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(Bombay, 1865 - Londres, 1936) Narrador y poeta ingles, controvertido por sus ideas imperialistas y uno de los mas grandes cuentistas de la lengua inglesa. Pertenecia a una familia de origen ingles (su padre, John Lockwood Kipling, era pintor y superintendente del Museo de Lahore), y paso en la India los primeros tiempos de su infancia.
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Rudyard Kipling
Cuentos de la venganza y de la memoria
Índice
Prólogo
CUENTOS DE LA VENGANZA Y DE LA MEMORIA
"Entregados al brazo secular"
"La Casa de los Deseos"
"Una guerra sólo para sabib”
"La marca de la bestia"
"El retorno de Imray"
EL EXÓTICO REALISMO IDEALISTA DE KIPLING
En el campo del arte y de la literatura en particular, algunos sentimientos, algunas preocupaciones, algunas angustias y algunas alegrías, algunas obras en definitiva, sólo se pueden producir y explicar bajo unos supuestos concretos. Este principio general se aprecia con bastante claridad en el caso de un escritor como Rudyard Kipling, cuyas obras presentan unas peculiaridades que, al menos en parte, podemos atribuir a sus circunstancias vitales.
Sólo porque nació en Bombay, India, en 1865 y porque tuvo una exótica infancia podemos entender que, a pesar de proceder de una familia británica, tuviera más ocasiones de hablar hindi que inglés y que desde muy pequeño entrara en contacto con las costumbres y las tradiciones indias que, por otra parte, les eran negadas a los británicos que estaban allí, en la mayoría de los casos, en misiones militares o como funcionarios del Gobierno de Su Majestad la Reina Victoria.
El perfecto conocimiento y la asunción de la severa educación británica se lo proporcionó su estancia en Southsea, en la costa del Canal de la Mancha. Allí fue, con la única compañía familiar de su hermana pequeña, por unos problemas de salud que se vieron agravados por el clima de la India. Tuvo por tanto ocasión de ocupar su lugar ¿natural? entre la pequeña burguesía británica, alejado de sus padres, a los que no volvería a ver hasta pasados cinco años. Sin duda, un gran sufrimiento para un niño que apenas iba a la escuela; Kipling empieza a sufrir por cuestiones relacionadas con su familia: después, ya en Nueva York y consagrado como escritor de fama mundial, una de sus hijas morirá a causa de una pulmonía y, durante la Primera Guerra Mundial, su hijo mayor perderá la vida. El dolor es una constante en su vida, pues él mismo padecerá un cáncer del que fue operado dos veces y que será la causa de su muerte. Este dolor está muy presente en su obra; Entregados al brazo secular es una buena muestra del dolor, esta vez visto desde la perspectiva de los adultos, de la pérdida de un hijo, nacido de una relación muy particular, llena de motivos sugerentes y extraños, aunque no tan lejanos para nuestra cultura, como las reacciones posteriores a su pérdida, pues la muerte se parece mucho en todos los pueblos. Una amargura similar aunque revestida de cierto complejo optimismo aparece en Ellos, donde consigue crear una atmósfera especial, muy apropiada, que refuerza el significado teológico final de la narración.
A los diecisiete años, tras recibir una tradicional, y por tanto severa, educación en el United Services College, retorna a la India, donde trabaja, desde 1882 hasta 1889 en Civil and Military Gazette deLabore y en el Pioneer, lo que, además de servirle para escribir, con experiencia tomadas de ahí, El hombre que quiso reinar, y debido a la frecuente falta de noticias, le indujo a escribir, para publicarlos en el periódico, cuentos y poesías en los que describe la realidad cotidiana de la India, vista con ojos indígenas pero con una educación inglesa. Aquellos primeros escritos revelan una crítica contra el mal funcionamiento del imperio británico, acusado por patriotas nativos de ser una fraudulenta máquina de hacer fortuna a costa de los indígenas. Kipling se debate entre su sangre y sus sentimientos: por un lado defiende la causa imperialista, especialmente durante la Guerra de los Boers, pero por otro advirtió también contra los peligros de la prepotencia y de la arrogancia imperial.
Esta doble condición explica que, cuando en 1889 deja el periodismo y, tras visitar Bengala, Birmania, China y Norteamérica, vuelve a Gran Bretaña, su obra literaria no tenga buena acogida, al menos unánime, entre el oficialismo literario, que le acusaba, entre otras cosas, de no cultivar las grandes novelas siguiendo los cánones del siglo XIX. Por otra parte, su literatura, llena de exotismo, que contrastaba con el decadentismo fin de siglo, alcanza grandes éxitos por la novedad que suponen para aquella sociedad los temas de su obra: los sentimientos del soldado en la frontera afgana, los horrores de las campañas militares en aquellas tierras, sus tradiciones, sus creencias religiosas, sus costumbres, las especiales relaciones entre los indígenas y los ingleses, los desastres de enfermedades como el cólera y la malaria, etc...., todo empapado por un idiolecto extraño, enriquecido por el ya de por sí rico hindi. Kipling consiguió que desde Gran Bretaña se viese en la India no únicamente un importante enclave político y económico sino un lugar lleno de belleza, de color y de un realismo extraño. Una guerra sólo para Sabibs es sin duda el mejor exponente de su particular uso del lenguaje, donde lo nativo se alza muy por encima de lo inglés, no sólo del idioma sino también de la mentalidad occidental; es la parte indígena de Kipling, la más novedosa.
En muy poco tiempo el escritor anglo—indio se convirtió en el autor más leído y en uno de los mejores pagados de Gran Bretaña. En ello sin duda intervino el hecho de que el Imperio Británico vio en él la persona ideal para cantar al mundo sus glorias imperiales. Oscar Wilde y Herbert George Wells entre otros, opuestos a la política británica y a la sociedad victoriana, le acusaron duramente por su complicidad, por la disposición de todos sus personajes a servir, del modo que sea, a la Patria mostrando además orgullo por hacerlo.
A su talento como narrador se unió, pues no debe ser de otra forma, una magnífica capacidad de observación, que hizo posible el conocimiento de la India mágica y profunda y de la vida amorosa de sus gentes, con especial énfasis en las relaciones sentimentales anglo—indias, escandalosas para la conservadora y puritana sociedad victoriana. La marca de la bestia, El retorno de Imray y La casa de los deseos son insuperables muestras de fuerza narrativa y de penetración en un mundo particularmente ajeno y atractivo, lleno de tensión, amor y venganza. Los dos primeros, a pesar de todo, son los más occidentales, los más británicos y académicos. Es donde con más claridad se nos muestra la trama, cercana a la aventura exótica en el caso de La marca de la bestia, de intriga policíaca la segunda, empapada de creencias y supersticiones nativas. También nos da cuenta del funcionamiento interno del Imperio en la India, de su justicia, de las costumbres de los indígenas y de la oposición y el desconocimiento de los occidentales. La casa de los deseos es sin duda el más amargo de todos los cuentos, pero supone también el triunfo del amor ciego de una mujer, cuya
generosidad traerá trágicas consecuencias.
Y sin embargo, a pesar de estas y muchas otras narraciones como el imperecedero El libro de la selva, Kim, Puck de la colina de Pook, Capitanes intrépidos, a Kipling le costará mucho desprenderse de la losa que supone ser considerado un autor oficial, al servicio del Imperio, hasta que, en 1907, ya casado (desde 1892), en el continente, según él, dueño del futuro, le fue concedido el premio Nobel de literatura, el primero ganado por un autor de habla inglesa, que tuvo como motivación ser la obra más destacada de marcado carácter idealista.
Efectivamente, la figura de este peculiar autor se eleva muy por encima de sus coetáneos, británicos o de fuera de las Islas, por su realismo idealista y exótico, por el ritmo tan poético, por su intensidad, y también por inaugurar una forma diferente de presentar un género muy cultivado en la segunda mitad del siglo XIX: la literatura de aventuras, a la que relanza hacia la cumbre envuelta en liricidad, con un especial y cuidadoso tratamiento del lenguaje y con un exotismo mucho más auténtico que el de cualquier otro autor de esta época.
Kipling murió de cáncer en 1936. Durante su vida conoció el exotismo, la aventura, la guerra, las enfermedades, la tristeza, la alegría, el dolor y la venganza. Esta selección de cuentos, escritos en sus primeros años o recogidos de recuerdos de su infancia, nos ofrece una buena muestra del mejor y más extraño Kipling, exótico y cuidadoso con el lenguaje y el estilo, pero, sobre todo, creador de narraciones tensas, atractivas y sorprendentes, que le convierten en uno de los grandes maestros en el cultivo de las narraciones breves, especialmente el cuento, que, por sus peculiares características de tensión, intensidad e inmediatez, fortalece el tono poético que domina en su obra, y, como podemos apreciar en este volumen, no únicamente en el verso. Sea cual fuera el tema de su obra, Kipling se muestra siempre decidido a diferirnos los aspectos fundamentales, la condición de los personajes, su motivación y, por supuesto, la conclusión, de tal forma que la total percepción del mundo que nos relata sólo es posible en el último momento, de repente, y se produce como una revelación, con tal intensidad que impide que permanezcamos impasibles.
Se muestra hábil en el manejo de la técnica narrativa literaria, pero además utiliza perfectamente recursos tan poéticos como la ambigüedad, la plurisignificatividad y se mueve cómodamente en terrenos tan complicados como la superstición, las creencias tribales, la religión... y, lo que es más importante, lo hace con un marcado espíritu realista, provocando extrañeza y atracción sin alejarse en ningún momento del realismo literario, si bien repleto de elementos mágicos que tanto impresionaron a autores como Borges.
Esta selección del mejor y más desconocido Kipling agrupa cuentos en los que la venganza es el motivo fundamental, como en El retorno de Imray y en La marcade la bestia, otros escritos desde la memoria, desde el recuerdo, dominante en La casa de los deseos y en Ellos, y otros donde ambos aspectos están presentes, como en Entregados al brazo secular y, especialmente y de modo magistral, en Una guerra sólo para Sahibs.
LORENZO PEQUEÑO
ENTREGADOS AL BRAZO SECULAR
No era primavera y ya recogí los frutos del otoño, fuera de tiempo resplandeció el campo de trigo, el año reveló sus secretos a mi dolor.
Cansada y desnuda la estación languidece hoy en misterio de crecimiento y muerte; yo vi la puesta del sol antes que los otros vieran el día, y no sé explicar la razón de esta sabiduría.
[R. Kipling, Aguas amargas]
I
—Pero, ¿y si fuera una niña?
—Eso no puede ser, Señor de mi vida. He rezado tantas noches, y con tanta frecuencia he enviado presentes al santuario del sheikh [anciano] Badl, que sé que Dios nos dará un hijo: un hombrecito que crecerá y se convertirá en un hombre. Piensa en ello y alégrate. Mi madre será su madre hasta que yo pueda llevarle conmigo otra vez y el mullah de la mezquita de Pattan haga su horóscopo, ¡quiera Dios que nazca bajo una buena estrella!, y entonces tú nunca te cansarás de mí, que soy tu esclava.
—¿Desde cuándo eres tú una esclava, reina mía?
—Desde el comienzo..., hasta que se me otorgó esta bendición. ¿Cómo podía estar segura de tu amor cuando no sabía que había sido comprada con plata?
—No, era sólo la dote. La pagué a tu madre.
—Y ella la ha enterrado y está sentada encima todo el día, como una gallina que incuba. ¡Y tú me hablas de dote! He sido comprada como si en vez de ser una niña fuese una bailarina de Lucknow.
—¿Estás dolida por haber sido vendida?
—Estuve dolida, pero hoy soy feliz. Además, ya nunca dejarás de amarme, ¿no? Contesta, rey mío.
—Nunca..., nunca. Jamás.
—¿Ni aunque te quieran las mem—log, las mujeres blancas de tu misma casta? Recuerda que las he visto paseándose en carroza por la noche y son muy rubias.
—Yo he visto centenares de bolas de fuego. Después vi la luna y... entonces ya no vi más bolas de fuego.
Ameera batió palmas y rió.
—Bien dicho —dijo y después, mientras adoptaba aires de grandeza—: es suficiente. Tienes mi permiso para marcharte..., si quieres.
El hombre no se movió. Estaba sentado en un diván bajo de laca roja, en una habitación amueblada tan sólo con una alfombra azul y blanca, que cubría el suelo, algunos tapices y una colección muy completa de cojines indígenas. A sus pies se hallaba sentada una mujer de dieciséis años, que era para él todo su mundo. De acuerdo con todas las normas y leyes ella tendría que haber sido algo distinto, porque él era inglés y ella, la hija de un musulmán, comprada hacía dos años en casa de su madre, quien, al verse sin dinero, hubiera vendido a Ameera, a pesar de sus gritos, al mismo Príncipe de las Tinieblas, si el precio hubiese sido suficientemente alto.
El hombre blanco había firmado el contrato con mucha ligereza, pero, aun antes de que la niña llegara a florecer, logró llenar la mayor parte de la vida de John Holden. Para ella, y para la ajada bruja que era su madre, él había alquilado una pequeña casa que dominaba la gran ciudad de rojas murallas, y se dio cuenta —cuando las caléndulas brotaron junto al pozo del patio, y Ameera se hubo establecido de acuerdo con su propia idea de la comodidad, y su madre dejó de gruñir por lo poco adecuado de la cocina, y de la distancia que debía recorrer cada día para ir al mercado, — de que aquélla era su verdadera casa. Cualquiera podía entrar de noche o de día, en su bungalow, y la vida que allí hacía no tenía encanto. En la casa de la ciudad indígena sólo sus pies podían atravesar el patio exterior hacia las habitaciones de las mujeres, y cuando el gran pórtico de madera quedaba cerrado a sus espaldas, él era el rey en su propio territorio y Ameera era su reina. A ese reino iba a sumarse una tercera persona, sobre la que Holden se sintió inclinado a mostrar resentimiento porque interfería su perfecta felicidad. Turbaba la paz ordenada de una casa que le pertenecía. Pero Ameera estaba llena de gozo ante el pensamiento de la próxima maternidad, y su madre no mucho menos. No había, ni en el mejor de los casos, nada más inconstante que el amor de un hombre por una mujer, sobre todo si él era de raza blanca, por eso madre e hija habían pensado que las manos de un niño podían hacer indisoluble esta relación.
—Entonces —decía siempre Ameera—, entonces él ya no se ocupará de las mem—log blancas. Las odio a todas..., a todas.
—Antes o después, él volverá con los suyos —decía la madre—, pero, gracias a Dios, ese momento aún está lejano.
Holden estaba sentado en silencio sobre el diván pensando en el futuro y sus pensamientos no eran agradables. Los inconvenientes de una doble vida son múltiples. La Administración, con particular celo, le había pedido que cambiara su lugar de trabajo durante quince días, para cumplir el encargo extraordinario de sustituir a un hombre que se hallaba cuidando de una esposa enferma. La notificación verbal del traslado fue acompañada por una observación chistosa acerca de que Holden debía considerarse a sí mismo afortunado por ser soltero y libre. Él había ido a darle la noticia a Ameera.
—No es bueno —dijo ella con lentitud—, pero no es del todo malo. Aquí está mi madre y no me pasará nada malo..., a menos que muera de pura felicidad. Cumple con tu obligación y no estés preocupado. Cuando hayan pasado los días, creo... estoy segura. Y... y entonces lo pondré en tus brazos y tú me amarás para siempre. El tren parte esta noche, a medianoche, ¿verdad? Ahora márchate y no permitas que tu corazón se enturbie por mi causa. ¿Pero no demorarás tu regreso? No te quedes en el camino para hablar con las descaradas mem—log. Vuelve a mí inmediatamente, vida mía.
Mientras salía del patio para coger su caballo, atado a una columna
del portal, Holden habló con el viejo guardián canoso que custodiaba la casa y le dio instrucciones precisas para que, si se producían ciertos acontecimientos, le enviara el telegrama que en ese momento le entregaba. Era todo lo que podía hacerse, y, con la sensación de un hombre que asiste a su propio funeral, Holden se marchó en el tren correo de la noche hacia su exilio. A cada hora del día temía la llegada del telegrama y a cada hora de la noche veía la muerte de Ameera. En consecuencia, su trabajo para el Estado no fue de primera calidad, ni su actitud hacia los colegas fue la más adecuada. La quincena terminó sin que recibiera señales de su casa y, desgarrado por su ansiedad, Holden regresó para deglutir durante dos preciosas horas una cena en el club, donde oyó, como un hombre oye al desvanecerse, unas voces que le hablaban de la forma execrable en que había llevado a cabo las tareas del otro hombre, y del modo en que se había congraciado con todos sus compañeros. Entonces galopó en medio de la oscuridad cae la noche con el corazón en un puño. En el primer momento no hubo respuesta a sus golpes en el portal, y ya había hecho girar al caballo para entrar por la fuerza, cuando apareció Pir Khan con una linterna y le sostuvo el estribo.
—¿Qué ha sucedido? —dijo Holden.
—La noticia no ha de salir de mi boca, Protector de los Pobres, pero...
—tendió una mano temblorosa, como correspondía al portador de buenas nuevas, qué merece una recompensa.
Holden atravesó el patio deprisa. Una luz ardía en la habitación del piso de arriba. Su caballo relinchó junto al pórtico, y él oyó un llanto agudo y diminuto que hizo que su sangre se le agolpara en la garganta. Era una voz nueva, pero no probaba que Ameera estuviese viva.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó mientras subía por la estrecha escalera de ladrillos.
Se oyó un grito de felicidad de Ameera y después la voz de la madre, trémula por los años y el orgullo:
—Aquí estamos dos mujeres y... el... hombre... tu... hijo.
En el umbral del cuarto Holden tropezó con una daga, que había sido colocada allí para apartar la mala suerte, y rompió su empuñadura con su talón impaciente.
— —¡Dios es grande! —arrulló Ameera en la penumbra—. ¡Tú has tomado sobre tu cabeza las desventuras que podrían sucederle a él!
—Oh, sí, ¿pero cómo estás tú, vida de mi vida? Mujer, ¿cómo está ella?
—Ha olvidado sus sufrimientos por la felicidad del nacimiento del niño. No le ha pasado nada malo, pero no hables en voz alta —dijo la
madre.
—Sólo necesitaba tu presencia para sentirme bien —dijo Ameera—. Rey mío, has estado mucho tiempo lejos. ¿Qué regalos me has traído? ¡Ah, ah! Yo soy quien ha traído regalos esta vez. Mira, mi vida, mira. ¿Alguna vez has visto un niño igual? No, estoy demasiado débil aún para alzarlo en mis brazos.
—Descansa, pues, y no hables. Aquí estoy, bacbari [mi pequeña].
—Has dicho bien, porque ahora entre nosotros existe un vínculo, fuerte como un peecbaree [cadenita que une los tobillos] que nada podrá romper. Mira, ¿puedes ver con esta luz? No tiene mancha ni defecto. Nunca ha habido un niño como éste. ¡Ya illah! [¡oh Dios!] Será un pundit... [sabio], no, un caballero de la Reina. ¿Y tú, vida mía, me amas como siempre, aunque esté débil, enferma y cansada? Dime la verdad.
—Sí. Te amo como antes, con toda mi alma. Quédate echada, perla mía, y descansa.
—No te marches. Siéntate a mi lado, aquí..., así. Madre, el señor de esta casa necesita un cojín. ¡Tráelo!
Hubo un movimiento casi imperceptible hecho por la nueva vida que reposaba en el hueco del brazo de Ameera.
—¡Ajó! —dijo ella, con un tono quebrado por el amor —. El niño es un campeón desde que nació. Las patadas que me da en el costado son fuertes. ¡Jamás ha habido un niño como este! Y es nuestro, para nosotros: tuyo y mío. Pon tu mano sobre su cabeza, pero con cuidado, porque es muy pequeñín y los hombres son torpes para todo esto.
Holden tocó cuidadosamente con la punta de sus dedos la cabeza aterciopelada.
—Pertenece a la verdadera fe —dijo Ameera—, porque cuando le velábamos por la noche le susurré la llamada a la oración y la profesión de fe en sus oídos. Es maravilloso que haya nacido en viernes, como yo. Ten cuidado con él, mi vida, aunque ya casi puede apretar con sus manos.
Holden descubrió una mano pequeña y frágil que se cerraba débil en torno a su dedo. Y aquel roce corrió a través de su cuerpo y se aposentó en su corazón. Hasta ese instante sus pensamientos habían sido sólo para Ameera. Comenzó a comprender que había alguien más en el mundo, pero no podía sentir que era un verdadero hijo con un alma. Se sentó a pensar mientras Ameera se abandonaba a su sueño ligero.
—Vete, sabib—susurró la madre—. No es bueno que te encuentre aquí al despertar. Tiene que descansar.
—Me marcho —dijo Holden, obediente—. Aquí tienes unas rupias. Procura que mi baba [niño] se ponga fuerte y tenga todo lo que necesite.
El tintineo de las monedas de plata despertó a Ameera.
—Soy su madre, no una mercenaria —dijo con voz débil—. ¿Lo cuidaré mejor por dinero? Madre, devuélveselo. Le he dado un hijo a mi señor.
El sopor profundo de la debilidad cayó sobre ella casi antes de que terminara la frase. Holden bajó al patio sin hacer ruido, con el corazón sereno. Pir Kahn, el viejo vigilante, reía encantado.
—Ahora esta casa está completa— dijo, y sin más palabras puso en manos de Holden el puño de un sable usado muchos años antes, cuando él, Pir Khan, sirviera a la Reina en la policía. El balido de una cabra atada llegó desde el brocal del pozo.
—Hay dos —dijo Pir Khan—, dos de las mejores cabras. Yo las compré y han costado mucho dinero: como no hay fiesta por el nacimiento, toda su carne será para mí. ¡Acierta el golpe, sahib! No tiene mucho filo. Espere a que dejen de mordisquear las caléndulas. ¡Da el golpe cuando levanten la cabeza!
—¿Y por qué? —dijo Holden, estupefacto.
—Por cada nacimiento se debe ofrecer un sacrificio, ,por qué iba a ser? En caso contrario, el niño que no ha sido protegido contra el destino podría morir. El Protector de los Pobres conoce las palabras que se deben decir.
Holden las había aprendido tiempo atrás, sin pensar que alguna vez tuviera que decirlas. El contacto de la empuñadura fría del sable con su mano de pronto se convirtió en el roce apremiante del niño que estaba arriba —el niño que era su propio hijo—, y el temor a perderlo invadió su ánimo.
—¡Da el golpe! ——dijo Pir Khan—. Nunca ha venido al mundo una vida por la que no hubiese que pagar. Mira, las cabras han levantado la cabeza. ¡Ahora! ¡Da el golpe!
Casi sin saber lo que hacía, Holden dio dos sablazos mientras murmuraba la oración musulmana que dice: "Todopoderoso: a cambio de éste, mi hijo, ofrezco vida por vida, sangre por sangre, cabeza por cabeza, hueso por hueso, pelo por pelo, piel por piel”. Los caballos atados bufaron y piafaron justo al oler la sangre fresca que había salpicado las botas de montar de Holden.
—¡Buen golpe! —dijo Pir Khan mientras limpiaba el arma—. Contigo se ha perdido un buen soldado. Ve con el corazón tranquilo, hijo del cielo. Soy tu siervo y el siervo de tu hijo. Que la Presencia viva mil años y... ¿la carne de las cabras es toda para mí? —Pir Khan se enriqueció por el valor de un mes de salario. Holden se acomodó en la silla y cabalgó entre las volutas de humo, formadas por el fuego del atardecer. Estaba lleno de una alegría desbordante, alternada con una vasta y vaga ternura sin objeto definido, que le hacía jadear mientras se inclinaba sobre el pescuezo de su caballo inquieto. "Nunca en mi vida he sentido algo así", pensó. "Iré al club para reponerme."
Empezaba una partida de billar y el salón estaba lleno de hombres. Holden entró, deseoso de luz y de la compañía de sus amigos, cantando a pleno pulmón:
Paseando por Baltimore, a una dama conocí.
—¿De veras? —dijo el secretario del club desde su rincón—. ¿Te dijo esa dama que tus botas están empapadas? ¡Dios del cielo, hombre, pero si es sangre!
—¡Tonterías! —dijo Holden, a la vez que cogía su taco de la taquera—. ¿Puedo tirar? Es rocío. He cabalgado entre plantas altas. ¡De verdad que tengo las botas hechas una lástima!
Y si es una niña, llevará una alianza.
Si es un niño, luchará por su rey,
con su puñal, su gorra y la guerrera azul,
paseará por el alcázar...
—Amarillo sobre azul...; el próximo jugador es el verde —decía con voz monótona el apuntador. —Paseará por el alcázar... ¿La verde es para mí, apuntador...? Paseará por el alcázar.. ¡Eh! No ha estado mal ese tiro... ¡Como solía hacer su padre!
—No creo que tengas nada para grajear tanto — dijo un joven civil, celoso y agrio—. La Administración no está precisamente contenta con tu trabajo en el puesto de Sanders.
—¿Eso quiere decir que habrá una reprimenda de las altas esferas? —dijo Holden con una sonrisa distraída—. Creo que podré soportarlo.
La conversación versó sobre el tema siempre fresco del trabajo de cada uno, y aplacó a Holden hasta que se hizo la hora de volver a su bungalow vacío y frío donde su mayordomo le recibió como si conociera todos sus asuntos. Holden estuvo despierto la mayor parte de la noche y sus sueños fueron placenteros.
II
—¿Qué edad tiene ahora?
—¡Ya illah! ¡Sólo un hombre podía preguntar eso! Apenas si tiene seis semanas y esta noche iré a la azotea de [...]