.

Ciertamente lo tenía, ya que habían sido almas gemelas. Al oír tan funesta palabra, «generosidad», Scrooge frunció el ceño, negó con la cabeza y le devolvió las credenciales.

—En esta época festiva del año, señor Scrooge —dijo el caballero cogiendo una pluma—, es aún más deseable que ayudemos en algo a los pobres e indigentes, quienes en la actualidad padecen muchísimo. Muchos miles carecen de lo básico; cientos de miles carecen de las mínimas comodidades, señor.

—¿Es que no hay cárceles? —preguntó Scrooge.

—Sí, hay muchas cárceles —contestó el caballero dejando la pluma.

—¿Y los asilos de pobres? —insistió Scrooge—. ¿Todavía funcionan?

—Sí, todavía funcionan —respondió el caballero—, aunque me encantaría poder decir que no.

—O sea, que la rueda5 y la Ley de pobres siguen en pleno vigor, ¿no?

—Y ambas a todo rendimiento, señor.

—¡Ah, bueno! Me había pensado, por lo que ha dicho usted al principio, que había ocurrido algo que impidiese su misión de provecho —dijo Scrooge—. Me alegro mucho de saberlo.

—Como tenemos la impresión de que apenas pueden proporcionar alegría cristiana de cuerpo o mente a la multitud —replicó el caballero—, unos cuantos estamos intentando recaudar fondos para comprarles a los pobres comida y bebida y medios para calentarse. Elegimos estas fechas porque, de todas, es cuando la miseria más se hace notar y la abundancia más espléndida es. ¿Cuánto le apunto?

—¡Nada! —contestó Scrooge.

—¿Es que quiere hacerlo de forma anónima?

—Lo que quiero es que me dejen en paz. Puesto que me preguntan por lo que quiero, esa es mi respuesta, caballeros. Yo no soy feliz en Navidad ni puedo permitirme hacer felices a los vagos. Ayudo a mantener las instituciones que he mencionado, que ya cuestan bastante, y ahí es adonde deben ir los que no disponen de medios.

—Muchos no pueden ir ahí, y otros muchos antes preferirían la muerte.

—Pues si prefieren morirse, lo mejor es que lo hagan, y así contribuyen a que disminuya el exceso de población —dijo Scrooge—. Además, perdóneme, pero no estoy yo tan seguro de eso.

—Pero podría llegar a estarlo —observó el caballero.

—No es asunto mío —replicó Scrooge—. Uno ya tiene bastante con ocuparse de sus propios asuntos y no interferir en los de los demás. Y los míos me tienen constantemente ocupado. Buenas tardes, caballeros.

Como vieron con toda claridad que no serviría de nada que insistieran, los caballeros se retiraron. Scrooge retomó el trabajo con mejor opinión de sí mismo y un humor más jocoso de lo que era habitual en él.