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En este libro el lector sólo encontrará mi visión llena de asombro ante la vida y la muerte, cosechada en unos días de verano en el puerto Huasco, y plasmada en algunas fotografías, breve destello de eternidad congelada, reflejadas como textos en esas gotas de rocío poético que los japoneses supieron inventar.
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Huasco es un pequeño puerto, ubicado en la desembocadura del río homónimo en el océano Pacífico, en el seno de la provincia del mismo nombre en la región de Atacama, en el llamado Norte Chico de Chile. De tranquilos orígenes diaguitas y changos, con el pausado paso de corsarios, sequías, maremotos, guerras, aluviones, piratas, terremotos, episodios del Niño y años se convirtió en un pequeño fondeadero colonial abocado a la exportación de cobre.
Y así fue como el siglo XX vio a la minería convertirse en el fatal hado de Huasco, con la construcción de los muelles mecanizados de Guacolda I y II, la Planta de Pellets, las vías férreas subsidiarias, el Puerto Las Losas y las consabidas centrales termoeléctricas, sempiternas devoradoras de petcoke. Con la industrialización habrían de llegar los sindicatos, la polución, la electricidad, el trabajo renumerado, la contaminación, enfermedades nuevas y un cambio en la vida diaria al ritmo de los turnos.
Mis abuelos maternos son huasquinos de pura cepa. Por esa razón hijos, nietos y biznietos suyos llegan todos los años a veranear a Huasco Puerto que ni siquiera es un balneario sino un puerto industrial. Sin embargo y quizás por eso mismo, tiene ese encanto de pueblo chico de provincia en el cual no pasa nada, nunca, jamás.