Danza de Acero - André Xatín - E-Book

Danza de Acero E-Book

André Xatín

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Beschreibung

Bienvenidos a Ampheros, un reino suspendido entre los ecos de una guerra ancestral y el susurro de magias olvidadas. Para descubrir su verdadero destino, Aren debe dejar atrás todo lo que alguna vez conoció. Un enemigo tan antiguo como el tiempo aguarda en la oscuridad, tejiendo hilos de desesperación. Un viaje lleno de magia y aventura, con batallas épicas que roban el aliento. La búsqueda de la redención, el corazón de un guerrero. Los héroes se forjan en el filo de la adversidad.

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© Danza de acero - Libro I

Sello: Tricéfalo

Primera edición digital: Junio 2024

© André Xatín

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración central de portada: Camilo Palma

Corrección de textos: Gonzalo León

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

_________________________________

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-88-4

ISBN digital: 978-956-6386-16-2

__________________________________

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

Prólogo

Las cosas podrían ser tan diferentes, pero era la época de la ambición de los hombres. Tiempos de creencia e incredulidad, épocas oscuras con atisbos de luz erigidas sobre pedestales de cadáveres que se cuentan por millares, todo por el deseo de unos pocos, ¿pero no son así las personas?

Son tan interesantes… e inútiles… Toda su existencia tratando de asesinarse a sí mismas y ni eso han sido capaces de lograr; ahora lidian con las consecuencias de su ineptitud.

—Se acabó —dijo un hombre alto con una armadura roja y brillante que le cubría el cuerpo.

—¿Realmente crees que será tan fácil? —replicó otro hombre, encapuchado con el rostro pálido, apenas visible, dejando entrever su cansancio bajo la tela que cubría su cráneo.

La luz de la luna revelaba montones de cuerpos muertos de diferentes bandos alrededor de los dos hombres, que estaban al interior de un castillo en ruinas. Se notaba el cansancio en el rostro y cuerpo de ambos guerreros, la sangre de mucha gente manchaba sus ropajes y de cierta manera era sorprendente que siguieran en pie. La masacre ocurrida minutos antes dejó huellas en la sala, reduciéndose a escombros, siendo la luna la testigo principal de todo, quien presenciaría el final de un conflicto que había cobrado cientos de vidas.

El hombre de la armadura se abalanzó sobre su enemigo y un cristal rojo en su muñeca empezó a brillar. De esta gema nació una espada roja que brillaba como una antorcha. El guerrero con capucha esquivó sin esfuerzo la espada y un brillo verde llenó la sala, era una gema que colgaba de su collar, de la que brotó una espada de doble hoja. Con furia lanzó la espada cual boomerang. La espada arrojada falló su objetivo, quedando clavada en la pared, y el guerrero de la armadura notó a su rival desarmado y aprovechó para apuñalar a su enemigo justo bajo el brazo.

Ambos creían que todo había acabado, pero el encapuchado aún tenía fuerzas para luchar. La espada doble de este se deshizo, desvaneciéndose y volviéndose un humo verde brillante, que volvió flotando a su collar. Así, el encapuchado, intentando ignorar el dolor de la puñalada tomó del brazo a su enemigo, quien, con los ojos abiertos de par en par, sabía lo que iba a pasar. La espada doble volvió a brotar del collar y, con los brazos en alto, este fiero combatiente la levantó.

—Tú vendrás conmigo —exclamó.

Un sonido metálico resonó en la habitación, y la sangre ensució el piso. Ambos estaban en pie, no por su fuerza, sino porque, aunque estuvieran a las puertas de la muerte, no caerían frente a sus enemigos. Y así fue: ambos en su lecho de muerte, pero en pie, uno con una reluciente armadura, noble y orgulloso; el otro con una capucha raída y buscado como un criminal.

Capítulo I - Una Invitación Inesperada

Qué martirio talar.Ver el árbol caer y luego sentir el estruendo. Se levantaba el polvo y se cubría el bosque en la oscuridad por unos segundos; segundos de paz, para luego abrirse en la claridad nuevamente.

Trece años han pasado desde el último conflicto bélico. Sus consecuencias aún repercuten en la gente de esta isla. En un rincón perdido del bosque, en una aldea perdida del reino, en un claro perdido de su gente, Aren levantaba por encima de su cabeza su hacha y se preparaba para dejar caer la herramienta con anormal fuerza. Tres golpes, tres golpes que retumbaron en el tronco antes de que se partiera en dos. El muchacho clavó su herramienta en el suelo y se agachó dispuesto a levantar el madero. Con tremenda fuerza, el joven cargó el tronco sobre sus hombros y caminó unos cuantos pasos por la húmeda arboleda hasta una carreta tirada por un gran caballo de un hermoso color café.

El madero cayó sobre la carreta. Arrojó su hacha al carro para luego saltar adentro también, ya conociendo su rutina, el caballo comenzó a avanzar camino a la aldea. El muchacho se recostó sobre la leña y se quedó mirando cómo las verdes hojas se aferraban a su base, negándose a caer. Entre pensamientos llegó a los recuerdos que tenía de su hogar, las veces que lo insultaban apenas entraba al pueblo, o las muchas otras que le recordaban quién era su padre, como si se tratara de un insulto. Apretó los puños y cerrando los ojos pudo sentir la luz atravesando sus párpados y su carruaje atravesando las lindes del bosque.

Su caballo avanzó con calma y parsimonia hasta un pequeño puesto instalado cerca del centro del pueblo. Se levantó y dejó caer su hacha fuera del carro, cargó un tronco en su hombro y lo dejó caer junto a un montón de otros troncos que estaban instalados allí para ser vendidos. Desató a su caballo de la carreta y bajó un madero del montón para comenzar a convertirlo en leña.

—¿Cuál es el precio por una carreta cargada? —preguntó alguien por la espalda, mientras el muchacho partía un tronco en dos.

—Eso depende, cinco monedas de oro por diez piezas, o diez monedas por el árbol, como tú quieras.

—Está bien, toma cincuenta monedas, tienes hasta mañana.

—Es un trato.

Dejó su hacha clavada en el árbol caído y se volteó a recibir el pago, el cliente le extendió la mano con una amable sonrisa y en su palma mostraba un saco con el dinero prometido. El muchacho extendió su mano para tomar el saco con monedas, cuando la palma de la persona frente a él se cerró, apretando con fuerza la bolsa y aprisionando la mano del joven.

—Quiero que sepas que lo hago porque eres el único leñador de la aldea. De no ser por eso, jamás le compraría nada a alguien con la sangre de mi gente en sus manos.

—Yo no te he hecho nada a ti ni a nadie en esta aldea, ahora suelta el pago y tal vez me resista en comenzar a hacer honor a mi imagen —dijo irritado, mientras apretaba cada vez más fuerte el saco con monedas.

—De tal palo, tal astilla, eres igual a tu padre —comentó con irritante tranquilidad.

El leñador apretó sus puños y se disponía a golpear, cuando oyó unos pasos llegar por detrás.

—¡Aren! —gritó una aguda voz detrás suyo que se acercaba corriendo.

La pequeña niña se aferró a las piernas del muchacho y por poco lo hace caer.

—Hola. ¿Qué ocurre?

Interrogó a la pequeña, mientras apretaba aún más fuerte, sin llegar a soltar jamás las monedas.

—Ven a casa, madre casi acaba de hacer la cena.

—Voy enseguida.

La niña se fue corriendo en su ropa de jardinera y sus trenzas volando tras ella, mientras su hermano volvía nuevamente la vista hacia las monedas. Finalmente, el hombre cedió y le entregó la bolsa al leñador.

—¡Hasta mañana, no más! -exclamó antes de escupirle a las botas del muchacho y luego darse la vuelta.

Aren se dio la vuelta, agobiado. Después de un largo suspiro, se cargó el hacha al hombro y montó en su caballo para ir a casa. Atravesó la aldea en total silencio hasta detenerse frente a una casa, desmontó y tocó la puerta. La pequeña niña abrió sonriendo, mientras le contaba entusiasta de todo lo que había hecho durante el día. Con una sonrisa, Aren entró a casa y cerró la puerta.

Frente a él se encontraba su espacioso hogar: en el primer piso a la izquierda estaba la cocina y una larga mesa de madera, mientras que a la derecha en una pequeña sala apartada se encontraba un pequeño fogón que usaban de chimenea, hacia el frente subían unas escaleras que daban con un pasillo y a cada lado las habitaciones de los jóvenes. Por detrás de la escalera un pequeño baño, y más allá de este, la habitación de su madre.

La pequeña lo tomó del brazo y lo arrastró consigo hacia la cocina, donde su madre con una pálida cara seria servía los tres platos de una espesa sopa incolora. El muchacho comió, mientras escuchaba atentamente las historias que le contaba su pequeña hermanita que se concentraba en hablar en vez de comer. Su madre se acabó la comida y se levantó sin decir una palabra, lavó su plato de madera y se retiró a su habitación.

—Termina de comer antes de hablar —ordenó el hermano mayor a su hermana que se atragantaba con una cucharada de la sopa, mientras le intentaba explicar cómo jugar un juego que había inventado hacía veinte minutos.

El muchacho acabó a la vez que su hermana, lavó los platos y se preparó para salir a acabar el encargo cuando ella lo detuvo.

—Dale esto a Amros de mi parte —exigió entregándole una manzana.

Él salió de la casa con una sonrisa y lanzó la manzana al aire, cuando estaba a punto de atraparla de vuelta, su caballo la atajó al vuelo y se la acabó de dos mordiscos. Montó en Amros y, tomando su hacha, partió a acabar su trabajo.

Al día siguiente, a primera hora, ya se hallaba descargando la leña prometida, mientras pensaba en que tendría que volver al bosque a conseguir más. El último tronco cayó fuera del carro y Amros partió hacia el bosque.

Atravesaron las lindes sur del bosque y se encontraron con una caravana de carretas que venían desde el sur, cargadas con mineral puro de hierro y oro listo para refinar. Al final de la fila, venía un hombre alto, fornido y calvo, pero que lucía una larga barba amarrada en varias trenzas que se unían.

—Aren.

Le saludó el hombre con la mano, a lo que todos los miembros de la caravana se voltearon alertados por ese nombre y miraron con recelo al joven.

—Axel, ¿un nuevo encargo?

—Así es, un trabajo de convertir esto en lingotes y lo que quede en picotas. —El fornido hombre estaba a punto de continuar su camino, cuando notó cierta angustia en el rostro del muchacho—. ¿Ocurre algo?

—No, lo de siempre.

—Ignora sus comentarios y sigue con tu vida, tu padre fue un gran hombre que luchó y murió en la guerra para defendernos. Es verdad, la aldea fue atacada porque descubrieron su nombre; sin embargo, no fue culpa suya, solo están cansados, buscan a quién culpar, pero eso no lo hace tu culpa. Y menos aún la suya, el único error que él cometió fue no estar para ver en la gran persona que te has convertido. Ahora vete de aquí y consigue unas cuantas monedas con esa madera.

Aren se pasó el brazo por la cara para secarse los ojos y se volteó para adentrarse entre los árboles, cuando en eso escuchó alguien escupir, se dio la vuelta y más de alguno de los trabajadores allí lo miraba con desprecio y escupía en su presencia. El muchacho prefirió montar en la carreta y partir al bosque, mientras escuchaba de fondo cómo Axel se… comunicaba con los trabajadores con palabras… no muy ortodoxas, mientras el muchacho se alejaba entre los árboles enseñando el dedo corazón de ambas manos en alto.

****

El primer árbol caía y se levantaba ese segador polvo que se despejó pasados unos segundos.

—Amros, ¿tú qué opinas al respecto de esa gente? -le preguntó a su caballo refiriéndose a los trabajadores de la caravana.

El caballo relinchó irritado y se levantó sobre sus patas traseras golpeando con fuerza el suelo.

—Sí, a mí también me irritan, amigo.

El hacha cayó varias veces seguidas, con la fuerza que lo caracterizaba, partiendo el tronco a la mitad.

—Hay algunos de ellos… Casi me dan ganas de hacerles…

Su hacha se deslizó por el aire y chocó con tremenda fuerza contra el tronco de un árbol, pero en vez de atravesarlo, el árbol… ¿se abolló? Era algo que nunca había visto, lanzó otro golpe y un sonido metálico retumbó en el bosque. Ahora, en vez de golpear, usó el hacha para sacar la corteza del “árbol” y se percató de que había una manilla como de una puerta, abrió la puerta y dentro había un cuaderno, abrió el cuaderno en la primera página y leyó:

“No sé quién está leyendo esto ni cuándo, pero me presento, habla el coronel Sigurd, del Ejército de la Alianza, sobreviví al ataque en el castillo en la última avanzadilla, batalla que acabó la Gran Guerra. Si encontraste este cuaderno, por favor, ve a la ciudad de Veryard al noroeste de esta ubicación y pregunta por mí, tengo información que darte”.

El joven quedó estupefacto luego de leer esto, era una oportunidad perfecta para irse de ese lugar; un sentimiento de regocijo lo invadió, junto a una felicidad que lo hizo sentir culpable. Había encontrado una excusa para alejarse de todo lo que conocía y eso lo puso feliz, no estaba bien. Se debatió mentalmente muchas veces si debía o no hacer caso a esa invitación.

“No puedo hacerlo”, pensó. “No puedo abandonar a mi familia así porque sí, porque un extraño en una hoja de hace no se sabe cuánto tiempo me dice que abandone todo lo que conozco para huir de mis problemas. No está bien. Además, mi familia no tendría qué comer”.

Se dispuso a seguir trabajando, pero otro pensamiento lo invadió cuando creyó haberse decidido. “Pero. Piensa en lo que esta gente ha hecho por ti. Nada, ¿por qué deberías tú perder la oportunidad de cambiar tu vida por esta gente que no te ha dado nada? Tú no les debes nada, vete, no te extrañarán y podrás mejorar tu vida”.

Nunca antes había reflexionado en la opción de irse de allí; sin embargo, siempre lo había deseado. Y ahora que tenía la oportunidad, no sabía qué hacer. Pasó lo que quedaba de tarde recogiendo madera. Al terminar volvió al pueblo, que era un lugar bastante pequeño con solo lo necesario para vivir. Todas las casas estaban hechas de madera, con chimeneas y adornos de piedra; como de costumbre, puso su carro en la plaza e instaló un pequeño puesto para vender antes de que cayera la noche.

Pasó así unos treinta minutos esperando, pero nadie fue. Dejó allí la madera y volvió a casa, el pueblo era un paraje tan tranquilo que no había riesgo de robo.

Caminando, llegó hasta enfrente de su casa. Dentro las luces estaban encendidas. Tocó la puerta y llegó su hermana a recibirlo.

—¡Aren! Ya se estaba haciendo tarde. ¡Entra!

El muchacho entró feliz, sabiendo que al menos había una persona que sí lo esperaba al llegar.

—Bueno, yo y madre ya comimos —explicó la pequeña—. Pero si quieres te acompaño a cenar.

Él no pudo rechazar la oferta y se sentaron en una pequeña mesa de madera en medio de una sala apartada de las demás. Mientras el joven comía, su hermana le contaba sobre su día. Ella le hablaba pausadamente y, entre las palabras que decía la niña, se le escapó un “paseo por el bosque”. Ella tenía estrictamente prohibido hacer eso por lo fácil que podría perderse, por ello su hermano la reprendió y comió lo que le quedaba en un sepulcral silencio. Luego ambos subieron las escaleras, y cada uno se fue a su habitación a dormir. O a eso iban, pero el muchacho no pudo dormir en toda la noche pensando en la decisión que debía tomar.

“Si te vas mañana en la noche, nadie te encontrará”, volvía a reflexionar. “Y te irás en silencio. Pero si te vas, debes dejar cosas aquí que le permitan subsistir a tu familia; en especial dinero”. Eso lo atormentaba, y pensaba: “Aunque aún no está decidido, ¿o sí?”.

Ante esta pregunta, se levantó de un salto y empezó a caminar por la habitación. Si llegaba a volver de esa aventura podría traer cosas para su hogar, oportunidades; si llegaba a un pueblo como sonaba Veryard, podría traer recursos desde allí. Se autoconvenció de que si viajaba todo valdría para volver con mejores cosas para todos. Estaba decidido: partiría mañana por la noche.

Se despertó con la duda aún en la cabeza, bajó a comer aún en pijama y se encontró con que su madre estaba sentada comiendo junto a su hermana, quien estaba hablando con su madre de todo lo que quería hacer durante el día. Al verlo bajar se alegró y empezó de nuevo. Su madre no levantó la vista y, con una alarmante serenidad, siguió comiendo. El joven se sentó y comió rápido. Al terminar subió a cambiarse para salir a preparar todo, pero la idea de dejar atrás a su hermanita lo perturbaba.

Terminó de cambiarse, cogió el cuaderno y salió apresurado de la casa para que su hermanita no lo viera, pero esto no fue posible. Antes de que llegara a la puerta, su hermana lo alcanzó corriendo.

—¿Adónde vas? —lo interrogó, esperando que su hermano la invitara a ir con él; de hecho, eso era justo lo que quería evitar.

—Iré a vender la leña que no vendí ayer —mintió.

—¿Puedo ir contigo?

—Me encantaría —volvió a mentir—. Pero no puedes venir, luego tengo que ir a comprar unas cosas e ir de nuevo al bosque, y ya sabes que lo tienes prohibido.

—Está bien —dijo la niña con tristeza, mientras se daba la vuelta para volver donde su madre.

El joven salió rápido de la casa y, en vez de ir donde la leña como había dicho, fue donde un viejo amigo.

Axel, el herrero del pueblo, era un hombre muy alto, grande y calvo, pero con una barba café sorprendentemente larga. Lo encontró en su herrería, un lugar amplio que parecía una cabaña; en la entrada, encima de la puerta, había una cornamenta de ciervo de los días que el herrero salía a cazar, también tenía en las cuatro esquinas troncos de pie como decoración y en la parte trasera tenía un patio enorme, en el que se encontraba su fragua y sus herramientas. En la cabaña solo exhibía sus obras para venderlas.

—Axel, buenos días —saludó el Aren al entrar en la zona de fragua.

—¡Pero Aren! Hace mucho que no vienes por aquí, qué gusto —contestó Axel con una sonrisa en el rostro.

Ambos se abrazaron para saludarse y, al separarse, el joven se puso a hablar.

—Axel, me encantaría quedarme a hablar, pero necesito unas cosas para algo muy importante.

—Entiendo perfectamente. ¿Qué necesitas?

Se preguntaba si debía explicar todo o no. En parte, Axel era una de las pocas personas (si no la única) que no lo trataba como los demás; de hecho, solo gracias a él sabía un poco sobre su padre.

—Solo… lee esto por favor —le pidió el joven al herrero.

El muchacho sacó el cuaderno de un bolsillo en su chaqueta y se lo entregó a Axel, quien lo recibió y, con curiosidad, lo abrió en la primera página y comenzó a leer. Se demoró muy poco, mas al acabar de leer, la sonrisa que cubrió su rostro desapareció totalmente y una expresión de completa seriedad lo llenaba ahora. Le devolvió el cuaderno al muchacho, quien lo volvió a guardar.

—Nunca pensé que te tendrías que ir —expresó con la voz entrecortada y áspera—. Pero parece que me equivocaba.

Este herrero lo había visto crecer y el hecho de que se fuera del pueblo tan joven lo destrozaba por dentro, pero aun así sentía una compulsiva necesidad de ayudarlo nuevamente en lo que se propusiera.

—Creo… —prosiguió Axel— que necesitarás esto.

Fue hacia la zona de ventas y, de encima de una de las estanterías, bajó un hacha hermosa con la empuñadura de leñador, perfecta para el joven, aunque el filo y la hoja eran de un hacha de guerra.

—Pensaba dártela cuando cumplieras los veinte; sin embargo, parece que no tendré la oportunidad —explicó con una sonrisa forzada.

Le entregó el hacha y le explicó que la había forjado para él, pensando en dársela cuando fuera mayor, como regalo de cumpleaños.

—Axel… Todo esto no es necesario… Yo.

—No necesito que rechaces esto, solo que te calles y lo aceptes.

Finalmente, comprendió y recibió el hacha con gusto, la observó de arriba abajo en todos sus ángulos; era perfecta.

El herrero se había alejado en lo que el joven contemplaba el hacha y ahora estaba frente a un armario cerrado. El muchacho se acercó con curiosidad, deseando repentinamente ver lo que había dentro. Axel cumplió su deseo y lo abrió revelando una armadura plateada que brillaba reflejando la luz de un candelabro lejano.

—Esta armadura… fue de tu padre. La usaba para patrullar el pueblo al inicio de la guerra. Cuando se fue a servir en el Ejército de la Alianza dejó esto aquí, yo la he mantenido en perfecto estado. Y ahora es tuya.

El muchacho no sabía cómo reaccionar a un regalo así, estaba nervioso y se puso a analizar la armadura de arriba abajo desde las botas a la pechera. Acercó la cabeza a la pechera y sus ojos café se reflejaban en ella como dos tenues velas.

Axel sacó lentamente la armadura y se la acercó al leñador.

—¡Pruébatela!

Obedeció con mucho gusto y se la probó. Para su sorpresa, le quedaba perfectamente.

—Todo esto —explicó el herrero— lo hago porque sé los peligros del camino a Veryard, y necesitarás de esta protección; no estás preparado para un viaje así. Le rezaré a los dioses por tu llegada con éxito a tu destino y, ¡con un poco de suerte!, tal vez llegues con vida.

Esta noticia no le elevó el ánimo al joven, sino que lo puso realmente más intranquilo. Saber que era probable que muriera hacía dudar hasta el más valiente de emprender ese viaje, pero mientras más se acercaba la hora de partir más posibilidades entraban en su mente. Aunque lo peor de todo era tener que dejar todo lo que conocía atrás.

—Deberías dejar eso aquí.

—¡¡Qué?! —exclamó de pronto, tenía este equipo, solo para dejarlo allí, era algo impensable.

—No te asustes, solo hasta el anochecer. —Esto lo tranquilizó y lo hizo reflexionar y notar que por las ansias estaba perdiendo los nervios—. Antes de partir vuelve aquí y te las devolveré, no puedes ir con una armadura y un hacha de combate por el pueblo todo el día.

El joven se quitó la armadura y se la entregó a Axel junto con el hacha.

—Muchísimas gracias por todo, nada de esto era necesario, pero…

—Solo acéptalo, ahora vete a trabajar o parecerá sospechoso.

El muchacho obedeció y volvió con la madera que había dejado el día anterior, solo que ahora llevaba una enorme sonrisa en el rostro y estaba extremadamente feliz e increíblemente ansioso a la vez.

Mientras esperaba a que alguien llegara a comprar, se sentó a leer y releer el cuaderno, analizando una y otra vez todas sus opciones, aún no sabía cómo haría para llegar sin un mapa.

Comenzó a pasar todas las páginas del cuaderno una a una esperando encontrar algo útil, pero sin éxito y, encontrando solo hojas en blanco, se sentó a esperar. Al cabo de una hora llegó un hombre a comprar.

—Dame todo ese montón de allí —exigió indicando un montón de troncos apilados—. Te daré veinte monedas de oro, si de paso me las llevas hasta mi hogar.

Por lo antes señalado, el joven leñador estaba justo en ese momento necesitado de dinero, así que aceptó y fue a buscar a Amros con la carreta y cargó todo en un instante. Lo llevó hasta la casa del hombre, quien le pagó lo prometido.

—Antes de que me vaya, necesito que me prestes una pluma y tinta —le pidió Aren al hombre.

—Eh, ah, sí, espera un momento.

El hombre entró a su casa y, al volver, traía pluma y tinta.

—Tú… me suenas muy familiar —comentó el hombre, mientras le entregaba la pluma y la tinta.

—¿Te conozco de algo?

—Es posible, vendo leña algunas veces en la plaza, es normal que me veas allí en el invierno.

—Sí, pero… deja que recuerde. ¿Quién es tu padre?

—No… no lo sé. Murió en la guerra.

—Oh, lo siento. ¿Murió en el ataque al pueblo?

—No, no, él murió al final de la guerra, era soldado.

La expresión del hombre cambió repentinamente a una de ira contenida, su cara se puso roja.

—¡Fuera de mi casa! —le gritó con todas sus fuerzas el hombre, quien tomó una piedra y se dispuso a lanzársela.

Pero Aren ya había partido con Amros de vuelta al puesto. Siempre que sabían quién era lo echaban de ese lugar o lo marginaban de los demás.

De nuevo en el puesto, se sentó de espalda a la madera a preguntarse por qué de todo eso. Axel una vez hacía muchos años le había explicado en parte la razón; su padre había sido alguien muy importante en la guerra y, cuando los enemigos descubrieron de dónde venía, atacaron el pueblo matando a mucha gente en el camino; los supervivientes y sus hijos culpan a su padre de todas esas muertes. Una ira contenida por generaciones dirigida a él por algo que no hizo.

El rostro del joven se puso rojo de ira y sus ganas de que llegara la noche para poder irse, se hacían cada vez más intensas. Ahora que tenía la pluma, arrancó la última página del cuaderno y se puso a escribir una carta a su madre; cuando se fuera, se la dejaría en la casa para que la encontrara y no se preocupara (aunque, con o sin carta, no creía que se fuera a preocupar).

La carta era bastante simple, decía:

“Madre, me tengo que ir, te dejé todo mi dinero para que aguanten cuando no esté. No puedo decir el por qué de mi viaje, ni tampoco cuándo volveré. Ni siquiera sé si lo haré. De cualquier forma, debo irme.

Adiós, cuida bien de mi hermana. Aren.”

Tras escribirla, el joven la sintió muy fría, como si la escribiera para un extraño. Fue una sensación… rara. Guardó la carta para cuando llegara la noche.

Pasaron varias horas y nadie más fue a comprar, no había comido nada desde el desayuno y ya era muy pasado el mediodía. Entonces se levantó rápido, pero por accidente el cuaderno se le resbaló de las manos, cayendo directo sobre una roca. Levantó el cuaderno, preocupado por si le había pasado algo; la cubierta de cuero se había roto por el lado del impacto. Pero dentro… había algo. Le dolió, pero rompió el resto de la cubierta para poder sacar lo que sea que hubiera dentro.

El objeto escondido resultó ser un mapa, lo examinó y, por la forma y las figuras marcadas, se trataba de un mapa de Ampheros. Sería de gran utilidad, mas el hecho de estar dentro de la cobertura del cuaderno resultaba muy extraño. El muchacho ya estaba totalmente convencido de que nadie más vendría a comprar, por lo que volvió a abandonar su puesto. Usó el dinero ganado para ir donde Egil, el sastre; si iba a llevar tantas cosas, necesitaría una mochila.

La sastrería era un lugar parecido al de Axel en cuanto a tamaño: era una cabaña relativamente pequeña, solo que esta tenía cueros colgados afuera junto con ropa en exhibición. Entró en la tienda y el sastre estaba tras el mostrador, como aburrido, esperando a que alguien entrara. Egil era un hombre alto y flaco, bastante canoso y con el pelo muy largo y greñudo.

—Egil, buenos días —saludó con timidez, recordando lo que pasó la última vez que alguien lo reconoció.

—Oh, Aren. ¿Qué quieres? —le preguntó con frialdad.

—Vengo buscando una mochila, una que aguante un viaje muy largo.

—Está bien.

Egil se dio la vuelta y escudriñó debajo del mostrador. El viejo sacó un talego de cuero con remaches metálicos para poder cerrarla, grande, firme e impermeable, era perfecta.

—Me la llevo.

—Son quince monedas. ¿Algo más? —inquirió.

—Eh, sí, necesito una cantimplora. Una bastante grande a ser posible.

Egil volvió a hundir la cabeza bajo el mostrador y sacó una cantimplora hecha de cuerno de búfalo.

—¿Te sirve así?

—¿Tienes algo más…? ¿Portátil?

El sastre volvió a hundirse bajo el mostrador para acabar sacando una amplia cantimplora de cuero con un tapón hecho de madera de corcho.

—Esa es perfecta.

—Muy bien, son cinco monedas.

Entonces el joven leñador fue corriendo a un pequeño riachuelo, que quedaba en el bosque cerca de la aldea y llenó la cantimplora, la guardó en la mochila y volvió a su puesto junto a la leña. O eso fue hasta que recordó, que aún le faltaban suministros que comprar. Le faltaba comida para el viaje, y él sabía perfectamente que Daven, el panadero, lo tendría.

Se fue corriendo hacia la panadería y, como el pueblo era pequeñísimo, no se demoró nada en llegar. La mayoría de las tiendas eran cabañas de madera con chimeneas de piedra, pero esta tenía dos chimeneas casi consecutivas.

Entró al lugar y Daven ni se molestó en voltear a verlo. Daven era un hombre bastante bajo, de pelo negro, muy corto y piel morena, estaba junto a una de las chimeneas preparando un pan.

—Hola, necesito… pan para viajes —pidió, tímido, a sabiendas de que a Daven su mera presencia le molestaba.

—Está bien. —El hombre dejó un pan cocinándose y salió hasta detrás de un mostrador (igual al que tenían todas las tiendas) y sacó dos bandejas llenas de unos panes grises y planos—. ¿Cuántos vas a querer?

—Mmm… La mitad de esa bandeja.

El hombre miró de soslayo a Aren y soltó un suspiro, como si le molestara respirar el mismo aire que él. En ese instante tomó la mitad de una de las bandejas y, luego de pensarlo, le quitó dos de los panes solo para provocar al joven.

—¿Tienes en qué llevártelos?

—Sí, un talego.

Le acercó el largo y estrecho bolso al panadero para que lo llenara con los panes.

—Ups —dijo Daven con una sonrisa de suficiencia, mientras dejaba caer todos los panes al sucio piso.

Irritado, Aren se agachó a recogerlos, y uno a uno los fue metiendo en su talego al tiempo que los iba sacudiendo. Justo cuando recogía del piso el alimento, observó una sombra justo encima de él; era Daven que se mofaba: “Te faltó aquí, imbécil”. En ese momento, Daven le arrojó un pan rancio y duro en toda la nuca.

La situación había ya llegado a su límite; Aren tomó de dos brazadas todos los panes del suelo y los metió en la mochila, excepto el rancio. Y luego el muchacho tomó de la nuca al panadero y, antes de que este terminara de hablar, de un empujón le hizo tragarse el mendrugo. Daven escupió el pan y se limpió la boca con la manga, mientras insultaba a gritos al joven que se había ido sin pagar.

Aren se fue corriendo para cumplir sus labores habituales. “Y así”, se decía a sí mismo entre risitas. “Es como se consigue pan gratis”. Mientras se reía por la manera en que había conseguido comida gratis, el atardecer empezó a caer sobre toda la aldea. Tomó sus cosas y volvió a su hogar, donde, como de costumbre, su hermanita le abrió la puerta sonriéndole y contándole su día.

Su madre ya estaba sentada a la mesa comiendo. Mientras esto ocurría, pensaba en que tendría que dejar todo esto atrás y no sabía si sería capaz de soportar tanto tiempo así. Unas lágrimas cayeron por su cara e intentó disimularlas, acercando la cabeza al plato y tapándose un lado de la cara con la mano.

Su hermanita estaba concentrada en su comida, y la mitad de las cosas que decía eran incomprensibles porque solía hablar con la boca llena. Aren comió rapidísimo y subió corriendo a su habitación sin darse cuenta de que la pequeña le gritaba para que terminara de escuchar su historia.

Entró corriendo en su cuarto y cerró la puerta. Se recostó con la cara contra la almohada y allí se quedó. Estaba a punto de dormirse, cuando recordó que se debía ir esa noche. Buscó debajo de su cama y sacó una cuerda, la cual metió en su bolso de cazador. Sacó también de un cajón al lado de su cama todo el dinero que tenía (setecientas monedas de oro) y de estas sacó cien, que metió en un saquito en un bolsillo aparte de la bolsa.

Rebuscó en su talego uno de sus bienes más preciado; su cuaderno y, cuando lo encontró, sacó la carta que le había hecho a su madre durante la mañana y la dejó junto al dinero encima de su mueble. Se colgó el bolso sobre su brazo derecho y se dispuso a salir por la ventana; con todo en la cabeza no sabía si sería capaz. Se quedó un rato mirando hacia afuera por su ventana y contempló las estrellas, como pensando en todo y en nada; la noche lo escondería, pero la luz de la luna llena iluminaba todo el pueblo. Pensó repentinamente en la posibilidad de partir otro día; uno más oscuro. Pero si se lo pensaba tanto no se marcharía y realmente debía hacerlo. Se abofeteó la cara para despejarse la mente y pasó un pie por la ventana para salir, pero de repente la puerta de su habitación se abrió y entró su hermanita.

Pasó su pie de vuelta hacia la casa y se quedó sentado en el borde de la ventana.

—¿A dónde te vas? —le preguntó su hermanita, esperando que la salida de su hermano no demorara demasiado.

Esto era justo lo que el joven quería evitar, porque no sabía si sería capaz de soportarlo.

—Yo, mira. He de irme, no sé exactamente por cuánto tiempo, pero será mucho.

—¡Pero volverás!, ¿no es así?

—No, no lo sé.

—Prométeme que volverás —le exigió la niña, mientras se limpiaba los ojos con la manga.

Se acercó a la niña y la levantó. Ambos sabían que el viaje duraría mucho. El joven acercó a la pequeña a su cuerpo y le dio un abrazo, que le pareció eterno; característico de las personas que no tienen la certeza de que podrán volver a su hogar.

—Volveré, te lo prometo —le susurró a la pequeña para tranquilizarla.

Bajó a la niña y casi al instante comenzó a sonreír forzadamente para no llorar, para no darse tiempo de arrepentirse, de este modo volvió a pasar un pie por la ventana para salir.

—Una última cosa. Te regalo mi hacha, dile a Axel que te la arregle y que, cuando vuelva, yo le pagaré.

Fue así que se deslizó por el tejado hasta el borde, donde se dejó caer hasta el suelo, cayó rodando sobre sí mismo y, en vez de despedirse con la imagen de su hermana observando por la ventana, se dio cuenta de que la niña ya se había ido.

Intentó correr hacia la herrería, pero las piernas le temblaban demasiado por los nervios y un nudo en la garganta le hacía doler muchísimo todo el cuerpo; se sentía estremecido. Entonces decidió caminar lo más rápido que pudo, hasta que llegó a la herrería con las piernas acalambradas.

Tocó la puerta y Axel casi instantáneamente le abrió.

—No sabía a qué hora llegarías —le comentó Axel—. Te llevo esperando desde hace un par de horas. Aproveché para afilar tu hacha y pulir la armadura. Y bueno, ¿pudiste salir sin que nadie te viera?

—Mmm… Sí —mintió para no preocuparlo.

—Perfecto, perfecto. ¡Ah, sí! A lo que nos compete. Vamos por tu armadura.

Axel dejó pasar al joven y ambos fueron directo al lugar donde estaba la armadura. El herrero abrió el armario y reveló la hermosa pieza de acero; vestimenta de todo buen guerrero, que se precie de tal. Esta vez más brillante que antes. El muchacho se la puso encima de su ropa y sintió la responsabilidad que conllevaba portarla.

—Oye, Axel.

—¿Sí? —dijo su interlocutor, mientras bajaba el hacha recién afilada de la estantería.

—Mañana… vendrá a pedirte que le arregles mi hacha antigua me… podrías por favor…

—No te preocupes —respondió Axel, entendiendo de inmediato de qué se trataba—. Yo la arreglo sin problemas. Ahora toma.

Le entregó el hacha de combate y él se la guardó en su mochila.

—Amros estaba en el bosque pastando —comentó Axel—. Así que lo traje y te está esperando detrás de la herrería, listo para partir.

—Tienes razón, he de partir ya.

Ambos salieron de la herrería y fueron hacia la parte trasera en donde efectivamente estaba Amros, su fiel corcel, esperando.

—Supongo que aquí nos despedimos.

—Así es.

—Adiós Axel, cuídate y no dejes que le pase nada a mi familia.

—Yo me encargaré de eso. Ahora cuídate. Y vuelve en una pieza.

Aren soltó una risita, aunque se le borró al recordar que hacía años Axel exploró el bosque y sabía lo que había en él, no sabía si tomarse eso como advertencia o no, así que lo ignoró. Se sonrieron mutuamente, y Amros partió rumbo al bosque con el muchacho en el lomo.

Capítulo II - Un Adiós al Hogar

Amros atravesó la pared de árboles con Aren en su lomo, y poco a poco Axel se fue perdiendo de vista, aunque el jinete aún sentía su penetrante mirada.Siguió cabalgando hacia lo que, según el mapa y la luna, era el noroeste, aunque luego de un tiempo tenía que volver a revisar porque la oscuridad y los árboles hacían muy difícil ubicarse en medio del gran follaje.

Amros tenía la dirección fija, cual brújula indicando el norte, y parecía que conocía el camino. El joven usó esos momentos para mirar hacia arriba y contemplar el cielo. Estaban en medio del verano, por lo que estaba despejado. En el firmamento, se podía observar una franja enorme de estrellas que se distinguían de las otras. Se quedó mirando estupefacto durante un buen tiempo, recordando las historias sobre esos astros.

Hacía años, Axel le había contado que, cuando una persona fallece, su alma viajaba por esa franja de estrellas hasta un lugar donde descansar.

Gran parte del bosque estaba iluminado por la luna llena, y todo a su alrededor le provocaba un intenso sentimiento de ansiedad constante, que recorrió todo su cuerpo; había olvidado por un momento este sentimiento mientras veía el cielo. Ya llevaban casi cuatro horas de viaje y aún quedaban cerca de cinco más, antes de que amaneciera. Tenían suerte de haber partido en verano, ya que las noches eran muchísimo más cálidas.

El aventurero se volvió a recostar sobre el lomo de Amros a mirar la luna y el cielo. Él había visto en el mapa un río que estaba mucho más allá; no se preocuparía hasta llegar allí. Al final, siguió mirando las estrellas, aunque no sabía en sí lo que estas luces en el cielo eran en realidad; pensaba que eran las almas que estaban todavía viajando, o esperando algo. Entonces el sueño lo comenzó a dominar lentamente. Sus ojos se empezaron a cerrar cuando…

Un golpe lo despertó de lleno y, al abrir los ojos, estaba tendido de cara sobre la yerba seca. Se había caído de Amros. Se levantó rápidamente para buscarlo y se dio la vuelta, pero antes de comenzar a buscar, una lengua le empapó toda la cara con saliva de una lamida. Por lo menos lo había encontrado. Se limpió la cara con la manga y comenzó a reunir ramas y palitos del suelo.

—Tengo demasiado sueño —le confesó al corcel, como esperando que este opinara al respecto—. Haré una fogata y descansaremos un poco, continuaremos mañana al alba.

Sabía cómo encender un fuego, así que juntó todas las ramitas y puso un montón de hojas secas encima y alrededor. Colocó un palito encima y se puso a frotar, tal cual como lo hacían sus ancestros en épocas pasadas. Luego de unos quince minutos y con las manos acalambradas, unas chispas salieron y el fuego comenzó a arder. Avivó el fuego y se recostó sobre su bolso, usándolo como almohada. Cerró los ojos nuevamente, pero estaba tan cansado que una paz lo recorrió de arriba abajo, y casi se quedó dormido al instante de no ser por un aullido que resonó en los árboles. Él ya había oído aullidos antes en el pueblo, pero este era diferente, era… tan cercano, que… le helaba la sangre.

Entonces abrió los ojos de golpe y se levantó para observar alrededor. A lo lejos creyó ver una silueta negra pasar corriendo, rapidísimo. “Será mi imaginación”, pensó. “Me estoy volviendo loco en este bosque”.

Se volvió a recostar y pensó en su padre, en Veryard. El reino por el que, según Axel, había luchado su padre en la guerra. Tal vez ahora obtendría alguna información sobre él, aunque, de todos modos, el viaje valdría la pena si lograba traer recursos a su pueblo. Estaba rememorando a su padre, lo que sabía de él era por las historias que le decía la gente que no lo detestaba, Axel era uno de los pocos que entendió el sacrificio realizado por él, pues conoció a su padre. De hecho, Axel fue el que le dio su primera espada. Además, era Axel quien le había hablado del héroe que protegía la aldea de los saqueadores y el que patrullaba día y noche para resguardarlos a todos.

El joven siempre recibía insultos del resto de la aldea, por lo que su padre hizo, según todo el pueblo: “él fue el que trajo la guerra y el caos a un pueblo en paz”. Ya no sabía qué creer, él ni siquiera sabía el nombre de su padre, y había nacido, mientras él estaba en el campo de batalla. Es más, nunca lo vio ni lo conoció.

Nuevamente, se quedó mirando a la nada y pensando en todo, pero otra vez un aullido lo despertó de su trance. Ahora dejó de ser un aullido, eran dos, otro lobo le había respondido al anterior. Se levantó de un salto con los pelos de punta y sacó el hacha de su bolso de caza. Miró con nerviosismo en todas direcciones, mientras un escalofrío recorría su espalda y entre los árboles distinguía la mirada penetrante de dos ojos amarillos que lo observaban fijamente.

De la nada, más ojos se unieron a los primeros y, esta vez, estaban por todas partes; lo rodeaban. Podía sentir cómo las miradas de las criaturas lo atravesaban y se fijaban en Amros, era una sensación que no le gustaba nada. Una de las bestias se acercó y, con la tenue luz del fuego, pudo ver a un gigantesco lobo negro. Rápidamente, con miedo de que la bestia diera otro paso más, tiró más madera a la fogata, la cual aumentó su tamaño y su potencia. Ahora podía ver a casi todos los lobos que acechaban. Más de diez lobos enormes se acercaban por todos lados, rodeándolos. Ya el susto fue genuino, la oscuridad del ambiente no ayudaba para nada. Apenas podía ver a las criaturas, pero no hacía falta. El joven podía oír perfectamente sus gruñidos. Totalmente aterrado y con el hacha fuertemente apretada, se preparó para lo que fuera a pasar.

El joven se sorprendió al darse cuenta de que todas estas bestias estaban quietas, como esperando algo. Se dio la vuelta rápidamente y vio cómo se acercaban a Amros. El corazón entonces dio un vuelco dentro suyo. Velozmente se agachó sin soltar su arma y tomó uno de los palos de la fogata para usarlo como antorcha, guardó su hacha en el talego y se lo puso lentamente en la espalda. El aventurero utilizó la antorcha para hacer retroceder a unos cuantos, mientras intentaba, con toda su fuerza de voluntad, ocultar ese agobiante pánico; el aire se sentía cada vez más pesado y su espalda se encontraba fría y húmeda por el sudor. Agitó la antorcha para alejar a los enormes lobos; sin embargo, mientras unos retrocedían, por el otro lado, otros avanzaban.

Aren se percató rápidamente de que las miradas no estaban en él, sino que en su compañero. Lentamente se fue acercando a este. Con el pie, apagó la fogata con mucho cuidado; estaba tan tenso y entumecido que ni siquiera notó el enorme calor que alcanzó su pie. Ahora solo tenía su antorcha, y en la oscuridad de la noche los fieros ojos lo atravesaban como flechas intentando mirar al caballo. Despacio y casi sin separar los pies del suelo, se acercó a Amros para huir. Uno de los lobos se impacientó y se abalanzó sobre Amros por detrás, pero este le propinó una patada en la cara lanzándolo contra los demás lobos.

El muchacho vio cómo los animales comenzaban a correr hacia él con los ojos inyectados en sangre y babeando. Estuvo a punto de quedarse allí paralizado, pero un repentino impulso de adrenalina lo obligó a correr hacia su caballo, incluso más rápido que las fieras. El joven se montó en su corcel y comenzaron a correr; pasaron entre medio de dos lobos que casi los mordieron, mas uno de ellos falló y al otro se le resbalaron los colmillos en el metal de la armadura, haciendo a Aren dar un respingo y por poco caer de su montura.

El caballo corría a toda velocidad y los lobos poco a poco iban igualando. El joven tenía tenso todo el cuerpo y apenas se podía mover del miedo. Parecía que todo en ese bosque lo quería derribar del caballo. Levantó la antorcha para iluminar mejor, una rama lo golpeó, apagando su única fuente de luz. Ahora corrían a ciegas y cada tanto una rama lo alcanzaba en las piernas o la cara.

A lo lejos (y cada vez más cerca) se veían más de una docena de ojos que venían detrás persiguiéndolos. Aren se quedó paralizado encima de su caballo y cada vez que algo rozaba su cuerpo daba un pequeño salto desde su corcel. El aullido volvió a resonar y se le heló la sangre a él y a Amros.

Los árboles torcidos parecían brazos que lo intentaban atrapar. Las hojas y ramas que crujían a su paso sonaban como gruñidos de un animal que lo intentaba capturar. Sentía su respiración increíblemente pesada, y el poco aire que entraba a sus pulmones estaba frío como el hielo, dificultándole increíblemente el poder conservar el aire dentro de sí. De repente, el suelo se perdió bajo Amros y el caballo cayó, pero el suelo parecía no existir, Cerró los ojos, aterrado y su respiración se interrumpió abruptamente. Una enorme bocanada de agua llenó sus pulmones, dejándolo aturdido en una masa que lo arrastraba, dejándolo con el cuerpo húmedo y congelado.

Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que a su alrededor solo había agua y árboles fugaces que se veían pasar. Al menos habían encontrado el río. A lo lejos, se vio cómo los lobos salían de la espesura del bosque para buscarlos, pero se devolvían rendidos al encontrarse con esta corriente de agua. Apenas podía mantenerse a flote por la corriente que lo arrastraba, de vez en cuando podía tocar unas piedras bajo el agua, lo que lo hacía perder el equilibrio de nuevo y volver a hundirse. Amros empezó a chapotear y a intentar luchar contra la corriente, lo cual era totalmente inútil. El joven aún tenía el cuerpo tieso de la persecución con los lobos, por lo que ni siquiera podía acabar de comprender cómo lograba mantenerse a flote.

El pecho le dolía de sobremanera por el aire y el agua inmensamente fríos con los que tuvo contacto, el cuerpo entumecido apenas le permitía dar esos saltos contra el fondo que lo mantenían flotando. Intentaba alcanzar la orilla más cercana, pero no podía dejar a su amigo atrás. Este río no era nada parecido al riachuelo que había cerca de casa, era muchas veces más ancho y la corriente apenas dejaba moverse.

Abrió su bolso, y, desesperado, buscando algo que poder hacer antes de morir ahogado, se puso a hurgar entre sus cosas en busca de algo útil, intentando no hundirse mientras esto ocurría. Luego de muchos intentos y de casi hundir su talego completamente bajo el agua, logró sacar la cuerda que había traído.

Cerró lo mejor que pudo su bolso y, con el cuerpo rígido, miró hacia su amigo que luchaba inútilmente contra la poderosa corriente. Se puso el talego a la espalda y se sumergió bajo el agua, no se demoró mucho en descubrir que fue una mala idea. Comenzó a girar sin control en todas direcciones, a duras penas, pero gracias a la memoria muscular, pudo hacer un nudo de horca para intentar sostenerse a algo. Se le agotaba el aire allí debajo y no podía subir. Nuevamente, el pánico lo invadió. Entre sus aleteos tocó fondo y dio un potente salto hacia arriba, saliendo a la superficie y dando una fuerte bocanada de aire. Arrojó la cuerda con el nudo lo más lejos que pudo varias veces, en una de ellas pudo sostenerse a una roca que sobresalía de la tierra. Un fuerte tirón le golpeó los brazos y casi cedió, pero pudo aguantar y con más fuerza de la que había utilizado en toda su vida logró luchar contra la corriente y salir.

Sin tener la oportunidad de darse un respiro, se le nubló la mente durante un momento, el frío y toda el agua tragada le causaron un fuerte dolor de pecho, otra vez, y unas náuseas no lo dejaron moverse, exceptuando los tambaleos que dio hasta caer sentado. Pasaron menos de tres segundos desde salir del agua, cuando Amros pasó relinchando frente suyo arrastrado por el río, y se levantó y se abofeteó la cara para despertar. Ahora tenía que salvar a Amros, quien era arrastrado por el torrentoso río. Desató la cuerda de la roca e intentó atrapar alguna extremidad de su fiel compañero, mientras lo seguía río abajo.

Justo cuando pensaba rendirse y, a pesar de todo lo que le pasaba por la cabeza y el cuerpo a la vez, se le ocurrió una idea. Corrió río abajo siguiendo a su caballo, el frío le golpeaba la cara con fuerza y el aire era casi irrespirable. Sin detenerse y sin importar lo entumecido que estuviera su cuerpo, o lo mareado que se encontrara, lo cansado, no dejó de correr.

Poco a poco se fue acercando a su caballo hasta estar lado a lado, repitió su intento de atraparlo con el lazo, pero volvió a fallar. Aumentó la velocidad, pero un dolor seco y áspero le llegó a la garganta y a los pulmones. Haciendo su mayor esfuerzo, lo ignoró y luego de mucho, adelantó a Amros muchos metros, arrojó la cuerda a la otra orilla y tras varios intentos logró sostenerla a una raíz que sobresalía. Amarró la cuerda a un árbol en su lado del río y finalmente, pudo conectar ambas orillas. Sin perder ni un segundo se agarró a la cuerda y, con la espalda rozando el agua, empezó a cruzar el río. En la mitad del trayecto vio de reojo a su amigo llegar a gran velocidad, él también aumentó la velocidad y en más de una ocasión estuvo a punto de volver a caer al agua.

Cruzó a la otra orilla lo más rápido que pudo y soltó la raíz, se detuvo un momento frente al río y se puso el nudo en la cintura, lo apretó y dio un paso dentro del agua fría que le volvió a transmitir todas las sensaciones de unos minutos atrás. Nuevamente, tuvo un escalofrío al meter el segundo pie; sin embargo y a pesar de esto, dio un salto dentro del río e instantáneamente este se lo empezó a llevar. No había problema en esto, ya que la cuerda lo sostenía, Amros se acercaba cada vez más rápido. Tiró de la cuerda hasta estar en el centro del torrente y se posicionó justo en la trayectoria de Amros esperando atraparlo, pero el caballo avanzaba cada vez más rápido hacia él, llevándolo a cuestionar su plan. Cerró los ojos y apretó los dientes. Amros chocó contra él y un gran dolor recorrió los cuerpos de ambos. Aren reaccionó a tiempo y sostuvo a Amros con toda la fuerza que su cuerpo le permitía, con un brazo sostenía la cuerda y con el otro su caballo, en una clase de abrazo muy, muy doloroso, húmedo y frío. El peso del corcel era demasiado para su fuerza.

El golpe fue tal que, por un momento, estuvo viendo borroso y una jaqueca le resonó en la cabeza, sin incluir las sensaciones que le daba el río. Con la mente aún nublada, y se podría decir que, por instinto, liberó una fuerza imposible para alguien común, y poco a poco lograba llevarse consigo al caballo hasta la orilla. Sostenía cada vez con más fuerza la cuerda y a su corcel. Mientras avanzaban cada vez sentía que el cuerpo le podía colapsar en cualquier momento.

Estaban muy cerca de llegar y Amros se sacudió. Aren dio un respingo pensando que algo le había ocurrido. Pero el caballo se separó de él. Apenas había tocado el suelo, soltó una risita de alivio, simplemente para evitar llorar del susto y la emoción. En lo que veía que el caballo caminaba hasta un claro entre los árboles, él salía del agua y amarraba la cuerda a dos árboles. En algo que hasta a él notó raro, no había dolor alguno en su cuerpo, se sentía totalmente aliviado, exceptuando claro, por el frío y la humedad.

Se sacó la armadura y luego la ropa, quedando solo en ropa interior y colgó todo lo demás en las cuerdas. Fue caminando a donde estaba Amros y se recostó en el pasto. De repente, un escalofrío recorrió su cuerpo y un dolor lo atravesó; se le tensaron todos los músculos del cuerpo y sintió un terrible dolor en todos sus huesos; sus músculos se atrofiaron dejándolo allí con una jaqueca. Sabía que la adrenalina que había sentido había terminado, pero no calculó que fuera tan doloroso. Gracias a estos intensos dolores no pudo mover su cuerpo en toda la noche, se quedó allí recostado sin más opción que esa. Amros se paró detrás de la cabeza de su atrofiado amigo y allí se durmió, igual de feliz de haber escapado de tales situaciones.

—Vaya primera noche fuera de casa, ¿no es así, amigo? -le dijo a su caballo quien, entendiendo perfectamente todo, asintió con la cabeza y bufó en signo de cansancio.

Notó un extraño calor en la palma de sus manos. Cuando revisó, notó graves heridas y quemaduras, heridas que ignoró al menos por esa noche. Sentía que por fin podría dormir, y así fue. Despertó al alba del día siguiente con su ropa totalmente seca. Se la colocó debajo de la armadura y junto a sus cosas se montó en Amros para continuar. La odisea del día de ayer lo había dejado mareado y desorientado; le sorprendía muchísimo que el cuerpo ya no le doliera más y sus heridas hubieran sanado. Sacó el mapa desde su bolso y comenzó a ubicarse. Se demoró un poco, mas cuando localizó dónde estaban, supo adónde ir, se lo indicó a Amros y este comenzó a caminar.

Capítulo III - Los extraños del “Boque sin nombre”

Mientras caminaba, pensaba en un sueño que tuvo la noche pasada; el nombre de “Veryard” le sonaba extrañamente familiar, creía recordarlo de algún lado. Al relacionarlo con su padre pensó instantáneamente en las historias de Axel.

Seguía en ello, cuando los alcanzó el mediodía. Ya llevaba casi cinco horas de viaje sin parar, desmontó y sacó dos de los panes para el viaje, al tiempo que Amros tomaba un descanso podando arbustos cercanos.

Vio el pan y, asustado, revisó dentro de su bolso y notó que todos los panes estaban húmedos. Había entrado agua en su equipaje. Sin embargo, tuvo mucha suerte, pues solo se habían mojado los panes y las últimas hojas del cuaderno, el joven aventurero las arrancó y quedó como nuevo. Pero sabía que con los panes húmedos poco podría hacer, pues pronto se pondrían mohosos. Comió los dos panes y esperó a que Amros vaciara el arbusto. Continuaron caminando a través del bosque en dirección a Veryard, recordando los lobos y todo lo ocurrido el día anterior y aún sentía escalofríos al recordarlo.

Se iba a demorar varios días en llegar. Supuso que no sería fácil llegar a la ciudad, pero no pensó en cuánto demoraría, la comida no iba a durar lo suficiente. Solo le quedaba la mitad del agua, así que tenía que ir más rápido y rogar por encontrar un río cercano que fuera más seguro, o volver su camino hacia el río del que venían para poder buscar agua. La segunda opción no era viable, así que continuaron y apuraron el paso.

La marcha continuó así por un día, y el bosque cada vez se volvía más denso, por lo que se demoraron muchísimo más de lo esperado, perdiendo entre la maleza casi medio día de viaje. Según el mapa, cerca debía quedar una rama del río anterior, una que sería más pequeña y menos peligrosa.

Debería ver el río en unas dos horas de viaje, así que siguió avanzando y a lo lejos logró ver un claro en donde, atravesando las copas de los árboles, un rayo de luz descendía, mostrando un gran jabalí alimentándose de unas bayas. Aren desmontó sigilosamente y sacó el hacha de su talego, se agachó y lentamente se escabulló por la espalda del animal, pero el jabalí lo había visto desde antes y estaba esperando a que se acercara. Entonces el animal se volteó y raudo lo embistió, Aren apenas pudo evitarlo saltando hacia un lado, pero el jabalí se volvió a girar e iba por la segunda embestida. El muchacho se levantó a toda prisa y, cual ardilla, escaló un árbol para protegerse mientras el jabalí esperaba paciente justo debajo suyo.

Aren, decidido a actuar, se dejó caer y aterrizó sobre el lomo del animal, haciendo que ambos cayeran al suelo. Sin saber cómo, de puro instinto Aren se levantó raudo y lo golpeó con el hacha en el cuello. El animal se retorció y chilló tan fuerte que le hizo retumbar los tímpanos. Pese a la herida, el feroz animal logró pararse, pero la sangre no dejaba de caer por su lomo, al final el muchacho acabó soltando el hacha, que quedó clavada en el animal. Con cuidado, Aren retrocedió, y la bestia empezó a moverse cada vez más lento, hasta que cuando estuvo frente al muchacho, se quedó quieto, y de repente se desplomó sobre su costado.

Aren reaccionó y retiró el hacha del cuello del jabalí. Se demoró mucho, pero logró despellejar al jabalí, guardó la piel en la mochila y se sentó ahí mismo a cocinar la carne, prendiendo fuego con unos palos secos que recogió de alrededor. Comió hasta quedar satisfecho. En un momento fue a recoger bayas de las que comía el animal para guardarlas, pero al volver donde Amros la carne que sobró ya no estaba. Amros no se había asustado ni estaba muerto, así que no pudo haber sido un lobo.

Había algo más con él en ese bosque. No tenía más carne, pero tenía bayas, guardó sus cosas y continuó camino al río, ahora debía ir con más cuidado del habitual, ya que sabía que había algo o alguien más con él.