Doctor, no voy a rendirme - Patricia Pólvora - E-Book

Doctor, no voy a rendirme E-Book

Patricia Pólvora

0,0

  • Herausgeber: Diëresis
  • Kategorie: Ratgeber
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2020
Beschreibung

Un ejemplo de vida para cualquiera que haya pensado en rendirse ante la enfermedad. Con 29 años, a Patricia Pólvora le dijeron que acabaría en una silla de ruedas y que lo mejor que podía hacer era prejubilarse. Le acababan de diagnosticar una enfermedad crónica: artritis reumatoide, una dolencia autoinmune cuya causa se desconoce y que puede presentarse a mediana edad. Tras el primer impacto, Patricia decidió que no se resignaría a acabar en una silla de ruedas. Se enfrentaría a la enfermedad. Para ello decidió cambiar de país, dejar un buen trabajo y formar una nueva familia. Contra todo pronóstico, y gracias a los avances médicos pero también a su enorme fuerza de voluntad, ha logrado lo que pretendía. Hoy tiene un hijo, no va en silla de ruedas y ha creado su propia empresa. Dinámica, dulce, firme e inteligente, Patricia ha vivido, sin ella pretenderlo, una historia de superación en toda regla que contagia al lector de energía y comprensión.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 378

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Doctor, novoy a rendirme

Cómo me hice amiga de mi enfermedad crónica

Patricia Pólvora

Ana Basanta

 

Primera edición: febrero de 2020

 

© Patricia Pólvora

© Ana Basanta

 

© de esta edición:

Editorial Diéresis, S.L.

Travessera de Les Corts, 171, 5º-1ª

08028 Barcelona

Tel: 93 491 15 60

[email protected]

 

Diseño de la colección: dtm+tagstudy

Foto de Ana Basanta: Jordi Basanta

Impresión: Estugraf

 

ISBN: 978-84-948849-6-2

eISBN: 978-84-18011-04-7

IBIC: BTP

Depósito legal: B 1951-2020

 

Todos los derechos reservados.

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la fotocopia y el tratamiento informático, y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.

 

editorialdieresis.com

Twitter: @EdDieresis

«La sensibilidad, el coraje, la solidaridad, la bondad, el respeto, la confianza, la esperanza, el agradecimiento, la sabiduría, los sueños, el arrepentimiento y el amor para los demás y propio son cosas fundamentales para llamarse GENTE».

Mario Benedetti

Índice

Índice

«…Si no tienes manos»

Lo que aprendes sobre el dolor

Tú serás tu mejor médico

Barcelona

El origen de mi espíritu de lucha

El amor

Más amor

La maternidad

Teterum

La vida con una mano

Rendirse no es una buena opción

Diseñar una nueva vida

Cronología

Las autoras

«…Si no tienes manos»

Barcelona, 2006

Hay frases en la vida que se te quedan grabadas, ¿verdad? Hay momentos que no los olvidas jamás, que ocupan un espacio en tu cerebro. Incluso eres capaz de transportarte, mucho después, a ellos. Reconoces todos los detalles del entorno, recuerdas su sabor, su aroma, su tacto, como si estuvieras allí todavía, y no hubiera pasado una década. Es curioso cómo funciona el cerebro. Curioso cómo retienes más los malos momentos que los buenos. Si te dicen: «Piensa en un momento en el que te sentiste feliz», eliges una o dos ocasiones señaladas. El nacimiento de tu hijo, una boda, el primer… Situaciones «grandes», hechos que realmente destacan. Recuerdas el contexto, como si fuera una sucesión de imágenes, pero has olvidado de qué se habló, incluso la foto aparece algo borrosa.

Pero si te dicen: «Recuerda algo que te haya entristecido, algo que te hizo sentir rabia o que te dio miedo», la mente te lleva al detalle de aquella frase de un compañero de clase que te dolió tanto que te creías la persona menos querida del mundo, o a aquel tono de voz, inseguro, con remordimiento, del «necesito hablar contigo» que parece un tráiler del momento en el que alguien a quien amas está a punto de dejarte. O te transporta a la rabia e impotencia de saber que a tu amiga sus padres le pegaban con un garrote y tú no eras nadie para salvarla, porque no tenías edad. No se olvida el instante en el que te toca a ti dejar a alguien que te ama, ese sonido gutural que sale de un ser humano cuando ya está todo perdido y te duele desde el alma, porque sabes que la tristeza surge desde lo más profundo. Aquella noche que incumpliste las normas en unas colonias de equitación y te fuiste con tres amigas más para descubrir quién soltaba los caballos del establo amparado en la oscuridad. Y visteis aquel coche, que paraba, apagaba el motor, y dejaste de respirar… Ese silencio al apagarse el motor no lo olvidarás nunca. ¿Quién es? ¿Nos ha visto? ¿Ha visto las linternas? Y que sentiste miedo de verdad. De verdad. Que sentiste cómo se te congelaba la sangre, cómo tu corazón latía y pensaste: «¿Se oye?» Y que, con diez años, sabías que, si ocurriera algo grave, la culpa sería vuestra de por vida. Y el alivio cuando el coche arrancó de golpe para desaparecer en la oscuridad. Esa sensación de alivio verdadero no se olvida. Tampoco olvidas aquella frase de «lo lamento, no puedo ir» que tanto hiere cuando mantienes la última esperanza de que esa persona venga a verte actuar, y la decepción al saber que lo que intuías era verdad. La caída de la ilusión a la desilusión es muy larga y no se borra de tu memoria, clava sus uñas en tu corazón. Todos esos momentos de rabia por lo ocurrido, por haberte hecho sentir tan impotente, tan pequeña en el mundo y haber desafiado la confianza, haber incumplido una promesa. El miedo, repetido una y otra vez. Pequeños momentos, frases, miradas, sensaciones sin importancia, que se quedan grabados para siempre.

Es curioso que no son los contextos de esos momentos, sino las frases, las miradas y las sensaciones de esos instantes las que se te quedan grabadas y, por alguna razón, suelen tener que ver con el miedo, la rabia o la tristeza. Frases que llevan treinta o cuarenta años en tu cabeza, miradas que no olvidas, segundos de tu vida que te han marcado. ¿Por qué será? ¿Por qué marcan más aquellas que duelen que las que no duelen? ¿Es un acto de defensa de millones de años incorporado en nuestro ADN? ¿Por qué nuestro cerebro decide guardar esa información? ¿O es porque nos ha tocado en lo más profundo de nuestro ser, tan hondo que ha dejado cicatrices? ¿Serán tan potentes las palabras y las emociones que son las que marcan nuestro camino? ¿Pautan nuestra vida y nuestras acciones? ¿Qué pasa si a un niño le llamamos imbécil repetidamente durante su infancia? Tengo la sensación de que se sentirá imbécil. Actuará y se perfilará como «el imbécil». Probablemente, le toque en su interior de tal forma que quedará marcado de por vida con esa creencia, esa etiqueta… ¿Y al revés? ¡Qué importante es conocer el efecto de las palabras! ¿Por qué no hay clases sobre esto en los colegios? Es algo tan fundamental y básico para nuestro cerebro, para nuestro ser y para las decisiones en nuestro camino por la vida.

Hay frases que se te quedan grabadas. Algunas de ellas te hacen cambiar de rumbo. Frases cortas, frases largas, o simplemente miradas. Hay miles de historias de personas que explican cómo tomaron una decisión porque alguien les dijo algo, o les miró de alguna manera o pasó alguna cosa que les dejó muy claro cuál era el siguiente paso.

Yo no recuerdo la fecha de mi boda, pero sí recuerdo el día en que mi reumatóloga me dijo: «¿Y cómo tienes pensado levantar a tu hijo de la cuna si no tienes manos?», mientras me mostraba mis radiografías. De eso, hace más de una década. Recuerdo con claridad cómo era la sala donde me lo dijo. Esas paredes marrones, antiguas, macizas, oscuras, ese despacho sin ventanas. El posavasos de cuero, el tubo para poner los bolígrafos, el ordenador antiguo, la pantalla grande, pesada, blanca… En las paredes, los diplomas enmarcados con letras de molde, su nombre repetido una y otra vez. Esas esperas –mínimo, una hora– para visitar a la mejor reumatóloga de Barcelona. Esas ganas de ir, esa lucha para pagar las sesiones porque no tenía Seguridad Social, mi atención total hacia cada palabra que decía, cada análisis que examinaba, cada movimiento de su cuerpo, como si fuera de oro. Y esa frase devastadora: «¿Y cómo tienes pensado levantar a tu hijo de la cuna si no tienes manos?».

Ella, sentada en el escritorio a medias, como si estuviera a punto de irse; yo, sentada en la camilla, en la que hay un rollo de papel, un trozo de él para cada paciente. Me había hecho levantar un brazo, «ahora dobla para arriba, ahora para abajo», luego el otro brazo, la cabeza, las piernas, rotación de rodillas, de tobillos... La lucha por hacer los movimientos a la perfección. «Tiene que parecer que no me cuesta nada, haz el movimiento soft, despacio, continuo», me decía yo, «que no vea que te duele». Pero mi doctora sabía detectar mi dolor como si fuera el suyo, nunca supe cómo lo hacía pero siempre me dejaba con frases como: «Estás peor que la otra vez» (y siempre era verdad), «hoy tienes más tieso este brazo que el otro» (y era cierto), «hoy se nota que has cortado la cortisona» (de nuevo acertaba). A veces, reflexionando sobre la consulta, pensaba que era como cuando aprendes a esquiar. A ti te parece que vas de maravilla y muy rápido, hasta que alguien te muestra un vídeo de tu bajada… y te asombras de lo lento que vas. O crees que bailas fantásticamente bien, hasta que alguien te enseña imágenes de la fiesta.

La doctora veía una cosa diferente a lo que yo quería que viera. Porque yo sabía que, si veía mi dolor, me propondría medicamentos más fuertes, medicamentos que me harían vomitar, que me quitarían el hambre o que me crearían ansiedad por comer. Medicamentos nuevos para probar y «a ver qué tal». Ilusionarse y caer profundamente cuando descubres que no funciona. Ya conocía este juego. Y medicamentos más fuertes era igual a medicamentos nuevos, que no han estado en el mercado más que unos años, con poca historia sobre sus efectos secundarios, que reaccionan de diferentes maneras en un cuerpo que en otro… Medicamentos «biológicos». Y esa última palabra me mataba. Porque quería decir «no hijos».

Nunca me volví loca por los bebés, ni me atraía la idea de ser madre. Hasta que alguien me dijo que, por mi enfermedad, no podría tenerlos. Que los medicamentos eran tan fuertes que, o bien directamente eliminan las posibilidades (como un anticonceptivo), o bien no se recomienda quedarte embarazada por el bien del niño. En ese momento, no disponía de una economía que me permitiera adoptar, ni mi situación lo hacía posible porque, con una enfermedad crónica, en estos procesos es más difícil que te confíen una responsabilidad así. En ese momento, solo había la opción de tener un hijo biológico. Y ese día, nuestra discusión trataba sobre ello. Ese día no me hablaba como doctora, sino como la posible madre que era (porque nunca supe si tenía hijos, pero conversaba como si supiera lo que significaba). Ese día, trataba sobre mi futuro como «no madre». Lo hacía de aquella manera que amaba y odiaba, con aquella franqueza que me animaba, porque me permitía confiar en ella, pero que moralmente me mataba.

Aquel día yo ignoraba todas las barreras que aún tendría que superar. Ni cómo iba a cambiar mi concepto de éxito. ¿Qué es el éxito? No veía mi problema como una oportunidad. ¿Oportunidad de qué? No sabía todas las consultas, quirófanos y rehabilitaciones por las que iba a pasar mi cuerpo. Desconocía todo aquello de lo que iba a ser capaz como mujer, como empresaria, como persona. ¿Dónde me iba a llevar el dolor? ¿Qué podría elegir y qué no? ¿Qué podría hacer y qué no?

Aquel día estábamos hablando sobre mi futuro como madre (o no). Aquel día, lo que ella me venía a decir, aunque yo no lo quería escuchar, era «o tú o tu maternidad». Si te eliges a ti misma, tienes que optar por los medicamentos biológicos que te propongo, y puede ser que eso haga que estés mejor (puede ser, porque es una lotería, nunca sabes si va a funcionar ni cuánto tiempo), pero si eliges tu maternidad, si es eso, prepárate para ser una madre con mucho dolor, porque no existe la combinación de biológico y madre (por lo menos, en ese momento, no existía). Decirme que no podría ser madre, que tenía que elegirme a mí en primer lugar, fue como chutarme una dosis de rebeldía. «¿Que no puedo? Pues ya verás». En otro consultorio, años atrás, en otro país, con una bata blanca igual que la de esta doctora, alguien me había dicho que estaría en una silla de ruedas y, mira, no lo estaba. «¿Que no puedo? Pues ya verás».

Esta vez, en mi interior, sabía que podía luchar contra mí misma, pero que no podía hacerlo contra una ciencia tan real como la biología. Aun así, argumentaba: «Yo quiero poder tener hijos dentro de uno, o dos, o tres años ¡se me pasa el arroz!». «Señorita Pólvora, a quien se le está pasando el arroz si no empiezas con medicamentos de verdad, es a tu cuerpo. No puedes poner por delante de ti a un niño, tú tienes que ir primero». «Ya me organizaré, buscaré la fórmula de poder ser madre con artritis, no seré la primera». «Cierto, no eres la primera, pero las otras están controladas; las otras ya están medicadas o han tenido a sus hijos antes; luchan como tú, pero a otro nivel. Tú ahora puedes elegir, estás en la fase en la que puedes elegir vivir sin dolor, o con menos dolor. Se puede vivir bien sin hijos, ¡hay millones de personas en el mundo que no tienen hijos!». «Ya, pero yo no soy esos millones de personas, yo quiero poder ELEGIR entre tenerlos o no tenerlos, no quiero que un medicamento sea quien lo decida por mí. No podré soportar la idea de que elegí ese medicamento antes que tener hijos».

Su vista cansada, su suspiro… Por un instante tuve la sensación de que había mantenido esta discusión miles de veces con otras como yo. Su discreto movimiento para sacarse un pelo de la cara… Sentí su desesperación de tener que ser quien suelta la bomba, quien intenta hacer entender, quien te plantea una vida diferente a la de tus amigas, de tus hermanos, cuando tú lo único que quieres es ser como los demás, ser normal, tener el derecho a elegir, elegir entre tener o no tener un hijo.

Por un instante, lo único que se oía era el reloj del bazar todo a cien que colgaba en la pared. ¿A nadie se le ocurrió comprar un reloj que fuera acorde con el estilo de ese despacho tan antiguo? ¿Qué hacía un reloj de bazar allí, marcando el tiempo de las personas, personas para las que el tiempo es lo más importante, lo que marca el día a día, lo que marca lo que le queda de sufrimiento o de no-dolor? No, a nadie se le ocurrió eso y allí estaba aquel reloj en el momento en que debatíamos mi futuro.

Ella suspiró una segunda vez, y empezó a buscar entre los papeles mientras, con la mirada perdida en ellos y en voz baja, preguntó, no sé si para ella misma o para mí: «¿Por qué quieres tener hijos?». Dudé en contestar, pero repitió la pregunta, con voz cansada. «Porque tengo miedo de estar sola. Porque tengo miedo del aburrimiento y la monotonía, porque tengo miedo de que nadie me recuerde cuando muera». Sonrió de una manera curiosa, casi con sarcasmo. «¡Aaaah! ¿Esto va de egoísmo? ¿Cómo puede ser que te preocupes tanto por el futuro y tan poco por el presente? ¿Nunca has reflexionado sobre el hecho de que el futuro pueda ser peor que el presente? ¿Ahora puedes tener una relación sexual placentera?» «No», contesté casi susurrando, y me miró a los ojos con dos placas en las manos que descansaban sobre sus muslos como si ocultaran un secreto tenebroso en esa oscuridad. ¿Por qué las placas de radiografía tienen bordes redondos? ¿Para parecer más humanas respecto a lo que realmente muestran?, pensé. «No, ¿verdad? Porque el dolor te supera. Porque cada movimiento que hagas, cada roce, te ahoga el llanto. Porque tus líquidos corporales los ha secado tu enfermedad; porque lo que antes era agradable, ahora te arde, quema, no hay líquido que te humedezca, tus ojos están semicerrados porque, en realidad, te duelen, como si te hubiera entrado arena ¿Verdad? Y tú sabes que haces un esfuerzo “para ser normal”, tú sabes que lo intentas, no por ti, por el otro, porque en el fondo, hay poca gente que disfrute del sexo con dolor, poca, y dudo que seas una de ellas». Esta vez fui yo quien bajó la vista, necesitaba enfocarla en algo. En un hilo que salía de mi camisa. Odio cuando dan en el clavo. Sabía que estaba perdiendo la batalla, sabía lo que vendría. «Y si es así, que un mero acto tan natural, tan fácil, en realidad se te hace complicado, ¿cómo tienes pensado llevar a cabo otros más complicados aún, como por ejemplo sacar a un niño de su cuna, darle el pecho y hacerle dormir, horas y horas de pie, vagabundeando por tu casa?».

Guardé silencio. No había respuesta. Solo tenía derecho a oírse el tictac del reloj de bazar. El que marcaba el tiempo de las personas, el tiempo que no nos queda. Cuando alguien te toca tan profundo, no te queda más que aceptar que los sentimientos no los eliges, te superan; y lo sabes cuando las lágrimas presionan tus ojos. Sabes que esta vez has perdido la batalla.

Entonces ella enarboló las placas de mis dos manos y soltó la frase que nunca se borrará de mi mente: «¿Y cómo tenías pensado levantar a tu hijo de la cuna si no tienes manos?» En ese momento acudieron a mi mente las imágenes de esas personas que dibujan con la boca o los pies, que cambian pañales con los dedos de los pies, y supe que no era el momento de soltar: «Sí, hay personas que lo hacen». Era el momento de levantar la vista y ver la realidad de mis manos. Junté fuerzas, tragué saliva y alcé la mirada. Allí, entre sus dedos expertos, sin temblar, estables y fuertes, veía dos placas con dedos de esqueleto, pero mis ojos se fijaron en lo «raro» de esa placa. Había agujeros en los dedos, era como si un ratón hubiera pasado por allí y hubiera mordisqueado los lados de mis huesos; faltaba hueso, faltaban trozos de mí, trozos de mis dedos, se estaban deshaciendo por dentro, se estaban erosionando, como la arena y el viento, como la manzana en manos de un niño que le va dando la vuelta, como la realidad de la artritis reumatoide que te come por dentro. ¿Qué les iba a pasar a mis manos? ¿Cómo iban a quedar? ¿Qué iba a hacer si no podía usarlas? En ese momento, entendí el concepto «si no tienes manos». Entendí que daba lo mismo la lucha que planteara, daban lo mismo mis pequeños avances en reducir el dolor, mis dietas, mis yogas, mis pensamientos positivos, mis terapias, mis aguas calientes… Daba lo mismo para esos dedos que eran los míos, porque ellos, en silencio, seguían su camino hacia la autodestrucción, se estaban comiendo a sí mismos, y no pararían hasta que no hubiera nada. Me estaba quedando sin manos. Mientras yo vivía la vida como podía, me estaba deshaciendo por dentro. Permanecí muda. Sin voz, sin fuerzas, sin sangre y lo único que oía en mi cabeza era: «¿Y cómo tenías pensado levantar a tu hijo de la cuna si no tienes manos?». Como un eco, una y otra vez, como un mantra. Esa expresión tapaba en mi mente sus otras palabras de «hay que actuar ahora», «tienes que probar los biológicos», «hay que frenar esto», «este es el momento», «tienes que actuar», «tienes que actuar», «tienes que actuar».

Había leído y releído informes y más informes sobre la artritis reumatoide: según los expertos, el coste de los medicamentos para un paciente es superior a los 1.000 dólares al mes. En España se emplean 1.120 millones de euros cada año en tratarla. En Estados Unidos, más de un millón de personas la padecen. Vivir en latitudes altas a una edad entre los 15 y los 30 aumenta el riesgo de sufrirla. Un estudio afirmaba que, a menor consumo de vitamina D, más probabilidad de tener artritis reumatoide. Otro, que las mujeres eran más propensas a la enfermedad. Leí libros enteros que indicaban que los niños que no habían sido alimentados con leche materna (yo lo fui hasta los nueve meses) sufrían de artritis; otros tantos hablaban de la relación entre el tabaco y la artritis (nunca fumé) y la famosa herencia de antepasados (vagamente podría apuntar a un abuelo que en su infancia pudo haberla tenido). Según algunos estudios, existen factores ambientales y los climas cálidos ayudan al organismo. Esta fue la razón por la que vine a Barcelona, el clima. Por contra, el tráfico y la contaminación parecían jugar en contra de la inflamación y deformación de los huesos. Había muchas teorías, no todas estaban aún certificadas por las autoridades sanitarias. ¿Qué más decían? Ah, sí, que la AR (Artritis Reumatoide) y la depresión a menudo van unidas. Que tener una enfermedad crónica causa estrés y depresión. Que hay factores genéticos. Que las disfunciones pulmonares son particularmente comunes en personas con AR. En ese momento, los miles de páginas que había consultado no me servían.

Yo, que tiempo atrás lo tenía todo controlado, que era un diez en organización, que reía, bailaba, montaba a caballo, disfrutaba... Ahora no podía ni abrirme los pantalones para orinar. El dolor te corta la respiración. Te duele desde la ceja hasta el último hueso del dedo del pie. Te sacude por dentro. Te aprisiona como si miles de agujas te estuvieran aguijoneando por todas partes, cada vez más fuerte, hasta provocarte el desmayo. Pero, al recobrar el sentido, el dolor y el agotamiento persisten. Estás inmóvil. Los huesos se resquebrajan y nadie lo ve, solo tú lo sientes cuando no pierdes el conocimiento. No puedes ni hablar, porque las mandíbulas también son articulaciones. Parpadear duele… Pero ¿cómo puede ser? Prestar atención es un sobreesfuerzo, ¿pero por qué? ¿También esto afecta a los huesecillos del oído? Solo puedes estar quieta, como una estatua. ¿Que solo puedo estar quieta? No, no, no. Yo tengo muchas cosas que hacer. Tengo planes. Y ahora no puedo hacer planes.

Hay momentos en la vida en los que quisieras dejar las decisiones que marcarán todo tu futuro en manos de otros. En manos de alguien que se haga responsable. Ese momento era uno. Pero, en esa consulta de paredes marrones y un reloj de bazar, estaba sola, era mayor de edad, y no había nadie que pudiera tomar una decisión por mí. Si entraba en el juego de probar medicamentos, podría vivir sin dolor, pero renunciaría a ser madre. En ese momento me oía decir: «OK, cuéntame lo que hay», pero no era yo. No quería ser yo, quería que alguien corriera con las consecuencias si esto no salía bien. En ese momento descubres que una cosa es la lógica, lo que razona tu cabeza, y otra son los sentimientos, lo que te grita tu alma. Y cuando no están de acuerdo, te enzarzas en un conflicto interno, y ese conflicto es la lucha más feroz de tu vida, y cuesta. «La salud primero». A la mierda la salud, yo quiero vivir la vida. Yo quiero viajar, yo quiero tener hijos, yo quiero bailar, no quiero estar todo el día con la salud, la salud, la salud. En esos momentos, quieres dejar las decisiones importantes a otro. Pero no funciona así la vida.

Te toca, y te toca decidir, y dependiendo de tu decisión, el camino será uno u otro. Ese día me tocó decidir, me tocó aceptar que «yo primero» y que eso podría implicar que tendría que renunciar a tener hijos, que debería estar atada a un hospital durante todo un día, una vez cada dos semanas… Podía implicar vómitos, cansancio, pruebas de medicamentos, decepción cuando no funcionan, probar, probar, probar… No poder viajar, no poder planificar, depender de la Seguridad Social, tener que luchar por medicamentos, vigilar tu salud a diario, continuamente, mirar el tubo del líquido que te entra gota por gota y pensar: «¿Qué hará eso con mi cuerpo a la larga?»

Ese día, renuncié a mi instinto de madre, mujer y a las hormonas heredadas de millones de años de existencia. Ese día descubrí que realmente tenía una enfermedad crónica, y que era de por vida. Una enfermedad que me obligaría a tomar este tipo de decisiones. Ese día realmente supe hasta en mis entrañas que yo «no era normal» y nunca lo sería, y empecé la tarea de aceptar que, aunque no lo fuera, tenía el derecho de vivir en este planeta y de intentar ser feliz, de alguna manera.

Pero ese día, cuando salí del consultorio, no era feliz. Ese día, Barcelona se me hizo muy muy grande, ese día me sentí muy muy muy sola, ese día mi corazón me decía que habíamos perdido una lucha, que la vida no sería como tenía pensado y que ahora empezaría una nueva etapa. Ese día empecé a ver niños por todas partes, ese día me aprendí los colores de moda de los carritos, a partir de ese día me parecía que todo el mundo se quedaba embarazado, ese día, y hasta ocho años después, cuando di a luz a mi único y deseado hijo, lloré todos los embarazos de mis amigas, conocidas y conocidas de amigas, porque sabía que no iba a poder tener lo que ellas tenían. Ese día no supe que todas mis lágrimas durante esos años habían sido una pérdida de tiempo y una experiencia de dolor innecesario, porque si algo está claro, es que no puedes controlar la vida, ni la evolución de las cosas. Ese día era la persona más miserable del planeta cuando salí de ese consultorio, con dos placas en la mano que eran mis manos comidas por los ratones de la artritis y una decisión que tomar, que era solamente mía. Ese día no conseguí levantar cabeza, y me hundí en la miseria de lo más profundo y nunca he sabido si fue porque me habían cerrado la puerta a tener hijos, o si fue porque supe que serían en vano mis esfuerzos para solventar esa situación que, como muchas veces antes, solamente dependía de cuánto esfuerzo pusiera de mi parte.

Esta vez, no. Esta vez la naturaleza me ganaba, y por dentro tenía miedo de que perder esa batalla afectara a mi espíritu de lucha, tenía miedo a caer en la rendición total y volver a una cama, inmóvil. Ese día, mi personalidad, todo mi ser, se movió unos grados. Nadie lo vio, nadie lo sintió y la tierra siguió girando, pero yo sé que ese día perdí algo, y temí por mi propia vida, perdí la esperanza de poder tener una vida mejor, una vida sin dolor y con hijos a mi lado. Ese día Barcelona se volvió negra y me devoró, y no supe volver a casa, por mucho tiempo, no supe volver a quien era yo. Ese día me perdí en mí misma y no me levanté. Me levantaron otros. Otros que me querían ver viva.

La casa de huéspedes

El ser humano es una casa de huéspedes.

Cada mañana un nuevo recién llegado.

Una alegría, una tristeza, una maldad

Cierta conciencia momentánea llega

Como un visitante inesperado.

¡Dales la bienvenida y recíbelos a todos!

Incluso si fueran una muchedumbre de lamentos,

Que vacían tu casa con violencia

Aun así, trata a cada huésped con honor

Puede estar creándote el espacio

Para un nuevo deleite

Al pensamiento oscuro, a la vergüenza, a la malicia,

Recíbelos en la puerta riendo

E invítalos a entrar

Sé agradecido con quien quiera que venga

Porque cada uno ha sido enviado

Como un guía del más allá.

Rumi

Lo que aprendes sobre el dolor

El dolor de artritis repartido por todo un cuerpo no está limitado a una articulación, no es «duele aquí y aquí». No, no es en un solo sitio, ni en varios. Es un dolor debilitante y, ante todo, insoportable. No está en mi pulgar, no está en mi dedo del pie, no está en mi ojo. Está en cada centímetro de mi existencia, en mis cejas, en mis talones, en el pelo, se ha metido hasta en mi alma. Si algo te recuerda esta enfermedad, es que estás más solo que nunca en el mundo, porque nadie puede sentir «tu dolor» como lo sientes tú. Te pueden rodear doscientas personas en tu boda, pero quien vive en tu cuerpo eres tú, y quien lleva tu dolor eres tú, en eso estás solo. Más solo que la una. De hecho, no desearías nunca que nadie sintiera ese dolor. Ese dolor es la cárcel más dura del planeta, si no te haces amigo de él.

¿Cómo es vivir con dolor? ¿Cómo pasas de una vida sin dolor a una vida de pleno dolor? Vives. Curiosamente sigues «viviendo» aunque te parece imposible, pero sigues. El entorno es el mismo, las personas son las mismas, pero la vida no es la misma. Es una nueva vida en la que buscas espacios, diminutos, en los que no sientas el dolor. Una nueva vida en la que piensas constantemente: «Por favor, pagaría lo que fuera para no sentir dolor durante cinco minutos, aunque solamente sean cinco minutos». Y te conviertes en la experta en hacer movimientos de tal forma que te duela menos; ya no pides que no duela, pides que duela menos. ¿Cómo hablas, comes, caminas, viajas, te lavas los dientes, ríes, paseas, lees, cocinas, te mueves, trabajas, escribes, haces el amor, besas, bailas, lloras, suspiras, respiras, respiras, respiras… con un dolor constante? Pese a que lo he vivido durante más de una década, no sabría contestar a la pregunta.

¿Cómo es vivir con dolor? No sabría qué escribir en un manual sobre el tema, aunque sea una experta. Tampoco sería capaz de describir esa sensación, no sabría describir el dolor, porque no hay palabras que pudieran explicar tal cual cómo se vive. Solamente una persona que haya vivido algo similar en su propia sangre podría llegar a entender el concepto, pero nunca el propio dolor. Porque el dolor es único en cada persona. De hecho, durante muchos años me preguntaba: «¿Cómo es vivir sin dolor?» Porque ya había olvidado lo que era una vida sin dolor continuo.

El dolor de la artritis reumatoide se apoderó de mi cuerpo un día y no quiso soltarme, se quedó a vivir. A veces se asomaba más, otras menos, pero siempre estaba, día y noche. Con el tiempo aprendí a engañarle, a encontrar esos micromomentos en los que «desaparecía». Como si usara magia. Ocurría colgada de un parapente, zambullida en el mar, en remojo en agua con mucha sal, o arropada por cera caliente. Pequeños trucos que me abrían la ventana a lo que intuía había sido mi vida anterior.

Desde que el dolor decidió venir a vivir a mi cuerpo, no me río de quienes con un resfriado y un dolor de cabeza se derrumban. No me río porque estoy convencida de que es diferente en cada una. Así como, para mí, un resfriado puede ser algo que ni siquiera considero molestia o dolor, para otra persona puede ser el infierno. Respeto que cada uno viva su dolor. Respeto que el dolor está compuesto de varios factores; que el dolor se intensifica, o no, dependiendo de las circunstancias; que el dolor está muy asociado a nuestra mente. Y respeto que, realmente, cada uno, enfrentado ante la misma situación, pueda sentir más o menos dolor. Una fractura, un golpe en el brazo, una artritis… Cada cuerpo es un mundo. Supongo que por eso es tan difícil dar con los medicamentos que puedan quitar el dolor por completo en cada paciente, y por eso en muchos hospitales hay unidades que se llaman Clínica del Dolor, especializadas en su prevención, diagnóstico y tratamiento.

Cuando en el hospital te preguntan: «Del 1 al 10, ¿qué escala de dolor sientes?», es muy difícil contestar. ¿En relación a qué? ¿En comparación con quién? Porque en el momento en que el dolor pasa de ser algo instantáneo a algo crónico, pierdes la noción de lo que es una vida sin dolor; por lo tanto, no sabes en una escala del 1 al 10 en qué nivel estás. ¿En comparación con ayer? ¿Con hace una hora? Puede que un siete sea un día bueno, y un diez aquel en el que te desmayas de dolor, pero lo peor no es solo que el dolor sea tan intenso, sino que te impida vivir tu vida. Es como el precipicio de los precipicios. Así, todo dolor que sea muy fuerte pero que te deje seguir adelante, es menor a diez. ¿Por qué no se puede medir esto de otra manera? Quiero pensar que precisamente porque cada cuerpo es un mundo.

En mi caso, mi reumatóloga dejó de preguntarme sobre la escala de dolor porque no podía confiar en mi respuesta. Había aprendido que yo ya no tenía una percepción objetiva del dolor, que ya no podía ser sincera en la respuesta, porque mi forma de vivir y mis ganas de seguir adelante me llevaban a ver las cosas de una manera muy positiva. Mi boca siempre decía que estaba mejor, pero no era lo que mostraban los resultados de mi analítica de sangre. Mientras la máquina con la que hacía la ecografía marcaba rojo vivo en todas las articulaciones, mientras mi sistema inmunitario trabajaba como loco para gestionar lo que él suponía que era un ataque y se me inflamaban las manos de tal forma que tenía chorizos más que dedos, yo me oía decir: «La verdad, que no estoy mal, creo que estoy mejor que la otra vez, tal vez podríamos bajar la cortisona». Ante todo, positiva. Era mi autodefensa. Mi arma para no derrumbarme totalmente. Porque en el fondo-fondo-fondo de mi alma, sabía que si me dejaba llevar por esa idea de estar empeorando, no volvería a levantarme. Tenía la sensación de que, siempre y cuando mantuviera una visión positiva de la situación, podría seguir viviendo más o menos una vida normal, pero si, en algún momento, me dejaba llevar por el pesimismo que alborotaba mis pensamientos, llegaría a un camino en el que me convertiría en un vegetal.

Había una frase que utilizaba mucho. Se convirtió en un mantra: «Bueno, por lo menos puedo hacer X e Y, aunque no pueda hacer Z». Me servía como consuelo. «Bueno, por lo menos hoy he podido tomarme una sopa. Aunque no haya podido masticar la carne, me he nutrido con ella. Peor sería que no hubiera podido tomármela».

Había días en los que era imposible abrir la boca. Las mandíbulas estaban tan cerradas y bloqueadas que no me entraba ni una cañita para poder beber agua. ¿En qué libro o manual sale la solución para solventar este tema? Creo que en ninguno. No sé, porque con todas las bibliotecas posibles y todas las instrucciones habidas y por haber en Internet, acabas creando tus propios trucos. El truco está en mantenerse tranquilo, en respirar, mover poquito a poquito los dientes, en un movimiento de zigzag durante una hora. Poco a poco, esto afloja la mandíbula, y llega un momento en el que te puedes meter un dedo entre los dientes. Esto indica que puedes pasar a la fase dos. En la fase dos, entran uno o dos dedos para, plácidamente, separar los dientes de arriba de los de abajo, y haciendo este movimiento, poco, un poco, consigues ablandar la mandíbula y abrirla. Una vez has conseguido abrir la boca de forma más o menos normal (aunque desde fuera parezca que estás haciendo movimientos muy, pero que muy raros), inicias la fase que llamaba de mantenimiento. Esta dura todo el día, porque implica que tienes que mover la mandíbula arriba y abajo, para que no tenga oportunidad de quedarse rígida de nuevo. Es imprescindible para poder comer, beber, hablar, reír, masticar, salivar y, de alguna manera, respirar. La primera vez es un choque; entre la segunda y la décima lo conviertes en un reto, mientras tu mente está haciendo otra cosa, como leer o caminar.

El dolor es la herramienta más potente para saber que estás vivo. Paradójicamente, en el momento en el que sientes dolor, lo último que deseas es estar en el presente. Prefieres pensar en el pasado, en cómo ha sido esto y lo otro, y te vuelves nostálgica. Recuerdas momentos fabulosos, y aunque no lo fueran, ahora los ves así. O te pierdes en la melancolía pensando en todos los instantes que dejaste pasar, que no disfrutaste al máximo y, si no estás atenta, caes en la trampa de hacerte la víctima y te puedes pasar horas, días, semanas o meses llorando tu desgracia, viéndolo todo negro y dibujando un futuro infernal. Hay una especie de tranquilidad en ser víctima. Hay un consuelo en sentir que algo te ha sucedido sin que tú te lo merezcas. Y tu mente está encantada de llegar ahí, a esa tranquilidad, que implica no tener que hacer nada, no sentir culpa por nada, vivir en la tristeza y en la pena; esa sensación física es como estar entre algodones, nada te importa, nadie espera nada de ti, ni tú misma, y está permitido tirarse horas y horas en un sofá, arropada con una manta, con música triste de fondo y series repetitivas en la televisión. Hay una especie de paz y tranquilidad en esa serenidad del rendimiento. Algo similar a lo que puede sentir una persona que sabe que va a morir. La rabia genera acción y ansias de luchar o escapar, pero el miedo, la tristeza prolongada y crónica te pueden conducir a rendirte.

Por eso, en el momento en que eres consciente de que no quieres caer en esa trampa porque no te lleva a ninguna parte y porque no estás dispuesta a morir, en ese momento la rabia despierta, la ira te atrapa al saber que te estás perdiendo media vida por todo aquello que esta enfermedad te quita. Te lleva a buscar métodos, trucos y herramientas que te permitan convivir con el dolor, y le dices: «Te permito estar a mi lado las veinticuatro horas, pero yo haré mi vida tan bien como pueda».

Me hice tan buena en esto que había días, días enteros, en los que pensaba que no sentía dolor. Siempre y cuando mantuviera mi mente ocupada. Pero en el momento en que prestaba atención a mi cuerpo, sabía que me estaba engañando, que mi dolor era más que presente, que nunca se iría, que marcaba mi ritmo, mis actividades, mi cansancio, mi forma de hablar, de caminar. Y todo mi ser. Había momentos en los que me dejaba llevar por esa realidad y mi cuerpo entraba en un cansancio inexplicable. Como si todas las energías me hubieran abandonado. Como si el hecho de aguantar y aguantar se acumulara en un solo momento. Y estallaba. Pero el ser humano está programado para sobrevivir. Hace todo lo posible para no aceptar la derrota, porque sabe que, si deja de luchar, el mundo se lo comerá. Y por eso, mi mente (y yo), decidimos seguir adelante con esta estrategia, perfeccionando al máximo la estrategia con la idea de llevar una vida lo más normal posible. Aprendí a contar micromovimientos, como las modelos chinas, que hacen microcambios de posiciones para que el fotógrafo pueda aprovechar cada segundo para tener diferentes fotos, como una película antigua de Chaplin. De igual manera, aprendí a saber cuántos movimientos necesitaba para llegar al lavabo: 223 movimientos para ir a él desde mi cama; y 335 cuando ya estaba dentro del lavabo para lograr salir por la puerta. Algunos días más, algunos días menos, dependiendo de la ropa.

Un día, una amiga me reconvino por no haber hecho la cama en la que había dormido, o al menos haber retirado las sábanas. «Que esto no es un hotel», me dijo. Ese día tuve que pedir perdón por no haber explicado el esfuerzo que suponía para mí quedarme a dormir en su casa, levantarme por la mañana, ir al lavabo, ducharme, lavarme los dientes, volver a la habitación, vestirme, preparar el desayuno y salir por la puerta, pues eso eran muchos micropasos. En un dormitorio con lavabo he de hacer 115 movimientos, de los cuales dos son bajar las piernas de la cama al suelo, lo que supone flexionar las rodillas, una de las acciones más dolorosas. Un proceso que normalmente sería cuestión de 30 minutos, para mí significaba despertarme a las cinco y media de la mañana y realizar miles de micropasos. La acción de quitar las sábanas —que me parecía que pesaban toneladas— y abrir la lavadora para meterlas resultaba prácticamente imposible con mis dedos de chorizo. Apretar botones para encender ese aparato era una de las peores cosas que se me podían ocurrir, por el dolor que me causaba presionar algo. Nunca le conté que aquella noche no dormí debajo de las sábanas porque estaban tan apretadas por los lados de la cama que no pude levantarlas para meterme dentro. Me tapé con una manta y con mi abrigo. No quise despertar a nadie de la casa, no quise molestar. Solo quería dormir.

Esta es una de las desventajas de tener una enfermedad que no se ve. Hay tantas formas de malinterpretar tus acciones. Hay tantas situaciones que dejas de explicar porque ya no sabes cómo decir las cosas. Te hartas de justificarte: «Si no hago así o asá, es porque me pasa esto y lo otro». «Si ves que hago esto, es porque…». Al final, te cansas. Con los años, te agota oír tu propia voz repitiendo lo mismo. Te cansas de intentar, constantemente, normalizar tu situación. Normalizar para que no haya malas interpretaciones, para que la gente de tu entorno no te vea como la maleducada, la desinteresada o la rara.

Pasaron muchos años antes de aprender a pedir mi espacio, a pedir aquella silla en el autobús, a ignorar los comentarios como: «Con lo joven que eres no creo que necesites el asiento, ¿no?»; a pedir que te corten la pizza en el restaurante porque con tus manos es imposible cortar con un cuchillo, sabiendo que probablemente pensarán: «Vaya, la princesa que no se quiere ensuciar las manos»; a pedirle a una señora en el lavabo que vigile la puerta porque tú no la puedes cerrar y abrir, consciente de que probablemente esté pensando que eres una miedosa o algo mucho peor. Con el tiempo, olvidas por completo el qué dirán, el qué pensarán, o ignoras que tus amigos han pasado vergüenza porque tú has actuado de una u otra manera, como bajar urgentemente de un ascensor porque ves que se va llenando de gente y sabes que al final alguien te va a tocar; no podrás frenar ese grito de dolor y, para evitarlo, prefieres esperar al próximo. Podrías explicárselo a tu amiga, con la que tienes confianza, pero va acompañada de alguien que desconoce tu situación y con el que también vas a subir al ascensor. No siempre puedes prever si va a pasar o no, o si lo puedes evitar, porque te pasarías todo el día explicando situaciones que a lo mejor no pasan. Es cansado para ti y para tu entorno.

Me convertí en una experta en encontrar soluciones a priori: sabía qué autobuses tomar, qué posición adoptar en el metro, cómo llevar una mochila, a qué distancia situarme de la gente, cómo saludar a alguien para evitar que te apriete la mano o que te toque un hombro, cómo hacer el amor, cómo, cómo y cómo. Cientos de reglas y cálculos en la cabeza a diario para que el día a día funcione. Cientos y miles, durante años y años. Te conviertes en la experta de tu entorno. La observadora de cualquier movimiento. La crack del espacio y el tiempo. Porque un mal gesto, un roce inesperado, te puede llevar a ver las estrellas, y eso te desequilibra, te lleva al presente, te recuerda el dolor de tu cuerpo y te hunde por unos momentos.

Un día, un niño me preguntó:

—Pero ¿cómo duele?

No supe explicarle.

—Muéstramelo —insistió.

Se me ocurrió que el dolor de la artritis reumatoide en mi cuerpo es como el dolor de mil agujas clavadas a la vez multiplicado por cien mil. Le hice el típico juego infantil de coger el brazo de tu compañero y con dos manos aguantar el brazo y mover uno hacia adelante y otro hacia atrás para causar una sensación de «mil agujas que te pinchan a la vez».

—¡Ay! —protestó—. ¿Así siempre?

—Así, siempre y en todo el cuerpo.

Vivo con un dolor de mil agujas que te pinchan, pero multiplicado por cien mil y siempre. Me enseña a estar en el presente, me quiere decir algo, pero yo no se lo permito y me voy a otro mundo, al del pasado y el futuro, porque allí estoy más presente que en mi no-presente.

¿Y cómo se convive con esto? Vives en el mundo del no-plan. De momento a momento. Porque ahora estás bien, pero en una hora puede ser que no. Vives el momento sin saber qué te va a deparar la próxima hora, vives en la incertidumbre total y condicionas a tu entorno. Ahora dices que quieres ir al cine, y a la hora siguiente llamas para cancelarlo, como una histérica, una loca o una indecisa, pero realmente es tu cuerpo el que te lo impide.

Tener artritis reumatoide es como montar en una montaña rusa: hasta que te despiertas por la mañana no sabes si vas a tener actividad o inactividad. En mi vida de antes de la AR, solía planearlo todo; ahora, mi día depende de cómo me siento al despertar.

Es un compromiso de por vida con el conocimiento de tu cuerpo. Trabajas en constante coordinación con tu reumatólogo, con tu medicamento, con tu salud. Te obliga a aceptar que hay días en los que no podrás hacer nada y hay otros en los que podrás bailar horas y horas y que no querrás que acaben, días que exprimes al máximo. Hay días que sabes que estás forzando y que lo pagarás caro. Poder bailar más de una hora en una pista de baile a las doce de la noche, ponerte tacones para sentirte más guapa, nadar una hora entera, o caminar de una estación a otra, por ejemplo, significa que después me va a tocar sufrir porque eso, para mi cuerpo, son excesos. Pero nunca me escucharás quejarme después, porque sé que he vivido esos momentos al máximo y me voy a la cama con una sonrisa y reuniendo fuerzas para lo que vendrá al día siguiente. Siempre lo digo: yo sé lo que es tener agujetas de verdad, porque cuando hago algo fuerte para mi cuerpo, el reúma se suma a ese dolor y lo intensifica de tal manera que no son agujetas normales, son multiplicadas por diez: te hacen ver las estrellas y te cortan la respiración.

Quien tenga una enfermedad crónica y diga que no ha perdido amigos por el camino, no sé si dice toda la verdad. Nadie es tan bueno, paciente y comprensivo como para aguantar a una persona que cambia de opinión cada media hora, que promete algo y después no puede cumplirlo, que a las diez tiene que estar en la cama como un niño, que no puede caminar por el bosque, que no es capaz de estar sentada más de treinta minutos en un café, que da la nota poniéndose de pie constantemente en la sala de reuniones, en los cursos, o en las cenas. No todo el mundo ve eso de que lo bueno está en el interior, y se tiende a ignorar a amigas que no pueden planificar. Algunas se quedan, pero en mis años con AR he visto a gente desaparecer lentamente de mi lado.