Cuentos de amor de locura y de muerte - Horacio Quiroga - E-Book

Cuentos de amor de locura y de muerte E-Book

Horacio Quiroga

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Beschreibung

Tres temas parecerían organizar este volumen de relatos que ahora el lector tiene en sus manos, estos son: Cuentos de amor de locura y de muerte.Sin embargo, la ausencia de comas en el título, una voluntad expresa del autor, que no pocos editores han pasado de largo, sugiere otra organización, o más bien, otra des-organización, en la que se amalgaman amor, locura y muerte. Bien podrá haber incomodado esta indisciplina sintáctica a ciertos editores, haber escandalizado a algún que otro defensor del cumplimiento a pie juntillas de las normativas gramaticales, o seguir poniendo en aprieto a más de un profesor de español. La transgresión de fronteras aparentemente fijas aparece aquí, en el título, como clave esencial para todo un volumen que pone en contacto, contagia, contamina. Amor de locura, amor de muerte, locura de muerte, muerte de amor… Alquimia narrativa que cabalga sin pausas, proliferando en pos de tensiones, intensidades y dudas. Porque este libro, quizá el más conocido de su autor y para muchos su mejor volumen de cuentos, convoca relatos oídos y fantasmas olvidados, ansiedades escondidas y temores reprimidos. Los convoca y los transfigura en una prosa vigorosa. Pero, además, en ese "de amor de locura y de muerte" resuena una cadencia que pareciera desdeñar las pausas entre uno y otro elemento, y apresurarse hacia un final, que es, en el caso del título, el comienzo del volumen. Entramos a Cuentos de amor de locura y de muerte tropezando, algo desorientados, aferrándonos al calificativo de "cuentos" que el título proporciona como tabla segura. Los cuentos de Horacio Quiroga no son, sin embargo, hijos de la premura. Es sabido que el autor trabajaba largo tiempo en ellos, despojándolos de capas a su parecer innecesarias, de adjetivaciones fortuitas y enunciaciones superfluas.

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Veröffentlichungsjahr: 2010

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Horacio Quiroga

Cuentos de amor de locura y de muerte Edición de Adriana López-Labourdette

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Cuentos de amor de locura y de muerte.

© 2024, Red ediciones.

© Prólogo y edición de Adriana López-Labourdette.

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-9007-630-9.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-356-6.

ISBN ebook: 978-84-9897-031-9.

ISBN ePDF: 978-84-9007-117-5.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Prólogo 9

Bibliografía crítica 17

Breve biografía de Quiroga 21

Una estación de amor 25

Primavera 25

Verano 28

II 30

III 37

Otoño 40

Invierno 44

II 46

Los ojos sombríos 49

El solitario 59

La muerte de Isolda 67

El infierno artificial 75

La gallina degollada 85

Los buques suicidantes 95

El almohadón de pluma 101

El perro rabioso 107

Marzo 9 107

Marzo 10 113

Marzo 15 114

Marzo 18 115

Marzo 19 115

Marzo 20. (6 a.m.) 116

A la deriva 119

La insolación 123

El alambre de púa 133

Los mensú 147

Yaguaí 159

Los pescadores de vigas 171

La miel silvestre 179

Nuestro primer cigarro 187

La meningitis y su sombra 199

Decálogo del perfecto cuentista 229

Libros a la carta 233

Prólogo

Tres temas —amor, locura, muerte— parecerían organizar este volumen de relatos que ahora el lector tiene en sus manos. Sin embargo, la ausencia de comas en el título, una voluntad expresa del autor, que no pocos editores han pasado de largo, sugiere otra organización, o más bien, otra des-organización, en la que se amalgaman amor, locura y muerte.1 Bien podrá haber incomodado esta indisciplina sintáctica a ciertos editores, haber escandalizado a algún que otro defensor del cumplimiento a pie juntillas de las normativas gramaticales, o seguir poniendo en aprieto a más de un profesor de español. La transgresión de fronteras aparentemente fijas aparece aquí, en el título, como clave esencial para todo un volumen que pone en contacto, contagia, contamina. Amor de locura, amor de muerte, locura de muerte, muerte de amor... Alquimia narrativa que cabalga sin pausas, proliferando en pos de tensiones, intensidades y dudas. Porque este libro, quizá el más conocido de su autor y para muchos su mejor volumen de cuentos, convoca relatos oídos y fantasmas olvidados, ansiedades escondidas y temores reprimidos. Los convoca y los transfigura en una prosa vigorosa. Pero, además, en ese «de amor de locura y de muerte» resuena una cadencia que pareciera desdeñar las pausas entre uno y otro elemento, y apresurarse hacia un final, que es, en el caso del título, el comienzo del volumen. Entramos al libro tropezando, algo desorientados, aferrándonos al calificativo de «cuentos» que el título proporciona como tabla segura. Los cuentos de Horacio Quiroga no son, sin embargo, hijos de la premura. Es sabido que el autor trabajaba largo tiempo en ellos, despojándolos de capas a su parecer innecesarias, de adjetivaciones fortuitas y enunciaciones superfluas. Es en esta técnica que podríamos llamar de purgación —dejando de lado las connotaciones religiosas, claro está— donde radica la sensación, que el lector experimentará con frecuencia al adentrarse en estos relatos, de estar ante el núcleo concentrado y cerrado de una historia inquietante. Sensación que contrasta con la acusación de «desaliño verbal» o ausencia del «menor escrúpulo verbal», uno de los reproches más fuertes de parte de la posterior generación de escritores, reunidos alrededor de las revistas Proa y Martín Fierro, en Buenos Aires.

En «Ante el tribunal» un texto sui generis aparecido en la revista El hogar en 1931 Quiroga se presenta a sí mismo ante un tribunal literario que juzgará si su obra debe o no pasar a la historia. Su defensa se dirige precisamente al vituperio a que se vio sometida su obra, y lo hace recordándoles a los jóvenes iconoclastas —en una fórmula que Borges, uno de sus más duros detractores,2 retomaría luego—3 que toda generación tiene la obligación, el sino inevitable, de separarse violentamente de sus predecesores para ser atacada más tarde por sus sucesores. Ante el tribunal literario alega Quiroga: «batallé contra otro pasado y otros yerros con saña igual a la que se ejerce hoy conmigo. Durante años he luchado por conquistar, en la medida de mis fuerzas, cuanto hoy se me niega». Habrían de pasar algunos años hasta que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, a raíz de la «generación del 45» en Uruguay y el grupo de Contorno en Argentina, Horacio Quiroga fuera reconocido4 no solo como excelente cuentista sino como figura fundadora del cuento latinoamericano y de la teoría sobre éste. Con él se inaugura la reflexión acerca del cuentista como profesional; reflexión que será enriquecida posteriormente por autores como Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes y Augusto Monterroso, entre otros. A despecho de la innegable amalgama amor-locura-muerte, esta última constituye el hilo rojo que atraviesa todo el volumen. Nada asombroso si tomamos en cuenta la contundente presencia de la muerte en la vida del autor: su padre muere a poco de haber nacido Horacio Quiroga, su padrastro se suicida siendo él un adolescente; más tarde, en 1901 mueren dos de sus hermanos; en 1902 el joven Quiroga mata por accidente a su mejor amigo; en 1912 su joven esposa se suicida; y, por último, el autor uruguayo termina con su vida en 1937 en Buenos Aires.

Acaso sea la ubicuidad de la muerte en la biografía de Quiroga una de las razones que explican por qué «los cuentos negros», según la denominación de John A. Crow en su ya clásico ensayo de 1939, dominan, en cantidad y peso narrativo. En ellos el horror aparece ya en las primeras líneas como un presagio hacia cuyo cumplimiento se desenvuelve veloz todo el relato. Puede que el más contundente de estos «cuentos tremendos sin tremendismos» —como acertadamente los denominara Juan Carlos Onetti— sea «La gallina degollada». El sosiego de las primeras palabras («Todo el día, sentados en el patio en un banco») se oscurece antes de cerrar la frase con la acotación «estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini Ferraz». La violencia implícita en el degüello del título emerge como contraposición a dicha tranquilidad para ir atrapando in crescendo a cada uno de los personajes que aparecen en el texto hasta llegar a un final atroz, cuya sobria descripción, apenas bosquejada, acrecienta la crueldad del acto. El ritmo acelerado de este cuento contrasta con la parálisis paulatina —del protagonista y del texto— en «La miel silvestre», lo mismo que «A la deriva» (su primer cuento sobre la región de Misiones) donde se relata la muerte lenta de un hombre tras ser mordido por una víbora. «La insolación», por su parte, cambia de perspectiva y pone en el centro la mirada de unos perros que vaticinan y relatan la muerte de su dueño, mientras que en «El solitario» una joya de brillo seductor y meticulosa elaboración pasa de ser el objeto del deseo de una esposa avara a servir como arma mortal para su muerte.

Tanto por el tremendismo de las historias, por el manejo de elementos fantásticos, por la densidad de los detalles y las descripciones, así como por el marcado psicologismo, en todos estos cuentos la herencia de Poe, pero también de Maupassant, Kipling y Chéjov, es innegable. También lo es la capacidad de Quiroga para apropiarse de ciertas atmósferas, de ciertos giros inscribiendo las historias en un contexto latinoamericano dado tanto en su dimensión urbana como en el ámbito rural. Con matices y giros diferentes la muerte es un componente ubicuo en ambos espacios, incluso en relatos como «El primer cigarro» o «La meningitis y su sombra» donde apenas se le nombra. En aquel como motor que desencadena el relato, en éste como amenaza que lo justifica. Personalmente considero este último relato, «La meningitis y su sombra», como uno de los más complejos y más logrados de todo el volumen. Un joven ingeniero recibe —y cede ante— un encargo de un conocido lejano que le pide sirva de consuelo a su joven hermana, María Elvira Funes, gravemente enferma y víctima de delirios febriles acompañados de una «ansiedad angustiosa, imposible de calmar». Lo insólito de este cuadro con que se abre el relato es el hecho de que el protagonista apenas conoce a dicha joven, mientras ella, en una «sencilla obsesión a cuarenta y un grados» clama desesperada por la pasión del desconocido. Con estos ingredientes se plantea la intriga que el protagonista y narrador en primera persona irá desarrollando a modo de acotaciones, comentarios y reproducciones de las notas enviadas por los Funes. Relato y acción avanzan juntos paso a paso, y este paralelismo le aporta al cuento una presencialidad contundente que sirve de gancho para la lectura, y que viene a ser disputada en las últimas líneas en que la intensidad de todo el cuento parece más un producto de la escritura que ésta un producto de la intensidad. Por otra parte, el texto va creando una ficción dentro de la ficción, en la que el narrador hace las veces de amante al tiempo que María Elvira, la enferma, actúa —en consonancia con el delirio de la fiebre— como enamorada correspondida. Es en el recurso a la metaficción y la resultante endeble frontera divisoria entre diferentes planos de ficción donde se localiza la tensión que sustenta todo el relato. A pesar de los esfuerzos de la familia Funes por el contagio entre estos planos, pronto el protagonista se encontrará deseando que se inviertan el carácter imaginario de la pasión con el carácter real de la enfermedad. El límite amenaza con quebrarse cuando María Elvira, en pleno desvarío, susurra «Y cuando sane y no tenga más delirio ... ¿me querrás todavía?». El protagonista ahora enamorado, pero también el lector ya imbuido en el dilema de estos planos superpuestos, se preguntará hasta el final si dicha frase fue enunciada desde la cordura o desde el delirio.

Como recuerda Andrés Neuman en el ensayo preliminar a la edición de 2004 (Editorial Menoscuarto), Quiroga calificó este cuento bajo la rúbrica de «historias a puño limpio», en contraposición a los «cuentos de efecto», por un lado, y a los «cuentos de monte» por el otro. Los cuentos de efecto serían aquellos cuya eficacia está en una especie de trampa que suele aparecer en las últimas líneas, un recurso que Quiroga hereda de uno de sus escritores más admirados, Edgar Allan Poe. Frente al efectismo de estos, aquellos que resultan de una pelea a puño limpio con la historia, prescinden de los mecanismos de sorpresa y suelen resultar mucho más complejos narrativamente que los anteriores. Si bien las dos primeras calificaciones establecen una diferenciación basada en la construcción del relato, la última, «cuentos del monte», alude más bien a la temática tratada: la lucha contra y frente a la naturaleza. Se ha visto en este tipo de cuentos el mayor aporte de Horacio Quiroga a la cuentística latinoamericana. La selva —donde el autor vivió por largas temporadas—, aparece aquí como espacio misterioso, exuberante e indomable. Un lugar otro, una otra geografía, diferente a la clásica contraposición pampa versus ciudad, en el que se unen densidad vegetal y densidad simbólica. Pero la selva, espacio paradigmático de lo sublime, no funge como mero escenario de la acción. Los personajes —peones, nativos— y las historias son el resultado de ese entorno, imposibles por tanto en otros horizontes.

En todo caso, tanto en los cuentos de efecto, los de a puño limpio como en los cuentos del monte, el andamiaje que los sustenta se estructura sobre un conocimiento profundo del arte mismo de la escritura, y de los dilemas y paradojas inherentes a la producción textual. Invito al lector a consultar el «Decálogo del perfecto cuentista», aparecido por primera vez el 27 de febrero de 1925 e incluido al final de esta edición. Un texto sugerente no solo dado la eficacia de los trucos —así los llama en otro texto del mismo corte— para la «confección casera, rápida y sin fallas» de un cuento, sino también porque iluminan los principios que subyacen a la cuentística del propio Quiroga. Más que de pautas se trata de supuestas leyes enunciadas como axiomas de una verdad indiscutible, como eslabones de una moral literaria, tan incuestionable como definitiva. De ahí la alusión a los diez mandamientos del título, pero también la referencia a un Dios (como modelo literario), a la fe, la deferencia y la humildad hacia la figura sagrada del «maestro». Ya el título, considerado por Julio Cortázar como «una guiñada de ojo al lector», adelanta el tono irónico que acompaña este tipo de texto, en el que Quiroga da señas de algunas fórmulas comunes en los manuales sobre el cuento, oscilando entre el reconocimiento y la burla. Incluso, años más tarde, en «La retórica del cuento» (1928), dirá de estos manuales que fueron escritos con «más humor que solemnidad». La evidente ironía inscrita en sus líneas no debe, sin embargo, llevarnos a perder de vista la aguda reflexión sobre la problemática —difícil, contradictoria, azarosa y, finalmente necesaria— de lo que muchos años después Harold Bloom denominara «la angustia de las influencias». No es casual que Quiroga abriese el decálogo con esa prueba de fuego, en la que el autor en ciernes se posiciona con respecto a sus antecesores, entrando de lleno a un larga dinámica de roces, atracciones, conflictos y rechazos. Tampoco es casual que Quiroga cierre el decálogo con una especie de resistencia ante el lector, quien se convierte en un estorbo en el proceso de escritura. Dos complejos procesos enmarcan entonces la construcción de un relato: la relación con los autores, por un lado, la relación con los lectores, por el otro. En el centro, también en el centro mismo del decálogo, la construcción de un cuento. Aquí las leyes se vuelven más claras, más transparentes: principio y final del relato; cuidado en la adjetivación y en la elección de registros. La eficacia de estos principios de escritura se hace evidente en sus propios cuentos, al menos en los más logrados. ¿Quién podrá discutir la firmeza del trazo que va de «Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado», con que el narrador de «Los buques suicidantes» comienza el relato de la «muerte hipnótica» de sus otroras compañeros de un viaje, hasta la sentencia final, de una lógica implacable?

Afiliado en sus primeros libros a la estética modernista —con su clásica peregrinación a París—, Horacio Quiroga va dirigiéndose cada vez más hacia una vertiente marcada por el realismo y el naturalismo. Seymor Mentor en El cuento hispanoamericano lo considera padre del criollismo y, siendo más exactos, el volumen Cuentos de amor de locura y de muerte puede ser considerado como tránsito hacia un criollismo que, más que por un intento de representar el «alma americana», como han pretendido algunos críticos, gana fuerza precisamente por la separación paulatina del modelo criollista decimonónico basado en la construcción de un universo exótico localizado en los predios de una naturaleza exuberante e indomable. Los discursos del inconsciente («A la deriva»), la reapropiación de lo grotesco («El almohadón de plumas») y la deformación (en «La gallina degollada»), así como la temática del delirio («La meningitis y su sombra» o «Los buques suicidantes») ubica al autor a caballo entre el modernismo y la posterior narrativa de corte surrealista. Por otro lado, tanto su mirada hacia la naturaleza como la crítica social a la explotación en plantaciones y obrajes, presente, por ejemplo, en el magnífico cuento «Los mensú», lo acercan a la novela de la tierra. Calificar su obra bajo una etiqueta de cualquiera de las estéticas del momento equivale a corroborar que invariablemente hay una parte de ella, huidiza e insolente, que se escapa en otra dirección, que escucha atenta los derroteros de una literatura pasada, presente y por venir.

Bibliografía crítica

Beardsell, Peter R.: Quiroga: Cuentos de amor de locura y de muerte. Critical Guides to Spanish texts. Londres: Grant & Cutler, 1987.

Crow, John: «La locura de Horacio Quiroga», en Revista Iberoamericana 1, 1939, págs. 33-45.

Crisafio, Raul: «Horacio Quiroga o el destierro de la memoria», en Studi di letteratura ispano-americana 13-14, 1983.

Esquerro, Milagros: «Los temas y la escritura quirogarianos». en Horacio Quiroga — Todos lo cuentos (Edición de Napoleón Bacino Ponce de León y Jorge Lafforgue). Madrid: ALLCA XX, 1996, págs. 1379-1414.

Fuenmayor, Víctor: Materia, cripta y lectura de Horacio Quiroga. Maracaibo: Universidad de Zulia, 1998.

Glantz, Margo: «Poe en Quiroga», en Ángel Flores (ed.), Aproximaciones a Horacio Quiroga.Caracas: Monte Ávila Editores, 1976, págs. 93-118.

Jitrik, Noé: Horacio Quiroga, una obra de experiencia y riesgo. Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1959.

Lafforgue, Jorge: «Actualidad de Quiroga», en Horacio Quiroga — Todos lo cuentos (Edición de Napoleón Bacino Ponce de León y Jorge Lafforgue). Madrid: ALLCA XX, 1996.

Monterroso, Augusto: «Las muertes de Horacio Quiroga», en La palabra mágica. México: Era, 1983, págs. 11-14.

Mora, Gabriela: «Horacio Quiroga y Julio Cortázar: teóricos del cuento», en Revista canadiense de estudios hispánicos 3, 1987, págs. 559-572.

Neuman, Andrés: «La voz precipitada», ensayo preliminar a Cuentos de amor de locura y de muerte. Madrid: Menoscuarto, 2004, págs. 8-37.

Onetti, Juan Carlos: «Quiroga: Padre e hijo de la selva», en El país, 20-2-1987.

Rivera, Jorge B.: «Profesionalismo literario y pionerismo en la vida de Horacio Quiroga», en Horacio Quiroga — Todos lo cuentos (Edición de Napoleón Bacino Ponce de León y Jorge Lafforgue). Madrid: ALLCA XX, 1996, págs. 1255-1274.

Rodríguez Monegal, Emir: Genio y Figura de Horacio Quiroga. Buenos Aires: EUDEBA, 1967.

—: Las Raíces de Horacio Quiroga. Buenos Aires: EUDEBA, 1961.

Romano, Eduardo: «Trayectoria inicial de Horacio Quiroga: del bosque interior a la selva misionera», en Horacio Quiroga — Todos lo cuentos (Edición de Napoleón Bacino Ponce de León y Jorge Lafforgue). Madrid: ALLCA XX, 1996, págs. 1305-1339.

1 Cuya primera edición es de 1916.

2 Con una dureza que vista desde hoy parece algo excesiva, Jorge Luis Borges afirma en un texto publicado en La nación en 1977: «Horacio Quiroga es, en realidad, una superstición uruguaya. La invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza».

3 En 1925 proclama J. L. Borges refiriéndose a las vanguardias europeas:

Nosotros los ultraístas ya somos los hombres del viernes; ustedes rubenistas son los del jueves y tal vez los del miércoles, «ergo», valemos más que ustedes … A lo cual cabe replicar: ¿Y cuándo viene el sábado, dónde lo arrinconan al viernes? También podemos retrucarle con su propio argumento y señalarle que esa primacía del viernes sobre el jueves, de hoy sobre el ayer, ya es achaque del jueves, quiero decir del siglo pasado. (Reseña a Literaturas europeas de vanguardias de Guillermo de Torre, en Textos recobrados 1919-1929)

4 En esta justa rehabilitación literaria fueron esenciales los estudios de Emir Rodríguez Monegal, particularmente los volúmenes Las raíces de Horacio Quiroga de 1961 y Genio y figura de Horacio Quiroga de 1967; la recopilación de textos dirigida por Ángel Rama y publicada bajo el título de Obras inéditas y desconocidas de Horacio Quiroga en 1968; así como el detallado estudio Horacio Quiroga, una obra de experiencia y riesgo de Noé Jitrik (1959).

Breve biografía de Quiroga

Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, 31 de diciembre de 1878-Buenos Aires, 19 de febrero de 1937). Uruguay.

Era hijo del vicecónsul argentino en Salto quien descendía del caudillo riojano Facundo Quiroga. Desde pequeño vivió acontecimientos trágicos: a los tres meses de edad, su padre murió de un disparo accidental de su propia escopeta en su presencia.

En 1891 su madre se volvió a casar —esta vez con Ascencio Barcos—, y Quiroga estableció profundos vínculos afectivos con éste. Sin embargo, tras cinco años de matrimonio, Barcos, que sufría una parálisis provocada por un derrame cerebral, se suicidó.

Más tarde Quiroga terminó en Montevideo la enseñanza secundaria. Adquirió formación técnica, en el Instituto Politécnico de Montevideo, y general en el Colegio Nacional. En 1898 se enamoró de María Esther Jurkovski, que inspiraría dos obras suyas: Las sacrificadas y Una estación de amor. Por esos tiempos Quiroga comenzó a colaborar en el semanario Gil Blas y estableció amistad con el escritor argentino Leopoldo Lugones, que fue una de sus principales influencias.

Hacia 1900 Quiroga se fue a París tras recibir la herencia de su padre. Al volver, fundó junto a sus amigos Federico Ferrando, Alberto Brignole, Julio Jaureche, Fernández Saldaña, José Hasda y Asdrúbal Delgado, el «Consistorio del Gay Saber», un laboratorio literario donde ensayaron nuevas formas de expresión.

Tras la aparición de su primer libro (Los arrecifes de coral) murieron dos de sus hermanos víctimas del tifus. Ese mismo año su amigo Federico Ferrando, que había recibido fuertes críticas del periodista Germán Papini, decidió retar a duelo a aquél. Quiroga se ofreció para preparar el revólver que iba a ser utilizado en el duelo y mientras revisaba el arma se le escapó un disparo que mató a Federico.

Abatido, Quiroga cruzó el Río de la Plata en 1902 y se fue a vivir con María, otra de sus hermanas. En 1903, acompañó como fotógrafo a Lugones en una expedición para investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas. La visión de la jungla marcaría su vida, seis meses después compró unos campos de algodón en el Chaco. El proyecto fracasó. Y, sin embargo, en 1906 decidió volver otra vez a la selva y comprar otra finca.

Por entonces Quiroga se enamoró de una alumna suya —la adolescente Ana María Cires—; y le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio, se casó con ella y la llevó a vivir a la selva. En 1911 Ana María dio a luz asistida por Quiroga a su primera hija, Eglé Quiroga, en su casa de la selva. Sin embargo, ella no se adaptaba a aquella vida y le pidió a Quiroga que regresaran a Buenos Aires. Ante la negativa de éste, Ana María se envenenó en 1915.

Durante 1917, Quiroga vivió con sus hijos en un sótano de la avenida Canning, alternando su trabajo como diplomático y la escritura de relatos publicados en revistas. La mayoría de estos fueron recogidos en libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte (sic, título sin coma), que tuvo gran éxito de público y de crítica. Al año siguiente apareció Cuentos de la selva, colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva. Quiroga dedicó este libro a sus hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza.

Hacia 1927, había decidido criar y domesticar animales salvajes, mientras publicaba su nuevo libro de cuentos, Los desterrados. Se había obsesionado con María Elena Bravo, adolescente compañera de clase de su hija Eglé, que cedió a sus reclamos.

A partir de 1932 Quiroga vivió en Misiones con María Elena y su tercera hija. Por entonces le diagnosticaron hipertrofia de próstata. Agravada su dolencia, Quiroga viajó a Buenos Aires y allí descubrieron que tenía un cáncer de próstata avanzado. Recluido en el hospital supo que en los sótanos vivía apartado un paciente con deformidades similares a las del Hombre Elefante. Quiroga exigió que el paciente —llamado Vicente Batistessa— compartiese habitación con él.

El 19 de febrero de 1937 y en presencia de Batistessa, murió Horacio Quiroga tras beber un vaso de cianuro.

Una estación de amor

Primavera

Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde anterior, preguntó a sus compañeros:

—¿Quién es? No parece fea.

—¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece...

Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.

—¡Qué encanto! —murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho.

Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las serpentinas llovían sin cesar. Tanto fue, que las dos personas sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.

—¿Quiénes son? —preguntó Nébel en voz baja.

—El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es la madre de tu chica... Es cuñada del doctor.

Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial condescencia.

Este fue el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel aportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia. Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.

Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se reanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían, volviéndose a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel. Este echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías; mas sobre el almohadón del surrey quedaban aún uno, un pobre ramo de siemprevivas y jazmines del país. Nébel saltó con él por sobre la rueda del surrey, dislocóse casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en sudor y el entusiasmo a flor de ojos, tendió el ramo a la joven. Ella buscó atolondradamente otro, pero no lo tenía. Sus acompañantes se rían.

—¡Pero loca! —le dijo la madre, señalándole el pecho— ¡ahí tienes uno!

El carruaje arrancaba al trote. Nébel, que había descendido del estribo, afligido, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía, con el cuerpo casi fuera del coche.

Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su conocimiento de la sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía quedar aún quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno sosiego de alma, si no de cuerpo; y he ahí que desde el segundo día perdía toda su serenidad. Pero en cambio ¡qué encanto!

—¡Qué encanto! —se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y carne femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía real y profundamente deslumbrado— y enamorado, desde luego.

¡Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo, confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida con que la joven había buscado algo para darle. Evocaba claramente el brillo de sus ojos cuando lo vio llegar corriendo, la inquieta expectativa con que lo esperó, y —en otro orden, la morbidez del joven pecho, al tenderle el ramo.

¡Y ahora, concluido! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué le importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre? Por lo menos iría con ella hasta Buenos Aires.

Hicieron, efectivamente, el viaje juntos, y durante él, Nébel llegó al más alto grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho de dieciocho años, que se siente querido. La madre acogió el casi infantil idilio con afable complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco, sonriendo sin cesar, y mirándose infinitamente.

La despedida fue breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio de cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella.

Volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él? «¡Oh, no volver yo!» Y mientras Nébel se alejaba, tardo, por el muelle, volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda, la cabeza un poco baja, lo seguía con los ojos, mientras en la planchada los marineros levantaban los suyos risueños a aquel idilio —y al vestido, corto aún, de la tiernísima novia.

Verano

El 13 de junio Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el primer momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma, el último resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, curiosidad de verla. Pero un nimio incidente, punzando su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de pueblo, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.

Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.

Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.

—Parece que no se acuerda más de ti —le dijo un amigo, que a su lado había seguido el incidente.

—¡No mucho! —se sonrió él—. Y es lástima, porque la chica me gustaba en realidad.

Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía no acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum! —repetía sin darse cuenta, con la costumbre del chico.

—¡Pum! ¡todo concluido!

De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?... ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro se animó de nuevo, acogiéndose con plena convicción a una probabilidad como esa, profundamente razonable.

A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado, y entretanto acaso la viera. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera. Vio a Nébel, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la liviandad doméstica de su ropa, huyó más velozmente aún.

Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en sí de gozo, y como la señora no parecía inquietarse por las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de veces tal presencia a la del abogado.

Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente y, como tenía dieciocho años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su inmensa dicha.

—¡Tan pronto, ya! —le dijo la señora—. Espero que tendremos el gusto de verlo otra vez... ¿No es verdad?

—¡Oh, sí, señora!

—En casa todos tendríamos mucho placer... ¡supongo que todos! ¿Quiere que consultemos? —se sonrió con maternal burla.

—¡Oh, con toda el alma! —repuso Nébel.

—¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.

Nébel había sido visto ya por ella; pero no importaba.

Lidia llegó cuando él estaba de pie. Avanzó a su encuentro, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.

—Si a usted no le molesta —prosiguió la madre— podría venir todos los lunes... ¿qué le parece?

—¡Que es muy poco, señora! —repuso el muchacho—. Los viernes también... ¿me permite?

La señora se echó a reír.

—¡Qué apurado! Yo no sé... veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?

La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo «¡sí!» en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.

—Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel.

Nébel objetó:

—¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario...

—¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.

Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y huyó con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la felicidad.

II