El jamón del sándwich - Le Vieux Coq - E-Book

El jamón del sándwich E-Book

Le Vieux Coq

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Beschreibung

¿Hasta dónde se pueden extender los límites sin darse cuenta que ya se es un ser marginal?

Esta novela existencialista y coral, rebosante de liminalidad, lo llevará a perderse en calles y bares de una ciudad parecida al Santiago que todos conocemos, poblada de seres solitarios, descarriados y tan nuestros, de mano de tres narradores en un recorrido lleno de borracheras, hipertextualidad y mitología donde encontrará princesas, la demostración de un teorema, un sapo, muchas preguntas, una osa, dos asesinatos, una grulla japonesa, pocas respuestas, varias sorpresas, un programita en COBOL, un toro e infinidad de yeguas, sin contar mucho alcohol, sexo y drogas.

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El Jamón del Sándwich

Le Vieux Coq

Editorial Segismundo

Dedicatoria

Αφιερώνω αυτό το έργο στην Ἑκάτη. A Gonzalo Garcés, Pues en su taller, “La Ciudad y las Palabras”, Empezó todo. A Facebook®, Por su voyerismo ontológico. A mis exes Sin cuyas ausencias Nunca podría haber contado Estas historias. A mis maestros:William Gibson, Erica Jong, Michel Houellebecq,Muriel Barbery, Ernest Hemingway, Françoise Sagan,Alberto Moravia, Jorge Luis Borges, Albert Camus, Abelardo Castillo, Marguerite Yourcenar yEdgar Allan Poe, Por sus palabras.

Leguleyadas

Los nombres de los personajes han sido cambiados para proteger a los culpables. Cualquier parecido con la realidad es una casualidad totalmente improbable y absolutamente a propósito. El autor no se hace responsable por los dichos de los personajes, pues éstos son lo suficientemente grandes como para defenderse solos. El autor también se reserva el derecho de estar o no de acuerdo con las expresiones vertidas por los personajes. Ningún animal fue muerto, herido o dañado durante la escritura de esta novela, con la obvia excepción del propio autor.

Agradecimientos

¡Gracias!

Pregrafe

No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Oliverio Girondo

Homo dramatis personæ

IDENTIFICATION DIVISION.

Ho! Ho! Ho! To the bottle I goTo heal my heart and drown my woeRain may fall, and wind may blow.And many miles be still to go…But under a tall tree will I lieAnd let the clouds go sailing by.J.R.R. Tolkien, The Fellowship of the Ring

Marco, divorciado en primeras nupcias, padre de una hija e ingeniero en sistemas digitales. Exitoso empresario de la informática, con su propia empresa de desarrollo de sistemas transaccionales en tiempo real, habiendo logrado su oficina-esquina, parcela de agrado y

bimmer

antes de los cuarenta años. Trabajólico por escapismo, soltero por huevón y parapentista por entretención. No tiene relación estable con ninguna tipa, salvo su madre, con Alzheimer (DSTA

[1]

), a quien cuida. Es un virtuoso de la BlackBerry™, siendo capaz de hablar mientras escribe mensajes inconexos.

Pancho, físico teórico dedicado a unificar a la magnetohidrodinámica con la mecánica estadística aplicada a la materia bariónica, nunca casado y sin hijos. Sibarita empedernido, amante serial, racionalista impenitente, alcohólico por convicción, cocinero por amor, andinista por casualidad y cletero por causalidad. No usa celular, por esnobismo, pero nunca sale sin su Ultrabook™ a cuestas en la mochila.

Pablo, alias el

Sensei

, ingeniero especializado en compiladores, intérpretes y protocolos esotéricos, generalmente obsoletos, BSC

[2]

por ejemplo, separado legalmente una vez y otras dos

de facto

mediante el método de las zapatillas. Una hija de cada relación de largo plazo; todas viven en su casa. Educa y mantiene a las seis. Tiene úlcera en el estómago. Teísta, verde por obligación, prefiere el

Himlagott

de Kobbs™. Lector omnívoro por gusto. Es el genial inventor de la mudanza hormiga. Sólo usa celulares con Android™.

Mauro, médico psiquiatra en el HUAP, extraña y felizmente casado en segunda instancia con una ingeniera. Un hijo del primer matrimonio y dos hijas del segundo. Iconoclasta por tradición, irreverente por joder y comunista por derecho divino. Vivió el exilio en Francia en donde aprendió a beber, tirar y cocinar. Perfecto ejemplar de la subespecie

Machista leninista chilensis

. Usa iPod®, iPhone®, iPad® y MacBook Air®.

Juan, el narrador, o sea, yo, ingeniero en computación, aunque trabajo como informático en un importante Banco de la plaza manteniendo la componente OLTP, implantada en Tuxedo™, del

Core

, escrito en COBOL a principios de los tiempos modernos, divorciado, con dos hijos en la Universidad, uno en periodismo y el otro en psicología y, por último, soy un alcohólico conocido, porque no me da para ser anónimo. Llego a cada fiesta con una polola nueva, cada cual más loca que la anterior. Perdí mi brújula hace algunos años y la sigo buscando, junto con mis canicas, la fe, los anteojos y el maldito celular.

[1] Nota del Editor: Demencia Senil de Tipo Alzheimer (DSTA).

[2] Nota del Editor: Binary Synchronous Communication (BSC), un protocolo half-duplex, orientado al carácter, anunciado en 1967 y descontinuado en 1987 por IBM, aunque sigue ampliamente en uso hoy en día.

Femina dramatis personæ

DATA DIVISION.

En la tierra seremos reinas,y de verídico reinar,y siendo grandes nuestros reinos,llegaremos todas al mar.Gabriela Mistral, Tala

Ximena, psicóloga, amante de varios otros, separada de un psicoanalista, con un hijo adolescente. Resignada de y superada por la vida, acoge con una fiesta a todos los hombres que la marea bota en su puerta, pues es una verdadera cambowarrior de clóset, eternamente agradecida de cuanto macho se le cruza. Trabaja como Gerente de RR.HH. de una gran empresa de

Retail

, sublimando así sus energías y logrando ser muy exitosa profesionalmente. Como buena viuda de la democracia, oscila caóticamente entre el nihilismo contumaz y el

New-Age

absolutista, logrando mezclar sin contradicciones conceptuales; los ángeles, los

chakras

, los cristales, el Inti y la

Qabbaláh

. Suele usar sandalias de sisal, con tacos de ¾ y cuentas de colores. En invierno las cambia por botas Hush Puppies®.

Andrea, secretaria, divorciada, sin pareja estable, y una pareja de hijas adolescentes que tampoco lo son. Niña buena, tan buena que es tonta de buena. Se casó virgen con un ingeniero que nunca la tocó antes del matrimonio, ni después, pues era eyaculador precoz y gay pasivo. Bueno, la tocó dos veces. Supo de los orgasmos al poco tiempo de irse de la casa con sus hijas. Todavía está preguntándose por la razón del fracaso de su vida. Anda en esa misma vida con zapatos tipo reina, de taco grueso, y si ésta toca en invierno, usa botas negras de taco bajo.

Carolina, ingeniero comercial, ejecutiva de un banco de la plaza, separada, dos hijas de dos hombres distintos.

Superwoman

encadenada a su deber-ser, ergo siempre impecablemente vestida. Malabarista, manteniendo en el aire su éxito profesional, la protección de sus hijas, el orden de la casa y su cuidada apariencia. Madre taxista obsesionada por cumplir con todos, menos con ella, pues no tiene ni tiempo de preguntarse si es feliz, aunque bien sabe que ella se merece muchas más cosas de la vida y las sigue esperando. Mientras tanto, usa chalas con pulsera en verano y botas cortas de gamuza en invierno.

Paulina, relacionadora pública, católica, más aún, schönstattiana, divorciada después de quince años de martirimonio, con dos hijos grandes. Niña de buena familia, con apellidos de nombres de avenidas y calles, fracturada entre su entrañable rebeldía y su insidiosa conciencia de clase, pues a pesar de sus intentos de escapar, no deja de ser niña cuica. Disfruta de ser el escándalo de la familia, claro que le duele, pero siempre digna, como se debe. Obviamente, sólo usa zapatos extranjeros de marca, sin obstar el clima.

Vania, la narradora, o sea, yo, abogada, exitosa, dueña de mi propio bufete, soltera, sin hijos, disfrutando de la fantástica posibilidad de nuestra época de sentir como mujer y comportarse como hombre. Soy una guerrera asumida y orgullosa de mi condición. Tengo dos padres vivos, conservadores y entrometidos. Uso mocasines o botas altas, con tacos ¾, según me da la real gana.

De los cepillos de dientes…

PROCEDURE DIVISION.

Hoy recuerdo la tarde en que le vendí mi alma al Diablo(era miércoles y llovía elefantes)Tito Matamala

El cielo sobre la ciudad tenía el color de un televisor, sintonizado en un canal muerto. Un opresivo gris milico como cielorraso. Un día de agosto, sin sol ni lluvia. Sólo un gris que desteñía en todas las cosas y en todos los actos de este día de invierno. Las palabras mismas adquirían la viscosidad propia del plomo fundido.

—Al comienzo fue un simple cepillo de dientes, —dijo Marco—, un puto cepillo de dientes —con rabia contenida en su voz.

—Sí, siempre te dejan un cepillo de dientes. Te las tiras más de tres veces, después te dejan el cepillo de dientes en el baño como quien clava una bandera en una cumbre —añadió Pancho sorbeteando paulatinamente su amarga cerveza.

—Después siguen con el resto; toallitas, champús, cremas, rouges, bálsamos, polvos y cuanta huevada más usan las tipas. Ni te das cuenta y ya se han apropiado de tu baño —prosiguió Marco.

—El paso siguiente es cuando te dejan calzones limpios, sólo porsiaca, en un cajón de tu cómoda, al lado de un par de baby dolls y sostenes. No te percatas de nada, pero estás completamente invadido —siguió contando Pancho.

Pablo, nuestro Sensei, silencioso como siempre, desde la punta de una de las dos mesas de plástico rejuntadas, gracias a nuestros auspicios, bajo el gran toldo rojo que cubría la vereda frente al bar, habló:

—Ha de ser un comportamiento territorial, como cuando los perros te mean el árbol para indicar que es de su espacio personal y así lo marcan. Ellas dejan un cepillo de dientes para marcar el suyo —provocando una incómoda carcajada general de asentimiento—, por suerte no te orinan —precisó, causando más risas estrepitosas, casi histéricas.

Un mayoritario sorbo de cerveza acompañó la muerte de una puta y Marco continuó: —Una vez terminé con una tipa con la cual había pololeado más de dos meses. Tuve que hacer tres viajes en auto a su casa para devolverle todo lo que había ido dejando en la mía. Nunca supe cómo lo hizo, eso de ir dejando tanta huevada sin que me diera cuenta.

—En mi taxonomía personal y privada, esa es la mujer líquido —explicó el Sensei—, la mujer líquido capilar, pues se inmiscuye en todo sin que te percates. Se infiltra en tu casa, que es lo de menos, y en tu vida, que sí importa. Poco tiempo después, ella ha permeado todos los actos que constituyen tu diario quehacer. Ella está en todo, participa de todo y termina siendo todo. Ya no puedes sacártela de encima porque es parte de ti y te encuentras mojado de pies a cabeza por ella. No puedes vivir sin ella y nunca lograrás entender cómo lo logró. La única solución es la amputación antes de que la gangrena se propague. O, quizás, la lobotomía para seguir viviendo con ella.

Por un instante dejé la triste contemplación de mi schop de Torobayo®, el tercero o cuarto, no lo sé y no me importa, para hacer un atrasado aporte a la conversa: —Yo los uso para hacer instalaciones. En una época tenía pegada en la pared de mi ducha una esvástica hecha con cepillos de dientes heredados de varias minas como recuerdo de su ausencia. Las nuevas a veces preguntan por esa instalación y otras veces simplemente comentan lo original que era. Ni sospechaban que su cepillo sería usado en una instalación futura —Risitas surtidas y apreciativas acompañaron el comentario—. Es mi protesta silenciosa en contra de su opresión de género…

El Sensei me miró con un brillo de complicidad en sus ojos húmedos y dijo: —Yo tengo todo un lote en la cocina y los uso para limpiar. Son muy útiles para sacar las manchas de té de las tazas—. Él, taxativamente, era el más maniático de la limpieza de todos los presentes, cosa no muy difícil en un grupo de cuarentones, tirando a cincuentones, todos separados, además de ser un fanático de los tés. De hecho, era el único de las dos mesas del Bar Las Lanzas® con un té en su mano, verde obviamente, o-cha como dice él, en vez de la sempiterna cerveza de todos nosotros. Pero claro, no era por gusto, sino para no morirse. No podría volver a tomar nunca en su vida una cerveza, así que rumiaba recuerdos de borracheras pasadas en el fondo de sus tazas de té. Una más de las indignidades de la medicina moderna.

—Siempre me felicitan por lo limpio y ordenado que tengo el apartamento, que hasta uso cepillos de —Siempre me felicitan por lo limpio y ordenado que tengo el apartamento, que hasta uso cepillos de

Otra nerviosa carcajada siguió al relato.

Marco hizo un movimiento como para erguirse en su silla y siguió contando sus aventuras: —Cuando me separé me fui a vivir al trabajo. Tengo ducha en el baño de la oficina y a la noche instalaba una colchoneta sobre la mesa grande, esa que está en la sala de reuniones para clientes, y dormía allí. Me levantaba temprano y trabajaba hasta tarde. Vivía del delivery de pizzas o del chino que está a la vuelta de la esquina. Las tipas se apiadaban de mi condición que ni te cuento y se ponían muy tiernas, protectoras, maternales, pero no tenían dónde dejar su cepillo de dientes. Nunca, ninguna dejó nada, de hecho. Viví así un poco más de un año. Fui muy feliz.

—¿Por qué te fuiste entonces? —preguntó Pancho—. ¿Qué pasó?

—A mi madre le dio Alzheimer, así que tuve que comprarme la parcela, mandar a hacer una casa con los cuidados específicos, traérmela, contratar gente para que me la cuide de día y yo estar con ella todo lo que se pueda de noche y los fines de semana. Como soy hijo único, era la única opción para ella.

—¿No era más simple comprar un apartamento? —indagué.

—Sí, capaz que sí, pero ella es del campo. Sus pocos recuerdos son los de su niñez en el patio trasero jugando con las gallinas. Pensé que era lo mejor que podía hacer por ella, devolverla a su infancia para sus últimos años —confesó Marco.

—Mmmm… si tú lo dices —gruñí a modo de respuesta mientras pensaba en la fortuna de quienes beben un triste olvido en el río Leteo. En cualquier caso, es mucho mejor que ahogarse en las dolorosas aguas del Aqueronte…

—¿Y ahora ellas dejan el cepillo de dientes para que lo usen las gallinas? —insistió jocosamente Pancho.

—No. Hasta allí no más me llegó la felicidad, pues las tipas dejaron de compadecerse de mi persona.

—¿Ni siquiera esa secre que anda detrás de ti desde siempre y hasta antes de eso? —inquirió Pablo.

Marco esbozó una sonrisa equívoca: —Ni siquiera ella. La verdad es que no la entiendo, porque cuando me acerco me rechaza y cuando me alejo, esa tipa hace todo lo contrario.

Creo que fue en ese punto en donde dejé de escuchar la conversación y me sumergí en la melancólica contemplación de mis recuerdos en las abismales profundidades de mi cuarta, o quinta, Torobayo®.

La cerveza es maravillosa, y en ese particular momento, mucho mejor que el café. Cierta gente puede ver el futuro en el fondo de una taza de café. Quizás sea así, pero cada vez que yo lo he intentado, mi futuro es negro. Muy negro. Por eso prefiero la cerveza, pues bajo la capa de giste puedo ver futuros más claros, albos, diáfanos. Futuros llenos de burbujas de movimiento, de emoción. Tras muchas cervezas me pongo a mirar las burbujas que suben por el pálido ámbar y me imagino el futuro. Es un acto hipnótico. Un acto mágico. Lo peor, es que funciona. Por eso, la cerveza es mucho mejor que la televisión.

Descubrí el truco una vez tras un día realmente difícil en la pega, por culpa de un maldito subsistema de cartera vencida que rehusaba tenazmente dejar de arrastrarse por el piso, muy a pesar de todas mis sabias imprecaciones en muchas lenguas humanas e inhumanas, cuando fui a un bar a tomarme unas chelas para relajarme. Después de varios schops mirando distraídamente las burbujas en su loca carrera hacia su muerte superficial, mientras pensaba en mi propia pugna profesional, propia loca carrera hacia el frívolo fin, descubrí el truco de ver el futuro en un vaso de cerveza; un futuro blanco espuma en vez de negro sarro. Fue como descubrir el sentido de la vida, el universo y todo lo demás.

La burbuja cervecera como símil de la existencia, en su inútil carrera mortal. Todo un concepto. Cada burbuja, una vida. Un schop, una familia, un curso del colegio, una empresa, una comunidad de personas. Ver cómo cada burbuja se abre camino hacia su muerte, cómo se cruzan con otras burbujas, igual de desesperadas, cómo pareciera que cada burbuja tratara de ganar la carrera, la descontrolada carrera hacia la nada. A veces me imagino sus patéticas vidas de burbujas, sus amores de burbujas, sus pesares de burbujas, sus logros de burbujas. Las burbujas tienen algo de fascinante, algo mágico, perfectas en su esférica existencia, sin límites en la diminuta superficie de su finita geometría, sin embargo, tan pasajeras, tan breves, tan efímeras…

Cada schop es un mundo, un universo, lleno de vida burbujeante, escenario de míseros dramas de burbujas, de la comédie des bulles. ¿Cuál será el afán de las burbujas? ¿Qué soñarán en sus sueños de burbujas nadadoras del líquido ámbar de su pequeño cosmos?

Hasta el amargo de la cerveza sabe mejor que el del café. Esta chela en particular llenaba mi boca de espuma con un leve amargor y mucha carga frutal a naranjas y duraznos, además de tostado y caramelo, equilibrando el paladar con sus aromas. Encima de su refrescante sabor, una cerveza sirve para ver lo que pasará, lo que no ha pasado ni pasará, lo que pudo haber pasado y hasta lo que pasó. Pasado y futuro nadando en el fondo de un schop. Sueños que realmente soñé antaño, sueños recordados, recuerdos inventados.

Me sumergí en el pasado, en mi pasado, en el ámbar de la contemplación del recuerdo de un hermoso cepillo de dientes, de mango azul como el cielo, como los ojos azules de mi ex-mujer, como cualquier cosa azul y transparente en este portentoso mundo. Empero, no era el de una mina. Era el mío. El que usé la primera vez, durmiendo con ella. Ese cepillo me dolía. Todavía lo tenía, metafóricamente hablando, claro está, atravesado en la garganta. En mi noche de bodas, muy a pesar mío, lo había usado. Aquella triste noche había sido castrado con un cepillo de dientes, nuevamente como figura metafórica, claro está. El mío. Fue la boda perfecta. Con una tremenda rubia alta, de una buena familia, más que acomodada, mitad inglesa y mitad vasca, buenos apellidos vinosos; la rubia trofeo. Habíamos pololeado un poco más de tres años. Estaba enamorado hasta las patas. Todo fantástico. Teníamos decidido aprovechar la fiesta, por lo que nos retiramos pasadas las cinco de la mañana. Llegamos a la suite del hotel, y yo caliente, traté de pasarla por las armas apenas llegado. Grave error. Muy grave. Primero me mandaron a lavarme las manos, después a ayudarla a quitarse el corsé, entendible por lo demás. La hora sacándole pinches del pelo fue demasiado. Pero, lo que colmó el vaso fue cuando, ambos desnudos, insistió en que no pasaría nada de nada si no me lavaba los dientes. Mi sueño romántico hecho realidad. ¿Qué pasó con el deseo? ¿Con la lujuria? ¿Con la locura? Peleamos un rato. Luego, cedí, me fui a lavar los dientes y a poner el pijama. Pasé los quince años siguientes cediendo. Debí de haber guardado ese cepillo de dientes y encuadrarlo para la posteridad de mis nietos como lección ejemplificadora, con moraleja y todo el discurso.

Mi schop estaba vacío. Levanté mi brazo derecho en un movimiento parecido al aleteo de un ahogado en un tumultuoso río infestado de demonios y pedí otro schop de Torobayo®, pues era la única reacción sensata. Una mesera llegó presurosa con mi cerveza. Vestía una polera de un rojo Campari® y un pantalón color negro túnel en una noche sin luna, cubierto por el clásico delantal de su oficio, del mismo negro. ¿Mirista o Nazi? Que me perdone Stendhal, pero no pude decidirme.

—Y cuando arrendé un apartamento —estaba contando el Sensei—, lo primero que me compré fue una de esas típicas mesas de terraza y la puse como mesa de centro.

—Obvio, son las más baratas —atestiguó Pancho en medio de una risa general, pues todos habíamos hecho lo mismo, comprarse una mesa de terraza como primer mueble en el primer apartamento recién separados. Yo también. Era lo lógico. El LED gigante en la pared del dormitorio para poder quedarse zapeando los quinientos canales del cable toda la noche hasta tener calambres en el dedo gordo, era el segundo paso. El refrigerador para las chelas y restos de pizza era el tercer y último paso lógico. La vida de un separado está compuesta por pequeñas alegrías simples, tal como quedarse dormido a la hora del ñaupa en la cama con el control remoto del cable en la mano sin que nadie se enoje.

—¿Antes o después de comprar el mantel, los platos, los cubiertos y los vasos en CasaIdeas®? —indagó en tono irónico Marco.

—Antes, indiscutiblemente, pues así sabía el tamaño de mantel a comprar —respondió el Sensei.

—¿Antes o después de la elíptica? —pregunté.

—Después fue, claro que la huevada esa sólo me sirve para colgar la ropa cuando llego de la pega o de un carrete —confesó Pablo, con una lenta mirada de izquierda a derecha, como si alguien fuera a atreverse a reírse de él, cosa poco probable pues todos teníamos el mismo tipo de colgador de vestuario en nuestros respectivos dormitorios como una muestra, varada en la triste realidad, de una ilusa veleidad de hacer ejercicio y mantener un semblante de estado físico.

No sé si era por la concentración etílica de los presentes, pero un cierto patrón emergía en el proceso. Primero el asunto de los cepillos de dientes, después la mesa de terraza como mesa de centro, CasaIdeas®, la elíptica-colgador, etc. Ni hablar de que casi todos éramos ingenieros, maduros, por no decir viejos; divorciados, separados o arrancados, y que a las cuatro de la tarde de este fatídico miércoles estábamos en el Bar Las Lanzas® ingiriendo insignes cantidades de cerveza. Al final, me daba lo mismo, pues lo importante era encontrar, desesperadamente, un patrón en el caos de esta vida. Hallar una arquitectura, un orden, una estructura, alguna huevada que te dé cierta seguridad o, por lo menos, cierta ilusión de seguridad. Con la ilusión basta. Pero tiene que ser una buena ilusión. Una que me pueda creer. Qué lata eso de ser racionalista y no creyente. En ese momento me habría encantado tener fe, creer. Pero no podía. No, no puedo tener fe, fe en lo que sea más allá de mi insobornable lucidez, pues esa misma lucidez me lo impide. La fe en algo es útil, le da estructura a la vida, permite apoyarse en algo, volviendo el peso de esta existencia soportable. La importancia de la fe reside justamente en eso, en dar confianza, en dar seguridad, en servir de muletas. En dar con un orden al cual atenerse, del cual colgarse, bajo el cual cobijarse, al cual abrazar. La fe es la ortopedia del alma. Siempre he admirado a la gente que tiene fe. A su seguridad ante la vida. Una seguridad inquebrantable. A prueba de fuego. A prueba de cualquier evidencia o de la lógica misma. Una seguridad inoxidable. Que no se pueda mellar. Nunca pude tenerla. Nunca pude hacerlo. Quizás, los jansenistas hayan tenido razón y estoy predestinado a la condenación por no haber recibido mi cuota de gracia eficaz. Tengo demasiada confianza en la lógica. En el poder del raciocinio. Cuando me pintan cuentos maravillosos, inmediatamente encuentro en dónde se está descascarando la pintura. Sin siquiera buscar, me salta a la mente la falla, el error, la inconsistencia, la pifia, el bug. Francamente, era una deformación profesional. Quizás sea más fácil ser tonto en la vida y aceptar las explicaciones simples y negarse completamente a ver los hoyos en la pared. Pero, para mí, es negarse a ser uno de esos. Negarse a ser un ladrillo en la pared. Just a brick in the wall. Pero, is a hole a missing brick? Or, is a brick a missing hole? ¿Qué seré yo? ¿Un hoyo o un ladrillo? ¿Un ladrillo en busca de un hoyo? ¿O al revés? ¿Importa? No. Lo único que importa es el hoyo dentro del ladrillo. Eso, soy un ladrillo hueco que sólo desea ser un ladrillo normal sin que los demás ladrillos jamás se den cuenta. Pertenecer a la pared sin sobresalir. Ser un ladrillo normal, al fin y al cabo, un ladrillo común y silvestre. A veces lo logro. Logro que los demás no lo noten. Que no se den cuenta de que no soy como ellos. De que soy un ladrillo distinto, fuera de la norma de los ladrillos. De que, por más que trate, no soy como ellos. De que nunca lo seré, pues nunca he podido alcanzar el Nirvana de la imbecilidad. La paz de la estulticia supina. Lo disimulo y hago como que lo logro. Incluso puedo hablar en público de fútbol, farándula o de alguna de esas actividades para retardados profundos, bradipsíquicos endémicos y tarados imperecederos, pero todos sabemos que es sólo un acto. Una performance. No es una solución al problema. Sólo un vano intento de camuflaje. Un mimetismo fallido. Más insidiosamente, quizás la solución sea dejarse sobornar por la fe, a cambio de la redención de la necedad. Quizás sólo la estupidez nos redime en esta tierra y nos entrega la felicidad. ¿Cómo se llamaba la novela francesa con ese argumento? Sólo los estúpidos, tontos e imbéciles pueden ser felices y heredar el paraíso. Les Pianos Mecániques si mal no recuerdo. Alguna seductora fe. La que sea. Algo en qué creer ciegamente; Allah, los tallarines lacios, el Kike Morandé, el Colo-Colo®, el Kelly Bag de Hermès™, Yehová, Lady Gaga, el Trauco o los helados de pistacho. No sé. Cualquier cosa. Los gringos lo logran. Tienen iglesias de las cosas más increíbles, desde los mormones hasta los cienciólogos, pasando por todos los sabores inimaginables y algunos más, de cristianismos surtidos y revueltos. Manifiestamente creen en cualquier cosa. ¿Por qué yo no lo logro? Por ese detalle del cartesianismo como metodología de pensamiento. ¡Fantástico! Soy un ladrillo racional y hueco, que no logra pertenecer al universo de los ladrillos normales del pensamiento mágico. Al mundo de los ladrillos perfectos, de dimensiones normadas, impecablemente acoplados a los otros ladrillos de la pared, precisamente horizontal y vertical a la vez; ladrillos rectangulares, funcionales y felices, bien alineados con la plomada. ¿Por qué no puedo? Quizás ni sea ladrillo. ¿Quizás sea un canto? Y ni siquiera un canto de ángulos rectos, sino uno de esos que usaban los Incas para construir sus muros. ¡Esos sí que eran muros! Hechos sin escuadra, nivel o cincel; cada canto distinto, llenos de ángulos agudos, obtusos, y todos juntos lograban ser muro, rompiente de los siglos. Hoy construimos paredes desechables de ladrillos estandarizados que no resisten los eternos escalofríos de nuestra cordillera, columna vertebral de América. Paredes normadas en las cuales un ladrillo defectuoso no tiene cabida. Pero, entonces, si la racionalidad no es el camino, ¿por dónde ir? ¿A qué lugar dirigirnos? El poner trenes en la pared para mirarlos tampoco tapa los hoyos, pero, por un rato, los esconde. ¡Sí! Quizás esa sea la vía. La solución a no ser estúpido es estupidizarse, y si la fe no funciona, la farmacopea moderna sí lo logra. Unas pocas dosis diarias para aturdir algunas neuronas y matar a las demás. Sandez científicamente garantizada. ¿Por eso tanta gente se droga? ¿Para no ver la realidad? ¿Para esconder los hoyos en la pared? El suicidio colectivo de las neuronas como escape de la dura materialidad de la existencia. Una senda tentadora, seductora, la apoptosis de la inteligencia, la narcolepsia de la conciencia, pero al final es sólo un suicidio en cómodas cuotas diarias.

Súbitamente, llegando de todos lados a la vez, como un ruido de fondo sin origen ni destino, se escuchó el balido de incontables gargantas gritando goooooooooooooooooooooooool… ¿Algún partido de calificación para una copa? Como si alguna vez fueran a ganar algo. Me extirpé dificultosamente de mis pensamientos y volví a prestar atención a la conversación que sostenían mis amigos.

—Pero lo más complicado de vivir solo son las pequeñas cosas de organización —contaba el Sensei—, eso de lavar, planchar, ordenar, limpiar, barrer, etc. Es cosa de subcontratar a la nana la pega jodida y, sobre todo, de no ensuciar ni desorganizar el apartamento—, con ese tono de voz que da la experiencia de muchos años separado, varias veces, tres veces exactamente, y con tres hijas de tres exes distintas viviendo con él. Todo un desafío a la organización y a la alimentación.

Me acordé de mis propias experiencias, sacudí la silla de mi cuerpo, sólo un poco, terminando algo más erguido y dije: —Sí, pero tienes que pagar el noviciado, con el agravante de que nunca tu madre te crió para estos menesteres caseros. Cocinar está bien para un hombre, pero limpiar, trapear, baldear. Ni cagando. Nadie nunca te enseñó a hacer eso. Y cometes todos los errores posibles. Todos… Debiese de escribir un librito al respecto. Algo así como un Manual de Instrucciones para el Hombre Recién Separado, con todas las papas del oficio. Se vendería como pan caliente. Se los aseguro.

Marco indagó: —Ya pus, danos un ejemplo huevón.

Lo miré con una de esas miradas que se pierden en el infinito dejando a tu interlocutor transparente como la más diáfana de las mañanas en el Desierto de Atacama y proseguí: —Cierta noche de jueves tuve la genial idea de lavar mis camisas para que así la nana llegara en la mañana del viernes simplemente a planchar. No parecía ser una tarea compleja, poner la ropa dentro de la lavadora nueva, poner el detergente en la cajita para detergente y el suavizante en la cajita para suavizante; no le puse cloro porque en esa época todavía no había aprendido a usarlo; cerrar el todo y jugar con los botones de estas cagadas modernas que tienen más pixeles, CPU y RAM que mi primera computadora y listo. Pero faltó una simple instrucción: asegurarse de que la manguera del desagüe salga, justamente, a algún desagüe, porque a las dos horas cuando, en un intermedio de comerciales, me levanté a buscar una lata de cerveza, la cocina y la lavandería tenían unos cinco centímetros de agua por todos lados. Y un agua negra hedionda: una mierda líquida. Tuve que buscar esa huevada que usa la nana para baldear y estrujar el agua sucia. Para hacerla corta les contaré que fueron casi cinco horas trapeando de noche, que saqué nueve baldes de agua, con treinta y tres trapeadas por balde, lo que me dio algo así como doscientos noventa y siete trapeadas en todas esas horas, o sea, prácticamente una trapeada por minuto. Terminé hecho mierda, cansadísimo, con dolor de espaldas, las patas heladas como pingüino y, además, sintiéndome un pobre huevón, porque cómo es posible que ni sepa usar una lavadora de ropa. Pero lo peor fue que de allí en adelante me quedó gustando aquello de trapear pisos. No sé, pero le encontré algo relajante a eso de repetir siempre el mismo movimiento. Quizás me falte inventar un mantra para baldear los pisos y así alcanzaré el Nirvana. Eso sí, nunca supe por qué la manguera del desagüe no estaba en su sitio…