El dolor ajeno - Reinaldo Martínez Urrutia - E-Book

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Reinaldo Martínez Urrutia

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Beschreibung

Una apasionante historia novelada de la Asistencia Pública de Santiago de Chile, más conocida como la Posta Central o el HUAP, desde la perspectiva del personal de urgencias en su día a día desde su fundación hasta su traslado a las actuales dependencias, escrita por un médico-cirujano cuya carrera transcurrió completamente en dicha institución.

" El médico de urgencia debe ser leal consigo mismo, tener confianza sin subestimarse, valiente y audaz sin ser temerario, reposado sin ser lento, rápido sin ser apresurado, ser firme sin ser duro, tolerante sin servilismo y exigente sin prepotencia".

Dr. Emilio Salinas

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El dolor ajeno

Reinaldo Martínez Urrutia
Editorial Segismundo

Dedicatoria

A los funcionarios dela Asistencia Pública

Mis reconocimientos

A los Drs. Sergio Araneda, Víctor Manuel Avilés,Luis Gautier y Raúl Zapata,que amablemente compartieron sus recuerdos,haciendo gala de una prodigiosa memoria.

El ratón y el curandero

Esta llama que aquí venla encendió un hombre ignoradointeresado en el cielo,sin explicarse los rayos,buscando el porqué del truenoy yo la guardo en mi pechocomo la fragua el herrero,de ahí la voz entregandocon mis golpes de escalpelo.Por eso tomo el dolorcomo si no fuera ajenoy en esperanza lo truecoy hago a la muerte esperarque el tiempo me dé consejos.Y se mantendrá encendidamientras exista injusticiala pobreza o el dolor,es por eso que yo séque si aquí traen el odiosu luz lo cambia en amor.(Del cuento infantilEl ratón y el curandero)
Las primeras ambulancias se guardaban en las pesebreras.

Prólogo de la segunda edición

Hace 26 años nació este libro, “El Dolor Ajeno”. Su gestación se debió a la iniciativa de mi colega y amigo Dr. Hernán González, fallecido hace un tiempo. El prologó la primera edición y allí recordaba que habiéndose juntado en una comida antiguos compañeros de la “Vieja Posta Central”, concibieron la idea de escribir las anécdotas vividas y sufridas por años en sus anticuadas dependencias.

Recogí el guante y salió lo que salió, fue una edición de 1.600 libros, nada despreciable para nuestro medio, es cierto que fueron los funcionarios de la “A.P.” quienes ayudaron para que se agotara.

Durante este largo pasar, mientras me iba haciendo más viejo, muchas veces alguno de mis lectores me pidió que escribiera la segunda parte. La tentación existió.

Las historias de las instituciones, especialmente las públicas, no son ajenas a las del país, a las de su gente y sus gobiernos, y yo, como tantos mayorcitos de cincuenta, las viví y las sufrí. Pero como en estos años, nuestra patria se vio envuelta en sucesos tan dolorosos, me era muy difícil hacer un relato con alguna imparcialidad y eso creo que me contuvo. La historia es mejor relatarla desde lejos y en lo posible por quienes no han sido protagonistas.

El 2011 la A.P. cumplió 100 años desde su fundación, hay hospitales mucho más antiguos en Santiago, pero ninguno ha tenido y aún mantiene una imagen tan especial para los santiaguinos. Su historia también es la suya y de alguna manera la sienten así. Muchas instituciones actualmente tienen Servicios de Urgencia, fuimos los primeros, y mantener la excelencia a pesar de lo exiguo de nuestros recursos ha sido una tarea difícil, pero con mucho tesón seguiremos intentándolo.

Para el aniversario se prepararon los festejos, con las dificultades presupuestarias propias de una entidad pública, pensé que reeditar esta novela era aportar con mi granito de cariño por nuestra Posta que me acogió por 38 años, ya que hay muchos funcionarios ingresados en los últimos tiempos que no la conocen.

Podría haber sido un regalo para la ocasión. Sin embargo, editar en Chile no es nada fácil, no logré conseguir el apoyo de las autoridades de la época, y ahora seis años más tarde concretaremos esta reedición. Será un regalo atrasado, pero con el mismo afecto.

En una revisión realizada el año 2011 por la oficina de personal se encontró que apenas 17 funcionarios aún activos trabajamos alguna vez en la Vieja Casa Central de San Francisco, para ellos, como para mí, los recuerdos son diferentes. No nos están contando una historia, sólo nos hacen recordar lo que vivimos.

En cuanto a los más jóvenes, los que desconocen las vivencias de la primera mitad del siglo XX en este Chile con escasa memoria, ojalá que este libro sea un acicate y alguno recoja también el testimonio de esta carrera que es la vida y se decida a escribir una “Segunda Parte”, porque el HUAP, que así nos llamamos ahora, se lo merece ya que desde su fundación esta institución fue concebida así: como una “Carrera de Posta”, el Turno no se abandona, hasta no ser relevado por un colega, cualquiera sea su función, si falta uno, el equipo no funciona. Esta tradición se mantiene igual, los más viejos les entregamos esa responsabilidad a los van llegando. Y les deseamos todo el éxito del mundo.

R.M.U.
Acta de término.

La tarde de un amanecer

Hacíamos el último turno en la Casa de San Francisco 85 una tarde de diciembre de 1967. Al modo de la habitual visita hicimos el recorrido por sus salas vetustas y ajadas, ahora vacías. Cuando la concluimos nos invadió ese indefinible estado de ánimo que nos envuelve cuando penas y alegrías se enlazan en nuestro interior. Alegría por el cambio que vendría y pena porque sentíamos que algo nuestro, muy querido se nos quedaba allí, tal era abandonar en definitiva la casa en que crecimos y adquirimos las primeras experiencias de la vida.

Dada la unicidad del momento, decidimos estructurar algo que testimoniara el hecho. En la oscura y abandonada secretaría, encontramos una casi inservible máquina de escribir, unos papeles y calcos arrugados. Escribimos entonces con dificultad y muchos errores, unas líneas que con pompa titulamos “Acta de término” y la llevamos hasta la sala de médicos.

Allí estaba el jefe Salinas, que había llegado a imponerse de las novedades. Le presentamos el documento y le pedimos que lo firmara. Esbozó una sonrisa, luego los hicimos quienes integrábamos el turno.

El jefe Salinas miró el reloj. —Vamos —dijo—. Hay que cerrar.

Salimos al patio adoquinado y entre varios tomamos las hojas de la corredera de entrada y las deslizamos hasta juntarlas. El reloj mural dio cuatro campanadas, que sonaron a señal de un plazo cumplido.

Así terminó su servicio la destartalada, pero siempre digna casona, herida por el tiempo y envuelta en un manto de tristeza, se extinguió su vida, pero no la de la Asistencia Pública, en ese mismo instante se abrían las puertas de Portugal 125, donde continuaría, atentada por el mismo espíritu de sus gentes, su labor silenciosa y efectiva.

De la muerte renacía la vida.

Dr. Luis Gautier V.

Prolegómeno

(Santiago, 19 de diciembre 1967)

Faltan pocos días para navidad y al costado de la iglesia se han instalado vendedores ambulantes, los Almacenes París fueron adornados con un pino hecho de luces. San Francisco me pareció más sucia que nunca esta tarde; a la izquierda el hotel galante con la puerta siempre entreabierta. Creo que jamás he dejado de mirar por la rendija, debe ser natural, por lo demás los muchachos y hasta los doctores suben al tercer piso para hacerlo. Hay de todo, algunos que tironean a las arrepentidas, otros que simulan inocencia y entran a la carrera. Este es un barrio de hoteles galantes, las calles Londres y París están llenas de ellos. También las prostitutas frecuentan la vecindad y en las noches llegan a consultar después de alguna riña, a veces se quedan en la sala de espera a fumar, aunque es raro que lleven cigarrillos.

El acceso a la A.P. (como con cariño y orgullo llamamos a la Asistencia Pública) en el N° 85, carece de puerta, nunca la tuvo. La luz de la farmacia permanece aún encendida, pero no creo que alguien esté trabajando, pues desde anoche la atención médica se realiza por completo en el edificio nuevo. El 15 lo inauguró el presidente, nosotros desde hace una semana estamos trasladando camas, medicamentos, muebles e implementos, ya que no todo será nuevo. Los enfermos se han mudado durante tres noches, los crónicos a la Posta 2. En el discurso de inauguración, Pacheco, que es el presidente de la asociación de empleados, aprovechó de solicitar aumento de salarios y otras regalías. El presidente Frei comentó después riendo que se había pasado de listo, pero en realidad tiene razón el Orlando Pacheco, los sueldos son de hambre, peor aún para los pensionados ya que el 40% son asignaciones que se pierden al jubilar.

Al final del pasillo hay una reja de corredera, el patio está en penumbras, esto me produce una sensación extraña, en 22 años de trabajo nunca lo había encontrado tan sombrío, llegará el día en que se apague para siempre. Recuerdo mi primer día de trabajo, fue el 45, por la Alameda había un desfile militar, Alemania se había rendido, la gente se detenía para verlos pasar, sin entender el motivo, seguro que yo no lo recordaría si no fuera por esa coincidencia.

El interior no está hecho un desastre como uno pudiera imaginarse, después de todo hasta ayer se atendieron enfermos aquí. En el patio de adoquines había papeles y unos tarros. La sala de médicos, estaba intacta, no se habían llevado los sillones de madera sin cojines, que recordaban los carros de tercera; el teléfono conservaba el tono y el calendario tenía unas rayas que alguien hizo para calcular que fiesta o que pascua debería pasar lejos de casa.

El ingreso de vehículos al patio se anunciaba con un timbre, ya que era posible ser atropellado, seguramente por eso al cruzarlo me detuve un instante, sin pensarlo. Sin embargo, ahora sonó una campana, con su inconfundible tañido metálico y entonces sin gran prisa entró un carromato tirado por dos caballos. Se detuvo en el zaguán. Dos hombres de uniforme azul, con botas de media caña y quepis bajaron del pescante, uno llevaba la bandera con la cruz de la Asistencia Pública, del interior descendieron dos más, con delantales larguísimos. De mi persona no se preocuparon, como si no existiera, o fuera transparente. Entraron y sólo entonces reparé que todo estaba cambiado y diferente, las luces encendidas, pero en semipenumbras.

—Garrido, los caballos —gritó alguien, y un hombre tomó las riendas llevándose el coche.

Tenía la sensación de haber visto antes una escena parecida, en alguna película antigua.

—Espérame que tengo que llenar el informe —dijo el de delantal.

Se dirigía a otro de chaqueta corta y bordes redondeados, de bigote fino, indudablemente muy bien cuidado, y que completaba su extraña vestimenta con un sombrero de alas pequeñas y levantadas.

—Pero, Ricardo, si no te apuras nuestros ángeles emprenderán el vuelo.

Mientras uno partía a la carrera, el otro sacó una pitillera y alzó los ojos hacia mí. Yo podría jurar que me estaba mirando, pero como si hubiese visto al diablo mismo, volvió la cigarrera al bolsillo, y cuando escuché una voz gruesa, comprendí que tenía a alguien detrás.

El hombre a mis espaldas era todo un espectáculo, no muy alto, de unos cuarenta; el cabello corto y duro con grandes entradas en la frente; el bigote grueso retorcido hacia arriba en las puntas y una barba triangulada en el mentón como Dartagnan. Su terno era impecable, perfectamente entallado, una especie de corbatín negro se perdía a ambos lados del cuello almidonado.

Su voz hacía juego con sus cejas arqueadas y la mirada punzante, sólo sus manos no se compadecían de su aspecto altivo, las mantenía entrelazadas, no gesticulaba con ellas para enfatizar sus palabras, se adivinaban dos manos suaves, acogedoras, destinadas a otros menesteres.

—Doctor Alvarez, o debo decir señor Alvarez ya que lo encuentro sin su delantal, cuando aún no han sonado las ocho ¿se puede saber por qué motivo planea abandonar el turno antes de la hora?

Alvarez visiblemente descompuesto, intentó esbozar una sonrisa.

—Don Germán, mi madre…

—Aquí en la Asistencia Pública diríjase a mí como doctor de la Fuente, jovencito, los vínculos familiares no pueden hacer olvidar el deber, tiene dos minutos para vestirse y acompañarme en la ronda, creo que le será beneficioso irse acostumbrando a las patologías de urgencia.

Don Germán sacó un reloj de bolsillo, lo cotejó con el que colgaba en el muro y se quedó parado cerca de la puerta.

No habría podido disimular que controlaba la llegada. Los funcionarios llegaban en grupos y todos, absolutamente todos los hombres usaban sombrero, y las mujeres vestidos largos que apenas dejaban ver los zapatos. No sé si diré una tontería, pero sus ropas me parecieron más pobres que las nuestras, que desde luego nunca están muy nuevas. Algunos entraban serios, otros riendo o charlando, pero al cruzar su saludo con don Germán adoptaban todos la misma actitud, como si trastabillaran un segundo, se ponían rígidos y apuraban el paso, las mujeres bajaban la mirada y emprendían un ligero trote.

Alvarez, ahora en delantal, y conservando el rostro enrojecido, se presentó al médico jefe. Había perdido su aire mundano, incluso se lo veía algo encorvado y frágil, tenía el cabello claro con rizos sobre las orejas y dividido en dos por una partidura central, lo que le confería un aspecto infantil, tomando en cuenta que su edad sería de veinte.

—René…

Alvarez levantó la vista: —Sí señor.

—Usted, insinuó que quería confiarme algo de mi hermana ¿o me equivoco?

—No, no doctor, está muy bien, le aseguro, eso creo, así lo manifestó en su última carta, siempre recordándose muy bien de Ud., siempre le envía sus saludos.

El viejo disimuló malamente una sonrisa.

Se dirigieron adentro con el médico de turno, también enfundado en un delantal con ataduras en la espalda. Don Germán lo saludó de mano. Al ver que se extrañaba por la presencia de René explicó la situación.

—Abusando de tu buena voluntad, he accedido al deseo de mi sobrino de pasar la visita con nosotros ¿si no tienes inconvenientes Antonino?

Se internaron en la sala de hospitalizados, una enfermera tocada de una pañoleta blanca que le ocultaba el cabello se les unió.

El doctor Montenegro conocía los casos de memoria: un hombre agredido con arma blanca, y operado de madrugada, le había confesado que fue subido a un carretón por sus amigos que, a pesar de la curadera, recordaban los límites de atención de la Asistencia. Lo abandonaron en la Alameda sobre un escaño y entonces llamaron una ambulancia -¡Por suerte para el infeliz!-, porque de no ser así habría fallecido desangrado. Debió suturársele el hígado, el estómago, el páncreas y hasta el riñón izquierdo lo que da una idea de la dimensión del arma, que si uno no conociera los hábitos del pueblo pensaría que fue un sable.

—Fuera del sector —comentó don Germán a media voz—. ¿Qué se puede hacer?, la gente rápidamente aprende a burlar las reglas. En todo caso, Antonino, tenemos plena confianza que la Posta 3 será una realidad este año, a lo más el próximo, don Alejandro tiene todo muy adelantado. Como siempre un problema de dinero nos tiene detenidos, entonces no habrá necesidad de arrastrar a los enfermos un par de cuadras para lograr su atención. La gente en este país es tan especial, todos se creen con derecho a criticar, los diarios editorializan dándonos pautas: El Mercurio publica la carta de una damita francesa que nos acusa de no alimentar a los pacientes. Don Alejandro estaba indignado, el mismo se hizo cargo de responderla. Sin embargo, hace un año, cuando no existía donde llevar a un herido por las noches y los enfermos deambulaban semanas tratando de conseguir una cama, nadie levantaba un dedo para habilitar un hospital de emergencias.

Vieron un par de pacientes más y se detuvieron en un caso de probable apendicitis. El doctor de la Fuente se arremangó los puños y con sus manos gruesas palpó y percutió el abdomen de un muchacho. Llamaba la atención que sus ojos tuvieran un tinte amarillento, de ictericia, como en las hepatitis, sin embargo, don Germán opinó que debía ser operado, pues sospechaba una apendicitis complicada.

—Dr. Alvarez, ¿por qué podría tener ictericia una apendicitis?

—Por un absceso en el hígado —respondió sin pestañear René.

—Muy bien muchacho, preocúpese de seguir el caso, la cama del enfermo sigue siendo el mejor libro de medicina, no lo olvide.

Al pasar a la sala vecina, don Germán arqueó las cejas.

—Todavía está aquí este hombre.

Se refería a un paciente con la barriga muy prominente, probablemente cirrótico.

Don Antonino Montenegro bajó la cabeza y levantó los hombros.

—Ha sido imposible conseguirle cama, tampoco está en condiciones de que lo mandemos a la casa.

—Este asunto no tiene solución, a nadie parece importarle, no pueden entender que la Asistencia es un centro exclusivo para atender emergencia y que ya superada los pacientes deben ser recibidos en los hospitales. Se supone que a diario éstos nos envían un listado con sus camas vacías, pero desde luego no se cumple.

Yo miré mi reloj, marcaba las 6:30. Recordé que estos días cuesta un mundo tomar locomoción, porque todos vienen al centro a comprar sus regalos. Yo tomo el trolley 4 y sólo tengo que caminar dos cuadras, pero para los que viven lejos es un problema. Se dice que van a construir un ferrocarril subterráneo por la Alameda, pero no lo creo, sin ir más lejos el edificio nuevo demoró quince años en terminarse y se perdieron más de tres solamente en escoger el sitio, lo que parece increíble. El senador Allende, que estaba en la inauguración, pues él patrocinó el proyecto, se encargó de recordarlo, pues nosotros de tanto esperar ya lo habíamos olvidado.

Dejé a los doctores pasando su visita. Todo era tan extraño, la gente vestida a la antigua; el patio en penumbras; sintiéndome presa de una morbosa atracción de permanecer allí, para verlo y escucharlo todo. Yo llevaba un paquete de regalos que había comprado para mi hijo y aún lo tenía en las manos, pero todo el resto había cambiado.

Volví a mirar el reloj, seguía detenido en las 6:30. Este detalle me sobresaltó, y por primera vez sentí temor; sin embargo, al salir a la calle el desconcierto fue completo. Como si hubiese sido trasplantado a otra ciudad; la calzada era de adoquines; los faroles alumbrando escasamente y desde la Alameda vi un coche tirado por caballos, salpicando con su trote metálico el empedrado. Al edificio de la A.P. le faltaba el 2.º piso; no existía la farmacia, tampoco el ala de pabellones y laboratorio que llegan a la calle París; en su lugar había una casa de un piso, de esas con puerta-mampara y ventanas enrejadas. Un viento helado me erizó la piel. Observé el cielo oscuro y nuboso, amenazaba llover, miré el reloj, sin duda se había detenido. Debería decidir o me echaba a andar por esta ciudad desconocida, donde sólo la Iglesia que sobresalía por su altura me era familiar o volvía a la A.P., donde a pesar de ser invisible para todos, había algo parecido con las cosas de mi tiempo.

—¿Señor Carrasco?

Me sentí feliz al escuchar mi nombre.

—Soy el doctor del Río —se presentó sonriente—. ¿Usted es don Aureliano Carrasco y ocupa el cargo de chauffeur, no es así?

Afirmé con la cabeza, pues no me salía el habla. Había visto muchas veces un retrato al óleo que lo recordaba, pero en el cuadro aparecía más gordo y canoso. En realidad, se lo veía joven y apenas robusto, con la frente amplia. Llevaba un abrigo con solapas de terciopelo.

—Por favor no se asuste, lo esperaba, esto de atender invitados habitualmente me está reservado por mi cargo de administrador. Hace poco tuvimos el honor de recibir al profesor Widal de París, ¡oh! perdone mi inexcusable pecado de vanidad, seguramente Ud. ignora quién es él. Por favor venga conmigo.

Me dejé llevar por su brazo. A pesar de su tono suave, había gran fuerza en sus palabras. No sé cómo habría reaccionado si me niego a seguirlo.

—Mire señor Carrasco usted no está aquí por casualidad, desafortunadamente no esperaba su visita para esta noche, ya que aún tengo asuntos pendientes. No es fácil de explicárselo o más bien no es fácil que Ud. lo entienda, sepa en todo caso que no llegará tarde a casa. Veo que lleva un regalo, pero le insisto no se preocupe. Lamento encargarle un trabajo extra en su día libre, sé que han tenido de sobra en estas noches trasladándolo todo. Por lo demás, siempre he sido un defensor de los derechos laborales, especialmente cuando se trabaja de noche, pero Ud. mejor que yo sabe cuántas veces ha debido saltarse su descanso, sin que hubiera siquiera testigos para agradecerlo y, peor aún, cuando el sacrificio no ha sido coronado con el éxito.

Me dejó sentado cerca de la puerta y pensando en sus palabras; recordando en cuantas ocasiones hemos corrido llevando un paciente grave o teniendo que bajar la camilla varios pisos por alguna escalera estrecha y finalmente el paciente se ha muerto. A pesar de estar familiarizado con la muerte, uno siempre queda frustrado, cuesta explicárselo a los extraños. Una vez me entrevistó un periodista, pues cada cierto tiempo les da con sacar artículos sobre la Posta, lógicamente que andan buscando sólo dramones. Me preguntó qué me había impresionado más en estos veinte años y le conté lo ocurrido para una noche de Año Nuevo. Tomó notas muy serias de mi relato, pero después no publicó ni una palabra. A mí me había impactado ese hecho; en ese entonces estaba destinado en la Posta 3, minutos antes de media noche fuimos llamados a una casona de la calle Catedral. Había ambiente de jolgorio en las calles; en esos años se permitía el uso de fuegos artificiales y por todas partes sonaban los petardos y los voladores de luces. No queríamos pasar las “Doce” trabajando, así es que echamos a sonar la sirena y partimos a toda velocidad. En la casa se notaba que se habían reunido todos los parientes, una tremenda mesa adornada con velas de colores, las mujeres luciendo sus mejores ropas y los niños, sobrinos y nietos correteando inquietos. Nos pasaron al dormitorio. A pesar de la brusca enfermedad del dueño de casa, nadie parecía tomarlo en serio, esperando que solucionáramos el problema rápido para poder continuar la fiesta. El hombre estaba muerto, probablemente sufrió un infarto. Llamé al hijo mayor quien nos pidió que permaneciéramos en el dormitorio mientras él daba la noticia al resto. Se tomó un largo tiempo, a nosotros con Rojas nos dieron las Doce de pie al lado del cadáver. Nos dimos la mano. A Rojas que era más joven se le caían las lágrimas. La despedida fue muy especial, todos se sintieron con la obligación de saludarnos de mano, quizás agradeciendo nuestra visita, quizás deseándonos un feliz año, nosotros murmurando entre dientes un pésame.

Al subir a la ambulancia el hijo llegó con una torta: —Llévesela —insistió —a nosotros de nada nos sirve ahora.

Ni yo, ni Rojas la probamos, cuando más tarde la repartimos entre nuestros compañeros, a pesar de las bromas que nos hacían.

Don Alejandro volvió con el doctor de la Fuente, el jefe de turno y el joven Alvarez.

—El señor Carrasco —me presentó don Alejandro con mucha ceremonia. Todos parecían felices, don Germán hasta me palmoteo un hombro. Sólo René parecía asombrado, mirando mis jeans y camiseta rayada.

—Doctor de la Fuente, sería usted tan amable de mostrar al señor Carrasco nuestras dependencias, no quiero que se nos aburra.

Don Germán levantó una ceja, como pensando un instante:

—Para un chauffeur, con la experiencia suya, es bien poco lo que puede interesarle, en realidad poseemos un solo automóvil de motor, los otros son carros de tracción animal, aunque el plan es cambiarlos todos, salen más económicos a largo plazo. Aquí -y me señaló el otro lado de la calle- están las pesebreras, además tenemos un mecánico encargado de las reparaciones.

Me explicó el funcionamiento, el sistema de turnos, que increíblemente no ha cambiado en nada hasta ahora. Después visitamos las salas donde se recibía a los pacientes, había una donde se los aseaba antes de ser examinados, incluso podían recibir un baño completo.

—Es que todavía hay muchas calles sin empedrar en la ciudad, aquí a dos cuadras de la avenida de Las Delicias, frente al palacio de La Moneda los conventillos se transforman en lodazales. Ahora en el invierno a los heridos debemos sacarles el barro para poder examinarlos. Que usted haya visto hoy gente aseada es porque gracias a Dios algunos tenemos un baño en casa, pero no es el caso de la mayoría. La Asistencia Pública se creó esencialmente para los que no tienen los medios para atenderse llamando un facultativo a su casa y por ello mismo la iniciativa se arrastró por más de veinte años, formando comisiones, emitiendo informes, haciendo proyectos, porque los problemas de los más necesitados no son casi nunca vividos por quienes toman las decisiones. La Junta de Beneficencia está integrada por respetables ciudadanos de buena voluntad, pero cuesta mucho que valoren en su real dimensión los datos técnicos de los médicos. Sólo nosotros vivimos a diario el drama de la escasez de recursos en los hospitales y la falta crónica de camas. Los fondos públicos siempre encuentran un mejor destino, es una característica de nuestros tiempos, ¿me va a creer que en Europa pasa algo parecido?, es cierto que están más avanzados, especialmente en París y Buenos Aires, pero básicamente es lo mismo, gastan sus recursos en armamentos, hasta han puesto ametralladoras a los aeroplanos, en cualquier momento hacen estallar una guerra y con las poderosas armas modernas será la destrucción total, y ahí estarán otra vez los médicos tratando de reparar lo irreparable.

Bajó los párpados, se le notaba cansado. No era un hombre viejo, sólo que con la barba lo parecía.

—Usted perdone, señor Carrasco, debería entretenerlo y lo estoy aburriendo con mis pensamientos absurdos, ¿apetecería una taza de té? Venga yo vivo aquí, atravesando la calle. Don Alejandro me pidió que le solicitara, y en verdad espero que usted lo acepte, colocarse nuestro uniforme. Es una pequeñez después de todo, pero es un poco simbólico, como casi todo lo que hacemos, ¿no lo cree usted?

No alcancé a responder, estaban seguros de mi aceptación. En un par de minutos había aparecido un uniforme azul, evidentemente nuevo. Puse el pantalón encima de mi jeans, como para comprobar la talla.

—No se preocupe, le quedará bien, a don Alejandro no se le escapa ningún detalle.

Cruzamos la calle camino a su casa, habían empezado a caer algunas gotas de lluvia. Miré el paquete que llevaba aún en mis manos. Extraña navidad, extraño regalo, pensé. A media cuadra venía otro coche ambulancia tirado por caballos, lo hacía ahora a mayor velocidad. Cada cierto rato percibía el tañido de su campana y a un hombre agitando la bandera insistentemente. Metí el pie en un charco, Don Germán me sonrío.

—Venga le hará bien una taza de té.

Ministro del Interior, Don Rafael Orrego con el Dr. Alejandro del Río, en la inauguración de la Asistencia Pública.

Capítulo I(1911 - 1920)

La Posta Central antes de construir el segundo piso.