Discapacidad en primera persona - Luciana Mantero - E-Book

Discapacidad en primera persona E-Book

Luciana Mantero

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Beschreibung

Visibilizar a las personas con discapacidad era solo una expresión de deseo en la década de 1950. Jacqueline de las Carreras fue una pionera en esta labor desde Fundación Par, tanto en la Argentina como en el mundo.   A pesar de que una poliomielitis la obligó a depender de su silla de ruedas, se desafió a progresar en todas las áreas de su vida y sorteó los obstáculos de su enfermedad y su época con audacia, coraje y resiliencia.    Luciana Mantero, periodista y autora, narra la historia de esta mujer que no solo resultó un ejemplo de superación, sino que también transformó otros destinos incentivando a cada persona con discapacidad a ser una más en la sociedad.

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@editorialelateneo

Si no está en tus manos cambiar una situación que te produce dolor, siempre podrás escoger la actitud con la que afrontes ese sufrimiento.Viktor Frankl

Pies, ¿para qué los quiero si tengo alas para volar?Frida Kahlo

Prólogo

El presente libro narra la vida de una mujer quien, junto con otros, trazó un camino sobre el cual se construyeron las bases de muchas de las políticas públicas vigentes para las personas con discapacidad en nuestro país. Lo hizo dejando huellas imborrables, resultantes de grandes luchas por visibilizar la problemática de estas personas y sus necesidades para alcanzar una vida plena.

Como dije en mi charla TEDx (titulada Discapacidad, poder distinto, y que puede verse en YouTube), en ocasiones “la discapacidad es un espejo en el cual nadie se quiere ver”. Visibilizarla es justamente romper con esa lógica de negación, para iluminar una realidad que, aunque no parezca, nos atañe a todas las personas.

A través de su historia, Jackie muestra de qué modo la autodeterminación y la resiliencia de alguien pueden transformar las situaciones más adversas de la vida, y capitalizarlas para convertirlas en grandes aprendizajes. Todo esto hace de este libro una lectura imprescindible para las personas que transitan situaciones similares y para las instituciones dedicadas a trabajar con este tipo de población. No obstante, para quienes no se sienten cerca de la discapacidad, este libro será la herramienta ideal para aprender sobre ella y trabajar en una verdadera inclusión.

En mi caso, este libro me interpela por dos motivos: por un lado, tengo discapacidad motriz, llamada parálisis cerebral, y por otro, trabajo como psicopedagoga en un colegio y en mi consultorio con pacientes con diferentes discapacidades. Desde allí es que considero que cada persona y cada familia atraviesa dicha situación de la manera que puede, que varía según la personalidad y el contexto. Pero lo que es cierto es que, en todos los casos, siento que este libro puede marcar un hito histórico en la vida de cada una/o.

Junto con una personalidad y un humor característicos de Jacqueline, el libro narra de qué manera su familia y amigos, al igual que sucede en otros casos, la han acompañado brindándole sólidas herramientas para valerse por sí misma, dejando en claro que tener una discapacidad no es un impedimento para enamorarse, formar una familia, desarrollarse profesionalmente o “simplemente” ser feliz.

Por último, cabe destacar la gran labor y el importante lugar que ha tenido Fundación Par en la historia de la inclusión de personas con discapacidad en Argentina. Porque si hablamos de la autonomía de dichas personas, esta debe darse a través de la inclusión en los diferentes ámbitos de la vida: escuela, universidad, trabajo, espacios de recreación, etc. Respecto al ámbito laboral esto se logra, tal como se describe en el libro, por un lado, con acciones concretas que acerquen a las empresas a la realidad de la discapacidad y, por otro lado, capacitando e incentivando a los aspirantes al empleo a tener un rol activo para poder desempeñarse en un ámbito laboral competitivo.

Constanza Orbaiz

Constanza Orbaiz es licenciada en Psicopedagogía, conferencista. Tiene una parálisis cerebral que afecta su motricidad. En 2017 fue speaker en TEDxRío de la Plata, su charla Discapacidad, poderdistinto obtuvo un gran reconocimiento a nivel nacional e internacional. Participó del festival de Mentes Brillantes Puebla 2018 en México y en eventos de América Latina. Fundó y trabaja en el proyecto Desde Adentro, a través del cual brinda diversos talleres y capacitaciones, dando a conocer su mirada sobre la discapacidad, la diversidad y la inclusión.

Introducción

Seguramente la discapacidad te toca desde algún lugar: un niño cercano neurodivergente (con algún trastorno del espectro autista u alguna otra situación), un pariente mayor con alguna dificultad para caminar o entrando en una enfermedad degenerativa, un conocido con alguna cuestión de salud mental, una persona que siempre ves en la calle, quizás en silla de ruedas o con bastón blanco, un amigo que no oye bien. Aunque la discapacidad está invisibilizada, es parte de nuestra sociedad y se presenta de alguna forma u otra entre todas/os nosotras/os. Además de contar una historia apasionante, este libro habla de ello, y de cómo aceptar las diferencias.

Muchas veces lo distinto da miedo o incomodidad porque no nos sentimos preparadas/os para abordarlo y porque ponemos la mirada en lo que nos diferencia, en lugar de en lo que nos une. La protagonista de este libro se pregunta: “¿Por qué cuando hablamos de plantas y de animales celebramos la biodiversidad, nos maravillamos con aquello extraño o distinto, como un árbol retorcido o una especie nueva de mamífero o pez, pero entre los seres humanos nos produce miedo o incomodidad?”.

Este libro cuenta la vida de Jacqueline Caminos de las Carreras, una mujer que, luego de sufrir poliomielitis en 1951 a sus 14 años, vivió su vida en una silla de ruedas y se transformó en una de las principales activistas de los derechos de las personas con discapacidad en Argentina y en el mundo.

La poliomielitis es una enfermedad que ataca el sistema nervioso en el cerebro y en la médula espinal. En los años 50 dejó a millones de personas con distintos tipos de discapacidades (y causó un enorme número de muertes). Fue una de las peores epidemias en la historia de la humanidad. Se crearon dos vacunas y con el tiempo se volvió controlable, pero aún persiste en algunos países donde las dosis no son tan accesibles.

Jackie tuvo los medios para hacer una rehabilitación de excelencia. Esto le permitió vivir una vida plena y ver que otras personas con discapacidad también deben tener la posibilidad de desplegar los dones o capacidades que tienen más allá de su imposibilidad puntual. Y se puso en acción.

Para contar su vida la entrevisté durante muchos meses, durante los cuales también hablé con decenas de personas e hice una profunda investigación sobre el tema, algo que me tomó casi dos años. Algunas de estas conversaciones están mencionadas en el libro y las citas pertenecen a ellas, o a la bibliografía consultada.

Capítulo a capítulo, el libro va avanzando desde sus orígenes, en el seno de una familia de inmigrantes pioneros que llegó desde destinos humildes para hacerse dueña de gran parte de la Patagonia, su niñez y adolescencia en una familia aristocrática con las costumbres de la época, la epidemia y la amenaza de la muerte, su discapacidad y rehabilitación en Estados Unidos, la mirada social y el impulso y los obstáculos de quienes la rodeaban. Luego se yergue sobre una juventud de aventuras y romances por el mundo, la etapa de formar una familia, el despliegue de su activismo, la evidencia de las desigualdades y la creación de Fundación Par (organización que durante treinta y dos años marcó una diferencia en la vida de miles de personas y ayudó a cambiar el paradigma social que asociaba a la discapacidad con la imposibilidad y la dependencia), con todas sus dificultades. Concluye en el actual período de su vida como adulta mayor, en el que la vitalidad ha mermado, pero no el entusiasmo ni las ganas de vivir, en donde la profundidad de las reflexiones se ahonda, un momento en el que se puede mirar hacia atrás con más perspectiva, hacer un balance y agradecer.

Todas las vidas merecen ser contadas, pero hay algunas cuyo impacto potencial en otros puede marcar una gran diferencia. Esta es una de ellas. Es una historia inspiradora, de superación, de resiliencia, que invita a vibrar, a emocionarse, a involucrarse cada una/o desde su lugar para ayudar a los demás; a sentir que la vida vale la pena ser vivida, a derribar estereotipos.

Estar rodeadas/os de diversidad transforma la manera de ver el mundo, nos cambia como personas. Para lograr esto último no hace falta más que hacer ese clic y conectarnos con nuestra humanidad común con los demás. La chispa es ese “movimiento”, esa transformación interior que nos permite valorar, sin romantizar, lo distinto. Estoy segura de que este libro enciende ese fuego: como me pasó a mí al conocer a Jacqueline y a su ONG, saldrás distinta/o de este libro.

Esta lectura, como la vida de Jacqueline, es un viaje que mejora cuando se hace con el corazón en la mano. Con la promesa profunda y sincera de esta intención, las/os invito a recorrer un camino cautivante. Allá vamos.

Luciana Mantero

Capítulo 1Orígenes e infancia

Los orígenes: Los Braun Menéndez pioneros de la Patagonia

Jacqueline Caminos de las Carreras nació el 14 de febrero de 1937 en un mundo en el que la discapacidad era vista como una desventaja que teñía a toda la persona. Las llamaban pobrecitas, minusválidas, tullidas; Franklin Roosevelt era presidente de Estados Unidos en su silla de ruedas y, sin embargo, a la mayoría de las personas con discapacidad se las colocaba en el santuario de la lástima. Catorce años después de su nacimiento a ella le tocaría empezar a cambiar la historia en Argentina, y hacer su aporte en el mundo.

Desde el comienzo de su vida, sus orígenes fueron una impronta. Pertenecía a una familia poderosa en lo financiero y en lo político, una familia que construyó un imperio y contribuyó a desarrollar económicamente la Patagonia. Se dice de Jacqueline que es el cordón desatado de esa familia, pues nunca le temió a hablar del “lado B de la historia”.

Jackie, como la llaman, llegó a este mundo en el inhóspito, vasto y desértico paisaje del extremo de Sudamérica, en Punta Arenas, una ciudad portuaria del sur de Chile sobre el estrecho de Magallanes. Allí, donde golpea fuerte el oleaje del encuentro de los océanos Atlántico y Pacífico, la familia pasaba la mitad del año. Su abuelo Mauricio Braun y su bisabuelo José Menéndez eran dueños de gran parte de la Patagonia chilena y argentina, donde a finales del 1800 habían creado un latifundio ovejero, económico y territorial. Es la única chilena de la enorme tribu de sesenta y cuatro nietos. En el sur siente “la mitad” de su corazón y allí quiere que se esparzan sus cenizas.

Los Braun eran del territorio que hoy es Letonia (y que entonces era parte del Imperio ruso), los Menéndez, de España, todos parte de una ola inmigratoria sin precedentes.

Su bisabuelo José Menéndez había emigrado a los 14 años de un pueblo de Asturias, en 1860, escapando de la pobreza. Era el segundo de una familia de siete hijos y el más valiente; con su escasa educación se lanzó a la aventura. Pasó por La Habana, se quedó cinco años y recaló en Buenos Aires, donde consiguió trabajo en una ferretería naval. En 1875 la empresa lo envió a Punta Arenas, un páramo de vientos imposibles, a cobrar una deuda del dueño del principal comercio de ramos generales y mercante, Luis Piedrabuena. Menéndez vio en ese remoto paraje chileno perspectivas de desarrollo y progreso, en especial por su estratégica ubicación en la ruta marítima.

Como Piedrabuena resultó ser un deudor incobrable, negoció hacerse cargo del monto a cambio del negocio. Con su mujer, María Behety, de una culta familia vascofrancesa, con quien se había casado dos años antes, decidieron hacer pie en el fin del mundo.

Se afincó en Chile, pero nunca sacó los pies de la Argentina. Demostró con los años una habilidad asombrosa para los negocios y para la política. Después de pasar por varios rubros, se animó a la cría ovina, y consiguió tierras (que muy pocos se animaban a intentar hacer producir) en concesión. Hizo una fortuna y se fue expandiendo a toda la isla de Tierra del Fuego primero, y al resto de la Patagonia después.

Mauricio (o Moritz) Braun, el otro patriarca, venía de una familia inmigrante judía ashkenazi que había escapado desde su Letonia natal de los pogromos (los ataques antisemitas) de la Rusia zarista. Era niño cuando, en 1874, con sus padres (Elías y Sofía) y sus tres hermanos (Sara, Oscar y Ana), desembarcaron en Punta Arenas. Aprendió inglés de noche bajo la luz de la vela. Empezó con trabajos de dependiente en algún almacén (el de Menéndez primero y después el de la competencia: Manuel Nogueira). Fue ascendiendo a fuerza de capacidad, y ahorrando para emprender su propio negocio, que terminó de consolidarse en 1895, el día en que se casó con la hija de Menéndez, Josefina, la luz de los ojos de su padre. Antes se convirtió al catolicismo, como exigían las buenas costumbres.

La enorme fortuna se amplió con la muerte de su competidor Nogueira, quien se había casado con Sara Braun, hermana de Mauricio. La viuda contribuyó a las inversiones familiares.

Primero florecieron en los rubros ovino y marítimo en la isla de Tierra del Fuego. Allí chocaron frecuentemente con el pueblo originario ona (o Selk’nam), que era nómade. Los onas dieron pelea por la caza y el libre uso de las tierras, y fueron siendo desplazados hacia el norte. Algunos murieron en los enfrentamientos, otros por las enfermedades de los hombres blancos. Para mediados del siglo XX la tribu prácticamente había desaparecido.

A José Menéndez lo apodaron el “rey de la Patagonia” por la cantidad de tierras que había logrado concentrar. En 1879 creó la estancia San Gregorio. Años más tarde, juntos, suegro (José Menéndez), yerno (Mauricio Braun) y su hermana Sara, fundaron el mayor imperio ganadero en las tierras de América del Sur a través de la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego y, más tarde, con las estancias La Primera Argentina (1896), La Segunda Argentina (1899) y otras sucesivas en el resto de la zona.

Luego, los Braun Menéndez crearon empresas de rubros variados, como el petrolero, el telefónico y hasta el bancario.

La familia completa en las bodas de oro del matrimonio de Mauricio Braun y Josefina Menéndez. Jacqueline es la quinta desde la izquierda, en la fila de abajo (vestida para su primera comunión).

Eran tierras perdidas, vastedades solo aptas para aventureros, pero muy prometedoras. Algunos libros (Jackie los leyó todos) sostienen que las tierras fueron conseguidas a precios bajos (se las compraban a intermediarios de Buenos Aires, que conseguían las concesiones y se las vendían a los pioneros), por una cantidad de tiempo excesiva, gracias a las buenas relaciones políticas con los mandatarios de Argentina y Chile. Otros, que eran tierras que nadie se atrevía a trabajar e intentar hacer productivas, y que ellos tomaron el riesgo. En la familia se habla de los patriarcas con admiración por su inteligencia, por haber empezado de abajo, por su perfil de self-made men (hombres que se hicieron a sí mismos). Muchos dicen que no es justo abrir juicios por fuera del marco histórico, que llegaron a tierras inhóspitas y salvajes, defendieron frontera, llevaron producción económica y adelantos técnicos, que construyeron puentes, rutas, que defendieron a sus ovejas contra el ataque de los indígenas que no aceptaban que se pusiera coto a lo que consideraban sus territorios; que por entonces era la ley del más fuerte, matar o morir.

Si repartieron e impulsaron la zona para el bien común (llevaron la electricidad, financiaron obras, fundaron clubes, hospitales, eran los grandes contribuyentes), además de lo que sumaron a su patrimonio, es una cuestión que abordan los libros de historia. Lo cierto es que esta polémica es parte del mito familiar.

Sus padres: un matrimonio contra viento y marea

Jacqueline, o Jackie, como todos le dicen, es la primogénita de un matrimonio tozudo, que tuvo que convencer a su entorno para poder casarse.

Pepa (Josefina) Braun, la hija de Mauricio y Josefina, y Jack (Juan Jorge) Caminos no hicieron las cosas a la usanza de aquellos años. Se habían conocido por su cuenta y resistieron toda una década en la que Pepa se la pasó rechazando los candidatos que su madre, Josefina, le ponía enfrente: todos de familias con apellidos patricios, miembros de la guía azul (como se llamaba a una publicación que enlistaba a los miembros notables de la oligarquía).

Como los Braun Menéndez, la madre de Jack era inmigrante pero no había hecho fortuna; ni ella ni su marido. Ella se llamaba Alice Eleonor Hayward y era de Inglaterra; él, Jacinto Zenón Caminos, y era criollo, de Entre Ríos, con ascendencia brasileña por el lado materno. Jacinto Zenón se había recibido de ingeniero naval de la Armada, había sido nombrado alférez de fragata y había sido enviado a Glasgow, al sur de Escocia, a supervisar la construcción de buques para la Argentina. Allí cursó algunas materias en la universidad y conoció a su futura esposa. Coincidieron en una fiesta en la que él tocaba el violín, y ella (que había ido con una amiga), el piano. Entre acordes y copas de vino, se enamoraron.

Se quedó en Glasgow varios años. Después decidieron emigrar a Inglaterra, a Felixstowe, donde se casaron en las iglesias católica y anglicana, el 9 de julio de 1898. Allí tuvieron a su primera hija, Thelma. Unos años después vinieron a la Argentina, donde, en 1901, nació Jack (el padre de Jackie), y tres años después, Carlos, al que nombraban Ting, por tiny thing (cosita pequeña en inglés), pues nació prematuro y muy chiquito, aunque con el tiempo sería altísimo, un excelente deportista y pesaría como cien kilos.

Eso es lo que se dice en voz alta en la familia. Pero Jacqueline desconfía de los relatos oficiales, y se ha puesto a investigar. Arriesga, en cambio, llevada por datos y papeles conseguidos con la complicidad de otros parientes díscolos:

¡Andá a saber si la abuela y su amiga no andaban de fiesta! ¿Qué hacían ahí, ellas solas, si su familia era de Folkestone, Inglaterra? Hay muchos skeletons in the cupboard (esqueletos guardados en el ropero) en todas estas historias.

Hay certeza de que Jacqueline viene de una estirpe de eximios deportistas. Su abuelo fue el primer presidente argentino de la Unión Argentina de Rugby; su tío Carlos representó al país en tenis en la Copa Davis y compitió en Wimbledon; su padre era excelente en ambos deportes.

Llegados a Buenos Aires desde Glasgow, sus abuelos Caminos-Hayward se instalaron en el barrio de Belgrano. Alice Eleonor paseaba todos los días en tranvía ida y vuelta, vuelta e ida, para conocer la ciudad, e intentar aprender el idioma de lo que escuchaba a su alrededor. No se adaptó demasiado bien, ni terminó de aprender español. Lloraba por su patria. Decía puta parió, bien fuerte, por cualquier cosa, sobre todo cuando jugaba a las cartas, con un raro acento inglés. Fumaba como una chimenea desde sus 11 años.

Con el tiempo, después de toda una vida quizás sintiéndose fuera de lugar, se divorciaría de hecho (aún no existía la ley de divorcio) de su marido, Jacinto Zenón, y él caería en una profunda depresión. Jackie se acuerda de su abuelo paterno en el hospital, muy flaquito, tiempo antes de su muerte.

Su padre Jack era todo un galán. Compensaría en buenos vínculos y espíritu emprendedor lo que le faltaba de alcurnia. A sus 30 era alto y lucía un porte distinguido, cejas anchas, nariz simétrica, pelo engominado, mirada profunda y tez morena. El morocho entraba en un salón de baile y las mujeres se daban vuelta.

Nadie sabe muy bien cómo, pero sí que con Pepa se conocieron en Punta Arenas, en un viaje de él por negocios, para comprar lana (se deduce que trabó relaciones con los dueños de los campos). Ella no era especialmente agraciada en los cánones de belleza de la época, pero daba tres vueltas al globo con su inteligencia y su personalidad. De ella, Jackie heredó sus ojos claros y mucho más.

En una foto en blanco y negro rescatada de un álbum marrón de cuero añoso, se la ve sentada, de perfil, en el extremo de una mesa ratona rectangular, con un vestido negro ceñido al cuerpo, quizás de terciopelo, de escote buche. Se apoya hacia atrás sobre sus brazos lánguidos, desnudos. Cruza la pierna derecha por encima, mira segura, levemente hacia la izquierda. Parece una actriz de Hollywood de los años 30 (probablemente haya sido sacada para esa época). El pelo muy corto y peinado hacia el costado con dos rizos apretados, un collar largo y fino le cuelga sobre el escote; su sonrisa a medias, su figura delgadísima. Solo le falta el cigarette.

Josefina Braun Menéndez, madre de Jacqueline.

“Se enamoró perdidamente de Jack. Y le dijo que lo iba a esperar toda la vida”, cuenta Jackie.

Pepa era la quinta de los diez hermanos Braun Menéndez (siete varones, tres mujeres), hijos de Mauricio y Josefina. Cuando su madre se dio cuenta de que estaba flirteando con Jack, entró en pánico. Temía que fuera un cazafortunas.

Sobre esto Jackie dice:

Creo que mi abuela era un poco paranoica con respecto a este tema. Quizás inconscientemente hacía una autorreferencia, pues como dijo el Times Magazineen un artículo sobre los Braun Menéndez, su marido combined romance with business (combinó romance y negocios) al casarse con ella. Es seguro que la plata era un ingrediente muy importante para todos los que se casaron con sus hijos, hombres y mujeres. And so what! (¡Y qué!).

Cuando Josefina vio que Pepa tenía ya 33 y estaba completamente decidida, le pidió a su sobrino Alfonso Campos Menéndez, hijo de su hermana María, que investigara los antecedentes de Jack. Había escuchado algo de sus ancestros brasileños y quería saber si tenía algún antecedente afroamericano (considerado un ¡horror!).

Casamiento de sus padres: Pepa Braun Menéndez y Jack Caminos Hayward, Iglesia San Martín de Tours, 1934.

“Yo no hice nada porque la verdad que lo quería mucho. Y Pepa estaba enamoradísima… los dos estaban enamorados. No iba a investigar eso, así que le dije a mi tía que estaba muy bien, que no se preocupara”, le contaría Alfonso a Jackie muchos años más tarde. Pero por las dudas cada vez que Pepa paría un hijo, llamaba aterrado a Buenos Aires y preguntaba: “¿De qué color es?”.

Finalmente ganó la perseverancia y Pepa y Jack pasaron por el altar el 30 de mayo de 1934.

Crecer en el fin del mundo

Seis fueron los llamados que hizo el tío Alfonso. El primero en nacer fue un varón, Jack, quien murió súbitamente a las 24 horas de vida, nadie sabe por qué. Un año y medio después llegó Jacqueline, tremendamente esperada y festivamente recibida. Luego vendrían María Josefina (Janina), Thelma, Nora y Juan Mauricio.

El nombre de esa segunda hija es una mezcla del de su padre (y quizás un homenaje a su hermano muerto) con el de la protagonista de una novela francesa que a su madre le encantaba: Jacqueline, de Thérèse Bentzon, publicada en París en 1893 (su escritora era una mujer divorciada pero católica devota, que defendía, con los matices de la época, la independencia femenina).

Jackie nació en Punta Arenas a los 36 años de su madre, por cesárea, algo que por entonces era tremendamente inusual. Quizás tuvieran algún miedo por la muerte de su primer hijo. “Pensá que yo vengo a reemplazar un muerto”, dice ella sin que se le mueva un pelo. La cesárea costaba un dineral. Circulaba el rumor de que con lo que pagó su abuelo por la operación el médico se construyó el primer piso de su clínica.

Su llegada fue una fiesta. Se celebró en todo el clan. Dicen que era una bebé preciosa.

Jacqueline Caminos.

Vivían de noviembre a abril en Punta Arenas, en la fabulosa mansión de sus abuelos en la calle Magallanes (que hoy es un museo que muestra su vida cotidiana en la primera mitad del siglo XX), que los habitantes del lugar siempre llamaron El palacio.

Viajaban desde Buenos Aires al sur de Chile, y viceversa, parando en cada puerto, pues en ese entonces Jack tenía una empresa comercializadora de lana con un socio: Caminos & Van Peborgh. Lo hacían en los barcos de carga de la familia Braun Menéndez.

A los tres meses Jackie subió por primera vez a El Asturiano. En ese enorme barco de carga con dormitorios especiales, que navegaba el Atlántico hasta Río Gallegos, hizo el recorrido que más veces ha hecho en su vida. El barco paraba en varios puertos para cargar y descargar mercadería. El viaje duraba unos diez días.

Jackie recuerda sentir el olor a ajo y leche condensada cuando bajaba por las escaleras hacia el comedor, y los bruscos movimientos del oleaje. El Asturiano se movía horriblemente y había una cantidad de accesorios que hacían que las cosas, como los platos al comer, no se cayeran al piso.

A veces revive aquellos viajes:

¡No sabés cómo se movía! Mamá nos dejaba todo el tiempo en las camas, que tenían baranda, para que no nos cayéramos. La única que no se mareaba era ella. Siempre viajábamos con niñeras. De muy chicas teníamos dos, Victorina y Amelia, unas gallegas divinas. Dejaban a sus hijos en Buenos Aires para cuidarnos a nosotros en vacaciones. Las veíamos llorar cuando partía el barco, y llorar a escondidas durante el viaje; después se hacían las disimuladas. ¡A mí me dolía tanto eso, ya de chiquita! Yo creo que Amelia, que cuidaba a mi hermano, al final lo quiso más que a su hijo. Nunca entendí por qué no los llevaban a Punta Arenas.

Al llegar a la ciudad de Río Gallegos en el sur de Argentina, como no había puerto, los bajaban de manera rústica a los lanchones que los trasladaban a la costa. Y ahí seguían en auto por los precarios caminos de ripio durante unas ocho horas, hasta Punta Arenas.

Creció rodeada de amor, y lo agradece. En un clan donde todos estaban para todos. Una red apretada donde proliferaron los homenajes, los cuadros, las estatuas, los bustos, a la usanza de aquellos tiempos, sobre los cuales Jackie ha escrito:

Es la hora de comer y bajamos las cuatro (Thelma, Janina, Nora y yo) con nuestras robes de chambre [batas] celestes de matelassé, seguidas desde atrás por la miss[la institutriz]. Ella nunca iba adelante, siempre detrás nuestro, seguro por miedo a que alguna se escapara o le hicieran burla. Son las ocho en punto y vamos derecho al comedor, paquetísimo, de cien metros cuadrados con las paredes todas forradas en cuero traído de España, un cuadro del padre de (Pablo) Picasso (José Ruiz y Blasco) en la pared, una araña con más de cincuenta luces y una mesa que sentaba a veinticuatro personas todos los días. Nosotros teníamos una más pequeña al lado de las ventanas del fondo, la mesa de los nietos.

La misshace sonar una campanilla y aparece detrás de un biombo antiguo un mozo de guantes blancos con una enorme sopera de plata y un cucharón para servir, lo que uno se imaginaría como manjares. Nada de eso: sopa de tapioca espesa, “muy nutritiva”, nos dicen ante nuestra cara de asco. Pero hay que comer, lo mismo con el segundo plato, generalmente espinacas o alguna verdura verde con salsa blanca. Lo más esperado es el postre: huesillos —los famosos duraznos con carozo—, que, según un dicho inglés que nos han contado, indica tu oficio futuro de acuerdo a la cantidad que has comido, por los carozos que quedan en el plato. Esta es nuestra única distracción a la hora de la comida. No podemos hablar, a menos que sea para hacer alguna pregunta en inglés; mucho menos reírnos. Pero siempre hay alguien que se tienta y hace tentar de risa a las demás.

Luego vienen las buenas noches a padres, tíos y abuelos y a la cama, custodiadas por nuestro “querido sargento” que no nos deja ni a sol ni a sombra. Cuidadas, protegidas, alimentadas, bien educadas. Así vivimos, en un palacio, comiendo sopa de tapioca, una extraña mezcla de lujo y austeridad.

Cuando era chica, a Jacqueline la incomodaba cuando su abuela Josefina, Mamita Braun le decían, pasaba por delante de la casa parroquial en la que hacía fuerte beneficencia, y las internas le gritaban: “¡La bienhechora! ¡La bienhechora!”. Le cuesta explicarlo. No es que no se sintiera orgullosa de todo lo que su abuela hacía, de lo que la querían. Recuerda que se sentía especial por ser su nieta, “con todo ese circo”. Con el tiempo se dio cuenta de que era porque todo aquello sabía a dádiva. Era dulce para el ego. Reflexiona: “Evidentemente uno tiene que situarse en la época, pero hoy en día considero que la caridad hay que hacerla lo más anónima posible y no para el ego. (…) Uno pierde perspectiva, no hay caso. Hay que tener mucho cuidado con eso”.

Con su abuela Mamita Braun y sus hermanos (Jacqueline es la primera de la derecha).

A sus 10 años sus padres se compraron una parcela sobre una lomada, a quince kilómetros de Punta Arenas hacia el aeropuerto, e hicieron una casa cuyas paredes estaban recubiertas con troncos, que Jackie y sus hermanos adoraron. La llamaron Los Roblecitos y según testimonios familiares era un verdadero paraíso. Tenía vista al estrecho de Magallanes y estaba llena de plantas maravillosas.

Todas las mañanas el desayuno se tomaba en un comedor con dos grandes ventanales; desde el primero se veía el mar, desde el segundo, los árboles típicos de la zona. Después era la hora del juego con muñecas en el cuarto, un ambiente grande en el primer piso con cuatro camas. En lo mejor de su entretenimiento llegaba la miss para decirles que iban a limpiar y ventilar el cuarto, así que a ponerse las camperas e irse afuera rápido. “Lo peor para la salud es estar entre corrientes de aire”, les decía su madre. Pero las mandaban afuera con vientos de ciento veinte kilómetros por hora que las tiraban al piso. El rugido era tan ensordecedor que para poder hablar tenían que ponerse de espaldas al viento. Aun así Jackie tiene recuerdos maravillosos de aquellas temporadas.

Algunas veces viajaban en avión. Y ahí volvían a sentir los indomables vientos de la Patagonia, y el carácter implacable de Pepa.

Los aviones tenían dos motores y el viaje desde Buenos Aires, que hoy dura dos horas a Río Gallegos, tomaba seis, con un par de escalas y volando a muy baja altura. Se movía como una coctelera. A su madre le aterraba el avión, pero no lo demostraba frente a sus hijos, pues una madre no podía sentir miedo. Ya embarcarse era toda una odisea: en general al avión había que amarrarlo para que el viento no se lo llevara; las escaleritas eran muy precarias, así que subían de a uno y de la mano de un adulto.

Pepa fingía una sonrisa, pero Jackie la recuerda blanca como un papel. Se acomodaba estratégicamente en el asiento de adelante de sus hijos, para que no pudieran verle la cara de susto. No bien el avión partía, empezaban las turbulencias. Lo que veían los niños adelante, y por la rendija entre asiento y asiento mientras jugaban con muñecas, era el rosario de la mamá, que saltaba por los aires con cada pozo.

Cuando había una tregua y le preguntaban si le había dado miedo y por qué rezaba, ella decía, con cara de pánico, que como el viaje era tan largo y al llegar a casa tendría mucho que hacer, aprovechaba a rezar sus oraciones de la noche. Jackie heredó algo de esa fobia a los aviones.

En Los Roblecitos, Punta Arenas.

En Los Roblecitos los niños trepaban a los árboles, andaban en bicicleta, a caballo, jugaban con palos, remaban en una canoa, eran libres; a veces los visitaban algunos primos. Jacqueline lideraba. Corrían con sus hermanos barranca abajo hacia el mar y se les soltaban las piernas, que iban más rápido que sus cuerpos, con el viento en la cara. Cada tanto evoca esa sensación con alegría, la “trae” física y mentalmente como una meditación. También siente en el cuerpo la memoria del agua helada del estrecho de Magallanes, y se estremece. Tendría unos cero grados. Un día de sol Jackie se metió con unas primas; ni alcanzó a nadar.

Su hermana Thelma recuerda una travesura:

Llevamos a un amigo a remar en canoa. Él tendría 14 años, y Jacqueline, 12. Íbamos en dos botes. Entre Janina y Jacqueline, con los remos, le dieron vuelta el bote de goma. ¡Y se cayó en el agua! Salió corriendo para la casa y Jacqueline muerta de risa. Como esas travesuras, todas ideadas por Jacqueline, tengo mil.

Una infancia entre algodones e institutrices

De mayo a octubre vivían en Buenos Aires, hasta sus 9 años, en una casa espléndida que su familia tenía sobre la calle Ayacucho al 1064 (entre Santa Fe y Marcelo T. de Alvear). Allí también estaban sus abuelos y otros tíos y primos Braun Menéndez. Después, cuando Mauricio y Josefina decidieron tirarla abajo en 1945, se mudaron a un departamento en la misma cuadra (Ayacucho 1060, planta baja), hasta los 12 de Jackie.

Sus abuelos demolieron su casa en las bodas de oro, para ofrendársela a Dios. Y construyeron allí el Patrocinio de San José, un templo de agradecimiento, que mostrara su magnificencia a la alta sociedad porteña. Vivieron durante más de un año, el tiempo que duró la construcción de un edificio sobre la calle Junín, en unos departamentos sobre Gelly y Obes, en el Hotel Alvear y, también, de viaje.

A pesar de haber muchísimo dinero y ostentación en la familia, en la casa de Jacqueline no había ni exhibición ni derroche. Dice ella:

Teníamos lo que necesitábamos, pero nunca montones de juguetes ni ropa. Toda la ropa la elegía mamá, por supuesto, y a las cuatro mujeres nos vestían iguales. Después de los cumpleaños o las Navidades teníamos que juntar lo que ya no usábamos y se regalaba.

Fue una infancia rodeada de familia (familia directa, familia ampliada) y de… ¡institutrices! que eran para ellas una pesadilla.

Thelma dice: “Tengo un recuerdo feliz de la infancia, a pesar de las misses”.

Su madre sostenía que debían tener una educación más estricta, aprender a obedecer las reglas y a hablar inglés a la perfección. Así que Victorina y Amelia, las niñeras adoradas, quienes se suponía no estaban capacitadas para comandar la educación de las niñas, descendieron en jerarquía a mucamas. Y empezó a llegar un coral de misses inglesas que eran de temer. Jacqueline las recuerda como solteronas amargadas que venían de haber pasado la Segunda Guerra Mundial (“o la primera, pues eran viejísimas”) y con un “militarismo” adentro impresionante. Los adultos decían que esa educación servía para moldearles el carácter.

A Janina, que no le gustaba el flan, la obligaban a comérselo todo, y si lo vomitaba, tenía que comérselo también, cuenta Jackie. Ella era hiperkinética y se les rebelaba, entonces para castigarla la encerraban en un placard, que por suerte tenía luz, donde ella jugaba a que estaba en una tienda. Una vez Thelma apareció con moretones en las piernas y una de las mucamas contó que la miss le había pegado (las niñas no podían acusarlas, eran intocables). Rápidamente esa institutriz desapareció, bajo el pretexto de que se volvía a su país porque tenía un pariente enfermo. Fue reemplazada por otra de carácter similar.

Jacqueline todavía recuerda aquellas pesadillas de la infancia:

Nos obligaron a dormir la siesta hasta los 7 años. Yo dormía con Janina y Thelma, que usaba una especie de cuna de madera. Una de estas mujeres metía la mano enfundada en un guante negro por la ventana desde el balcón, como si fuera un monstruo, para asustarnos, para que dejáramos de hablar y que no se nos ocurriera salir. Nos decían que si nos portábamos mal vendría Ramona, una presencia maligna, y que nos pasarían cosas terribles.

Ella les sacaba los miedos a sus hermanas.

Era la mayor, la más piola, muy inteligente —recuerda su hermana Thelma—, como que pescaba las cosas. Cuando esta mujer metía la mano negra por la ventana nos decía: “Es mentira, Ramona no existe, es ella que se puso un guante”, y nos matábamos de risa. La descalificaba, era increíble.

“Nos hablaban en inglés solamente y nos enseñaban modales… Es difícil entender cómo nos entregaban a estas mujeres tan traumatizadas y con cero de ternura y psicología”, reflexiona Jackie.

Lo que más pesaba en la elección de las misses, y en la decisión de contratarlas, era la cultura y el idioma. La Buenos Aires aristócrata miraba hacia el norte. Las niñas se educaron en un ambiente lleno de normas, reglas y leyes, “muy sajón”.

Children should be seen and not heard (Los niños deben ser vistos, pero no oídos) y Smile, and the world will smile with you; cry and you will cry alone (Sonríe y el mundo sonreirá contigo; llora y llorarás solo) eran algunas de las máximas de su infancia.

Aún hoy el inglés es un símbolo de pertenencia familiar y de estatus que se transmite de generación en generación. Y que se nota en la pronunciación, tan cuidada, de las hermanas y sus hijos, en su pasión por lo anglófono. No en vano el estatus de la familia de Jack se sostenía sobre aquellos orígenes.

Papá nos sentaba en la falda —cuenta Janina—. Era muy cariñoso. Nos decía todas las noches: Good night, God bless you and happy dreams [Buenas noches, que Dios te bendiga y tengas dulces sueños]. Toda mi vida hablé con papá en inglés. Hablábamos de daddy [papi]. No se me hubiera ocurrido hacer una carta a mi papá en castellano. Nuestra pronunciación viene de él.

Jack trabajaba hasta la tarde, aunque cuando sus hijos eran chicos volvía a almorzar a casa.

Jackie escuchaba el sonido de la llave entrando en la cerradura y salía corriendo. Se colgaba de su cuello como un koala y su mamá le decía que eso no era propio de una señorita. Con su carisma se las arreglaba para evadirse bastante del ambiente estricto. Era jefa, siempre lo fue, la más mimada, rebelde y encantadora.

“No es que conseguías todo, pero conseguías más que nosotras, y eso nos beneficiaba también”, le escribió Thelma a sus 60 años en una hermosa carta de amor.

Las mujeres se educan en casa

Como llegaban de Punta Arenas a Buenos Aires ya empezado el año escolar, y como era lo que se usaba para las mujeres de clase alta, Jacqueline y sus hermanas se educaron en su casa (su hermano en cambio sí fue al colegio). Les daba clases la maestra Fernández, una profesora particular que las preparaba para rendir libre, por escrito, en la escuela pública de la zona. A su madre, por el contrario, sus abuelos nunca la habían hecho rendir las equivalencias. “¿Para qué si era mujer?”, pensarían.

La rutina empezaba temprano con clases que seguían hasta la tarde. Y después, a jugar en el jardín con sus primos, o ir a las clases de ballet, de costura, de piano o de tenis.

Cada noche Jack pasaba por el cuarto de las niñas y les hacía “empanadita”, tuck you in en inglés, es decir, les ajustaba las sábanas para que quedaran adentro, bien agarradas, y les daba un beso. También les cargaba la lapicera Parker de tinta. Jackie la conserva como un tesoro.

Su madre era quien resolvía las cuestiones logísticas, la que siempre estaba ahí. Ella era la seguridad; su padre, el afecto.

Pepa se levantaba a media mañana y hacía visitas sociales y beneficencia. Almorzaba con ellas todos los días. No era cariñosa, ni expresaba lo que sentía, pero sí era una madre presente. Jacqueline sentía que podía contar con ella; si tenía algún problema se lo contaba primero. A la tarde, después del té, estaba en su casa para recibir a su marido.

“Nunca hay que invitar a muchas amigas a tu casa porque, cuando tenés un marido, hay que cuidarlo”, decía Pepa.

Y Jacqueline agrega:

Y nunca lo dejó. Nunca. Rechazó todas las invitaciones a Europa de sus tías y hermanas. Ella no entendía cuando yo me iba de viaje sola. Yo le decía: “Mirá, mamá, si me va a meter los cuernos, me los va a meter acá”. Recién cuando murió papá se animó y empezó a ir todos los años a Europa. Era como si a un pájaro, al fin, se le abrieran las puertas de la jaula.

Pepa, la madre de Jacqueline, era una mujer fuerte, generosa, mandona, controladora, como lo era su propia madre. Jackie describe a su familia como un matriarcado.

Sabía de arte, de música, leía mucho, hablaba francés e inglés. Jugaba bien al bridge (un juego bastante complicado), era una gran pianista. Se había ganado una medalla de oro en el conservatorio de Julián Aguirre (un profesor reconocido en el ambiente, quien en 1951 inauguró su conservatorio). Tenía una gran conducta, con las comidas, con el ejercicio, con el autocuidado. Le encantaban los caballos y los fines de semana practicaba salto en la chacra Los Pingüinos, la quinta familiar en Merlo (hoy un selecto barrio privado), donde sus hermanos jugaban al polo.

Tenían un chauffeur (así se decía al chofer, en francés) llamado Héctor, que entró a trabajar con la familia cuando Jackie tenía 3 meses y se jubiló con ellos. Era como de la familia. Se enamoró de Victorina, la niñera, y se casaron.

La suya era una casa abierta. Frecuentemente recibían gente, con comidas opíparas. De copetín, en la sala, whisky con soda, oporto, jerez, tarteletas de queso azul y fosforitos; o palta y langostinos. En la mesa: cubiertos alineados, servicio por la derecha, retirar por la izquierda y demás cuestiones protocolares. Primer plato, unos huevos poché. Como plato principal, lomo a la jardinera envuelto en una rebanada de pan lactal con manteca, crema, limón, perejil y otros condimentos o tallarines Alfredo —receta traída directo desde Europa—. Postre: helado de almendras, “que era una locura”; profiteroles; merengues con crema; mousse de frutilla natural. Para cada torta se usaban doce huevos.

El 19 de agosto era el cumpleaños de gran papá, su abuelo Mauricio, y se festejaba a lo grande. Para los 80 se alquilaron dos salones del Alvear Palace Hotel. Hubo cuadros vivos, sesión de fotografías antiguas donde los nietos personificaban a sus padres, bailes clásicos, conciertos de violín y de piano de los nietos, tocados a varias manos.

Recuerda Jackie:

¡Fue tan divertido! ¡Yo me sentía una artista toda pintada con rouge y con mi pelo todo recogido! Me encantaba el baile clásico, pero creo que lo que más me divertía eran los encuentros para los ensayos, que duraron como cuatro meses, pues podíamos estar con nuestros primos varones, que siempre nuestra madre mantenía a distancia prudencial.

La niña estrella de la familia

En 1949, a sus 12 años, se mudaron a una casona en Belgrano que había construido Jack: en 3 de febrero, entre Virrey del Pino y Loreto.

El predio era enorme. Ocupaba toda la manzana, con jardín y cancha de tenis en el medio. Se fue agrandando con el tiempo, a medida que Jack fue comprando otros lotes aledaños. Eran todas casas. Al lado vivía el hermano del socio de Jack, Fernando Van Peborgh, cuyo hijo sería ministro de Defensa de Onganía. A la vuelta, los Helguera y los Tailhade.

La casona de los Caminos tenía dos plantas, en ele. En el primer piso estaba el ala de sus padres y Juan Mauricio (su hermano), y la salita al lado del cuarto matrimonial, donde dormían los niños cuando se enfermaban. En la otra ala, el cuarto de las niñas con baño y sala de juegos. En la planta baja había una amplia cocina, un comedor para los empleados (“el servicio”, se decía) separado del comedor principal, un amplio living, el cuarto de estudio, el comedor diario de los niños y lo que llamaban “la parte de mamá”, que era un living comedor grande a donde podían entrar recién después de los 12 años.

Los fines de semana jugaban al tenis, se invitaba a tíos y primos.

Su prima Victoria Braun Campos dice que Jacqueline era “la estrella”. Que no solo tenía una belleza clásica envidiable, sino que tocaba el piano, cantaba bien y, cuando jugaba al tenis, hasta les ganaba a sus primos mayores. Su amiga de entonces, Candelaria Avellaneda, cuenta que bailaba muy bien y era muy expresiva.

Jacqueline recuerda que para aquella época se animó a preguntarle a su madre: “¿Qué es eso del fruto de tu vientre?”. Y ahí “algo” tuvieron que explicarle:

La expectativa era que nos casáramos vírgenes. ¡Pero vos sabés la cantidad de primos a quienes los hacían casarse y los mandaban de viaje con sus novias para que nadie hiciera cuentas! Vivíamos en una cajita… en una jaulita de cristal.

Aún hoy, sueña que baila. Quería ser bailarina clásica. Revive los demi pliés en la barra, con el dolor de los pies en punta y esa misma alegría, ansiedad, expectativa que sentía cada año cuando llegaba el gran día en que se presentaba junto a sus hermanas en el imponente teatro Grand Splendid de Recoleta, donde ahora está la enorme librería El Ateneo Grand Splendid.

Concierto de piano en el Plaza Hotel, 1950.

Su memoria se detiene especialmente en el día en que bailó La sílfide, el ballet romántico coreografiado por Filippo Taglioni. Toda la familia iba a verlas. Recuerda a gran papá Mauricio como un viejito amable (que dormía en camisón y permanecía largas horas sentado con una mantita de lana en las piernas), viéndola bailar embelesado.