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Sería suya hasta la medianoche. ¿Llevaría su corona? ¡Sopi estaba exhausta! Que el príncipe Rhys Charlemaine se alojara en el hotel hacía que este estuviera repleto de aspirantes a princesas. La actividad era frenética… Hasta que una noche, mientras trabajaba, tuvo un encuentro con el carismático Rhys en persona… La inocente Sopi decidió darse la oportunidad de sentirse como una princesa en brazos de Rhys. Consciente de que su relación era imposible, la proposición de Rhys la llenó de perplejidad. Él le prometía un placer exquisito, pero Sopi había atisbado al hombre tras la máscara de príncipe… ¿Era posible que sintiera por ella algo más que deseo?
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Seitenzahl: 188
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Dani Collins
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
De cenicienta a princesa, n.º 2792 - julio 2020
Título original: Cinderella’s Royal Seduction
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-639-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
AL MENOS por una vez, Casiopea Brodeur habría querido tener tiempo para decidir cómo reaccionar ante la siguiente catástrofe que su madrastra, Maude, había provocado.
Había sentido lo mismo cuando al dar la bienvenida a sus hermanastras, a los quince años, les había dicho que sus amigas la llamaban Sopi y, en broma, Sopita.
–¿Sopita?
Nanette y Fernanda habían reído a carcajadas.
Siete años después, las amigas de Sopi estaban en la universidad o viajando por el mundo, mientras que ella seguía en Lonely Lake, recogiendo y limpiando detrás de su familia de adopción y de los huéspedes del hotel y spa que llevaba su nombre.
¿Por qué no volvían a Europa Maude y sus hijas y la dejaban en paz? Después de todo, no perdían ocasión de desdeñar aquel «inmundo pueblo» de las montañas rocosas de Canadá.
Quizá porque se habían gastado todo el dinero del padre de Sopi y no tenían dónde caerse muertas. Y aun así, parecían decididas a arruinar también el hotel.
–¿Que has cancelado todas las reservas de marzo? –preguntó de nuevo, incrédula.
–Sí, Sopi –dijo Maude con un irritante tono de impaciencia–. Necesitamos todas las habitaciones. ¿Cómo vamos a tener niños correteando por ahí cuando alojamos a la realeza?
–¿A qué realeza? –preguntó Sopi, conteniendo la risa. Allí solo llegaba alguna estrella de cine en decadencia. Las verdaderas celebridades iban a esquiar a Banff o Whistler.
–Rhys Charlemaine es el príncipe de Verina.
–No me suena de nada –dijo Sopi, a pesar de que sí creía haberlo oído nombrar. Lo cierto era que apenas tenía tiempo para seguir las noticias, y menos aún para atender a los cotilleos de sociedad.
–¡Cómo puedes ser tan ignorante, Sopi! –dijo Maude, sacudiendo su plateada cabeza con desdén.
¿Se refería a que no había sido educada porque el dinero de su padre se había destinado a mantener a Nanette y a Fernanda internas en un colegio en Suiza? La ausencia de las chicas había resultado una bendición, pero la desvergüenza de acusarla de no tener educación…
–¿Por qué querría un príncipe venir aquí? –preguntó Sopi.
–Porque le he preparado una semana de heli-ski.
«¿Con qué dinero?», habría querido gritar Sopi. Y miró con melancolía hacia el cielo azul intenso de febrero y al blanco cegador de las laderas que descendían hacia el valle. La temporada anterior solo había esquiado en una ocasión. Aquella, ni siquiera eso. Había estado demasiado ocupada intentando mantener el hotel a flote.
–En cuanto a su alojamiento –continuó Maude distraída–, las chicas le cederán el ático, pero permanecerán en el piso superior. Su séquito ocupara el resto de las habitaciones.
–¿Su séquito? Por favor, dime que no se trata de una invitación.
Sopi sabía cuál era la respuesta y se le revolvió el estómago. Maude nunca le dejaba ver los libros de cuentas, pero ella no era tonta y sabía que estaban en número rojos.
–Claro que no vamos a cobrarle –dijo Maude como si lo contrario fuera una estupidez–. Representa una publicidad magnífica para el hotel. He contratado a un cocinero excelente, y tendrás que ocuparte de seleccionar a más personal para los tratamientos.
–Maude, no hay nadie a quien contratar –contestó Sopi, tal y como había contestado en numerosas ocasiones.
Los pocos fisioterapeutas o cosmetólogas que habían trabajado con ellas durante una temporada habían encontrado insoportable el aislamiento de Lonely Lake y la tortura de trabajar para Maude y sus hijas y soportar sus caprichos y pataletas.
–Siempre pones pegas –Maude suspiró–. Cuando la gente sepa quién va alojarse aquí, querrá trabajar para nosotras gratuitamente.
La clientela habitual del hotel consistía en pensionistas que acudían a tratar su artritis en el spa a precios razonables, y Sopi no podía negar que un huésped de renombre podía darle un poco de publicidad, pero dijo:
–Los pensionistas no dan precisamente buenas propinas. Si ese príncipe y sus secuaces…
–¿Secuaces? –Maude la miró indignada–: Sopi, tiene treinta años. Está soltero. Y ha llegado la hora de que eso cambie –Maude estaba estudiando unos retales de tela. Levantó uno de seda color cereza y preguntó–: ¿Crees que este irá bien con el color de pelo de Nanette?
Como solía pasar cuando Sopi hablaba con su madrastra, su cerebro no podía seguir sus razonamientos. Su madrastra había tomado el control del spa al morir su padre y ella no había tenido los medios para oponerse, porque Maude habría dispuesto del dinero que quedaba para defenderse, así que, aun en el caso de que Sopi hubiera ganado una supuesta demanda, habría acabado igualmente arruinada.
Su única opción había sido mantener el hotel a flote mientras ahorraba bastante dinero como para preparar un caso legal sólido. Y aunque tal vez era solo un sueño, era el sueño que le permitía seguir adelante.
Por eso siempre intentaba adaptarse y aceptar las absurdas sugerencias de Maude mientras al mismo tiempo hacía sumas y restas para calcular cuándo podría llevar a cabo su plan y recuperar el control del negocio.
En aquel momento y en medio de su confusión habitual, Sopi comprendió de pronto que el objetivo de Maude era casar a una de sus hijas con el príncipe, que probablemente vivía en algún reino lejano. Y si una de ellas se marchaba… también lo harían las demás. Un tímido rayo de esperanza iluminó el fondo de un largo túnel, y Sopi esbozó una sonrisa.
–Maude, creo que tienes razón. Esta es una gran oportunidad. Voy a ponerme a trabajar de inmediato –dijo con el pulso acelerado.
–Gracias –dijo Maude entre sorprendida e impaciente–. Deja lo de bajar a las chicas del ático hasta el último momento. No hace falta molestarlas más de lo imprescindible.
Sopi se mordió la lengua con tanta fuerza que casi se hizo sangre. Si jugaba bien sus cartas y conseguía que el príncipe se interesara en alguna de sus hermanastras, cabía la posibilidad de liberarse finalmente de su familia de adopción. La perspectiva era tan maravillosa, que salió del despacho de Maude tarareando para subir a hacer camas y limpiar cuartos de baño.
RHYS Charlemaine despertó antes de que amaneciera y de que su personal lo acosara con café, periódicos y mensajes.
La escasa privacidad de la que disfrutaba era preciosa para él, y más después de un día tan agitado como el anterior.
La dueña del hotel, Maude Brodeur, había insistido en darle la bienvenida personalmente y había permanecido con él más de dos horas, dejando caer nombres y recuerdos de su primer marido al que consideraba del círculo del padre de Rhys, cuando solo había sido un primo lejano de un conde inglés al que nunca habían conocido. Pero la sangre azul era, después de todo, sangre azul, y la mujer había pretendido utilizar esa asociación para presentarle a sus bonitas y bien educadas hijas como adecuadas para el segundo en la sucesión al trono. Sus hijas habían asistido al encuentro en silencio, pero él había intuido en sus miradas el brillo de la avaricia.
Rhys suspiró. Si tuviera un euro por cada mujer que había querido que le regalara un anillo de compromiso, habría hecho una fortuna mayor que la de cualquiera de los millonarios de las empresas tecnológica.
En lugar de eso, había amasado una fortuna razonable gracias a sus acertadas inversiones, algunas en esas mismas empresas, pero la mayoría, en promociones inmobiliarias. La mitad le correspondía a su hermano Henrik, puesto que mientras este se ocupaba de las finanzas del trono, Rhys llevaba los negocios personales. Cada uno había asumido una responsabilidad, pero trabajaban juntos, protegiéndose mutuamente. Aunque Rhys fuera el segundo en la línea sucesoria de la que su hermano era rey, formaban una unidad sólida. Eso no significaba que siempre estuvieran de acuerdo. Aquella escapada a un pueblo remoto de Canadá había sido recibida con escepticismo por su hermano.
–Suena demasiado bueno para creerlo –había sido su comentario.
También Rhys tenía sus dudas. Aparentemente, la propiedad en un valle que recordaba al de Verina, rodeado por los Alpes, parecía un buen negocio gracias a los acuíferos de aguas termales. Su localización suponía un reto, pero incluía una modesta pista de esquí y era extremadamente barato.
Maude había dicho que no quería dar publicad a la venta por motivos personales y fingía no necesitar el dinero. En otras circunstancias, Rhys habría evitado negociar con alguien que intentaba engañarlo, pero en aquella ocasión también tenía motivos personales para haber aceptado aquella invitación que no tenían nada que ver con una posible inversión.
Rhys dirigió una mirada pensativa al otro lado del helado lago, en busca de una respuesta que no podían proporcionarle ni el poder ni el dinero. Aunque no creía en ellos, necesitaba un milagro. Él era un hombre de acción, que se forjaba su propio destino, pero en aquel momento solo tenía ante sí un camino que no solo era desleal a su hermano, sino que podía abocarlo a la corona.
En cierto sentido tenía que agradecer que los médicos hubieran dado finalmente con la razón por la que Henrik y su esposa, Elise, no podían tener hijos. Habían detectado el cáncer testicular de Henrik a tiempo de tratarlo exitosamente. Con suerte, Rhys no tendría que asumir el trono por un tiempo, pero era casi seguro que Henrik se quedaría estéril. Lo que significaba que Rhys tendría que asumir la responsabilidad de producir un heredero al trono. Y por tanto, que necesitaba una esposa.
Rhys intentó no pensar en hasta qué punto eso sonaba a traición. Henrik había trabajado hasta la extenuación para recuperar el lugar que les correspondía en Verina. En el proceso, había estado a punto de perder a la mujer a la que amaba. Los monárquicos que apoyaban su retorno desde el exilio habían pretendido que se casara con una aristócrata, y no con la hija de un diplomático. Henrik había conseguido vencer sus objeciones, para, a continuación, encontrarse con el problema de no conseguir concebir un heredero.
Henrik y Elise merecían tener hijos. Habrían sido unos padres excelentes. Después de todo lo que Henrik había luchado para conseguirlo, el trono le habría correspondido a su hijo, no al de Rhys. Nada de todo aquello tenía sentido….
Un resplandor azulado sacó a Rhys de sus oscuros pensamientos y vio que se trataba del reflejo de la luz del alba en las aguas minerales.
Su servicio de seguridad le había dicho que en el libro de registro había numerosos nombres de mujeres con títulos nobiliarios. No le había sorprendido que, como de costumbre, su visita hubiera sido filtrada a la prensa y que ello hubiera atraído a las sospechosas habituales. De hecho, había contado con que Maude fuera lo bastante astuta como para aprovechar su visita para llenar el hotel, proporcionarle una apariencia de éxito y asegurarse al menos un buen ingreso en caso de que finalmente la venta no se llevara a cabo. Incluso la creía capaz de haber pensado en organizar una procesión de bellas mujeres desnudas para animarlo a decidirse. Habría fracasado, pero Rhys sí agradecía que hubiera reunido en un mismo lugar a una selección de mujeres disponibles.
No tenía más remedio que casarse, y puesto que le quedaba poco tiempo para disfrutar de su soltería, estaba decidido a aprovecharlo. Se quitó el pijama y lo dejó en el suelo para que el personal no creyera que lo habían raptado. Durante los años de exilio con su hermano había aprendido a recoger sus cosas y era un cocinero pasable.
Había vuelto a ser un príncipe, cuya misión fundamental, desde su punto de vista, había sido asegurar la viabilidad económica de su familia mientras su hermano gobernaba el país y proporcionaba un heredero al trono. Pero sus responsabilidades se habían ampliado, y el único deber que habría cumplido gustosamente, el de sustituir a su hermano durante su enfermedad, ya no era suficiente.
Apesadumbrado, se puso un albornoz bordado con sus iniciales, unas zapatillas, buscó la tarjeta para acceder a la zona de tratamientos que le había dado Maude y tomó el ascensor para bajar al spa.
Sopi estaba tan cansada que cuando vio a un hombre a través del vapor que subía de la piscina, pensó que estaba alucinando. La zona del spa no estaba todavía abierta y solo podía accederse a ella con una tarjeta de personal. El albornoz que llevaba no era del hotel, pero era habitual que los huéspedes llevaran sus propios albornoces. Aun así, nuca había visto uno tan espectacular, rojo y ribeteado con un cordoncillo dorado.
Entornando sus cansados ojos para ver mejor al hombre, de perfil severo y barba recortada, reconoció a… ¡No! ¡Estaba completamente desnudo bajo el albornoz! Sopi sabía que debía apartar la mirada, pero no pudo. Entre el vapor, vio que dejaba el albornoz en la barandilla que bordeaba la piscina. Tenía el cuerpo de un dios, de hombros anchos, cintura estrecha y muslos musculosos.
Él se colocó de frente a la piscina, proporcionándole una visión perfecta de su glorioso cuerpo. Una sombra de vello acentuaba las líneas de su pecho y su abdomen, resaltando sus oscuros pezones y descendiendo por sus abdominales hacia…
Se tiró al agua de cabeza, sin apenas perturbarla, como un cuchillo afilado.
Sopi presionó el rostro contra la toallas que llevaba en brazos al tiempo que intentaba recuperarse de la sorpresa, de su sentimiento de vergüenza y de algo más que no supo identificar. No solo había visto al príncipe de Verina en un momento privado, sino que había visto la joya de la corona.
Desafortunadamente, ella estaba en el extremo opuesto. Para escapar, tenía que cruzar el puentecillo que separaba la piscina principal y pasar justo al lado del albornoz que había dejado en la barandilla, al lado de las puertas de cristal que daban acceso al edificio.
Se produjo una pequeña salpicadura de agua al emerger el príncipe cerca de sus pies.
–Buenos días –dijo él sorprendido.
¡Oh, no! Sopi se obligó a alzar la cabeza y lo miró de soslayo.
Aunque solo asomaran su cabeza y sus hombros bastaba para comprobar lo espectacular que era. Por encima de su barba, sus pómulos parecían tallados en mármol, y Sopi se preguntó si se dejaba barba para acentuar la belleza de sus labios, que, enmarcados por el corto vello, aparecían bien definidos y masculinos. El cabello mojado le dejaba la frente despejada y sus ojos azules la observaban con curiosidad.
–¿En français? –preguntó él.
–¿Perdón? Ah, no. Hablo inglés. Buenos días –consiguió balbucear Sopi.
Afortunadamente, él no sabía quién era. La noche anterior se había puesto su único vestido presentable para la fiesta de recepción, pero un problema de última hora le había obligado a ponerse vaqueros y botas para ir a recoger el café y otros productos especiales que Maude había encargado para el menú del príncipe.
–Estoy reponiendo las toallas –añadió precipitadamente, sacando una del carro de reposición–. Le dejo esta junto al albornoz. La hora… europea… no es hasta la diez… de la noche.
–¿La hora eu…? ¿Debería llevar bañador?
–Es lo que hacen la mayoría de nuestros huéspedes –todos, de hecho, pensó Sopi–. Excepto los que prefieren ir a la sauna sin ropa. Por la noche.
–Todavía no ha amanecido así que, técnicamente, todavía es de noche –dijo él, indicando el cielo negro.
–Tiene razón –Sopi dudó un instante antes de decidir devolverle la broma–. Pero técnicamente, la piscina no está abierta todavía. Por un motivo u otro, está incumpliendo las normas.
–¿Cuál es el castigo? No creo que ninguno de mis acompañantes haya traído bañador. En mi país no los usamos en los spas. Supongo que por eso lo llaman la «hora europea».
Pegado al borde de la piscina, el príncipe solo parecía uno de tantos huéspedes que charlaban con el personal de paso. Pero Sopi sabía que estaba desnudo, y su tono familiar y bromista estaba alterándole el pulso. Apretó la toalla contra el pecho como si con ello pudiera calmarse.
–Ahora entiendo por qué Maude no quería que hubiera niños esta semana. No sería apropiado durante una convención nudista.
Él sonrió y la luz cálida de sus ojos hizo que a Sopi se le contrajeran las entrañas al tiempo que una sonrisa incontenible le curvaba los labios.
–Los americanos sois encantadoramente puritanos
Sopi entornó los ojos.
–Y los franceses son… Disculpe, ¿es francés? –preguntó, aleteando las pestañas al ver que su rostro se ensombrecía.
Cuando Maude le había anunciado su visita, Sopi se había ocupado de averiguar que Verina era un pequeño reino en los Alpes, entre Suiza, Alemania y Francia. La población hablaba las tres lenguas y, tras haber defendido sus fronteras frente a numerosos intentos de invasión de las naciones limítrofes, sentía un profundo orgullo por su patria y su bandera.
–Encuentro que la gente de Norteamérica tiene una actitud muy conservadora hacia el sexo y los cuerpos desnudos –aclaró él.
Sopi aceptó la disculpa implícita y aclaró:
–En Canadá no somos tan puritanos. No nos quitamos la ropa porque hace frío –indicó el lento descenso de copos de nieve que se disolvían en contacto con las hebras de vapor que ascendían desde el agua.
Era extraño que ella no sintiera el frío, solía agarrotarla a la hora de helada previa al amanecer. Al contrario, sentía un intenso calor irradiar desde su centro y sus articulaciones parecían estar derritiéndose.
–¿Quiere decir que no ha nadado nunca desnuda en esta piscina?
–Nunca.
Sopi no recordaba cuándo había tenido la oportunidad de nadar por última vez. Pasaba el aspirador, fregaba y sustituía las toallas usadas, pero nunca tenía tiempo para disfrutar del lujo que proporcionaba a los demás.
Su mantra era conseguir deshacerse de Maude y de las chicas. Si lograba ocuparse de las cuentas y sanearlas, si dejaba de financiar los viajes y la ropa de las tres mujeres que solo le causaban problemas, podría relajarse en lugar de estar permanentemente exhausta.
–Es muy liberador. Debería probarlo.
–No lo dudo –dijo Sopi. Pero él no tenía ni idea de sus circunstancias.
–¿Por qué no aprovecha esta oportunidad?
Cuando lo miró con una sonrisa de sorna, segura de que estaba riéndose de su timidez, algo en su mirada le paró el corazón un instante, antes de que volviera a latir aceleradamente.
La estaba mirando como si de pronto hubiera observado algo que hubiera atrapado completamente su atención. Como si fuera verdad que quisiera que se desnudara y se metiera con él en la piscina.
De nuevo sintió sus músculos internos contraerse y un sensual calor le templó el pecho y la garganta. Sus senos se endurecieron y llenaron.
Ella jamás reaccionaba de una manera tan receptiva hacia los hombres. Su última cita había sido en el colegio, y había acabado con un beso que no la había afectado ni la mitad que la mirada de aquel hombre. El plantel de hombres en Lonely Lake era muy reducido, y nunca se había planteado relacionarse con los huéspedes, que, inevitablemente, estaban solo de paso.
Tenía que ser eso, se dijo, volviendo de un estado de flotación mental en el que por un instante había creído que un príncipe se interesaba en una don nadie como ella. No estaba coqueteando. Se limitaba a invitarla a unirse a él porque estaba allí, no porque la encontrara particularmente atractiva. ¿Cómo iba a ser eso posible? De hecho, aquella mañana presentaba un aspecto especialmente deplorable. Estaba agotada, no llevaba gota de maquillaje y tenía la ropa tan arrugada que parecía que había dormido con ella. De hecho, no había dormido.
Quizá aquel episodio era un sueño del que despertaría cuando la sacaran de la sala iglú en estado de hipotermia.
–Estoy segura de que pronto tendrá mucha compañía –dijo con voz ronca, e indicó las luces que empezaban a encenderse en la habitaciones–. Voy a asegurarme de que la sauna está a la temperatura apropiada.
Siendo la dueña, Sopi podía haberle exigido que se pusiera una toalla cuando saliera, pero no quería identificarse. Se sentía demasiado avergonzada porque se le hubiera pasado por la cabeza que él pudiera estar interesado en ella. Y temía desmayarse si salía de la piscina y le estrechaba la mano… completamente desnudo.
Rhys la vio marcharse con un extraño sentimiento de desilusión, a pesar de que él nunca coqueteaba con el servicio.
No se había dado cuenta de que hubiera alguien en la piscina hasta que había hecho un largo. Pero allí estaba ella, con la cara hundida en las toallas, el cabello recogido en un nudo y un uniforme amorfo, excepto en la zona que se pegaba a su delicioso trasero.
Era evidente que la joven lo había reconocido. Casi todas las mujeres de cualquier edad se ponían nerviosas al verlo, algo que él pasaba por alto premeditadamente. Su reputación de playboy era exagerada. Las aventuras solo complicaban una vida que ya le resultaba suficientemente compleja. La mujer con la que había mantenido la relación más duradera había estado, como él, entregada a su vida profesional. Y Rhys había roto con ella en cuanto había mencionado el matrimonio.
Algunas otras habían sacado el tema de los hijos, otro asunto que él también tenía buenos motivos para retrasar. Hasta hacía poco.