Cuentos de Amor de Locura y de Muerte - Horacio Quiroga - E-Book

Cuentos de Amor de Locura y de Muerte E-Book

Horacio Quiroga

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Beschreibung

Horacio Silvestre Quiroga Forteza  fue un cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuentolatinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista.2​ Sus relatos, que a menudo retratan a la naturaleza bajo rasgos temibles y horrorosos, y como enemiga del ser humano, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes y los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía cáncer de próstata.3​

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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de Amor de Locura y de Muerte

Horacio Quiroga

#UNA ESTACION DE AMOR#

#Primavera#

Era el martes de carnaval. Nbel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshac’a un paquete de serpentinas, mir— al carruaje de delante. Extra–ado de una cara que no hab’a visto la tarde anterior, pregunt— a sus compa–eros:

ÀQuin es? No parece fea.

ÁUn demonio! Es lind’sima. Creo que sobrina, o cosa as’, del doctor Arrizabalaga. Lleg— ayer, me parece...

Nbel fij— entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aœn, acaso no m‡s de catorce a–os, pero completamente nœbil. Ten’a, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdindose hacia las sienes en el cerco de sus negras pesta–as. Acaso un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, as’, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nbel detenidos un momento en los suyos, qued— deslumbrado.

ÁQu encanto!murmur—, quedando inm—vil con una rodilla sobre al almohad—n del surrey. Un momento despus las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonre’a de vez en cuando al galante muchacho.

Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aœn carruaje: sobre el hombro, la cabeza, l‡tigo, guardabarros, las serpentinas llov’an sin cesar. Tanto fu, que las dos personas sentadas atr‡s se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.

ÀQuines son?pregunt— Nbel en voz baja.

El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es la madre de tu chica... Es cu–ada del doctor.

Como en pos del examen, Arrizabalaga y la se–ora se sonrieran francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nbel se crey— en el deber de saludarlos, a lo que respondi— el terceto con jovial condescencia.

Este fu el principio de un idilio que dur— tres meses, y al que Nbel aport— cuanto de adoraci—n cab’a en su apasionada adolescencia. Mientras continu— el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas incre’bles, Nbel tendi— incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien, que el pu–o de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.

Al d’a siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se reanudaba de noche con batalla de flores, Nbel agot— en un cuarto de hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la se–ora se re’an, volvindose a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nbel. Este ech— una mirada de desesperaci—n a sus canastas vac’as; mas sobre el almohad—n del surrey quedaban aœn uno, un pobre ramo de siemprevivas y jazmines del pa’s. Nbel salt— con l por sobre la rueda del surrey, disloc—se casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en sudor y el entusiasmo a flor de ojos, tendi— el ramo a la joven. Ella busc— atolondradamente otro, pero no lo ten’a. Sus acompa–antes se r’an.

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