Desvelando el iceberg. - Ana Martínez - E-Book

Desvelando el iceberg. E-Book

Ana Martínez

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Beschreibung

Los relatos obtenidos en diferentes investigaciones cualitativas, que fueron realizadas principalmente en Ecuador y España, dan cuenta de la violencia del sistema sociocultural en los ámbitos que van de lo íntimo a lo éxtimo: violencia económica y sexual; violencia en el sistema educativo, en el sistema de salud y hacia la imagen corporal; en el transporte público y en la participación en contextos político-institucionales. Al final de este camino tortuoso y torturador, ¿cómo revertir este proceso? Losproblemas de salud de las mujeres son el síntoma de que nuestro modo de vida va contra la vida. El empoderamiento es el tratamiento más adecuado para lograr una salud y una educación como libertad y como derechos.

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Desvelando el iceberg. Relatos de violencia sistémica

©Ana Martínez Pérez (Editora)

© Universidad de Las Américas

Facultad de Ciencias de la Salud

Escuela de Medicina

Campus UDLA Park

Vía a Nayón S/N

www.udla.com

Facebook: @udlaQuito

Quito, Ecuador

Primera edición: octubre, 2020

EDICIÓN

Susana Salvador Crespo

Coordinadora Editorial UDLA

CUIDADO DE LA EDICIÓN

Fabricio Cerón Rivas

Analista Editorial UDLA.

CORRECCIÓN Y ESTILO

Editorial El Conejo

DISEÑO DE CUBIERTA

Diego Camas Martínez

DIAGRAMACIÓN

Editorial El Conejo

EDITORIAL

UDLA Ediciones

ISBN: 978-9942-779-24-3

Gracias por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra, sin la debida autorización. Al hacerlo está respetando a los autores y permitiendo que la UDLA continúe con la difusión del conocimiento.

Reservados todos los derechos. El contenido de este libro se encuentra protegido por la ley.

Antes de su publicación, esta obra fue evaluada bajo la modalidad de revisión por pares anónimos.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

Introducción: el porqué de este libro

Capítulo primero

Los no-relatos de violencia económica.

Ana Martínez Pérez

Capítulo segundo

«Violaciones consentidas», una nueva violencia sexual.

Sara Cuenca Suárez

Capítulo tercero

El tabú del incesto en Ecuador. Un análisis socio antropológico.

Ana Martínez Pérez

Capítulo cuarto

Vidas robadas: la tragedia del embarazo infantil en Ecuador.

Virginia Gómez de la Torre Bermúdez. Fundación Desafío

Capítulo quinto

Naturalización de la violencia sexual en las instituciones educativas del Ecuador. Una mirada a profundidad de una dura realidad.

María Fernanda Porras Serran, Carla Terán Fierro

Capítulo sexto

Relatos de bullying homofóbico en centros educativos.

Édgar Zúñiga Salazar

Capítulo séptimo

Mis Matildes: violencia y resistencia en la profesión médica femenina.

Ana Lucía Martínez Abarca

Capítulo octavo

Relatos de las experiencias relacionadas con la violencia obstétrica en Quito, Ecuador.

María Moreno de los Ríos, Sofía Cañadas Herrera, Magriet Meijer Spoelstra, Thais Oliveira Brandão, Kirsten Falcón Jácome, Alejandro Galvis

Capítulo noveno

Manifiesto contra la violencia al nacer.

Ana Martínez Pérez

Capítulo décimo

El cuerpo vivido y sus estrategias frente a la discriminación por la imagen corporal en universidades ecuatorianas.

Thais Oliveira, Ana Chávez, Andrés Yépez, Carolina Páramo, Daniela Ponce, Sheyla Arellano Yépez

Capítulo décimo primero

Salud e imagen corporal en la sociedad actual. Relatos de violencia por la imagen corporal.

Cheryl Martens, Ana Martínez, Andrés Yépez

Capítulo décimo segundo

Alianzas y aprendizajes colectivos entre movimientos sociales desde una perspectiva feminista.

Sonia Jiménez de la Cruz

Capítulo décimo tercero

Género, movilidad y espacio público: relatos de violencia sexual en el trayecto y uso del transporte público urbano de Quito.

María Elena Rodríguez Yánez

Capítulo décimo cuarto

DinamizArte y Filmando la igualdad: dos experiencias de prevención de la violencia a través de la realización audiovisual con jóvenes de España y América Latina.

Violeta Sáez Garcés de los Fayos y Raúl Molina Veintemillas

Epílogo

Epílogo para cerrar abriendo

Referencias

Notas al pie

Prólogo

Mujer, si te han crecido las ideas de ti, van a decir cosas muy feas.

Que no eres buena, que si tal cosa, que, cuando callas, eres mucho más hermosa.

Mujer, semilla, fruto, flor, camino…

Pensar es altamente femenino.

Extracto del poema Mujer de Gloria Martín

Todas las células de mi cuerpo tiemblan, se acompasan en una guerrera, como una danza fúnebre para acompañar a Laura Luelmo en su último paseo por las tierras de Huelva. Allí quedarán, congelados para siempre, sus sueños de maestra, de joven, de amiga, de hija, de ser humano, de mujer. Sí, de mujer. Por eso la mataron. Y van ya… ¡Qué importa el número! Aunque solo fuera una, debería ser motivo más que suficiente para que se disparase la alarma social. Pero no. El día de hoy pasará, el dolor cederá su paso a la rutina y el alumbrado navideño contemplará impertérrito, un año más, el esperpéntico «Feliz Navidad y próspero año nuevo».

Yo estoy aquí, entre la copia del libro que intento prologar y la lluvia de mensajes a los que no quiero sustraerme y de los que capturo: «Si algún día no vuelvo a casa, no pongas velas, levanta barricadas»; «Por un 2019 donde cada chico que salga vuelva a casa sin haber acosado, violado ni matado a ninguna chica»; «Por un 2019 en el que cada niña, cada mujer que sale de su casa, vuelva sana y salva».

En este clima me planto ante el libro. Coloco ante mí la imagen del iceberg de la violencia de género de Amnistía Internacional, que aparece en la introducción de este libro, y la miro. La remiro. Me prende. La parte visible es muy pequeña, pero contiene las formas explícitas de mayor violencia. A medida que nos alejamos de la superficie, las formas de violencia se van haciendo más sutiles hasta que casi se diluyen las fronteras entre actitudes violentas y actitudes sociales normalizadas. Así, nos vamos acostumbrando, con más o menos esfuerzo, a nadar en un magma oscuro y viscoso que nos empapa hasta la médula; nos impide discernir entre donde empiezan nuestros deseos y los deseos de los demás, nuestros derechos y el privilegio de los otros en esta carrera de obstáculos que es la vida de las mujeres, presas en un sistema capitalista y heteropatriarcal.

El iceberg es el territorio donde estamos atrapadas. Para liberarnos, hemos de desvelar, en primer lugar, cómo es ese territorio. Desvelar es –según María Moliner (2007, 1018)– «dar a conocer algo que se mantenía en secreto». Eso hacen las autoras y los autores de los relatos que se publican en este libro. Cada uno de los trabajos da a conocer hechos que el sistema querría mantener en secreto; pequeñas grietas que se abren en la superficie y que pueden evidenciar su vulnerabilidad. Cada uno de estos testimonios, de estas pequeñas grietas que se abren en la superficie, nos invita a profundizar en ellas. Si buscamos la confluencia con otras y establecemos redes y mapas, el bloque terminará resquebrajándose y cederá, y se convertirá en lodo moldeable lo que al principio era dura roca.

Doy la bienvenida a Desvelando el iceberg. Puede ser una guía muy útil para navegantes.

Carmen Ruiz Navarro

Asamblea de Mujeres de Córdoba Yerbabuena

Córdoba, España, 21 de diciembre de 2018

Desvelar el iceberg para acabar la violencia contra las mujeres

Nota introductoria

El alcance de la violencia contra las mujeres aún se desconoce. El miedo a las represalias, a que los demás no las crean y el estigma que soportan las agredidas –no sus agresores– han silenciado las voces de millones de sobrevivientes de la violencia y han desvirtuado la dimensión real del horror que sufren las mujeres.

Con movimientos como #NiUnaMenos o #MeToo, el aislamiento comenzó a ceder, pero falta exigir responsabilidad a los agresores. Las mujeres que sufren abusos requieren normas que las protejan cuando alzan sus voces. Es necesario que se adopten medidas que pongan fin a la impunidad, para asegurar los derechos humanos de todas las mujeres y niñas, así como la adopción de mecanismos que garanticen la rendición de cuentas.

Sabemos que la violencia contra las mujeres y las niñas es una de las violaciones de los derechos humanos más extendidas, persistentes y devastadoras del mundo. La desigualdad de género que la alimenta sigue persistiendo; acabar con ella requiere de esfuerzos enérgicos, consistentes y articulados para combatir la discriminación profundamente enraizada en las prácticas culturales y las estructuras económicas. Así, se precisa del compromiso y de la participación activa de las contrapartes involucradas en la educación, salud, prevención de la violencia, atención a víctimas y sobrevivientes, administración de justicia y restitución de derechos.

Las cifras de violencia contra las mujeres son alarmantes en todo el mundo. En Ecuador, requieren la mayor atención: seis de cada diez mujeres han sufrido violencia física, psicológica, sexual y patrimonial en algún momento de su vida y una de cada cuatro mujeres ha vivido violencia sexual (INEC 2012). A pesar de estos reveladores números, existe una amplia tolerancia a la violencia contra las mujeres en el país: en 2004, el 38,2 % de los encuestados consideraba que era aceptable golpear a la esposa (OPS-OMS 2014; CDC 2013). Hay que terminar con esta normalización de la violencia, que tiene su base en una cultura patriarcal profundamente arraigada, y que la población diga «¡basta ya!» y reaccione ante los abusos y la discriminación. Poner fin a la cultura del silencio supone cambiar nuestras actitudes y comportamientos: esto debe constituir uno de los objetivos de cualquier sociedad democrática, comprometida y decente.

Las personas que han alzado la voz nos han ayudado a entender cómo el acoso sexual ha llegado incluso a justificarse como parte inevitable de la vida de una mujer. Esta generalización ha contribuido a que se perciba como un inconveniente menor y cotidiano que se puede pasar por alto o tolerarse. Así, únicamente los casos más atroces parecen merecer el esfuerzo de emprender el arduo camino de la denuncia. Se trata de un círculo vicioso que debe terminar. Pocos autores son procesados, un porcentaje menor sancionado y son mínimos los casos que acaban en prisión.

Hace falta desvelar el iceberg y visibilizar todas las formas de violencia contra las mujeres porque sabemos que ocultar este problema es la primera dificultad para resolverlo; en ese sentido, este libro es necesario y bienvenido. Estos relatos contribuyen de manera clara a comprender que la violencia contra las mujeres es la forma más extrema de la desigualdad y la violación más frecuente de los derechos humanos. Estamos ante una pandemia que mata a más personas que las guerras.

Especial atención merecen las mujeres y niñas particularmente vulnerables a la violencia. Por ejemplo, las mayores, las migrantes y refugiadas; las de pueblos indígenas o minorías étnicas; las de la diversidad sexual; las que viven con VIH y con alguna condición de discapacidad; las que están en situación de pobreza o carestía económica por desempleo o subempleo; y aquellas que se encuentran en situaciones de crisis humanitaria.

Es necesario impulsar leyes que protejan a las mujeres y garantizar los recursos necesarios para aplicarlas teniendo como principio transversal «no dejar a nadie atrás», marcado en la agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (Comisión Económica para América Latina y el Caribe 2018). Asimismo, hay que asegurar mecanismos de prevención de la violencia, de reparación a las sobrevivientes y de transformación cultural. La lucha contra la violencia sobre las mujeres es un asunto que compete a todas las personas. Todas y todos, desde nuestro espacio, podemos hacer algo para eliminarla. Porque la felicidad de las mujeres importa e importan sus proyectos, sus esperanzas, sus sueños. Sobre todo, importan sus vidas.

Bibiana Aído Almagro

ONU Mujeres Ecuador

Representante

Introducción

El porqué de este libro

Hace unos años publiqué un texto, en forma de capítulo de libro, titulado «Violencia sistémica» (Pérez 2012); es una reflexión que había iniciado en El vuelo de la alondra: violencia sistémica y familiar (Pérez 2008). Academia.edu me enviaba una serie de informes sobre las veces que se descargaba mi artículo, especialmente después de eventos violentos ocurridos en México o Colombia, por poner dos ejemplos cercanos que tuvieron repercusión directa en el número de búsquedas. Como decía en esas páginas y reafirmo, la violencia es parte del sistema sociocultural y contra la vida, contra las personas; en general, contra lo femenino, por ser generador de vida y en respuesta al mandato del patriarcado.

La reflexión por la que he ido transitando —después de publicar el texto y de las conferencias que he impartido sobre el tema— tiene que ver con una necesidad de revisar los planteamientos allí expuestos, dado que la violencia sistémica, lejos de desaparecer, se consolida en formas neosexistas de respuesta al feminismo, como un movimiento social que ha denunciado la desigualdad buscando modelos de convivencia en equidad. Esta no es solo una reivindicación desde la teoría crítica del feminismo, pues también pretendo, ante todo, que nos pensemos como seres humanos en un mundo que está perdiendo los valores de la convivencia entre iguales; un problema que no solo es de las mujeres.

Los movimientos sociales en el siglo XX, y de modo muy especial el feminismo, han motivado cambios legislativos en la política institucional por la igualdad; sin embargo, estos no han sido reconocidos como mérito de tantos años de lucha de una parte de la población que sentía mermados sus derechos. Por ello, el cambio social tardará en llegar tanto como persista la falta de reconocimiento de la supremacía de género, de la posición privilegiada consolidada para la mitad de la población, que no siempre admite que los privilegios no son derechos.

La invisibilización del problema constituye la primera dificultad para resolverlo. De ahí que la metáfora del iceberg en la violencia sistémica, llamada por otros «cultural» (Galtung 2003), se muestre como la imagen más acertada para representar una cuestión que, en gran medida, permanece oculta. En efecto, una sexta parte del bloque de hielo de la violencia es la que se vislumbra en la prensa con demasiada frecuencia: agresiones directas que acaban con la muerte de una mujer a manos de su actual o anterior pareja «sentimental», como aparecía en los medios hasta hace nada, y que en ocasiones van acompañadas del asesinato de los menores o del hecho de que los hijos tengan que ser testigos del homicidio de su propia madre.

Pero ¿qué esconde el agua? Existe una amplia gama de manifestaciones de la violencia sistémica que queda estructuralmente oculta. Esta es la base sólida de la violencia directa o física, que ahora es visible o más visible que hace una década. Hablo de violencia sistémica porque sería una simplificación considerarla un mero enfrentamiento entre varones y mujeres, ni siquiera entre lo masculino y lo femenino. La violencia es sistémica porque esta situación de cohesión social mediante relaciones interpersonales violentas afecta a todo el sistema sociocultural. Todas las formas de violencia sistémica e invisible no caben en esta publicación (ni en ninguna otra).

Quienes escribimos los relatos de este libro, investigadoras sociales, nos enfocamos en encontrar significados culturales y en asomarnos a la parte cubierta del iceberg, que permanece oculta y que tratamos de desvelar en los testimonios en primera persona de quienes viven estas situaciones. Nuestra pretensión nunca va a ser justificar estos comportamientos, sino que, si pretendemos erradicarlos o que disminuya su efecto, habremos de comprender antes en qué consisten y cómo se manifiestan.1

Con respecto al estilo, usamos de forma preferente el femenino. En primer lugar, porque tanto las historias como las investigaciones que presentamos están mayoritariamente protagonizadas por mujeres. En segundo lugar, porque este libro es un buen espacio para empezar a poner en práctica el uso del femenino inclusivo e integrador. Igualmente, en lo que se refiere al sistema de documentación, he optado por el estilo Chicago (Deusto) pues consigna en las referencias bibliográficas los nombres y apellidos completos tanto de autores como de autoras, lo que evidencia la presencia de las mujeres, cosa que otros sistemas no permiten. Esta es una recomendación de la Conferencia de Beijing y todas las publicaciones deberían seguir este formato.

Los relatos podrían tomar la forma de historias de vida, pero, por su extensión y su visión más polifónica que unidimensional, se restringen a lo que Juan José Pujadas (1993) llama «relatos biográficos paralelos». Hemos recogido estos relatos en España o en Ecuador, en Europa o en América Latina, porque allí trabajamos; sin embargo, también podrían haber sido recopilados en otros lugares, pues, lamentablemente, la violencia sistémica está muy extendida por todas las latitudes y los momentos históricos. En unos casos, reproducimos fragmentos de las entrevistas en profundidad en forma de cita textual o verbatim de las informantes. En otros, optamos por la versión editada del relato en forma de narrativa, de manera que el análisis está incorporado en el texto y quien habla es la investigadora después de escuchar.

Elaboramos un libro compilado desde la combinación de los discursos emic-etic del ya clásico planteamiento de Kenneth y Evelyn Pike (1991). Esto es, en ocasiones son los testimonios de las informantes los que ordenan el análisis de forma explícita y textual; otras veces, los análisis emic surgen de la escucha atenta de las investigadoras, que vivieron de una forma vicaria, aunque directa y empática, estas vivencias. Nos importa el testimonio directo porque consideramos pertinente el método etnográfico, pero también porque cada persona es la máxima experta en su proceso vivencial y nadie puede sustituir su voz, su expresión y, mucho menos, su dolor.

Al usar el relativismo cultural (Miller 2010) en la metodología docente, podemos tener un abordaje analítico que nos permita familiarizarnos con lo extraño y extrañarnos de lo familiar. No obstante, huimos de mantener permanentemente esa distancia de la visión telescópica –en una clara referencia a Galeano–, para hacerla compatible con una mirada microscópica: muy de cerca, tanto como nos permiten quienes relatan, porque, de otro modo, deshumanizaríamos los procesos o caeríamos en el error de no ver el contexto global del bosque de tanto mirar el árbol. Al formar en Antropología Médica a estudiantes de Medicina, se ve clara la necesidad de esta visión micro y macro, pues cada semana escriben entre 500 y 1 000 palabras de sus relatos médicos con base en narrativas (Charon 2017). Estos relatos nos permiten abordar una concepción de salud individual, familiar y comunitaria, como exigen las autoridades y que, en la práctica, clínica o educativa, las profesionales no siempre somos capaces de tenerla.

Resulta complejo establecer un orden para presentar el análisis de los relatos de violencia sistémica. Dudamos de si era mejor desde un nivel micro a uno macro —pasando por el meso— porque esta clasificación resulta forzada cuando los espacios y los tiempos en que estas formas de violencia se manifiestan varían de un nivel a otro sin que seamos capaces de distinguir su presencia en el ámbito de lo privado y, gradualmente, hacia lo público. Tampoco la relación más cercana entre lo corporal e individual se mantiene estable, puesto que nuestra construcción de la identidad es sincrónica y ubicua, se da en todo momento y lugar. Todas las formas de violencia sistémica sobre las que hablamos en este libro están veladas de una u otra forma: son sutiles, ocultas y no tan manifiestas como los feminicidios, la violencia física o la agresión sexual a mujeres adultas, como bien describe la imagen de Amnistía Internacional España (ver Gráfico 1) que tantas veces hemos utilizado al explicar este concepto.

GRÁFICO 1: El iceberg de la violencia de género

Fuente: Amnistía Internacional España2

El libro tiene como pórtico las palabras de una feminista y activista de largo recorrido, Carmen Ruiz Navarro —nacida en 1941—, de la Asamblea de Mujeres Yerbabuena, de Córdoba, España. Ella se refiere a una de las muchas muertes acontecidas un día cualquiera —lamentablemente, cada vez es más difícil encontrar días sin mujeres asesinadas—, específicamente a la de Laula Luelmo, en diciembre de 2018. La nota introductoria de la representante de la Organización de Naciones Unidas (ONU) Mujeres, en Ecuador, Bibiana Aído, es concluyente con el aporte de cifras y una reflexión de la pertinencia de este análisis de violencia sistémica.

A partir de esta realidad, y en un esfuerzo por entender la información sobre violencia sistémica obtenida por las entrevistas y los testimonios, intentamos sistematizarla. Esto nos permitió establecer los niveles y ámbitos de la violencia sistémica, expresados en la Tabla 2.

TABLA 2: Niveles de las formas de violencia sistémica

Nivel micro (ámbito de lo íntimo)

1. Violencia económica

2. Violencia sexual

3. Violencia contra las niñas por incesto

Nivel meso (entre lo íntimo y lo éxtimo)

4. Violencia en el sistema educativo

5. Violencia del bullying homofóbico

6. Violencia en educación médica (sistema educativo)

7. Violencia obstétrica (sistema nacional de salud)

Nivel macro (ámbito de lo éxtimo)

8. Violencia por la imagen corporal

9. Violencia político-institucional

10. Violencia en el transporte público

11. Experiencias de prevención de violencia

Iniciamos el ordenamiento a partir de los relatos del ámbito más oculto: el dinero y el sexo, ambos en el espacio de lo íntimo. La violencia económica constituye un tema tabú del que no se habla, tanto es así que, por momentos, ha sido más velado que la propia sexualidad. El análisis de esta forma de violencia revela datos clarividentes y permite entender muchas formas de abuso de poder en las sociedades del capitalismo tardío en las que vivimos.

Partimos de los análisis de Clara Coria (1987; 1991) para entender cómo se articulan las relaciones de poder en parejas uni y bisalariales. En ocasiones, se justifica la violencia desde la dependencia económica. Sin embargo, cuando los dos miembros de la pareja pertenecen a una clase media-alta acomodada, responden a un perfil de cualificación universitario y tienen un salario digno por un trabajo en el que se realizan personalmente, la situación de desigualdad se mantiene (Dema 2006). Esto se muestra en el análisis de los relatos biográficos recogidos en América Latina y Europa. Dinero y sexo completan el binomio básico para empezar a desvelar cuánto permanece oculto del iceberg en el entorno de lo privado y hacia los niveles intermedios de la socialización secundaria.

Sara Cuenca Suárez estudia, en España, las formas de agresión sexual que ocurren en parejas estables y socialmente reconocidas. Se trata de las agresiones tipificadas por la investigadora con el oxímoron «violaciones consentidas», psicológicamente llamadas disociaciones, y únicamente reconocidas por las informantes en el contexto de cuidado e íntimo de entrevistas en profundidad que dan lugar a estos relatos biográficos. Como no podría ser de otro modo, el sistema patriarcal y heteronormativizado mantiene a los varones en una posición de mandato cultural. Según este mandato, algunos de ellos no solo asumen los privilegios como derechos, aunque no universales, sino que también imponen por la fuerza su visión cuando no son reconocidos por la persona con quien conviven. Esta violencia que se desarrolla en la pareja ha sido vista durante años como un comportamiento asociado a la pasión y, por tanto, al amor: «crímenes pasionales» fue el nombre con el que la prensa tituló durante años la violencia contra las mujeres.

En el ámbito de lo doméstico, en ese lugar en el que «se lavan los trapos sucios» o a veces ni eso, aparece una de las formas de violencia sistémica mejor veladas: el incesto. Presentamos un análisis antropológico con el fin de entender un fenómeno complejo, como todos los que involucran la violencia sistémica, para, una vez analizado, diseñar estrategias preventivas y de intervención. Acto seguido, publicamos el texto de Virginia Gómez de la Torre Bermúdez como testimonio y estudio de caso de las situaciones de incesto en Ecuador, con énfasis en la atención que reciben del sistema de salud y del personal sanitario.

El caso de una de las niñas de la investigación «Vidas robadas», llevada a cabo por la Fundación Desafío, sirve para analizar cómo la atendieron los profesionales de salud y cómo su papel, junto con el de quienes trabajan en educación y justicia, resulta determinante para que no se produzcan procesos de revictimización ni conculcar unos derechos que son humanos y constitucionales. El sistema de salud no reconoce a las niñas como víctimas, las convierte en «señoras» y las atiende como si se tratara de una mujer adulta que toma la decisión libre de ser madre. Al atender a las niñas, los y las profesionales de salud recogen sus respuestas con el sesgo de quien no ha recibido la formación necesaria para encargarse de una niña víctima de violencia.

Por su valor testimonial, publicamos la historia clínica tipo de una niña atendida en un servicio de gineco-obstetricia, ya que da cuenta de cómo interpretamos las palabras de una persona cuando la violencia sistémica articula el acto médico en sí. Este sistema de salud agresivo replica el atropello. Así, a estas niñas y a sus compañeros de pupitre se les niega la educación sexual integral para informarse y tener mejor salud. Se les impide un derecho al aborto legal, legítimo y más que justificado por riesgo para la persona, dado que sus cuerpos no están preparados para un parto vaginal. Aunque no es el caso que presentamos, es alto el porcentaje de niñas embarazadas por una violación a las que los profesionales les hacen pasar por la labor de parto sin cesárea, en un país donde la tasa de cesáreas innecesarias es de las más altas de la región, Ecuador (Organización Panamericana de la Salud 2017).

Con el análisis «Naturalización de la violencia sexual en las instituciones educativas del Ecuador. Una mirada a profundidad de una dura realidad», de María Fernanda Porras Serrano y Carla Terán Fierro, inauguramos un bloque en torno a la violencia en el sistema educativo ecuatoriano, tanto en las etapas preuniversitarias como en la educación superior. El contexto educativo es clave para el análisis de la violencia institucional; si no incidimos en él y no actuamos para erradicarla, estaremos desprotegiendo a niñas y niños en cuyas familias no reciben los recursos idóneos de protección.

Al analizar la discriminación sexo-genérica, la cultura establece un modelo binomial para las relaciones entre los «dos» géneros y responde con violencia a cualquier intento de romper con la dualidad y lo heteronormativo. Tardamos en asumir que el género era una construcción sociocultural y que el sexo era puramente biológico. Ahora ya sabemos (Butler 2007; Preciado 2002) que una parte de la población queda fuera del esquema XX y XY, mientras se adopta con más contundencia, si cabe, la heteronormatividad como único modelo aceptable. La identidad transgénero o la intersexualidad se incluyen en la feminidad y reciben el mismo tratamiento misógino que las mujeres.

Estos análisis explicativos merecen una revisión decolonial desde el Sur, puesto que la teoría queer o los estudios de género desde el Norte no responden a la presencia de estas realidades en el Sur global (Butler 2006; Viteri y otros 2011). El movimiento transfeminista en España, en Ecuador y en otros lugares de este Sur ha impulsado cambios legislativos y políticos no siempre reconocidos por los partidos de gobierno, pero sí evidenciados en las campañas electorales por su alta rentabilidad en votos. Édgar Zúñiga Salazar nos permite comprender los procesos de violencia contra menores trans en Ecuador a través de sus relatos de bullying homofóbico en las escuelas ecuatorianas. Esta violencia deriva en una esperanza de vida para esta parte de la población inferior a la mitad de la que tiene el resto.

En la educación superior nos encontramos, también, con la violencia en el adiestramiento médico con el que, lamentablemente, las estudiantes de Medicina se «forman» en Ecuador y en otros lugares. Aprender a tratar a las personas de manera no violenta garantizaría un trato humanizado a las pacientes de un sistema de salud que les exige demasiada «paciencia» y da paso al abuso de poder desde la profesión médica. Esto nos relata, en primera persona, Ana Lucía Martínez Abarca, médica y docente de Medicina. Ella rinde homenaje a «las Matildes» (en clara referencia a Matilde Hidalgo, pionera de la medicina en Ecuador) que la precedieron.

Otra forma de violencia invisibilizada, y no por ello menos extendida, ocurre durante los procesos de embarazo, parto y puerperio en mujeres atendidas según protocolos del modelo biomédico dominante en los sistemas de salud. La violencia gineco-obstétrica hace que la manera de venir al mundo sea profundamente agresiva, cuando este proceso debería ser «natural» e incluso placentero dada la fisiología del cuerpo de las mujeres. La falta de adaptación cultural del personal sanitario a las necesidades de las madres de los diferentes grupos étnicos y una serie de condicionantes técnicos convierten al parto en un acto médico de alto riesgo para el bienestar emocional de las madres y los recién nacidos. María Moreno de los Ríos, Sofía Cañadas Herrera, Magriet Meijer Spoelstra, Thais Oliveira Brandão, Kirsten Falcón Jácome y Alejandro Galvis Correa relatan las experiencias de violencia obstétrica en Quito, Ecuador.

En consecuencia, salud y educación, dos columnas de un sistema de bienestar, experimentan una profunda crisis en estas primeras décadas del siglo XXI, relacionada con la crisis general de valores de un mundo que desaparece sin que uno nuevo se haya instaurado. El sistema educativo responde con los mismos niveles de violencia que existen en la interacción social en el resto de la sociedad. En un análisis comparativo de diferentes sistemas educativos, recogemos los testimonios de miembros de comunidades universitarias que han sufrido distintas formas de violencia por su imagen, condición o apariencia. El derecho a la propia imagen es conculcado con frecuencia por un sistema sociocultural que se resiste a aceptar cualquier intento de sobrepasar una norma cuyos límites resultan, cuanto menos, difusos.

La discriminación por la imagen corporal se manifiesta de las formas más atroces en las universidades, donde el derecho a la diferencia debería ser la norma. Se evidencia desde el acoso moral y laboral, al cibernético, pasando por el sexual o el económico: todo tipo de abuso de debilidad, como diría Marie-France Hirigoyen (2012). La investigación de violencia en el sistema de educación superior se ha llevado a cabo en el contexto de la Acción COST 1210, de la Unión Europea, sobre consecuencias psicosociales de la propia imagen, Appearance Matters en Ecuador. Contamos con dos artículos fruto de esta pesquisa: «El cuerpo vivido y sus estrategias frente a la discriminación por la imagen corporal en universidades ecuatorianas», de Thais Oliveira Brandão, Ana Chávez, Andrés Yépez, Carolina Páramo, Daniela Ponce y Sheyla Arellano, y «Salud e imagen corporal en la sociedad actual. Relatos de violencia por la imagen corporal», de Cheryl Martens, Ana Martínez y Andrés Yépez.

A manera de conclusión, en el ámbito de lo éxtimo, en el espacio y el tiempo de lo público, que no de lo común (Encina y Ezeiza 2018), en la política más o menos institucionalizada, se da el constante debate de las cuotas, las listas cremallera y el orden en las candidaturas ante un proceso electoral, pero existen movimientos sociales que tienen la igualdad en sus principios rectores y, también en ellos, la discriminación está presente. Sonia Jiménez de la Cruz investiga este aspecto en los casos de Podemos, el Movimiento 15M e Izquierda Anticapitalista en España. Los relatos biográficos elaborados por la investigadora muestran cómo algunos líderes de estos movimientos sociales de la izquierda más progresista anteponen en todo momento la «revolución social» al «cambio personal», sin necesidad de que tenga que haber contigüidad entre ambos. Autores (Bonino 1996) califican a estos comportamientos como «micromachismos», pero su frecuencia y alcance hacen que sean un problema estructural y para nada coyuntural.

Encontramos un último contexto de violencia sistémica en el ámbito de lo público, en el transporte urbano. La campaña «Bájale al acoso», en Quito, ha traslucido un problema que sufren en mayor medida las mujeres, pero que nos interpela como sociedad. Mayoritariamente, las mujeres son usuarias del transporte público debido a que el transporte privado, en algunos casos, es un privilegio reservado a los varones en las familias que «solo» cuentan con un vehículo. El trabajo de Elena Rodríguez Yáñez nos hace pensar en la ciudad que nos está vetada por el hecho de ser mujeres. La libertad de movimiento como un derecho de la ciudadanía nos es conculcado porque somos consideradas «objetos de placer» y cualquier «sujeto de placer» puede disponer de lo que considera suyo (Martínez Pérez 2017).

Violeta Sáez de los Fayos y Raúl Molina Veintemillas, del proyecto Filmando la igualdad, nos cuentan, en los relatos recogidos en España, Bolivia y Venezuela, cómo se puede prevenir la violencia desde experiencias de investigación acción participativa y con medios audiovisuales y etnografía. Finalmente, en el «Epílogo para cerrar abriendo», veremos algunas alternativas para salir de este bucle de terror en el que nos hemos sumergido y del que podemos hacer una lectura que apueste por la vida.

Capítulo primero

Los no-relatos de violencia económica

Ana Martínez Pérez

En los últimos tiempos he escuchado los testimonios de gente cercana sobre situaciones que podría calificar, sin temor a equivocarme, de violencia económica o patrimonial.3 El sistema de parentesco que tenemos es bilateral y considera el apellido de la madre no tanto por igualdad sino por demostrar la pureza étnica de las dos familias en tiempos en que los judíos o los moriscos eran expulsados del país. Empecé a recopilar historias en forma de relato biográfico y decidí escribirlas, por la necesidad analítica de entender qué estaba pasando y para que algunas de mis personas más queridas leyeran su propia historia y pudieran hacer una lectura transversal de estas situaciones. Cuando ya tenía los textos comentados, los envié a las interesadas. Debido a que mis informantes eran mis amigas, utilicé seudónimos y redacté los relatos de tal modo que no se las pudiera identificar.

Pese a este compromiso de confidencialidad —al que estoy muy acostumbrada en investigación después de casi 30 años—, todas las informantes (excepto una) negaron el problema y no permitieron que publicara sus historias. Tengo que reconocer que me sorprendió su postura puesto que es la primera vez que las informantes rechazan que haga pública su circunstancia, y, además, porque estaba convencida de que estos testimonios podían ayudar a otras personas a verse reflejadas y a comprender su situación. Desde esta convicción, tuve que asumir que podía hacer público mi análisis —que se puede leer en este texto—, pero no los eventos narrados e invertí el enfoque de reflexión, construida desde un estricto compromiso de confidencialidad que poco había servido. Fue todo un aprendizaje de la epistemología de la investigación y de aquello que tantas veces, cuando fue nuestro maestro, Jesús Ibáñez (1979; 1985) nos enseñó: somos «sujetos en proceso». Al final, somos dueños de nuestras palabras y nuestros silencios, aunque a veces, a las analistas de la realidad social nos cueste asumir esa soberanía.

Detrás de estos pensamientos en torno a la violencia económica y patrimonial se encuentran mujeres reales, de carne y hueso, llenas de proyectos y de dolor. Me di cuenta, mientras reflexionaba sobre sus relatos, de que la violencia sistémica, sobre la que había estado trabajado, no está superada como problema: es más visible para quienes la identificamos y cada vez más oculta para quienes la niegan. A veces, negar cuanto nos ocurre es la única posibilidad de seguir adelante, ¿y si abrimos la caja de los truenos y luego no somos capaces de volverlos a meter? Llego a pensar que la violencia económica resulta más velada que la sexual, porque queda encubierta en usos y costumbres bien refrendados por el poder económico, jurídico y social, mediante un conjunto de normativas que en el ámbito de las relaciones sexuales no se ha llegado a establecer. Esta institucionalización de la violencia, derivada del concepto de biopolítica de Foucault en La microfísica del poder (1992), resulta adecuada para conseguir una estrategia de normalización del «hacer morir o dejar vivir», esa decisión propia de la soberanía. De hecho, en esta forma de violencia, se ve que sin el capitalismo no habría patriarcado y, al revés, ambos son brazos armados de un mismo mundo-sistema violento que, como asegura Gioconda Belli, «si no se feminiza, acabará antes de tiempo» (citada en Simón 2008).

El sistema sociocultural, en sus manifestaciones económica, educativa, judicial y médica, está muy bien articulado para que no siempre seamos capaces de manejarnos en él: vemos el peligro cuando ya lo tenemos encima y así no hay cautela posible. Estas mujeres hubieran tenido nombres figurados porque la ficción las hacía anónimas, al tiempo que la verosimilitud de sus historias las hacía tan reales como miles de mujeres que están pasando por situaciones similares. Sin embargo, no permitieron que publicara sus relatos porque aman profundamente a las personas que les causan el dolor que sienten (y a los hijos e hijas de ese vínculo) y no reparan, o no les compensa enfrentar, el hecho de que la violencia es del propio sistema sociocultural en el que vivimos, aunque tenga su nombre y una dedicatoria personalizada. Cuando digo que «no reparan», no es por falta de capacidad ni porque quienes nos dedicamos al análisis social tengamos un don para ver más allá: estas informantes se ubican en su propio malestar, pero también en la «esterilidad» aparente del análisis. «¿Y qué si les está pasando a otras mujeres? A mí no me resuelve nada el mal de muchos», decía una de ellas, centrada en su dolor mientras yo trataba de darle razones para publicar su historia. Quienes nos dedicamos a tratar de comprender el mundo articulamos los comportamientos individuales con los sociales; de lo contrario, no seríamos capaces de entender por qué los seres humanos hacemos las cosas y qué sentido tienen para nosotros.

Este debate epistemológico y ético me ha llevado a revisar la manera de querernos en Occidente. Si la violencia sistémica económica conforma una cara de la moneda, puede que, al definir cómo serían las formas de un amor despatriarcalizado, encontremos el reverso del que damos cuenta en el epílogo de este libro. El problema con este lado de la realidad es que resulta similar a la ciencia ficción porque, lamentablemente, no será fácil seleccionar informantes que puedan relatar sus testimonios sobre cómo lograron superar una construcción sociocultural tan bien asentada como el amor romántico.

En el proceso de reflexión para una visión antropológica de los quereres no puedo dejar de lado otras formas de amor que no sean la de pareja. Así, este recorrido por nuestra historia de vida sentimental me lleva al amor materno-filial que ocurre durante la gestación, el parto y el puerperio. Los dos procesos de enamoramiento están fisiológicamente mediados por la aparición de una hormona, la oxitocina, que posibilita el apego en el recién nacido, pero también el estado de alegría permanente del enamoramiento de otra persona. Así, si reconocemos que la salud es social y luego psicológica y biológica, hemos de empezar a verla con las soluciones derivadas del modelo sociocultural, como advierten Michael Marmot y otros (2010) con respecto a los determinantes sociales de la salud, que requieren soluciones también sociales.

En cambio, al analizar la violencia ejercida contra las mujeres por el hecho de serlo —que es la definición precisa de violencia de género— y contra las mujeres, siempre nos queda la duda de la brecha entre la teoría y la aplicación a la vida cotidiana. Cuando impartía la materia de Sociología de género en la carrera de Sociología en la Universidad Rey Juan Carlos, solía comentar que en la academia y en lo teórico podíamos elucubrar sobre los planteamientos de la igualdad, pero si alguna persona de las presentes tenía la oportunidad de atender a mujeres que estaban siendo maltratadas, toda esa teoría serviría muy poco. No siempre reparamos en el dolor, no nos damos cuenta de que una víctima de violencia lo es en tanto en cuanto existe un sistema orquestado para seguir manteniendo la situación de privilegio de algunos y la injusticia hacia otras. Cuando estudiaba Antropología, aprendí de Carlos Caravantes, antropólogo y profesor de la Universidad Complutense, que hay que ver las relaciones de poder desde abajo. Ahora sé que la (r)evolución, si es que la queremos, aunque a veces lo dudo, o toma el punto de vista de las mujeres o no llegará a ser.

«Es legal, pero poco ético», así me explica, contundente, la situación una joven empleada del banco cuando la entrevistaba sobre los bienes gananciales y las cuentas mancomunadas. Los bienes gananciales son una reminiscencia de ese tiempo, no tan lejano, en el que las mujeres no podíamos abrir una cuenta de ahorros en esa España que siempre nos consideró ciudadanas de segunda, y durante el franquismo ni siquiera eso. Al hablar con mujeres de otros lugares, como Ecuador, donde vivo, me encuentro con que la ley contempla la posibilidad de abrir una cuenta independiente, pero las propias mujeres no quieren porque es una desconsideración hacia la confianza en sus parejas.

En mi condición de feminista y no solo investigadora, en varias ocasiones he tenido que animar a otra mujer a abrir una cuenta separada para evitar problemas que he presenciado con demasiada frecuencia. Ocurre que ahora no tenemos que pedir permiso a nadie para tener una cuenta bancaria, pero el 99 % de las cuentas son «solidarias» y no mancomunadas: la «solidaridad» hace que la toma de decisiones corresponda a uno de los titulares. En ese resquicio se cuela, seguramente, la más aceptada forma de violencia contra las mujeres: la económica. Todas deberíamos casarnos, si es que así lo decidimos, con una separación de bienes impuesta por ley, porque este sistema no nos defiende ni nos trata en condiciones de igualdad, y a nosotras nos pierden unas emociones que no hablan el idioma del dinero y no tienen la capacidad de aprenderlo, quién sabe si por fortuna. Finalmente, la educación financiera no entra en los valores culturales que se nos transmiten, somos capaces de diferenciar matices en los colores, en las texturas y en los olores, pero no sabemos tratar con el dinero porque es «cosa de hombres».

Cuando apareció, no hace mucho, la traducción del libro de Katrine Marçal (2016)¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Una historia de las mujeres y la economía, pensé en todas las veces que hemos asociado el éxito a la vida profesional, sin ver que para que eso ocurra debe haber alguien en la retaguardia, normalmente una mujer, que cumpla con las funciones que no somos capaces de hacer por estar ocupados en forjar ese «éxito». Sin embargo, igual que Adam Smith «olvidó» hablarnos de la importancia, vital para él, de que su madre le preparara la cena cada noche, no tenemos en cuenta que para que podamos cumplir con las condiciones laborales de semiesclavitud que cada día nos merman la salud, alguien tiene que hacerse cargo de los cuidados, del sostenimiento de la vida, de la producción y la reproducción, de trabajar dentro y fuera de la casa. Por eso, cada vez más, los cuidados son revolucionarios, la apuesta por la vida se aleja del supuesto neoliberal de fingir que algunas cosas no son importantes, y no solo lo son, sino que sin ellas no tendríamos la posibilidad de proyectarnos en profesiones y retos de mayor o menor «éxito».

En uno de los casos que analizo en este libro, una mujer es titular de hecho y de derecho de un dinero en efectivo convertido en valores, por obra y gracia de los mercados financieros, en perfecta connivencia con uno de los muchos figurantes vestidos de «ludópatas de parqué»: su marido. A la mujer nunca le gustó la bolsa de valores, le parecía una engañifa en la que, si ganabas, bien, pero la mayoría de las veces perdías y, en el mejor de los casos, dejabas de ganar. Ella siempre prefirió la liquidez: ver su dinero y saber de qué podía disponer, sin someterse a las leyes de los plazos fijos o las fluctuaciones del mercado. Sin embargo, su marido impuso su criterio, asesorado por los interventores de banca, encantados con un cliente que no solo tenía dinero, sino que estaba dispuesto a moverlo, dado que es así como los bancos se «ganan» la vida. La esposa repetía una y otra vez que no comprara más acciones. «Nosotros no tenemos futuro, tenemos presente», le decía al marido, con la insistencia de quien se sabe derrotada.

Mientras estuvieron casados, a cada uno le habían sido adjudicados unos roles: a ella, los cuidados y el trabajo alienante e infinito por el que, cuando envejeció y enfermó, dos cuidadoras cobraban sendos sueldos con derecho a una pensión que ella nunca tuvo. A él le estaba conferida la gran tarea de ser el único ganapán, como si en un reparto de designios divinos tuviéramos que competir por ver quién está sometido a la mayor y más injusta condena. El ganapán nunca asimiló que tuviera que compartir el dinero que obtenía por nómina con quien no tenía un empleo, pero sí un trabajo, ni siquiera cuando tuvo que pagar a quien hacía las mismas labores que su esposa hizo durante más de 60 años. En ese reparto de roles, a la mujer le correspondía estar contenta porque «no le falta de nada» y no tenía más que «pedir» para que se le concediera, pero el dinero nunca fue suyo y la decisión sobre él tampoco. Era una dádiva, un regalo y no un derecho propio, y «al que le dan, no elige».

En ese proceso de aprender a no decidir sobre la propia vida, se da el desapego a un poder que las mujeres de esa generación, hoy ancianas, nunca han ostentado y menos detentado. Qué distinto es el caso de los varones de edad avanzada en España, criados en un franquismo que les acostumbró a que nadie les cuestionara las decisiones. ¿Cómo construirse, siendo varón, sin una vara de mando cuando ya, encarnada, forma parte del brazo derecho y permite refrendar que «mis» verdades son puños contundentes sobre la mesa? Y, claro, si esta España franquista que nos vio pasar la mitad de nuestra vida nos enseñó que los muertos tienen que quedarse en las cunetas y no hablar de ellos para no tener que encarar nuestras contradicciones, pues hacemos del avestruz nuestra mascota y del «dejémoslo estar», nuestro lema de vida. No queremos enfrentarnos a la sombra que llevamos dentro porque en estos fuegos de artificio se vive en una fábula que nos hace estar en posición de privilegio y no la vamos a perder. El diente más pequeño de la más pequeña de las ruedas del engranaje se mueve sin otro requerimiento que un engrasado de ignorancia, de tal forma que con la conciencia de lo que ocurre, las incapaces seríamos las personas que no nos adaptamos a lo establecido. Un varón casado en régimen de bienes gananciales puede poner a su nombre un patrimonio entero sin peligro de que nadie le diga que eso no está bien, porque efectivamente «el dinero es suyo, que se lo ha ganado él con su esfuerzo».

Esta sociedad está enferma, sociopatológicamente enferma, y quienes nos rebelamos ante la injusticia somos bioindicadores de que el ecosistema está putrefacto, nos moriremos si no llegamos a un ambiente limpio, pero no nos moriremos solos porque el río es el mismo para todos. Esta civilización se lleva por delante a la especie entera porque es imposible vivir en un mundo donde, por poner algún ejemplo, un marido puede tomar decisiones sobre un dinero que no es solo suyo y que vale para (sobre)vivir y no para que especule el sistema bancario. Si esta situación llegara a los tribunales, el varón sería considerado por el juez como una persona intachable, que se ha preocupado por incrementar «su» patrimonio siguiendo las reglas establecidas, de forma perfectamente «legal» (aunque poco ética). Y esto es lo que hay. Como dice Javier Sarasola (2016), «la locura es la medicina de los cuerdos, para no perder la cordura en un mundo de locos».

En los casos estudiados de mujeres más jóvenes, como en la década de los cuarenta, se da una situación distinta. Se trata de personas con cualificación y estudios universitarios: estamos hablando de un país donde hay más mujeres con doctorado que varones (según cifras del INE 2015). En tiempos de Franco, las mujeres iban a la escuela a aprender a coser, cocinar y llevar las cuentas básicas del hogar, que era su única competencia financiera. De hecho, la escuela para niñas se llamaba «Costura».

Hoy en día, esa situación ha cambiado y el empoderamiento que da la educación sirve para que una mujer con título universitario y una profesión liberal se pueda defender con los recursos cognitivos derivados de su condición. Sin embargo, no es tan fácil, por la llamada «teoría del suelo pegajoso» (Berheide 2013). Para una mujer profesional, las personas que están bajo su responsabilidad y cuidados son seres queridos: hijos, padres, esposo. Esta circunstancia las obliga a optar por hacer prevalecer su rol de cuidadoras en detrimento del profesional. Los vínculos afectivos «pegan» sus pies a la casa en la que están esos seres queridos que la necesitan como cuidadora.

Al mismo tiempo, hay un «techo de cristal», invisible pero muy real, que hace que las promociones de la empresa se decidan en las reuniones después del trabajo, mientras muchas trabajadoras con doble jornada están ejerciendo los cuidados. Esta trampa injusta es vivida por todas las mujeres que «trabajan fuera de casa», pero es más común la percepción de que las que trabajan «solo en casa» son más vulnerables y sufren más formas de violencia. Las cifras se empecinan en decirnos que esto no es del todo cierto (Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad 2017), pues, lamentablemente, se da mucha violencia también en las mujeres con alta cualificación. Y allí están ellas llenas de culpa, porque «donde hay una mujer, la culpa ya no es huérfana», como dijo la prologuista de este libro, Carmen Ruiz Navarro, alguna vez. Nunca sabemos valorar con precisión cuántos de esos flecos que se dejan pendientes por no discutir terminan por atarnos las manos, los pies, el cuello y hasta las alas. ¿Cómo levantar el vuelo atada? No se puede, a no ser que seas una cometa; las mujeres no somos cometas, somos mujeres y libres, la cuerda no nos ayuda a volar, a veces nos termina estrangulando.

En relación con el círculo vicioso de la violencia, una mujer profesional con igual cualificación y categoría cobra entre un 20 % y un 30 % menos que su homólogo varón en la Unión Europea4 (la región con mayores logros en igualdad jurídica). Por lo tanto, a la hora de solicitar una reducción de jornada para cuidar a hijos a menores o adultos dependientes, la mujer suele renunciar a una parte de su trabajo. Lo complicado de las situaciones de conflicto de pareja es la posición intermedia de los hijos. Cuando, a pesar de presenciar y convivir con escenas de violencia entre los adultos, los menores están razonablemente bien, suele deberse a que los niños y las niñas son los seres más flexibles que existen y, por consiguiente, se adaptan también a las circunstancias adversas. Asociada a la flexibilidad, encontramos la respuesta del abuso de debilidad (Hirigoyen 2012) que cometen algunos progenitores cuando los usan como arma arrojadiza.

Tanto es así que, incluso, existe la figura de la «alienación parental». Consiste en que una de las personas de la pareja, con un vínculo afectivo que se ha roto pero con la responsabilidad de la crianza compartida, trata de fracturar la conexión de la otra persona con los hijos de ambos. Cuando entrevisté para un proyecto europeo de mujeres y ciudadanía a Ana María Pérez del Campo me dijo contundente: «Cuando los maridos piden custodia compartida hay que responder que les damos la custodia completa a ellos, porque lo único que pretenden es controlar a unas mujeres que consideran suyas, y para eso utilizan a los hijos de ambos. No tardarían en renunciar a la custodia compartida, pero ninguna mujer se atreve a hacer algo así por miedo a perder a sus hijos».5 El análisis de esta autora sobre la violencia contra las mujeres, en Una cuestión incomprendida. El maltrato a la mujer (1995), sigue siendo lo más lúcido que he leído hasta la fecha.

Para muchas mujeres, la identidad se construye desde la maternidad. No hace falta ser madre para ser mujer, pero sí ser mujer para ser madre, aunque a veces se nos olvida esta premisa. Socialmente, se nos exige ser no solo madres sino abnegadas, es decir, anular nuestra voluntad y deseo en función de los de nuestros hijos. Esta vida vicaria hace que, como si fuéramos un barco velero, nuestra línea de flotación estuviera en anteponer nuestra necesidad a la de los vástagos. Nos consideramos malas madres y nos perseguimos por tener un trabajo que nos gusta, por pasarla bien con amistades, por quedarnos durmiendo en lugar de jugar con ellos, por tantas cosas. Los compañeros y padres saben cuál es esa línea, pues todo lo que la sobrepase es dolor para las mujeres; ellos saben dónde tienen que apuntar para causar daño cuando ese es su objetivo. El entrenamiento en el sadismo de encontrar placer en el dolor ajeno está muy desarrollado en una sociedad que se trama por la violencia: nos cohesionamos dañándonos, nos regocijamos ante el dolor de otras y de otros. Sí, nuevamente es legal pero no es ético; en esa rendija se nos va la vida y por ahí se escapa el patriarcado en su más alta expresión. Nos maltrata el sistema porque esta violencia es del sistema sociocultural; algunos no la ven, pero a otras les salen ojeras de tanto verla.

Existen profesionales de más edad, mujeres en cincuenta años, que han logrado una mayor independencia en lo económico que en lo emocional, como casi todos los seres que no sabemos hablar el lenguaje del poder, porque no está bien visto para una «señorita», según otro mandato cultural. Como ejemplo, podemos poner un caso —lo más parecido al testigo de la carrera de relevos de la vida de los machos alfa que la rodeaban—, ocurrido en España: una mujer que pasaba del padre, al novio y al marido sin solución de continuidad.

El padre de una mujer que terminaba sus estudios, con el criterio de la época y seguramente el beneplácito silencioso de su esposa, le ayudaba a equipar una casa para que viviera el resto de sus días con el marido que eligiera, porque «lo que Dios ha unido, no lo puede separar el hombre». A la mujer ni se le preguntaba. Y luego venían los hijos en masculino, porque en esos tiempos una mujer no lo era del todo hasta que no paría un hijo varón. Y la casa estaba a nombre de los dos, aunque la comprara el «padre» de la novia, porque se entiende que la mujer contrae matrimonio con «su media naranja», sin la que no sería completa. El sistema de parentesco que tenemos es bilateral y considera el apellido de la madre no tanto por igualdad sino por demostrar la pureza étnica de las dos familias en tiempos en que los judíos o los moriscos eran expulsados del país. Al final, lo único verdaderamente propio de esa mujer es su carrera o su profesión porque no lo son la casa ni el dinero ni los hijos. Si lo pierde, se queda sin nada.

En una entrevista reciente, Silvia Federici (2018) contaba cuál es la situación de las madres trabajadoras en Estados Unidos, donde ella vive.

Si tienes un trabajo en el que el sueldo es muy bajo y tienes hijos, tienes que pagar el cuidado de los niños y también de los mayores. Es una nueva esclavitud. Hoy en día las mujeres son menos esclavas de los hombres individuales que de los bancos. Muchas de las mujeres estadounidenses lo primero que hacen al cobrar su sueldo es ir a pedir un préstamo al banco porque no llegan a fin de mes. Viven con una constante angustia y por eso la esperanza de vida de las mujeres trabajadoras en Estados Unidos ha bajado cinco años.

Esto dista del contexto europeo del «austericidio» tras la crisis de 2008 y sus efectos para la salud de las mujeres (Karanikolos y otros 2013).

Dice Clara Coria (2001) que para negociar tenemos que sentirnos iguales en derechos; de lo contrario, el acuerdo es imposición o sumisión, pero nunca negociación. No sabemos negociar porque no está bien que una mujer lo haga. No es correcto que hablemos de dinero ni que lo toquemos, de ahí que lo metamos en sobres. No decidimos sobre él a no ser que se trate del pan de nuestros hijos y solo cuando se presenta en forma de víveres y no tanto como el presupuesto para adquirirlos. Me viene a la mente la lactancia materna, un proceso fisiológico pensado para que seamos inagotables veneros de unos «insaciables» lactantes, que no solo se están nutriendo, sino que precisan de la cercanía de la madre para seguir desarrollándose en una extero-gestación de otros nueve meses o más de relación orgánica del universal antropológico que es el vínculo madre-hija/o. El dinero «chico» de las necesidades cotidianas y básicas es responsabilidad de la madre nutricia, el dinero grande es competencia del anciano venido a más que se siente un as del parqué, del especulador emocional que pone candados en las puertas de lo que no es suyo y del comunista arrepentido que dice lo tuyo es de los dos, pero lo nuestro es mío.

Así nos va: somos únicas a la hora de cumplir como asalariadas, pero pobres de nosotras si nos metemos a emprendedoras porque nuestra visión de negocio brilla por su ausencia. De ahí que preparemos oposiciones y decidamos ser funcionarias; sabemos que, en ese escenario, tenemos las de ganar por capacidad de trabajo y por las condiciones de igualdad. En todo lo demás estamos perdidas entre el techo de cristal que nos impide la promoción laboral y el suelo pegajoso de la culpa que nos mantiene adheridas a una superficie a la que sacamos brillo sin descanso. Y, así, podemos reflexionar a la vista de las entrevistas realizadas que

«el que dejé con fiebre en casa al irme a trabajar es mi hijo, el que me pide que le pague la deuda con hacienda es el hombre de mi vida, el que me roba de la cartera es mi adolescente favorito y el que me hace centrarme en su persona y descuidar a mi madre indefensa es mi padre».

No va a ser fácil que nos entrenemos para romper techos de cristal porque son ladrillos de pavés puestos a conciencia por un maestro de obras con mucha destreza: el patriarcado. Tampoco vamos a limpiar la sustancia pegajosa que nos adhiere la suela de los zapatos, con tacones imposibles, con cuñas aparentes o con plataformas profundas, pero siempre frenándonos las pisadas. Aunque hiciéramos esos talleres neoliberales de «emprendimiento activo», no saldríamos de pobres porque nuestra epigenética es aprendida y, como se dice en México, al que nació para tamal, del cielo le caen las hojas. Por determinista que pueda parecer, es la cultura, y se puede cambiar para que deje de oprimirnos.

Las mujeres en la década de los sesenta que consulté para este análisis refieren grandes renuncias por petición de los hijos o del marido, que gana lo suficiente para que «tú no tengas que trabajar», pese a que habían estudiado para tener su independencia y no estar con un hombre al que no querían. Sin embargo, se prepararon y cuando tuvieron que elegir, se quedaron con su rol de madres abnegadas y con la frustración de que las cosas podrían haber sido de otro modo. El mundo se divide entre quienes disfrutamos de las historias de pobres, desfavorecidos varios con alas de colibrí, y quienes solo parecen admirar las vidas de los triunfadores hechos a sí mismos, selfmade men