Cuentos del Cogotán - Reinaldo Martínez Urrutia - E-Book

Cuentos del Cogotán E-Book

Reinaldo Martínez Urrutia

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Beschreibung

Nuestra América aún confundida con sus rituales aborígenes emerge desde la montaña, siguiendo las aguas a veces tormentosas del Cogotán, río de mitos e historias que lo revuelcan en un siglo XX con su violencia, sexualidad y esperanza.

Siete cuentos encadenados por este río y personajes que reaparecen dándole unidad a una serie que casi constituyen una novela, ambientada en el calor y mosquitos del trópico, donde María parece enviarle un maleficio a quienes la han poseído. 

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CuentosdelCogotán

Reinaldo Martínez Urrutia

Editorial Segismundo

Dedicatoria

A quienes formaron el grupo "Almadía" dejando hermosas páginas en este camino de los libros: Gabriela Soto Meza Carmen OviedoIn memoriam Gabriela Boza Yolanda Venturini Vittorio Cintolesi R.M.U. Febrero 2020.

I - Esta noche

Luis Muñoz sudaba, el puente de cimbra crujía como una barca. Abajo el río amenazaba como todos los veranos arrastrar las grandes piedras, pero desde que tenía recuerdos nunca lo había conseguido. —Nada has logrado Cogotán —murmuró apretando las mandíbulas, mientras sus manos se agarraban a las cuerdas que servían de barandas y el temblor de las piernas hacía bambolear el puente despertando quejidos en las tablas.

—Esta noche, ahora podrás hacerlo —acababa de decirle el viejo, que a duras penas sacaba el aliento después del carrerón.

Entonces Luis Muñoz buscó una sombra y se sentó a esperar, se bajó el sombrero hasta las cejas, pero no durmió. Sólo llevaba puesto el pantalón y con los ojos cerrados palpó la culata del revolver cruzado en la cintura. El viejo se metió al cuartucho y volvió con cerveza.

Estaba agria, «quizás debió escupirla» pensó, tirándole la botella a las gallinas que insistían en picotear en su derredor. Quizás debió... si lo hubiese sabido, si el viejo no lo hubiera ocultado tanto tiempo, lo habría hecho antes.

El sol aún estaba alto, se llevó la mano a la pretina, sacó el arma y apuntó a un gallinazo que colgaba del cielo, alto y silencioso, pero el viejo lo observaba desde la enramada y se avergonzó. —¿Qué quieres? Eras aún muy joven, no habrías podido —se había excusado en ese entonces. Permaneció bajo el arbusto, eran escasos en estas soledades, donde solamente abundaba la piedra y el calor aplastante. Arriba, a la altura de las cumbres, el gallinazo se festinaba con el viento, pues arriba era fresco y aún en verano corría un ventarrón que obligaba a aferrarse firme a la mula. Desde allá, desde lo más alto de los picos, el cajón se veía estrecho y pequeño, de sus nieves nacía el Cogotán con múltiples hilos de agua que al juntarse semejaban gusanos bajando a los infiernos.

Conocía de memoria esas quebradas miradas desde las cumbres. Desde que volviera al Cajón -ahora sabiéndolo- evitaba remontar la ribera y desde entonces andaba armado, temeroso cuando oscurecía, ya que perfectamente sabía que el viejo había enseñado a disparar a su hermano. Aún recordaba la envidiable puntería de Esteban, capaz de darle a un conejo mimetizado entre las hierbas de un lado a otro del río.

Aún estaba claro, hacia abajo el valle se teñía rojizo por el arrebol. Debería ser de noche, tomarlo dormido, ojalá borracho, pero, antes despertarlo, que le viera la cara, que lo reconociera, entonces le vaciaría la pistola. De noche, con la luna nueva, que aquí suele verse casi al amanecer y para entonces ya estaría de regreso. —Vi a la mujer bajar con los mulos —le había gritado el viejo ya desde el camino, corriendo, arrastrando su pierna tiesa, encaramándose a la cimbra—. Esta noche, ahora podrás —terminó jadeando casi sin voz, mientras sus ojos resecos se cubrían de brillo y bajaba la vista hacia las piedras del río.

Luis comenzó desde entonces a sudar y aún conservaba las manos húmedas, a pesar de que ya estaba oscuro y la temperatura bajaba con rapidez, sólo los picachos con algunas manchas nevadas resplandecían alumbrados, pero ese momento era muy breve y él sabía que terminándose este último fulgor el tiempo empezaría a galopar. El cañón del revólver se apretaba a la boca del estómago en cada respiración y dejaba su huella allí impresa, como los dedos en la greda fresca.

Los mosquitos salieron de sus escondrijos, era la señal, ya estaba oscuro. Entró en la cabaña y al abrirla el viejo asustado dio un grito inconsciente, gesticuló con los brazos y luego sonrió fugazmente, palideciendo, sin poder explicar por qué lo había hecho.

No se miraron, le alcanzó un plato de guiso y trató de comer, pero se levantó bruscamente para salir.

—No, en la mula no, hijo. ¿Olvidas los perros? A dos cuadras te estarían ladrando, él es capaz de descubrir una chinche en un pozo de arena, irás por el río y el ruido del agua te ocultará. Puede que los perros te reconozcan, pero no te ladrarán antes que llegues a la casa, tenemos que sorprenderlo.

Dejó la choza. El viento soplaba helado. Se aseguró el arma a la cintura mientras subía y bajaba por las piedras de la orilla, a ratos gateando, ayudándose con las manos por temor a caer a las aguas. Eran las mismas piedras que conociera de niño. —Nada has logrado río, sólo redondearlas, nunca podrás moverlas—. La casa de Esteban también estaría igual, aquí todo era así, inmutable.

—Aquí nada ha cambiado —le había mentido el viejo cuando regresó al Cajón.

—No, no padre, ya lo sé todo —y lo miró a los ojos—. Tengo que matarlo, —pero el viejo no cambió su expresión. —No esperaba menos de ti, pero tienes que esperar la ocasión, ya llegará, —y desde entonces con su pierna a rastras se encaramaba en un pequeño montículo a espiar—. La mujer bajó al valle, la vi pasar en los mulos, no hace ni media hora, la estuve mirando hasta que desapareció en el bajo, no volverá, se ha quedado solo —y su mano le apretó el antebrazo. Hacía años que no se tocaban.

Se detuvo, había llegado al primer recodo y ahora se fue caminando por el agua, la casa aún no se divisaba, pero estaba cerca, eso podía olerlo.

—Mira, chico, tú tienes que aproximarte, pero si ella te ve primero escapará —le explicaba Esteban dejándolo atrás. —Sin moverte —le repetía, mientras a gatas por el matorral se apegaba a la liebre. Era capaz de acercarse hasta tenerla a un metro de distancia, entonces con movimientos muy lentos, con su calma habitual, se llevaba el rifle al hombro y ¡PUM! Nunca fallaba. —No esperes que la ocasión se dé, tú debes hacerla, fabricarla, chico, y ¡PUM!

No había velas encendidas, estaba a menos de cincuenta metros debes acercarte y acercarte, si él te ve primero, escapará, no puede llegar a verte, hijo, sobrepasa la casa y te encaramas por detrás. ¿Te acuerdas de la pieza del fondo? Espero que esté igual, no debes darle tiempo, pero tú podrás, ahora sólo tú puedes, —le había dicho tocándose la pierna envarada.