¿Dónde estáis? - Arturo Panero - E-Book

¿Dónde estáis? E-Book

Arturo Panero

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Beschreibung

Año 2018. Javi lleva algo más de un año despertando en mitad de la noche… y encontrándose con ÉL; un cuerpo en cuclillas, asido al borde de su cama y mirándole con fijeza. Su visitante no le es desconocido, otrora fue su mejor amigo, aunque desapareció en extrañas circunstancias hace demasiados años. Se ha convertido en una presencia pertinaz y terrorífica anclada entre dos mundos; en una especie de fantasma que le lanza en un bucle infinito una pregunta para la que no tiene respuesta: ¿dónde estáis? ¿dónde estáis? ¿dónde estáis? ¿dónde estáis? ¿dónde estáis? ¿dónde estáis? ¿dónde estáis? ¿dónde estáis? ¿dónde estáis?... Todo sucedió en el pueblo de sus abuelos, en aquel verano de 1.994 que jamás ha podido relegar al balsámico mundo del olvido. Su grupo de amigos al completo, la Peña "El Candao", abrió las fronteras que separan los mundos de los vivos y los muertos al juguetear negligentemente con una tabla Ouija. Unas vacaciones que tan sólo deberían haber estado marcadas por amoríos imposibles, verbenas y travesuras desenfadadas e inocentes, acabó grabándose a fuego en su corazón… y llevándose al otro lado, para siempre, una parte importante de sí mismo… Quizá rememorando aquello que siempre deseó que no hubiese sucedido pueda responder a la fatídica pregunta: ¿Dónde estáis?

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¿DÓNDE ESTÁIS?

¿Dónde estáis?

Arturo Panero González

Primera edición. Septiembre 2022

© Arturo Panero González

@cuentosmalditos

© Editorial Esqueleto Negro

Diseño & ilustración de la cubierta: César Rodríguez

@cesar_٢٨٨

www.esqueletonegro.es

[email protected]

ISBN Digital 978-84-126011-3-8

Queda terminantemente prohibido, salvo las excepciones previstas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y cualquier transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.

La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

INDICE

Hoy, año 2018

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

Se cierra el círculo

Hoy, año 2018

Ahora ya me he acostumbrado a él. Al principio, he de reconocer que no fue nada fácil para mí el tolerar su presencia, pero, después de un año conviviendo con sus apariciones, mi mente ya las interpreta como un suceso rutinario y cotidiano. Me afectan, y en demasía, claro está, pero al menos mi corazón ya no parece detenerse en mi pecho cuando adivino su cara dibujada en la penumbra. Me visita todas las noches; jamás se ha perdido ni una sola de ellas desde el incidente acaecido con la ouijael pasado mes de noviembre. Siempre es la misma situación, como si alguien me hubiese condenado por lo ocurrido hace ya tantos años; no creo que haya nadie en este mundo que deba pagar tan alto precio por los pecados de su juventud, por algo que ni podría haber entendido la mente juvenil de aquel entonces ni puede comprender en la actualidad el intelecto adulto. Me he vuelto a poner en contacto con mis antiguos amigos del pueblo, con esos con los que hice la sesión de espiritismo el 29 de noviembre; hacía ya mucho tiempo que no había vuelto a tener contacto con ellos, prácticamente desde aquel nefasto verano —hace ya más de veinte largos años— en el que mi vida se puso patas arriba. Sin embargo, todavía no entiendo muy bien el porqué, celebramos de pronto esa maldita velada…

Ya no sé de quién salió la idea ni cómo consiguieron mi número de móvil, pero da igual, la cuestión es que quedamos para cenar y tomar unas copas. Hubo muchas risas y buenos recuerdos porque todos los malos los dejamos encerrados bajo llave, en ese recóndito cajón que hay en la parte más oscura de nuestra memoria; pero, una cosa siempre lleva a la otra y, al final, salió a flote la conversación que tenía que salir. Alguien pronunció su nombre y desempolvó su recuerdo. He de reconocer que, aunque hace tiempo que ya no está entre nosotros, siempre ha estado muy presente en mi mente, en realidad.

No sé quién dijo entonces: «¿os acordáis de la ouija y de las historias que vivimos con ella?». Cómo no íbamos a recordarlas, joder… Sigo pensando que toda esa mierda estuvo directamente relacionada con su desaparición; pero el tiempo lo cura todo —imagino— y extiende una fina pátina sobre el miedo, manteniéndolo soterrado, y convirtiendo de ese modo todo lo que es determinante en una maldita parodia, fútil y banal. «Todavía la tengo en casa —dijo Víctor—, la misma tabla que usábamos en el pueblo». Nunca entenderé por qué los demás no notaron la misma mano helada que se aferró con fuerza sobrehumana a mi bulbo raquídeo al escuchar esas palabras. Imagino que sus mentes habían transitado por derroteros muy diferentes a lo largo de todos los años transcurridos, porque todos ellos se reían y mostraban un curioso asombro inocente y despreocupado ante la confesión de nuestro amigo…

Más copas, más recuerdos y un idiota que se deja llevar por lo voluble de la situación; allí acabamos, en casa de Víctor, tratando de contactar con nuestro difunto colega a través de la ouija, poniendo el brillante colofón preternatural a aquella quedada de antiguos amigos celebrada la misma noche en la que él hubiera cumplido los cuarenta años si siguiera con vida a día de hoy.

Ya veis, todo ocurrió en el aniversario de su nacimiento, como si se hubiera planificado a conciencia y toda la parafernalia circundante a dicha velada no fuese más que un macabro reencuentro con los fantasmas que aún perturbaban mi mente, acosándome de manera implacable en forma de recuerdos y cientos de interrogantes que jamás obtuvieron respuesta alguna.

La cuestión es que, tras la sesión de ouija, ninguno de ellos sufre experiencias similares a las mías. De hecho, estoy seguro de que no han notado el más mínimo cambio en sus vidas. Les he preguntado con sutileza, abordando la situación con circunloquios, llevándolo todo al terreno de las suposiciones y los sueños. Nada. Todos responden con humor o desapego y estoy totalmente convencido de que sus reacciones son sinceras; ellos no perciben lo que yo puedo ver.

Entonces, ¿por qué soy yo el elegido? ¿Hice algo realmente mal durante aquel verano? Si es así, no puedo recordarlo y tampoco comprendo qué pretende con sus visitas recurrentes, con la profunda perturbación psicológica en la que me ha sumido y con el daño, tanto físico como emocional, que me está causando. Todas las noches se repite la misma situación: un ruido me despierta, me doy media vuelta todavía adormilado hacia el lado izquierdo de mi cama… y ahí está él, en cuclillas junto al colchón, asido al borde de este con unos dedos largos y huesudos de los que sobresalen sus uñas ennegrecidas, sucias y rotas. Proyecta su cuerpo hacia adelante para dejar su cara a escasos centímetros de la mía; su gesto parece esculpido en cera o piedra, muy serio, con los labios apretados de forma antinatural y con esos ojos extremadamente quietos, negros como pozos sin fondo, que me observan con total inexpresividad. Su rostro de veinteañero presenta un aspecto lívido, lánguido y viscoso; son facciones juveniles muertas, casi descompuestas.

Nunca deja de mirarme, impertérrito. Entonces, sus labios se contraen muy poco a poco, mostrando unos dientes pútridos y carentes de vida desde hace ya demasiado tiempo. En su tétrico rictus se dibuja una sonrisa agusanada, demasiado grande y ominosa. Así se queda, moldeado en una especie de eternidad estática e inmutable…

Sin cambiar un ápice su gesto y sin necesidad siquiera de mover sus violáceos labios, comienza a hablar:

—¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis?

La frase resuena incesantemente en el interior de mi cabeza con una voz aguda y distorsionada; taquifémica, como si se reprodujera en un casete pasado de revoluciones. Se repite cada vez más deprisa:

—¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis?

Aumenta su volumen progresivamente, de forma atronadora, llevando hasta el paroxismo la intensidad del sonido:

—¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis?

Y cuando la mezcla de ese rostro impasible y esa voz estridente, rápida y enloquecida llega a su acmé, a ese momento en el que siento que mi cabeza está a punto de saltar por los aires irremediablemente, agarra mi antebrazo de manera súbita, con una rapidez que no es humana, con una ingente fuerza fría y viscosa…

Desaparece sin más, de pronto, sin dejar rastro alguno de su inminente presencia. Al menos, hasta hace unos días esto era así. Ahora, a causa de sus apariciones más recientes, guardo la marca de sus dedos en mi piel. Cada vez noto más su presión, me hace más daño, lo que provoca que me replantee con absoluto pavor cuáles son realmente sus intenciones. ¿Busca entonces herirme o simplemente está tratando de comunicarse conmigo, de avisarme de algo que solo él conoce?

Mi cabeza funciona con cien mil teorías por hora que refuto de forma inmediata para volver a plantear otras tantas —muy similares— al momento. No tengo ni idea de a quién recurrir, de cómo puedo hablar del asunto sin que los demás me tachen de loco o de quién podría echarme una mano para tratar de interpretar lo que me está sucediendo… Me niego a aceptar sin más que el simple objetivo de esa aparición infernal sea el de acabar segando mi vida o el de tratar de desequilibrarme y sumirme en la locura. No, no puedo aceptarlo, sería demasiado cruel, una despiadada broma del destino…

Ese ser de otro mundo que me acecha todas las noches junto a mi lecho fue, en su día, mi mejor amigo.

I

Verano de 1994.

Como era costumbre en aquellos años, llevaba ya algo más de un mes en nuestro pequeño pueblo, ubicado en la zona de Las Arribes del Duero de Salamanca, quemando las vacaciones con mi grupo de amigos hasta que, después de las fiestas de septiembre, regresara con mi familia a la vida rutinaria de Madrid. Estábamos en la primera quincena de agosto y mi bicicleta de montaña descendía por la cuesta de El Cristo cortando el aire a una velocidad inaudita. El viento golpeaba con furia mi pecho y silbaba hacia mis costados durante la vertiginosa bajada. Me sentía como una maldita flecha: directa y certera. A principios de junio, había instalado un cuentakilómetros en el manillar de la bici, atornillado junto a la palanca para cambiar los piñones y los numeritos analógicos me mostraban que, en ese preciso instante, iba a más de cuarenta por hora. Estaba absolutamente entusiasmado, flipao… Me reía yo de Induráin y de Tony Rominger; era un auténtico fiera.

Sin embargo, a pesar de mis ideas megalómanas y de lo que yo consideraba una velocidad cercana a la de la luz o, al menos, a la del sonido, siempre solía acabar el último en todas aquellas carreras. Mis amigos, el resto de la Peña El Candao, llegaban habitualmente a la meta con varios minutos de adelanto en cada una de las etapas de esa especie de tour de Las Arribes que nos habíamos inventado y que ya llevábamos celebrando varios veranos seguidos. El ganador no se llevaba ningún premio, ni mucho menos; pero el perdedor —o sea, yo— iba a tener que aguantar unas cuantas bromitas de mal gusto sobre la cuestión durante algo más de un larguísimo mes; hasta que, el 10 o el 11 de septiembre, cuando finalizaran las fiestas del pueblo, dejáramos la tierra de las ilusiones y la fantasía rumbo al ajetreo de la capital.

Recuerdo que ese año iba a empezar tercero de B.U.P. La Universidad ya estaba ahí, a solo un par de pasos. De todas formas, aún me quedaba por delante parte de unas vacaciones que, aunque en ese momento no fuese consciente de ello, iban a dejarme absolutamente marcado de por vida.

A lo lejos, cruzando ya por el pequeño puente que había al final de la cuesta abajo de El Cristo, podía ver a Valentín, que siempre solía quedar el penúltimo en aquellas lides. Era habitual que cada una de las etapas concluyera siempre con un disputadísimo «duelo de tiñosos» entre ambos. Los otros tres miembros de nuestra peña; Víctor, Óscar y Javi, mi tocayo, ya habrían llegado a la meta haría, como mínimo, diez o doce minutos; al menos, eso era lo normal. Esa etapa en concreto era de unos ocho o nueve kilómetros. Habíamos salido desde la plaza, al norte del pueblo, y habíamos llegado hasta la ermita, que estaba ubicada en un cerro a unos tres kilómetros de distancia.

Tras culminar la subida, llegando hasta el final de la zona encementada de la precaria carretera, teníamos que deshacer el camino recorrido para volver hasta el pueblo; salir de la plaza bajo el arco de piedra y descender por la zona de El Cañal, todo recto, pasando por el frontón y continuando por la calle de las piscinas para abandonar el pueblo por la zona sur. Entonces ya solo había que seguir la carretera, dejar la bodega a mano izquierda, el cementerio a la derecha y recorrer los últimos mil metros, aproximadamente, hasta la ansiada meta.

En esa ocasión, habíamos acordado que la línea de llegada estaría un poquito más adelante, después de pasar el puente y hacer la curva de la carretera, que giraba hacia la derecha. El final de la etapa lo marcaba el inicio de la tapia que daba acceso al terreno donde estaban (y aún estarán, aunque no he vuelto a la zona en más de veinte años), «las segundas peñas» o La Resbalaína, como acostumbrábamos a llamarlas. Recibían este nombre porque se trataba de un conjunto de grandes rocas que ascendían progresivamente, hasta el cielo y más allá, en una pendiente continuada y semilisa. Cuando éramos más pequeños, solíamos sentarnos sobre un cartón y tirarnos desde arriba del desnivel. El objetivo, claro está, era llegar hasta abajo del todo resbalándose y, a ser posible, conseguir terminar el trayecto sanos y salvos. No vamos a engañarnos, más de un buen golpe —algunos de ellos, preocupantes— nos llevamos en el proceso. Sin embargo, en aquellos tiempos, estábamos hechos de otra pasta; los chichones, moratones y arañazos eran parte de nuestro look habitual.

Todo eso ocurría años antes del relato que nos ocupa.

En el 94 ya éramos mayores, así nos sentíamos al menos, y el resbalar por una pendiente sentados sobre un pedazo de cartón no era algo con lo que nos gustara matar el tiempo. Sin embargo, seguíamos acudiendo a la zona de La Resbalaína porque era un lugar apartado que nos concedía la intimidad suficiente para hablar de lo que nos viniera en gana, beber y fumarnos unos pitillos sin que nadie nos observara o incluso dar rienda suelta a las ideas más descabelladas que pudieran invadir nuestras cabezas.

Desde hacía varias noches, por ejemplo, acudíamos allí para hacer espiritismo; Víctor tenía una ouija y, aunque no controlábamos muy bien cómo debía llevarse a cabo el ritual, poníamos todo nuestro empeño en poder contactar con algún espíritu errante que tuviera ganas de palique… Hasta ese momento, todas nuestras intentonas habían resultado totalmente infructuosas; el único que se comunicaba con el grupo en esos conatos preternaturales era Óscar, siempre con sus típicos chascarrillos que, según la situación en la que los soltase, acababan por sacarnos de quicio… A unos más que a otros.

Volviendo de nuevo a la carrera, a los instantes finales de aquella etapa de nuestro tour, doblé al fin la curva que llevaba directamente hasta la meta. Allí estaban todos, los desgraciados, esperándome en la linde de la carretera; aplaudiendo, silbando y vitoreando para mofarse de mi retraso. Hasta Valentín estaba totalmente fuera de sí, riendo a mandíbula batiente y dando palmas, el cabrón, aunque no me habría ganado ni por medio minuto de diferencia; estaba seguro de que no le habría dado tiempo apenas ni a bajarse de la bicicleta. Víctor ya estaba fumándose un pitillo y arrojó la colilla hacia el suelo, de forma simultánea a mi llegada. Efectivamente, llevaría ya un buen rato allí, esperando a que yo llegara. Al fin me detuve junto al grupo, jadeando por el esfuerzo que acababa de realizar. Óscar se acercó a mi bicicleta con gesto pensativo, escrutando la rueda de atrás y asintiendo con la cabeza.

—Lo que sospechaba —dijo tocando las varillas de metal—. Los radios tienen ya telarañas… Tienes que mover un poco más rápido este trasto, Javito.

Todos se rieron. Óscar siempre andaba con ese tipo de humor ácido por la vida, metiéndose con todo el mundo, incluso con él mismo, en esa peculiar forma de ver las cosas que suelen enarbolar los que deciden reírse del mundo entero porque es mejor eso que andar llorando por las esquinas durante todo el día. Lo de «Javito»… en fin, no me gustaba ni un pelo, pero era lo que había.

En el grupo de amigos, yo era el pequeño con diferencia. Javi me sacaba un año y Óscar y Valentín me sacaban dos, cuando finalizara el verano iban a empezar la universidad; filosofía y medicina, respectivamente. Víctor ya tenía diecinueve años. Para mí, era el líder, un espejo del todo inalcanzable al que mirarse, iba a empezar segundo de derecho y era alto, guapo e inteligente. Se llevaba de calle a todas las chicas. Además tenía coche, un Opel Calibra nuevecito que, por aquellos tiempos, era como tener un Ferrari con el motor más potente que pudiera imaginarse. ¡Guau! Para mí era, prácticamente, como un dios omnipotente caminando entre simples mortales.

Víctor me ofreció su paquete de Fortuna, con una sonrisa en los labios:

—Javito… Por lo bien que lo has hecho —dijo.

—¡Cigarrito pal pecho! —corearon todos al unísono.

No me apetecía demasiado fumar después del esfuerzo de la carrera; pero, como ya he dicho, yo era el pequeñín del grupo, así que en la mayoría de las ocasiones amoldaba mi comportamiento a lo que decidieran los demás. No es que lo hiciera obligado, claro, eran mis amigos y había total confianza y libertad… Pero, para mí, hacer lo mismo que ellos era como un signo de estatus; me convertía en el adulto que percibía que todavía no era… De alguna manera, el grupo siempre me marcaba el sendero a seguir.

Saltamos la pequeña tapia de piedra y nos dirigimos tierra adentro, hacia la zona de La Resbalaína. Nos sentamos al inicio de la pendiente, fumando y comentando los pormenores de la etapa que acabábamos de finalizar: cómo iba la general, cuánto tiempo de diferencia había entre los participantes, la más que probable cuestión de que Óscar parara su cronómetro unos centenares de metros antes de llegar a la meta… Cosas típicas de nuestra rutina en el pueblo. Y al final de la tarde, cuando ya el sol estaba a punto de ocultarse bajo el horizonte, Víctor dijo:

—Vuelvo a estar solo en casa unos días. ¿Hacemos una sesión esta noche en mi casa?

—Claro —respondió Javi.

Todos asentimos. Esa era nuestra gran obsesión del verano, tratar de contactar con el más allá. Hasta ese momento no habíamos tenido demasiado éxito; solamente habíamos conseguido ser testigos de las bromas de Óscar, que movía incesantemente el puntero de la ouija fingiendo que la cosa había funcionado al fin mientras profería extraños sonidos, supuestamente de ultratumba. Lo pasábamos bien con las intentonas, eso sí, con infinidad de risas y buenos momentos iluminando la tétrica atmósfera que siempre se percibía en dichas ocasiones. Ese era el sucinto resumen de nuestros rituales, de esas supuestas tomas de contacto con las fuerzas sobrenaturales que nos rodeaban.

A mí me gustaba todo ese rollo, por supuesto, pero no puedo ocultar que también me aterraba en exceso. Siempre he tenido sensaciones contrapuestas al tratar con todo lo referente al mundo de los espíritus: me atrae, me encanta ese misterio que subyace a todo lo que aparentemente es inexplicable; pero, a su vez, me provoca un pavor indefinible. Una sensación insoslayable de indefensión ante lo desconocido, ese miedo persistente de saberse muy pequeñito ante fuerzas omnipotentes que no podemos explicar. Si es verdad que existe algo en el más allá, siempre he querido evitar el poder comprobar dicha certeza en mis propias carnes.

—¿Sobre las diez en mi casa, entonces? Tengo unos cuantos litros de cerveza metidos en la nevera —comentó Víctor.

—Llevo yo alguno más. Si sobra, para mañana, que con el alcohol y el sexo, mejor que sobre a que falte… Es una máxima absoluta, aunque los vírgenes no alcanzáis a comprenderla en toda su plenitud —dijo Óscar, volviéndose hacia Valentín.

—Ya… que te den.

Tiramos las colillas de los cigarros al suelo y las pisamos a conciencia, tratando de evitar cualquier tipo de accidente relacionado con el fuego, que tantas hectáreas de terreno solía asolar todos los veranos en la zona. Quién sabe si esos incendios eran provocados o causados por negligencias como la que nosotros tratábamos prevenir.

Volvimos a la carretera a por las bicicletas y regresamos al pueblo, cada uno a su casa para cenar y, posteriormente, reunirnos de nuevo con la intención de volver a tener una cita con lo desconocido cuando la luna ya brillara allá en lo alto, vigilante, surcando altiva por el cielo sobre su ingente reino de sombras y penumbras.

II

Esa vez queríamos que la cosa saliera bien. Al menos, teníamos la intención de realizar la sesión de forma seria evitando las bromas habituales, las risas inoportunas y los comentarios fuera de lugar. Víctor iba a ser el médium, como siempre, pero en esta ocasión tan solo él iba a tratar de entablar comunicación con el más allá; los demás debíamos guardar un silencio absoluto, respetuoso y ceremonial. Habíamos hablado también de cómo mantener un nivel adecuado de concentración durante todo el proceso, era esencial que, antes de iniciar el conato de invocación, tratáramos de centrar nuestros pensamientos en ciertas imágenes o ideas acordes a la situación. Sobre esta cuestión, Javi había dicho que estaba dándole vueltas a algo que pensaba que podría ayudarnos a lograr dicho objetivo; iba a revelarnos su plan justo antes de comenzar con la sesión.

Para aumentar la teatralidad de la noche y dotarla de un halo de misticismo, habíamos decidido esperar para iniciar el mágico ritual hasta las doce de la noche, momento en el que da comienzo ese período conocido como «la hora de las brujas». De ese modo tratábamos de añadir otro detalle más al proceso, algo que pensábamos que podría resultar de utilidad a la hora de lograr contactar con los difuntos.

Hasta que llegara la hora señalada, decidimos pasar el rato sentados en los sillones del salón bebiendo, fumando y hablando de todo un poco. Nuestras conversaciones versaban sobre lo que suelen tratar las de todos los jóvenes de manera habitual: chicas, cine, música, deporte… Nada original ni fuera de lo normal en esas edades. Eso sí, nuestro grupo fue siempre muy dado a tratar también en todos los coloquios todo tipo de temas relacionados con el terror y los asuntos sobrenaturales. Comentábamos crímenes famosos jamás resueltos y perpetrados en circunstancias extrañas, testimonios sobre apariciones fantasmales y avistamientos de ovnis… Rememorábamos también todo tipo de leyendas, incluso algunas locales, acaecidas supuestamente en la zona de Las Arribes y, por supuesto, contábamos muchas historias de miedo. Imagino que la mayoría de ellas serían inventadas, meros cuentos creados con el simple objetivo de entretener y espantar a los oyentes, pero he de reconocer que, a mí, muchas de ellas realmente me inquietaban. Dejaban en mi mente indelebles huellas en forma de imágenes o cogniciones residuales que solían acosarme con fiereza durante las noches más oscuras y solitarias. Siempre me aterró, por ejemplo, el mirar un espejo rodeado de penumbra, por si al hacerlo, el simple hecho de pensar de forma incontrolable en el nombre de Verónica pudiese ser suficiente para invocar al espectro de la chica y que este se abalanzara hacia mí desde la superficie reflectante que me devolvía mi propia imagen.

Aquella noche, Javi contó una de esas historias que siempre ha resonado en mi mente, incluso en la edad adulta, emponzoñando mi alma con esa mezcla de repulsión, temor y aversión que suelo tratar de evitar del mismo modo que, en otras ocasiones, abrazo con absoluta fruición. No es nada especialmente original, truculento o depravado, creo, pero su reminiscencia siempre me posee de forma irremisible cuando me encuentro ante una mujer en estado de gestación.

En efecto, la protagonista del relato de Javi estaba embarazada. La mujer lo estaba pasando mal durante la gestación, atormentada por intensos dolores insoportables que nunca le daban tregua; cuanto más aumentaba el volumen de su barriga y cuantos más días se sucedían, mayor era el tormento para ella. Ante las insistentes quejas, tanto de la mujer como de su pareja, los médicos decidieron someterla a todo tipo de pruebas: ecografías, amniocentesis y todas las demás que consideraron que era posible realizarle en su estado sin que supusiera riesgo alguno para la madre ni para el bebé. Todos los resultados obtenidos eran aparentemente normales y, tras pasar un auténtico infierno que Javi se encargó de relatar con pelos y señales, regocijándose en los detalles con un realismo exacerbado, llegó al fin el día del parto.

Fue un alumbramiento complicado y la mujer murió durante el proceso debido a una hemorragia interna. La criatura salió del interior de su madre perfectamente sana, pero con una horrible deformidad: poseía una ominosa dentadura conformada por innumerables piezas dentales amarillentas y afiladas de las que chorreaba una cantidad ingente de sangre oscura y grumosa. Pese a que el resto de la anatomía del recién nacido era perfectamente normal, aquella boca, más de bestia que de hombre, hizo que el doctor sufriese hora tras hora el acoso de fantasmales ideas que bombardeaban su mente de forma inmisericorde. Al fin, capitulando ante sus más oscuros temores obsesivos, convenció a la familia de la difunta de que había que practicar una autopsia minuciosa, puesto que, quizás, la malformación del bebé podría haber influido en el deceso.

Al abrir los restos de la madre, la realidad golpeó al equipo médico. No solo veían confirmados sus temores, sino que toda la evidencia hallada dibujaba un panorama mucho más horrible y terrorífico que todo aquello que la imaginación pudiese haber concebido: el útero de la madre presentaba por su cara interna cientos de cicatrices y laceraciones. Podían observarse múltiples lesiones en el tejido endometrial que todavía se encontraban en proceso de cicatrización. Había también llagas, úlceras, tejidos desgarrados y heridas sangrantes por doquier. Todas las lesiones parecían hechas con un sinfín de instrumentos cortantes, como una hilera de dientes poderosos y demasiado afilados.

La certeza golpeó de lleno al doctor ante dicho hallazgo. Durante todo el proceso de gestación, la criatura que crecía en el interior de la mujer había ido devorándola progresivamente, alimentándose de su carne de forma despiadada. Ahí estaba la explicación a todo ese padecimiento de origen incierto, a los insufribles dolores que la atormentaban sin descanso… Presumiblemente, una de las últimas dentelladas de la criatura, precisa y certera, había cercenado una arteria de gran calibre; un vaso importante. Era eso lo que había provocado la hemorragia interna que, finalmente, terminó por causar la muerte de su madre.

—Quién sabe —terminó diciendo Javi—, puede ser que esta historia sea tan solo un suceso aislado, pero también puede ser que, realmente, todas las mujeres embarazadas, aunque tan solo sea de forma muy remota, sufran la probabilidad de estar gestando a una criatura similar a la de la historia. Quizá nunca puedan saber, hasta que ya sea demasiado tarde, si en su interior está creciendo de forma silenciosa e indetectable una bestia despiadada que irá devorando sus entrañas progresivamente, muy poco a poco, provocándole tormentos inefables. Dicha abominación, a la postre, terminará provocando su muerte. Será este un final terrible, pues todas esas madres serán consumidas y devoradas desde su interior, sufriendo agónicos padecimientos que la mente humana si quiera puede llegar a concebir.

»Cualquier mujer embarazada que os encontréis a lo largo de vuestra vida —sentenció— podría ser la protagonista de esta historia.

Javi expuso todo el relato con la luz apagada. La única iluminación de la sala se limitaba a una débil luminiscencia temblorosa que emitían unas cuantas velas distribuidas por la mesa. El contexto que se creaba de ese modo era fantasmal y tenebroso; hacía que las sombras danzaran como ondas a nuestro alrededor. Durante aquellas sesiones, jamás pude evitar escrutar minuciosamente cada rincón de la sala y tratar de discernir qué se dibujaba allá en la densa penumbra del pasillo… Era el miedo el que guiaba mis pensamientos y sensaciones en aquellos momentos.

—Muy buena, Javi. Esa me la apunto, es de las que te dejan mal cuerpo. —Víctor vació de un trago su vaso de cerveza tras decir esto y se levantó del sillón que ocupaba. Emitió un breve silbido agudo para llamar a Argos, su pastor alemán.

El animal obedeció al instante, acudiendo a su lado de inmediato. Víctor lo condujo hacia el garaje de la casa a través de una puerta de madera que teníamos justo enfrente, en el mismo salón en el que nos encontrábamos. Echó el pestillo de la puerta, dejando al perro en una sala vacía, pues sus padres se habían marchado unos días a Madrid en el coche familiar. Víctor se agachó frente a la pequeña mesa que había junto a los sofás en los que estábamos sentados y sacó de uno de sus cajones una gran funda de terciopelo negro. En su interior se ocultaba aquella fatídica tabla de gruesa madera maciza decorada con extraños símbolos, números y letras.

En ese ambiente —a mitad de camino entre la solemnidad y la embriaguez—, abandonamos los sofás y nos reunimos todos alrededor de la mesa alta que había justo a la entrada del salón. Tomamos asiento mientras el reloj de pared del pasillo emitía esa melodía típica que suele servir de preámbulo a las campanadas que anuncian la llegada de una hora exacta. Justo después, comenzó a resonar por toda la casa la primera de las que serían doce campanadas. Era la señal esperada, nuestro particular pistoletazo de salida.

Haciéndose escuchar por encima del sonido ambiente, Javi nos mostró al fin qué era aquello que quería probar en la sesión. Ese algo que pensaba que podría ayudarnos a que todo saliera mucho mejor que en los intentos anteriores. Sacó de su bolsillo una vieja fotografía en blanco y negro en la que se veía a un hombre de unos cincuenta años ataviado con una boina y una camisa blanca muy antigua que sonreía con franqueza hacia la cámara. Dejó la instantánea encima de la mesa, justo al lado de la ouija.

—Mi abuelo Anselmo —dijo.

Anselmo había muerto cuatro o cinco años antes, en el año 89, aproximadamente. Era un vecino del pueblo, así que todos lo habíamos conocido y habíamos tenido contacto con él de alguna u otra forma.

—Quiero intentar contactar con él.

Recuerdo que se me erizaron todos los pelos del cuerpo al escuchar a mi amigo. Sentí un escalofrío helado e intenso que me recorrió de arriba a abajo. Javi era la persona con la que más momentos compartía en el pueblo, mi mejor amigo, por lo que yo había mantenido una relación bastante estrecha con el difunto Anselmo. Había estado cientos de veces en su casa, merendando y escuchando sus historias. Nos había llevado también al campo y a las fiestas de los pueblos de alrededor, le habíamos acompañado a jugar la partida en multitud de ocasiones, a pasear… En definitiva, Anselmo era para mí como otro de mis abuelos. Por ello, la idea de tratar de invocar su espíritu me incomodaba y aterrorizaba sobremanera. De pronto, toda aquella historia plagada de vacuas invocaciones y preguntas que jamás obtuvieron respuesta alguna dejaba de ser un juego para pasar a convertirse en algo real, algo demasiado tétrico y repulsivo.

Sin embargo, pese a la funesta atmósfera que se instaló en mi cabeza, el resto del grupo mostró un desaforado entusiasmo ante la idea.

—¡Moooooola! —dijo Óscar.

—Genial —añadió Víctor mientras movía la cabeza arriba y abajo en señal de aprobación.

—¿Seguro, Javi? —le pregunté a mi amigo con la tensión comiéndome por dentro y con la tenue esperanza de que desechara la idea y abandonara el macabro plan.

Javi me miró fijamente con expresión decidida y asintió con total seguridad. Sus labios se contrajeron en una sonrisa que me recordó, de forma demasiado tétrica dada la situación, a la que había reflejada en la fotografía que estaba junto a la ouija. Me guiñó un ojo con complicidad.

Y así empezamos, sin más preámbulos, con la grotesca función que había de llevarse a cabo. Todos pusimos el dedo índice de nuestra mano derecha sobre la pieza de fino metal con forma de lágrima. En el centro de esta había una oquedad con forma redondeada que tenía una especie de cristal convexo incrustado, era una especie de lupa que servía para sobredimensionar la letra o lo que fuera que el espíritu quisiera comunicarnos al desplazar el puntero por la superficie de la ouija.

En la esquina superior derecha de la tabla de invocación había tallado un «Sí» con letras rústicas y, en el lado opuesto, un «No». El centro de la ouija estaba compuesto por las letras del abecedario al completo, grabadas en la madera con forma de arco, en la misma tipología de letra que las expresiones anteriores. Bajo estas, había dibujado un círculo que marcaba la posición en la que había que colocar el puntero de metal para dar comienzo al ritual y, justo debajo de este, se encontraba una fila de números desde el 0 hasta el 9, dispuestos en línea recta. En las esquinas inferiores de la tabla podía leerse «Hola» en uno de los extremos y «Adiós» en el otro.

En teoría, según lo que contaban Víctor y Javi, siempre había que terminar las sesiones despidiéndose del espíritu invocado pues, de no hacerlo, se corría el riesgo de que se quedara anclado al lugar en el que se había celebrado el ritual, acosando a aquellos que lo habían traído desde el más allá hasta el mundo de los vivos.

El resto de los grabados que había en la ouija eran extraños símbolos de apariencia inquietante: pentáculos tallados entre lunas crecientes y decrecientes y extrañas frases escritas en idiomas totalmente desconocidos para nosotros que Óscar siempre trataba de leer con sarcasmo, conformando en el intento una cacofonía gutural realmente espantosa.

Todos cerramos los ojos y nos concentramos en la imagen de Anselmo, el abuelo de Javier, con los dedos descansando sobre el puntero de metal. Tras unos segundos de tensa espera, Víctor preguntó en voz alta y clara:

—¿Hay alguien con nosotros en esta sala?

No ocurrió absolutamente nada así que, tras otro pequeño lapso, Víctor habló de nuevo a los posibles visitantes del más allá:

—Queremos comunicarnos con Anselmo. Escucha nuestra llamada. ¿Estás aquí, en esta sala, con nosotros?

De pronto, la pieza en forma de lágrima ubicada sobre el círculo de inicio comenzó a moverse hacia la esquina superior derecha del panel. El movimiento era torpe e inseguro, como si al espíritu invocado le costara demasiado mover el objeto. Estaba claro que aquel movimiento renqueante no podía, ni mucho menos, ser generado por una presencia sobrenatural; alguno de los que estábamos sentados alrededor de la mesa estaba dirigiendo con su dedo la lupa del puntero de metal hacia el «Sí». Todos miramos inmediatamente hacia Óscar… Aún con esa certeza en mente los pelos del brazo se me erizaron de forma incontrolable.

—Óscar —dijo Javi—, no me hace ni puta gracia. Ponte serio por una vez en tu vida; quiero intentar contactar con mi abuelo de verdad, así que deja de hacer chorradas.

—¡Vaaaaale! —le respondió Óscar—. No te enfades hombre, es que nunca nos sale nada, así que quería ponerle un poco de salsa al asunto.

—No nos sale nada —dijo Víctor—, entre otras cosas, porque te lo tomas a coña. O lo intentamos bien o no se hace, que si no es perder el tiempo.

—Vale, tenéis razón… Vamos a intentarlo en serio.

Volvimos a poner la lágrima dentro del círculo y colocamos los dedos sobre su superficie. Repetimos el ritual tratando de concentrarnos con todas nuestras fuerzas en el abuelo de Javier.

Mi mente empezó a volar en ese instante; me olvidé de la foto y me centré de lleno en el recuerdo de Anselmo. En mi cabeza se dibujó la imagen de este hacía ya una década, cuando nosotros teníamos siete u ocho años. Lo visualicé perfectamente, dándonos de merendar en su casa a todo el grupo de amigos; le recordé también paseando por la calle principal del pueblo con aquel enorme bastón que solía ayudarle a caminar. Traje a mi mente su imagen en el bar de al lado de su casa jugando al tute con sus amigos, siempre luciendo esa sonrisa franca que adornaba su rostro…

No sé si pasó algo diferente en ese preciso instante o tan solo fue una ilusión producida por el ambiente en el que estábamos imbuidos, pero juraría que la pieza de metal vibró de forma tenue bajo nuestros dedos. Fue una sensación similar a la que se tiene cuando viajas en coche y pasas por encima de un pequeño bache. Algo apenas perceptible.

Abrí los ojos de inmediato. Creo que Javi también lo había notado, pues me miraba fijamente con una expresión de emoción contenida y sorpresa. Estaba a punto de hablar, de preguntarle al resto del grupo si ellos también habían notado la misma vibración en el metal cuando, de pronto, un sonido intenso nos sobresaltó a todos, desviando nuestra atención hacia su origen.

Alguien o algo propinó un golpe fortísimo en la puerta del garaje. Un golpe penetrante retumbó sonoramente en todas las paredes de la sala. Varios cuadros se levantaron y volvieron a caer golpeando ruidosamente el muro, dando fe de la potencia de la embestida que acababa de impactar en la casa. Todos nos quedamos petrificados mirando hacia la puerta de la que procedía el sonido. Valentín y yo nos levantamos, quedándonos en nuestro sitio, pero preparados para huir de allí con premura si es que fuese necesario hacerlo.

Cuando parecía que todo se iba a quedar en eso y que nada más iba a suceder, la puerta del garaje comenzó a abrirse lentamente, chirriando, dejando entrever la oscuridad del interior del lugar en el que supuestamente estaba Argos. El sonido cesó al fin cuando la puerta quedó abierta de par en par. Nada se veía del interior de la sala y el pastor alemán de Víctor no daba señales de vida; ni salía de allí ni emitía ruido alguno que delatase su presencia.

—¿Argos? —dijo Víctor con voz dubitativa, mirando fijamente hacia la puerta abierta.

Nada ocurrió. Estábamos los cinco como petrificados, escrutando la densa oscuridad que emanaba, amenazadora, desde el interior del garaje.

—Tío, ¿no habías puesto el pestillo a la puerta? —preguntó Valentín casi en un susurro, como con miedo a alzar demasiado la voz.

—Joder, claro que sí —contestó Víctor en el mismo volumen—. Todos lo habéis visto…

Era cierto, todos lo habíamos visto. En mi cabeza, incluso, resonaba el ruido del metal al deslizarse hasta el tope del cerrojo, dejando la puerta completamente cerrada. ¿Cómo podía estar abierta ahora? El pasador del cierre estaba de nuestro lado y nadie lo había tocado en todo ese tiempo.

—¡Argos! —repitió Víctor, todavía sin moverse del sitio, pero elevando con firmeza el tono de voz, preocupado por la integridad de su mascota.

—¡Hostia! —Óscar gritó con sorpresa y miedo, dando un respingo para levantarse de su silla y apartarse de la mesa de forma instintiva, totalmente espantado, mientras miraba hacia su izquierda. Era el sitio que ocupaba Javi, justo enfrente de la puerta del garaje. Todos miramos hacia el mismo lugar que nuestro amigo.