0,99 €
Samuel Langhorne Clemens (Florida, Misuri, 30 de noviembre de 1835 - Redding, Connecticut, 21 de abril de 1910), mejor conocido bajo su seudónimo de Mark Twain, fue un escritor, orador y humorista estadounidense. Escribió obras de gran éxito como El príncipe y el mendigo o Un yanqui en la corte del Rey Arturo, pero es conocido sobre todo por su novela Las aventuras de Tom Sawyer y su secuela Las aventuras de Huckleberry Finn.
Consiguió un gran éxito como escritor y orador. Su ingenio y espíritu satírico recibieron alabanzas de críticos y colegas, y se hizo amigo de presidentes estadounidenses, artistas, industriales y de la realeza europea. William Faulkner calificó a Twain como «el padre de la literatura norteamericana».
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Mark Twain
Cuentos Mark Twain
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-762-4
Greenbooks editore
Edición digital
Mayo 2020
www.greenbooks-editore.com
Disco de muerte
El diario de Adán y Eva
El vendedor de ecos
I
El texto para esta historia es un incidente conmovedor mencionado por CARLYLE en
Cartas de y Discursos de Oliver Cromwell. M. T.
Eran los tiempos de Oliver Cromwell. El coronel Mayfair, a sus treinta años, era el oficial más jóven entre las filas del ejército de la Mancomunidad Británica [1]. Pese a su juventud, ya era un soldado veterano, y curtido en la lucha, pues desde la temprana edad de los diecisiete llevaba enrolado en el ejército; tras batirse en un sinfín de batallas, se había ganado los galones así como la admiración de hombres por el valor demostrado en el campo de batalla. Pero ahora se enfrentaba ante un grave problema; una sombra se cernía sobre su fortuna.
La triste noche de invierno había cerrado. El coronel y su joven esposa habían agotado en una larga conversación el tema de sus preocupaciones y esperaban los acontecimientos. Sabían que esta espera no sería larga; lo sabían demasiado... y este pensamiento hacía temblar a la pobre mujer.
Tenían una criatura de siete años, Abigail. Dentro de breves instantes iba a aparecer para darles las buenas noches y ofrecer su frente cándida al beso de despedida. El coronel dijo a su mujer:
—Enjuga tus lágrimas, querida, y en atención a ella tratemos de parecer felices. Olvidemos por un momento la desgracia que va a herirnos.
—Tienes razón. Aceptemos nuestro destino; soportémoslo con valor y resignación.
—Chist. Ahí está Abby.
Una preciosa niñita de ensortijados cabellos, vestida con un largo camisón se deslizó por la puerta y corrió hacia el coronel; se apelotonó contra su pecho, y lo besó una vez, dos veces, tres veces.
—Pero ¡papá!... no debes besarme así. Me enredas todo el pelo.
—¡Oh! ¡Lo siento mucho, mucho! ¿Me perdonas querida?
—Naturalmente papá. ¿Pero te pesa verdaderamente lo que has hecho? ¿Pero te pesa de veras, no en broma?
—Eso lo puedes ver tú misma Abby.
Y se cubrió el rostro con las manos, fingiendo estar llorando. La niña llena de remordimientos al ver que era causante de un pesar tan profundo, rompió a llorar y quiso apartar las manos de su padre, diciendo:
—¡Oh, papá! ¡No llores, no llores así! Yo no he querido hacerte sufrir! no volveré a hacerlo!
Y al separar las manos de su padre, descubrió inmediatamente sus ojos risueños y exclamó:
—¡Oh, papá malo! No llorabas; te estabas burlando de mí. Ahora me voy con mamá.
Y hacía esfuerzos para bajarse de las rodillas del padre; pero éste la estrechaba entre sus brazos.