Drácula y otros relatos de terror - Bram Stoker - E-Book

Drácula y otros relatos de terror E-Book

Bram Stoker

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Beschreibung

El conde Drácula es uno de los personajes literarios más famosos de todos los tiempos y fruto de la imaginación del autor irlandés Bram Stoker (1847-1912). Un inmortal vampiro deja los oscuros rincones de su castillo en Transilvania para emprender una macabra aventura en Inglaterra, dejando a su paso muerte, miedo y cambiando para siempre la vida de todos aquellos que se cruzan en su camino. Hace su primera aparición en las páginas de la novela homónima, "Drácula" (1897) y pronto despierta en el público universal un apetito voraz por las leyendas vampíricas, inspirando a su vez a numerosos imitadores y dejando tras de sí un legado cultural que llegaría hasta nuestros días. Bram Stoker escribió otras novelas y relatos, antes y después de "Drácula", y aunque no consiguieron alcanzar el mismo nivel de fama, en ellos demostró un dominio de diversos temas y géneros. En el presente volumen, acompañando a su obra cumbre, "Drácula", se encuentran reunidos nueve de sus mejores relatos de terror, repletos de su característica atmósfera gótica y de escenarios perfectos para explorar los límites del horror humano. Contiene ilustraciones inéditas de Alejandro Díaz.

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Seitenzahl: 770

Veröffentlichungsjahr: 2020

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© Plutón Ediciones X, s. l., 2020

Traducción: Alessia Lazcano

Diseño de cubierta:Alejandro Díaz

Maquetación: Saul Rojas

Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,

E-mail: [email protected]

http://www.plutonediciones.com

Impreso en España / Printed in Spain

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

I.S.B.N: 978-84-18211-39-3

Drácula: Capítulo I

Diario de Jonathan Harker

(Texto taquigrafiado)

Bistritz, 3 de mayo.— Eran las 8,35 de la tarde del día uno de mayo cuando partía de Múnich, y llegaba a Viena a primera hora de la siguiente mañana. La llegada estaba prevista para las 6,45; pero el tren llevaba una hora de retraso. Budapest era precioso, al menos por lo que pude ver a través de los cristales del convoy y después, al pasear por sus calles. No podía alejarme de la estación, pues habíamos llegado tarde y marcharíamos enseguida. El más occidental de los espléndidos puentes que cruzan el Danubio, de gran anchura y profundidad, se adentraba en una región, para mí desconocida, que recordaba mucho la antigua época de dominación turca. Tuve la impresión de salir del mundo occidental para entrar en el oriental.

El tren reanudó su marcha con bastante puntualidad, y llegamos a Klausenberg hacia el ocaso. Me hospedé en el hotel Royal; solo para pasar la noche. Para cenar me trajeron un pollo sazonado con pimienta roja, preparado al estilo tradicional del lugar. Era muy suculento pero me dio muchísima sed. (Nota: Receta para Mina.). Le pregunté al camarero el nombre del plato. Me contestó que se llamaba «paprika hendl» y era muy típico en toda la región de los Cárpatos, pues se trataba de un plato nacional. Estas fueron mis primeras experiencias para comprobar la poca utilidad de mi chapurreo del alemán; aunque, no sé qué habría hecho sin él.

Aprovechando cierto descanso, en una de mis visitas a Londres, me acerqué a la Biblioteca del Museo Británico para así poder estudiar algunos libros y mapas de Transilvania. Si aceptaba la invitación de un noble de aquel país, debía conocer aquel territorio al dedillo. Pude, al fin, localizar el distrito que él me había mencionado, en el extremo más oriental del país. Limitaba con tres provincias: Transilvania, Moldavia y Bucovina, en medio de los Cárpatos, en una de las regiones más salvajes y menos conocidas de la vieja Europa. Sin embargo no hallé ningún mapa donde apareciera el lugar exacto del castillo de Drácula, pero pude comprobar que Bistritz, de la que tanto me habló, era una ciudad conocida. Si mis apuntes tienen equivocaciones, Transilvania cuenta con cuatro nacionalidades diferentes: los sajones, en el sur, mezclados con los válacos; los magiares en el oeste, y los szekler en el este y norte del país. Con estos últimos tendré que relacionarme durante mi estancia allí. Dicen ser descendientes de Atila y los hunos. En esta región uno puede encontrar gran cantidad de supersticiones, además muy curiosas. (Nota: Pedir al conde que me cuente algunas de ellas.)

He pasado una noche bastante desagradable, a pesar de que la cama era muy confortable y cómoda; pero he tenido unos sueños muy estrafalarios. A lo largo de la noche un perro no paró de ladrar bajo mi ventana. Podría ser lo que me provocó esas espantosas pesadillas; o quizá la causa fue el «paprika», que hizo que me bebiera una botella de agua entera, que como gentileza, alguien había puesto junto a la cabecera de mi cama. Un acompasado golpeteo en la puerta me despertó. Después de largas horas en vela, al fin había conciliado un sueño ligero. Para desayunar, más paprika y una especie de puré de harina de maíz, llamada mamaliga, y berenjenas rellenas de carne, un plato suculento al que llaman impletata. (Nota: Solicitar también esta receta.). Acabé de desayunar con prisas, pues mi tren partía antes de las ocho. Después, me di cuenta de lo inútiles que habían sido mis nervios, pues llegué a la estación a las 7,30 y hasta que el tren no se puso en marcha, estuve aguardando, sentado en el compartimento, más de una hora.

Durante el viaje disfruté de paisajes de una belleza insólita: pueblos con castillos, que parecían estar colgados de cumbres de agrestes cimas, como si de una postal antigua se tratara; otras veces el tren pasaba junto a ríos y manantiales que, desde los anchos cauces de piedra, daban la impresión de haber sido alguna vez culpables de alguna que otra catastrófica inundación. Encontrábamos grupos de gente en cada estación; a veces se trataba de grupos vestidos con muy variados y vistosos atuendos. En algo me recuerdan a nuestros campesinos y también a los que pude ver al pasar por Francia y Alemania; pero estos eran aún más pintorescos. En cuanto a las mujeres del lugar, si uno las contemplaba en la distancia desde el tren, parecían atractivas; sin embargo, cuando te acercabas se veían torpes y exageradamente anchas de cintura. Cubrían sus cuerpos con ampollas y blancas mangas de muy diversas formas; solían llevar la gran mayoría cinturones enormes, con algo que colgaba, cosa que hacía pensar en los tutús de las bailarinas. Los eslovacos, me parecieron, con diferencia, los personajes más curiosos, los más bárbaros, con sucios sombreros de vaquero, anchos pantalones, camisas de lino blanco y cinturones de cuero con clavos de latón incrustados. Calzaban botas altísimas por encima de sus pantalones, y se dejaban crecer el pelo y mostraban bigotes inmensos. A simple vista podrían parecer una cuadrilla de bandidos orientales; tópico falso, pues después me enteré de que son inofensivos e incluso de carácter nada pendenciero.

Llegamos a Bistritz. Me pareció un lugar añejo e interesante. Con anterioridad ya había recibido indicaciones del conde Drácula de dirigirme al hotel Corona de Oro. Al comprobar que se trataba de un lugar típico me puse alegre, pues ya desde el principio anhelaba encontrarme en el corazón de lo más tradicional y folclórico del país. Todo aquello me estaba esperando. Una anciana de rostro alegre me franqueó la puerta. Parecía una campesina por la manera como iba vestida. Cuando me acerqué a ella me dijo, mientras me hacía una reverencia:

—¿Es usted el Herr inglés?

—Sí —contesté—. Harker, Jonathan Harker.

La anciana sonrió y entregó un mensaje a un hombre entrado en años que estaba allí sentado en mangas de camisa. Este se incorporó y regresó con una carta en la mano:

Amigo mío:

Bienvenido a los Cárpatos. Estoy impaciente por verle. Deseo que esta sea una buena noche para usted. Tiene reservado un pasaje en la diligencia que parte mañana a las tres, con dirección a Bucovina. Mi carruaje le estará esperando en el Paso de Borgo. Espero que haya tenido un feliz viaje desde Londres y que disfrute durante su estancia en mi hermoso país.

Un amigo,

Drácula

4 de mayo.— Supe que mi hotelero había recibido una carta del conde, en la que le encargaba comprar el mejor asiento de la diligencia. Se mostró terco, haciendo ver que no me entendía cuando le pregunté algunos detalles más. Él y su esposa, la anciana de la puerta, se miraron con temor. El hombre dijo que había dinero en el sobre, y que nada más sabía de aquel asunto. Le pregunté acerca del conde y de su castillo, y entonces, para mi sorpresa, los dos viejos se santiguaron, luego a duras penas abrieron la boca para decir que no tenían ni idea de todo aquello. Se negaron en redondo a hablar más del tema. Quedaba poco para mi partida y no pregunté más. Tenía el presentimiento de estar sumergiéndome en un mundo misterioso y algo peligroso.

La anciana, unas horas antes de mi marcha, subió a mi alcoba y me dijo de forma bastante histérica:

—¿Es necesario que vaya? ¿Tiene que ir allí?

La mujer padecía un ataque de ansiedad. Sin darse cuenta, mezclaba el alemán con otro idioma que yo desconocía por completo. Al responderle que mi partida era inminente, ya que se trataba de un negocio de suma importancia, volvió a preguntarme:

—¿Sabe usted a qué día estamos?

—A 4 de mayo.

Ella movió la cabeza y volvió a indicarme:

—¡Oh, sí claro! Pero ¿qué noche es hoy?

—¿Qué quiere usted decirme?

—Hoy es la víspera de San Jorge. ¿No sabe usted que esta noche, cuando las campanas tocan las doce, todos los malos espíritus de este mundo aparecen y alcanzan su máximo dominio? ¿Sabe usted bien dónde va y qué va a hacer allí?

Me dio tanta pena que intenté animarla; cosa que empeoró la situación: se arrodilló ante mí y empezó a suplicarme que me quedara; o por lo menos, que atrasara mi marcha unos cuantos días. Aunque las reacciones de la mujer me parecían absurdas y exageradas, consiguió que me sintiera algo intranquilo. Intenté ponerla en pie, diciéndole que le estaba muy agradecido pero que era mi deber y debía partir sin más tardanza. La anciana se levantó secando las lágrimas de sus mejillas. Se quitó un colgante que llevaba en forma de crucifijo y me lo ofreció. Estaba confuso. Soy miembro de la Iglesia anglicana; y siempre me han enseñado que estas cosas son idolatrías. Sin embargo habría sido una falta de tacto grave el rehusar tal presente. La anciana me lo ofrecía con su mejor intención. Me colocó el rosario alrededor de mi cuello, presintiendo las dudas que me surgían.

—¡Acéptelo por el amor de su madre! —exclamó.

A continuación salió de mi habitación.

Estoy comprobando que el estado de mis nervios no es el normal; mientras espero la diligencia, que como de costumbre llega con retraso, conservo en mi cuello el amuleto de la anciana, quizá se deba a sus temores o a las muchas leyendas fantasmagóricas que pesan sobre este país. Si este diario llegara a manos de Mina antes de verla yo en persona, que al menos mis palabras le lleven un adiós. ¡Ahí llega la diligencia!

5 de mayo. El castillo.— El gris de la mañana se ha disipado y el sol parece mellado a causa de los árboles o las colinas que impiden su salida por el horizonte. Estoy desvelado. Aprovecho la calma nocturna y mi estado de ánimo para escribir unas líneas. Tengo muchas cosas que me bailan por la cabeza y quiero consignar. Para que esto no se parezca al diario de alguien que comió demasiado antes de salir de Bistritz, detallaré el menú de mi cena allí: unos cuantos trozos de tocino, alguna cebolla y buey, todo sazonado con pimienta y asado ensartado en varillas, como la carne de caballo que venden en las calles de Londres. El vino era un «Medias dorado», que producía una extraña sensación de picor en la lengua, pero que no era desagradable. Solo tomé un par de vasos, no más.

Me subí a la diligencia. El cochero no había ocupado aún el pescante, pues estaba charlando con la dueña del hostal. Pronto vi que estaban hablando de mí, pues de vez en cuando se volvían para mirarme. Poco después se acercaron unos aldeanos que, se mostraron extraordinariamente interesados y se añadieron a la conversación. Todos me observaban con lástima. Yo conseguí escuchar algo, que repetían bastante a menudo. Palabras raras y de distintas nacionalidades. Haciendo ver que todo aquello no me afectaba, saqué mi diccionario políglota de la cartera y las busqué. Confieso que ninguna era demasiado animosa. Encontré ordog (Satanás), pokol (infierno), stregoica (brujo), vrolok y vlkoslak (una eslovaca y la otra serbia, ambas con el mismo significado: una especie de hombre-lobo o un vampiro.) (Nota: Debo preguntarle al conde sobre estas creencias.)

Entre todos habían construido un grupo considerable. Todos se santiguaron en dirección hacia mí. La diligencia por fin arrancó. Conseguí, después de mucho trabajo que un compañero de viaje me explicase el significado de ese gesto. Al principio se negaba a contármelo, pero cuando supo que yo era inglés me dijo que era una protección contra el mal de ojo. Aquello no me gustó debido a mi situación: iba hacia un lugar apartado al encuentro de un desconocido. Pero todas esas gentes me parecían tan bondadosas, y angustiadas, que me emocioné. Conservaré siempre esa imagen del hostal, con toda esa multitud de personajes pintorescos santiguándose bajo el paso abovedado sobre un fondo de naranjos y adelfas plantados en verdes barricas agrupadas en el centro del patio. Entonces el cochero, cuyos hiperbólicos calzones de lino cubrían todo el pescante, golpeó a los cuatro caballos con su látigo y estos, captando perfectamente la orden, emprendieron la marcha.

Perdí de vista el hotel y enseguida todos esos pensamientos fantasmagóricos desaparecieron. Aquella belleza tan agreste del paisaje me distrajo por completo. Aunque estoy casi convencido que de conocer el idioma de mis compañeros de viaje me habría costado bastante más olvidar.

Un terreno lleno de verdor se abría ante nuestras miradas. Era un campo en pendiente y cubierto de vegetación y bosques, salpicado de frondosas colinas, coronadas por grupos de árboles o granjas, con sus blanquecinos aleros mirando hacia la carretera. Brotaba por doquier exuberantes frutales en flor: manzanos, ciruelos, perales, cerezos… Se podía oler la fresca hierba bajo los árboles, completamente inundada de pétalos caídos. No se percibía el final de la carretera, perdiéndose entre impresionantes pinares, que de vez en cuando descendía por las laderas como si de una gran lengua de fuego se tratase. A pesar de que el camino era pedregoso y arduo, lo atravesábamos con una prisa febril. Yo no sabía el porqué de tanta velocidad. Estaba claro que nuestro cochero deseaba llegar a Borgo Prund lo antes posible. Me enteré después de que aquella carretera, que entonces nos zarandeaba sin piedad, era excelente en verano, lo que sucedía era que no había sido reparada aún después del deshielo; de hecho era casi una costumbre, pues antaño tenían mucho cuidado de no repararlas por miedo a que los turcos no creyesen que estaban preparando alguna estrategia militar.

Después de pasar las colinas, se elevaban frente a nosotros, grandes cuestas de bosques, que llegaban hasta las más altas cimas de los Cárpatos. La diligencia se hallaba rodeada por ese paisaje bañado por el sol vespertino que lo transformaba en un hermoso manto de increíbles colores: las sombras de los pinos eran azules y púrpuras, y donde se mezclaban la piedra y la hierba de tonalidades verdes y pardas. En los Cárpatos se creaba una impresionante visión: rocas como colmillos y peñascos como dagas afiladas. Se podía observar despeñaderos que provocaban grandes fracturas en las montañas de verde manchadas. Durante el ocaso pudimos contemplar el hermoso espectáculo del agua brillante cayendo en forma de cascada.

Al doblar la falda de una colina, uno de los que viajaba conmigo me tocó el brazo, para que observara atentamente el elevado pico nevado de una montaña que parecía estar a un metro de nosotros.

—¡Mire! ¡El trono de Dios! —gritó.

Seguidamente se santiguó con gran fervor.

El sol caía cada vez más deprisa a nuestras espaldas, a medida que avanzábamos por el camino zigzagueante. Casi sin atardecer nos vimos envueltos por las sombras nocturnas; gracias a lo cual la cumbre nevada tomó un bellísimo tono rosado.

Pude observar asombrado que la carretera se hallaba limitada a ambos lados por infinidad de cruces, delante de las cuales mis compañeros de viaje se santiguaban. Alguna que otra vez también vimos a algún campesino arrodillado frente a una capilla; para los cuales no existía el mundo exterior, pues ni siquiera volvían la cabeza cuando alguien se les acercaba. También nos cruzamos con algunas típicas carretas de campesinos, que regresaban de trabajar todo el día en el campo.

El anochecer se anunció con un intenso frío. Todo el paisaje se vio sumergido en una oscura nebulosidad; los árboles se apagaron, tan solo los sombríos abetos contrastaban su color con el fondo claro de las últimas nevadas. A la velocidad que iba la diligencia parecía que aquellas masas de follaje gris que salpicaban los árboles se nos fuesen a echar encima; las ramas producían un efecto particularmente lúgubre y solemne que animaba los pensamientos, y oscuras fantasías que aparecían con el anochecer, en el momento en que la puesta del sol vestía a las nubes con formas fantasmales, que parecen serpentear siempre por entre los valles de los Cárpatos. La carretera subía a veces por colinas tan empinadas que a pesar de la desesperación del cochero por llegar a su destino, los caballos no podían más que ir al paso. Mi intención era bajar de la diligencia para ir a pie, cosa que al cochero le pareció una locura.

—No, no —repitió—. Aquí no puede bajar. Este bosque está lleno de sabuesos salvajes —a continuación dijo unas palabras que seguramente formaban parte de una broma de mal gusto, a juzgar por la sonrisa que dirigió al resto de pasajeros—. Ya verá usted bastante antes de irse a dormir.

Tan solo realizó una parada para encender los faroles.

Entrada ya la noche, los nervios parecían dominar a los pasajeros, que empezaron a atosigar al cochero para que corriera más deprisa. Entonces este azotó sin compasión a los pobres caballos con su látigo, y con histéricos gritos de aliento les obligaba a hacer un esfuerzo impresionante. El nerviosismo de los pasajeros aumentó. La diligencia se balanceaba sobre sus grandes muelles de cuero como un barco en medio de un mar embravecido. Tuve que sujetarme para no caer. El camino se hizo más llano y por un momento me dio la impresión de que estábamos volando. A continuación, las montañas que teníamos a nuestro alcance parecían abalanzarse sobre la diligencia. Estábamos entrando en el Paso de Borgo. La mayoría de mis compañeros de viaje me ofrecieron regalos de todo tipo y bastante singulares, por cierto. No quise rechazarlos debido a la insistencia que pusieron, pues lo hicieron con toda su buena voluntad, con palabras amables, bendiciones y ese extraño gesto de temor que ya había visto antes en el rostro de la anciana de la puerta del hotel de Bistritz: ese signo de la cruz que protegía del mal de ojo. Luego, el cochero se inclinó hacia adelante, mientras la diligencia iba a toda velocidad y los pasajeros, impacientes, se asomaron por las ventanillas de ambos lados para escudriñar la oscuridad, esperando que ocurriera algo muy excitante. A pesar de mis continuas preguntas nadie quiso contarme nada de aquella conducta suya tan extraña para mí. Ese estado de nerviosismo generalizado duró algún tiempo hasta que al fin divisamos la parte más al este del Paso. Oscuras y amenazantes nubes se ceñían sobre nuestras cabezas, y en el aire se podía respirar una angustiosa tempestad justo en la dirección en la que íbamos nosotros; la atmósfera del camino que dejábamos atrás era totalmente distinta, estaba en calma. Miré al exterior, para intentar ver el vehículo anunciado por el conde. De un momento a otro, esperaba ver el brillo de unos faros rasgando las negruras; pero todo seguía igual. La única luz que se distinguía era la de nuestra diligencia, sobre los faroles de la cual se condensaba el vaho de nuestros fatigados caballos. Ahora podíamos ver la carretera arenosa extendiéndose ante nosotros, mas en esta no se divisaba ninguna muestra del paso de algún otro vehículo. Los pasajeros se relajaron de nuevo en sus asientos con un suspiro de alivio, cosa que pareció una cruel burla dedicada a mi decepción. No sabía ya qué pensar ante lo que estaba aconteciendo, entonces el cochero consultó el reloj y dijo a los demás algo en voz baja que apenas pude oír. Creo que dijo: «Hemos llegado una hora antes de lo previsto». Seguidamente, se volvió hacia mí, y dijo en un alemán aún peor que el mío:

—Aquí no hay ningún carruaje. Parece ser que no le espera nadie. Ahora tendrá que ir hasta Bucovina y vuelva aquí mañana o pasado; cuanto más tarde lo haga, mejor para usted.

De repente, mientras el cochero hablaba, los caballos comenzaron a relinchar y a resoplar, lanzándose a la carrera bruscamente, por lo que el cochero tuvo que hacer un gran esfuerzo para sosegarlos. Al cabo de un momento, mientras el resto de los pasajeros se santiguaban, una calesa tirada por cuatro caballos apareció a nuestras espaldas, parándose junto a nuestra diligencia mientras los campesinos que me acompañaban se santiguaban y lanzaban gritos al unísono. Debido al resplandor de nuestros faroles pude ver que aquel carruaje era tirado por unos caballos espléndidos y negros como el carbón, los cuales eran conducidos por un hombre alto, con espesa, larga y oscura barba y un gran sombrero también de color negro, que le ocultaba gran parte del rostro. Al volverse hacia nosotros pude distinguir un par de ojos muy brillantes que a la luz del farol parecían enrojecidos. Entonces le dijo al cochero de nuestra diligencia:

—Pasas muy temprano esta noche, amigo.

—El Herr inglés tenía prisa —respondió nuestro cochero tartamudeando.

A lo que el cochero recién llegado replicó:

—Ya, espero que por eso querías que el inglés llegara hasta Bucovina. No puedes engañarme, amigo; sé demasiado y recuerda que tengo caballos muy rápidos.

Hablaba con una leve sonrisa en sus labios y a la luz del farol su boca era de aspecto duro, con labios muy rojos y dientes afilados, tan blancos como el marfil. Uno de mis compañeros de viaje susurró a otro el verso de la Leonora, de Bürger:

Denn die Todten reiten schnell

(Porque los muertos viajan deprisa).

Aquel extraño conductor le había oído, pues levantó la cabeza revelando una irónica sonrisa. El pasajero se giró de espaldas al mismo tiempo que se santiguaba.

—Deme el equipaje del Herr —dijo el conductor de la calesa.

Con grandísima rapidez le dieron mis maletas y estas inmediatamente fueron colocadas en el otro carruaje.

A continuación bajé de la diligencia y el extravagante personaje me ayudó a subir en su vehículo, cogiendo con su mano mi brazo; sus dedos me parecieron presas de acero. Aquel hombretón debía tener una fuerza fuera de lo común. Sin decir ni una palabra, sacudió con las riendas a los caballos, que dieron media vuelta y nos adentramos en la oscuridad del Paso. Al mirar hacia atrás, vi por última vez, a través del vaho de los caballos iluminado por las luces de los faroles cómo los campesinos se santiguaban en la distancia. Luego, el cochero hizo restallar el látigo y gritó a los caballos para seguir camino a Bucovina.

De inmediato se confundieron en la oscuridad, y entonces, una rarísima sensación de escalofrío y soledad se apoderó de mí. Pero el cochero me tendió una capa sobre los hombros y me dio una manta para que me cubriera las rodillas, mientras me decía en un excelente alemán:

—Hace una noche fría, mein Herr. Mi amo el conde me encargó que cuidase de usted. Hay un frasco de slivovitz (aguardiente de ciruelas del país) bajo el asiento por si lo necesita. Usted mismo.

No lo llegué a probar, sin embargo era un consuelo pensar que estaba cerca de mí ese licor. Me sentía extraño y tenía un poco de miedo. Creo que de haber tenido otra alternativa la habría aceptado rápidamente en lugar de seguir este camino, rumbo a lo desconocido. El carruaje continuó en línea recta y a marcha rápida, de forma repentina giró bruscamente y seguidamente tomó un camino recto como el anterior. Tenía la impresión de estar pasando una y otra vez por el mismo lugar; así que tomé como referencia un saliente, y no me gustó comprobar que así era. Sentí el deseo de preguntarle al cochero qué pasaba, pero en realidad me dio miedo hacer tal cosa. Pensé que ninguna protesta habría hecho efecto, si él tenía la orden de demorar la llegada al castillo. Más tarde, sin embargo, tuve la curiosidad por saber cuánto tiempo había pasado; así que encendí una cerilla para poder consultar mi reloj. Faltaban pocos minutos para la medianoche. Debo reconocer que me sentí perturbado, supongo que alguna cosa tenían que ver todas aquellas supersticiones de la gente del lugar acerca del suceso misterioso que tenía lugar a las doce de la noche, y a la vez, aumentadas estas por mis recientes experiencias. Fui durante unos momentos juguete del miedo y de la incertidumbre.

A lo lejos, proveniente de una granja al fondo de la carretera, un perro empezó a aullar; era un lamento largo y agonizante, como de espanto. Otro perro le respondió; luego otro; otro y después muchos más hasta que, llevados por el viento, que soplaba suavemente por el Paso, comenzó un concierto de aullidos frenéticos y salvajes que parecían venir de distintas partes del mundo. Ninguna imaginación hubiera podido concebir aquel griterío en el silencio de la noche. Al primer aullido los caballos ya se pusieron nerviosos y empezaron a encabritarse, pero por suerte, el cochero consiguió sosegarles susurrándoles algunas palabras al oído, aunque sudaban y se estremecían como si estuvieran en medio de una inesperada estampida.

Entonces, a lo lejos, provenientes de las entrañas de las montañas que nos rodeaban, se escuchó un aullido más fuerte y más agudo —de lobos— que hizo que nos estremeciéramos por igual los caballos y yo. Estos se encabritaron de nuevo tratando de huir de forma desesperada, por lo que el cochero tuvo que recurrir nuevamente a todas sus fuerzas para impedir que salieran desbocados. A pesar de mi nerviosismo inicial, mis oídos llegaron a acostumbrarse a ese espantoso sonido, y los caballos por fin se tranquilizaron, solo entonces el cochero pudo descender y acercarse a ellos. Los estuvo acariciando y consiguió calmarlos del todo. Estaba susurrándoles en voz baja como hacen los domadores con los animales salvajes; lo cual tuvo un efecto extraordinario, pues su furia desapareció por completo, aunque algo agitados. El cochero volvió a subir al pescante, sacudió las riendas y reprendimos nuestro camino a una velocidad de vértigo. Esta vez, al llegar al otro lado del Paso, dobló repentinamente y penetró en un estrecho camino que torcía a la derecha.

Pronto nos vimos rodeados de árboles por todas partes, incluso algunos llegaban a formar una especie de túnel por encima nuestro, y de nuevo tuvimos a grandes y amenazadores peñascos a ambos lados del camino.

Aunque estábamos a cubierto, podíamos oír cómo el silbar del viento iba aumentando, haciéndose más fuerte a través de las piedras. Cada vez el frío era más intenso, y entonces, una nieve fina que parecía polvo helado, lo cubrió todo rápidamente, parecía que el paisaje, a causa del frío, se tapara con un manto blanco. Los ladridos de aquellos perros de granja no paraban, pues el viento se encargaba de traérnoslos, sin embargo se iban debilitando a medida que avanzábamos, en cambio, los aullidos de los lobos denotaban su presencia cada vez más próxima, como si nos tuvieran cercados sin huida posible. Entonces me sentí terriblemente asustado al igual que los caballos. En cambio, el cochero seguía impasible, con la misma expresión hierática en el rostro que cuando le vi por primera vez, el cual continuaba mirando a la derecha y a la izquierda; yo hice como él, pero no logré ver nada en medio de tanta oscuridad.

De pronto, divisé a lo lejos, a nuestra izquierda, una débil y vacilante llama azul. El cochero y yo la descubrimos al mismo tiempo, pues frenó a los caballos en seco, y saltó a tierra para desaparecer en la más absoluta oscuridad.

Yo estaba verdaderamente confuso, y a medida que el aullido de los lobos se iba aproximando a la diligencia, lo estaba todavía más.

Mientras pensaba qué debía hacer, el hombre apareció nuevamente, y tomó su asiento, totalmente en silencio. Nuestro viaje continuó. Creo que me quedé dormido, y este incidente fue solo un sueño, pues se repetía una y otra vez, y ahora, despierto tengo la sensación de haber vivido una horrible y angustiosa pesadilla. En una ocasión la llama parecía estar tan cercana a nosotros que, a pesar de hallarnos en medio de la oscuridad más absoluta, pude vislumbrar los movimientos del cochero a la perfección. Este, con gran rapidez, se dirigió hacia la luz de la llama, que era muy débil, pues a su alrededor predominaba la oscuridad de la noche. A continuación cogió unas cuantas piedras empezó a hacer con ellas un dibujo extraño sobre la hierba. Entonces, vi algo muy raro, pues llegué a pensar que se trató de un efecto óptico: el cochero se interpuso entre la llama y yo, y sin embargo no me tapó la visión; yo seguí viendo el fantasmal parpadeo de la luz. Descubrimiento que sin duda me sobresaltó, pero como el efecto fue momentáneo quise creer que había sido engañado por mis ojos, que se esforzaban por ver algo en medio de aquellas tinieblas. Después, la llama azul desapareció y nosotros seguimos el camino a gran velocidad, con un coro de aullidos que nos seguía a todas partes.

Por último el cochero bajó de la calesa, pero en esta ocasión fue más lejos que las otras veces. Los caballos, durante su ausencia, temblaban más que nunca, la forma en que resoplaban y relinchaban denotaba espanto. Fue entonces, cuando por entre las negras nubes, brotó la luna detrás de la dentada cresta de un peñasco de pinos. Y con su luz, contemplé aterrado que a nuestro alrededor había un grupo de lobos formando un círculo; estos tenían blancos dientes, provistos de rojas y colgantes lenguas, y de cuerpos peludos, vigorosos y robustos. En medio de aquel tétrico silencio, resultaban cien veces más terribles que cuando solo oía sus aullidos.

Yo sentí que mi cuerpo quedaba paralizado por el pánico. Un hombre debe encontrarse cara a cara con horrores así, para llegar a comprender la importancia que tiene realmente.

De pronto, los aullidos de los lobos se iniciaron de nuevo, era como si la luna les influyera de algún modo. Los caballos, encabritados, saltaban sin ton ni son, mirando con desespero a su alrededor deseando escapar muy lejos de aquel horrible lugar, pero por desgracia se vieron acorralados por ese viviente círculo de terror que no les permitió siquiera dar un paso hacia adelante ni hacia atrás. Desde la calesa, llamé a gritos al cochero para que regresara, pues creía que nuestra única posibilidad de salvación era romper aquel cerco de lobos. Chillé y golpeé sobre el carruaje, esperando inútilmente que con el ruido asustaría a los lobos que tenía más cerca, y así al cochero le sería más fácil subir al pescante. Escuché la voz de aquel extraño personaje. El acento era imperioso. No sé cómo lo logró, pero cuando giré la vista, pude verle en la carretera agitando sus larguísimos brazos, como si apartara a su paso obstáculos invisibles; los lobos retrocedían más y más. En ese preciso momento, una inmensa y densa nube eclipsó la luna y nuevamente la oscuridad nos hizo sus víctimas.

Una vez que mis ojos se acostumbraron a esta, vi al cochero subir a la calesa y para mi sorpresa, los lobos habían desaparecido. Todo aquello resultaba tan extraño y sobrenatural para mí que caí en un profundo estado de terror tal, que no podía siquiera moverme. Aquel momento parecía tener la capacidad de no tener fin. Proseguimos el camino de forma veloz, y en la oscuridad más absoluta, pues gracias a aquellas nubes móviles la luna quedaba oculta por entero. De pronto, me di cuenta que el cochero paraba los caballos en el centro del patio de un gran castillo en ruinas, de cuyos altos y ennegrecidos ventanales no salía ni un solo rayo de luz, y contrastadas con el cielo color de luna, se veían claramente sus semiderruidas y dentadas almenas.

Capítulo II

Diario de Jonathan Harker

(Continuación)

5 de mayo.— Creo que me dormí, pues de haber estado despierto me habría enterado al llegar a un lugar como este.

Sin luz, el patio parecía que tuviera inmensas dimensiones. Parecía mayor de lo que era en realidad, a causa de que de él partían muchos pasadizos oscuros que se vislumbraban a través de unas grandes bóvedas.

Cuando la calesa se paró por completo, el cochero dio un salto y me ayudó a bajar. Volví a sentir su fuerza poderosa sobre mi brazo, tanto, que tenía la sensación de que cualquier ligero movimiento por mi parte podía significar una lesión grave para mis dedos. Seguidamente sacó mis maletas y las colocó de forma ordenada en el suelo. Yo me encontraba frente a una gran puerta vieja, con grandes clavos de hierro incrustados, y encajada en un umbral saliente de piedra maciza. El cochero subió al pescante y sacudió las riendas; los caballos se pusieron en marcha y aquella misteriosa calesa se esfumó por una de aquellas lúgubres aberturas.

Permanecí en silencio donde estaba, sin saber qué hacer. No había ninguna señal de aldaba o de timbre en aquella inmensa puerta, y a juzgar por el grosor de esta, no era probable que mi voz hubiese sido capaz de atravesarla. Durante aquellos instantes interminables, grandes dudas y temores empezaron a asaltarme. ¿Dónde estaba y con qué clase de gentes me iba a encontrar? ¿Qué truculenta aventura tendría que vivir? ¿Es que era este un incidente normal para un pasante de abogado enviado para explicar cómo adquirir una finca en Londres a un extranjero? ¡He dicho pasante! A Mina no le habría gustado. Abogado está mejor, pues según creo, mi examen fue un éxito. Empecé a frotarme los ojos y a pellizcarme por si estaba soñando, sin embargo mi carne respondió al dolor; así que no podía engañarme por más tiempo. Todo aquello era muy real.

Me hallaba en los Cárpatos, y muy despierto. Ahora únicamente debía tener calma y aguardar la luz del nuevo día.

Justo al llegar a tal conclusión, escuché fuertes pisadas, cada vez más cercanas. A través de las rendijas de la puerta vi una luz que se aproximaba. Después oí un ruido de cadenas y pesados cerrojos que se descorrían. Una llave giró en la cerradura con chirriar muy agudo propio de no haber sido utilizada; finalmente, la enorme puerta se abrió.

Un anciano de una altura considerable apareció ante mí. Tenía un bigote largo y blanco, vestía de riguroso negro, en su mano derecha llevaba un candelabro de plata, donde las velas ardían sin protección alguna. Este creaba largas y temblorosas sombras debido a los pequeños puntos de fuego que oscilaban a causa de las corrientes de aire. El anciano con un gesto cortesano me invitó a pasar, y aunque tenía un acento sui generis, me saludó con un perfecto inglés:

—¡Bienvenido a mi casa! ¡Entre libremente y por su propia voluntad!

Este fue todo su recibimiento. Se quedó totalmente quieto bajo el dintel de la puerta como si fuera una estatua de piedra. Sin embargo, en cuanto hube atravesado el umbral, avanzó impetuosamente hacia mí para darme la mano. Me la estrechó con tal fuerza que me estremecí de dolor y tuve que retroceder, más que por el apretón por la sensación que tuve yo al estrechar aquella mano tan fría, que se parecía más a la de un muerto que a la de un vivo.

—Sea bienvenido —repitió—. Entre con libertad. ¡Y deje aquí un poco de la dicha que lleva a cuestas!

Aquel fortísimo apretón de manos me recordó tanto al que me dio el cochero, que por unos momentos dudé si no se trataba de la misma persona. Así que para estar completamente seguro, le pregunté:

—¿El conde Drácula?

Asintió con un gesto de cabeza, y respondió:

—Sí, yo soy Drácula y le doy la bienvenida a mi casa, señor Harker. Entre, por favor. El aire de la noche es gélido y creo que deseará reponer fuerzas y después querrá gozar de un merecido descanso.

Mientras me hablaba colocó la lámpara en una repisa que había en la pared, se dirigió en busca de mis maletas, y antes de que yo pudiera adelantarme, él ya las había traído. Protesté, pero él insistió:

—Nada que discutir, caballero; usted es mi huésped. Es tarde y la gente del servicio ya se ha retirado a descansar. No se preocupe, usted tendrá la atención que se merece; yo me hago cargo de todo.

Finalmente cogió mi equipaje. Atravesamos un interminable corredor, después subimos por una preciosa escalera de caracol, de nuevo, otro corredor, cuyo suelo de piedra hacía que nuestras pisadas resonaran con fuerza.

Al final del pasillo, Drácula abrió de par en par una pesada puerta, y me alegré al cerciorarme de que era una habitación con mucha luz, en la cual había una mesa dispuesta con apetitosos platos, y una chimenea en la que llameaba un grandísimo montón de leña.

El conde se detuvo, dejó mi equipaje en el suelo de mi alcoba y seguidamente, cerró una puerta contigua que daba a una estancia octogonal, la cual se veía iluminada tan solo por una lámpara, y además no tenía ni una sola ventana. Atravesó el umbral; entonces, abrió otra puerta y me invitó a entrar.

Fue algo muy agradable a la vista, pues pude contemplar frente a mí un enorme lecho y otra cálida chimenea que humeaba. Él mismo entró con mis cosas, y antes de cerrar mi puerta y marcharse, me dijo:

—Después de tan largo viaje deseará asearse un poco. Aquí encontrará todo lo que necesite. Cuando esté listo, usted mismo vaya a la otra estancia, donde le aguarda la cena.

El calor, la luz y la cortés bienvenida del conde, contribuyeron en gran medida a disipar todas mis dudas y miedos. Al haber recuperado felizmente mi estado normal, descubrí que estaba desfallecido de hambre, así que puse fin muy pronto a mi estancia en el baño y enseguida pasé a la otra cámara, dispuesto a devorar cualquier cosa apetecible.

La cena estaba lista sobre la mesa. Mi anfitrión, que estaba de pie en un extremo de la chimenea, apoyado en el marco de piedra, señaló la mesa con un gracioso gesto y me dijo:

—Tome asiento, por favor y ¡buen provecho! Espero que me perdone el hecho de no acompañarle, pero ya he comido y no tengo la costumbre de cenar tan tarde.

Le entregué la carta sellada que el señor Hawkins me había confiado. El conde la abrió y la leyó con gesto serio. A continuación, me la devolvió con una encantadora sonrisa en el rostro, para que yo también pudiera conocer el contenido de esta.

Al leer uno de los pasajes quedé muy complacido.

«…Lamento muchísimo que un ataque de gota, de lo que sufro con mucha frecuencia, me haya impedido venir a verle. Sin embargo, me place haberle podido mandar un eficiente sustituto, en quien deposito mi más total confianza. Es joven, enérgico, con talento y sobre todo muy fiel. Él estará a su entera disposición y seguirá todas sus instrucciones durante su estancia en el castillo…»

El conde se adelantó y destapó una fuente, y al momento ya estaba saboreando un pollo asado excelente, acompañado con un poco de queso y ensalada, y para beber, una botella de Tokay añejo, del que tomé un par de copas; esta fue mi cena.

Mientras yo disfrutaba de aquel ágape sin igual, el conde se dedicó a inquirir detalles del viaje, y yo le conté todas mis experiencias vividas hasta mi llegada al castillo.

Acabé de cenar y de explicarle mi viaje al mismo tiempo, y accediendo a sus deseos, acerqué un sillón al fuego y me puse a fumar un puro que él me ofreció; de nuevo se excusó por no fumar él también. Esta fue la ocasión perfecta para estudiar con detalle su persona, y descubrí un rostro de rasgos exageradamente marcados.

Tenía un rostro enérgico, aquilino, de nariz delgada con un puente muy alto y ventanas arqueadas; la frente despejada y muy poco cabello alrededor de las sienes, en cambio, en el resto de la cabeza era abundante. Tenía espesas cejas, casi unidas sobre la nariz. Bajo el espeso bigote asomaba una boca de aspecto cruel, con agudos y blancos dientes, que sobresalían de los labios. Su piel mostraba un brillo y una vitalidad anormal y asombrosa a la vez para alguien de su edad. En cuanto al resto, sus orejas eran pálidas y en la parte superior, exageradamente puntiagudas, mostraba una fuerte barbilla y las mejillas firmes, aunque delgadas. La impresión general que uno tenía al observarle era la de una palidez supina.

Al principio solo estudié su rostro, pero después pasé a estudiar el dorso de sus manos cuando las tenía sobre las rodillas, y la luz del fuego las iluminaba, me parecieron finas y blancas, pero al verlas de cerca comprobé que había visto mal, pues eran bastas, anchas, de dedos cortos y gruesos, y con vello en el centro de las palmas. Sus uñas eran largas y afiladas. Al inclinarme, el conde me rozó con ellas y no pude impedir un sobresalto. Quizá se debiera a la digestión un tanto pesada de tan magnífica cena, pero la verdad es que sentí de pronto unas náuseas tan espantosas que me fue imposible disimular. El conde, al descubrir mi repulsión, retiró las manos. Y con una sonrisa un tanto lúgubre, me mostró claramente sus prominentes dientes. A continuación volvió junto a la chimenea. Permanecimos en silencio un buen rato y al mirar a través de la ventana al exterior, pude contemplar los primeros y tímidos brillos del alba. Una extraña calma se apoderó de aquel lugar, pero debido al excesivo silencio, escuché de nuevo el aullar de los lobos de allá abajo en el valle. Los ojos del conde chispearon al decirme:

—Atienda… ¡Son los hijos de la noche! ¡Qué gran música la que componen!

Y al ver mi extraña expresión, quiero pensar que es por eso, añadió:

—¡Ay, ustedes, gentes de ciudad, no saben apreciar los sentimientos de un cazador!

Después se puso en pie y me dijo:

—Estará muy cansado. Su dormitorio está listo y mañana podrá descansar hasta la hora que le plazca a usted. Yo tengo que ausentarme y hasta la tarde no regresaré. Así que mis deseos son que duerma bien y ¡que tenga un sueño feliz!

Y con una cortés reverencia me abrió la puerta de la sala octogonal, y yo entré en mi alcoba.

Me encuentro sumido en un mar de dudas. No entiendo, temo, pienso continuamente en cosas extrañas que me da vergüenza confesar. ¡Dios no me abandone, aunque solo sea por quien sé que me quiere de corazón!

7 de mayo.— Ya es el segundo amanecer en estas tierras lejanas y misteriosas, pero he podido reponer fuerzas y disfrutar durante veinticuatro horas. He dormido hasta tarde y me he despertado yo solo. Una vez aseado, he ido a la habitación donde cené en compañía del conde: el desayuno estaba dispuesto, se trataba de platos fríos variados y una cafetera que conservaba el café humeante, pues estaba estratégicamente colocada junto a la chimenea. Sobre la mesa, descubrí una nota, que decía:

«Debo ausentarme. No me espere. D.»

De forma que tomé asiento y gocé de una opípara comida. Seguidamente, busqué algún tipo de timbre para avisar a alguna persona del servicio; no lo encontré en ningún sitio. Está claro que esta casa tiene defectos un poco raros, que se contradecían con el ambiente de lujo y riqueza que se respiraba en ella. La cubertería de oro, trabajada artesanalmente, debía tener un gran valor. Las ropas con que estaban confeccionadas las cortinas, los sillones, el sofá y los colgantes de mi cama eran de lo más precioso que jamás había visto hasta entonces. Sin embargo, ninguna de las habitaciones tiene espejo, y tampoco en mi tocador, claro; así que he tenido que usar mi espejito de viaje para asearme esta mañana.

Después de desayunar —no sé si desayuno o cena, pues era ya muy entrada la tarde— busqué algo interesante para leer. No encontré nada en toda la habitación; ni libro ni periódico, ni siquiera algo para poder escribir unas líneas. Así que abrí otra puerta y vi con gusto una especie de biblioteca. Traté de abrir la puerta de enfrente pero me fue imposible; estaba cerrada con llave.

En la vieja biblioteca encontré, para mi sorpresa, gran cantidad de libros ingleses, largos estantes llenos de revistas y periódicos encuadernados. Hojeé algunos.

En el centro de la estancia había una mesa con montones de revistas y periódicos ingleses, pero todos muy antiguos. Los libros trataban muy distintas materias: historia, geografía, política, economía, educación y costumbres inglesas, entre muchos otros.

Mientras miraba con curiosidad aquellos libros, se abrió la puerta y entró el conde. Me saludó cordialmente; me manifestó que esperaba que hubiese dormido bien y prosiguió:

—Me alegro que haya encontrado la forma de entrar en esta habitación, pues estoy convencido de que aquí hay muchísimas cosas de interés para usted. Estos amigos —y puso la mano sobre unos libros— han sido buenos compañeros míos, y durante muchísimos años, desde que decidí que quería irme a vivir a su encantador país, han estado junto a mí, proporcionándome muchos momentos muy agradables. Gracias a ellos, he llegado a conocer Londres a la perfección, y conocerlo es amarlo. Ansío recorrer las concurridas calles de su inmensa ciudad, meterme en el bullicioso torbellino de las gentes que van y vienen, compartir sus vidas, sus cambios, sus muertes y todo aquello que les hace ser seres humanos. Pero, ¡qué desgracia!, hasta ahora solo he podido aprender su lengua a través de los libros. Desearía que usted me enseñase a hablarla bien.

—Pero, conde, ¡usted habla el inglés perfectamente, no necesita mejorarlo! —repuse, mientras él hacía una ligera inclinación.

—Gracias, amigo mío, por una estimación tan aduladora, pero creo que aún tengo mucho que aprender. Es cierto que conozco la gramática y el léxico, pero carezco de fluidez al hablarlo.

—No es verdad —dije—. Yo si le oyera hablar y no supiera quién es, pensaría que es usted inglés.

—No creo —respondió el conde—. Sé perfectamente que si fuera a Londres, todos verían por mi habla y mi acento que soy extranjero. Eso no es suficiente para mí. Aquí soy un noble. El pueblo me trata como su señor. En cambio, un extranjero en un país que no es el suyo, no es nadie; la gente no le conoce, y nadie se interesa por aquello que no conoce ni su existencia. Con ser como los demás, yo ya me conformaría, de forma que nadie se parase al verme, ni callase al oírme, para después decir: «¡Bah, un extranjero!». Después de tantos años, ahora no podría dejar de vivir como un noble, al menos, que nadie llegara a darme órdenes. Usted no solo ha venido aquí como agente de mi amigo Peter Hawkins, de Exeter, para informarme sobre mi novísima propiedad en Londres. Debe quedarse conmigo —al menos así lo espero— algún tiempo, para que así yo pueda mejorar el acento inglés, durante nuestras charlas. Le ruego que me corrija cualquier error, por pequeño que sea. Siento no haber podido estar con usted durante todo el día; espero que sepa excusar a quien, como yo, lleva entre manos, negocios tan importantes.

Le dije que en efecto, me hallaba a su entera disposición y le pregunté si podía entrar en aquella biblioteca siempre que lo quisiera.

—Por supuesto que sí —y añadió—: Puede pasearse por todo el castillo, sin embargo, no debe usted entrar en las estancias cerradas con llave, además usted mismo ya no desearía verlas. Las cosas son como son por muchas circunstancias, si usted supiera todo lo que yo sé, lo entendería rápidamente.

—No lo dudo —respondí, y el conde prosiguió—: Esto es Transilvania, no Inglaterra. Nuestras costumbres son muy diferentes de las que tienen allí, y aquí verá muchas cosas que le parecerían raras. Solo tiene que acordarse de sus aventuras durante el viaje, para comprender cómo pueden llegar a ser las cosas de extrañas por aquí.

Estuvimos mucho tiempo hablando sobre esto. Y como estaba claro que el conde deseaba hablar, le hice una larga serie de preguntas sobre las cosas que más me habían llamado la atención hasta entonces. A veces disimulaba y cambiaba de tema con el falso pretexto de que no me comprendía bien del todo aunque, pareció ser muy sincero, en general. A medida que pasaba el tiempo, nos fuimos animando, y me atreví a preguntarle acerca de algunas de los fenómenos extraños de la noche anterior, como por ejemplo, por qué razón el cochero iba siempre hacia donde percibíamos llamas azules, y si era verdad que aquellas brillaban como señal de que allí se encontraba oro escondido. Entonces, él me dijo que se trataba de una leyenda popular que explicaba que, en cierta noche del año, todos los malos espíritus se adueñan del mundo, y que anoche era la fecha en que sucedía esta creencia popular y se suponía que cada tesoro escondido se detectaba por una llama azul que emergía de los lugares en cuestión.

—Seguramente —continuó— uno de esos tesoros tienen que hallarse escondido por la región que usted atravesó anoche; pues fue el campo de batalla donde durante muchos siglos lucharon valacos, sajones y turcos. No hay una sola pulgada de tierra en toda esta región que no haya sido abonada con sangre humana, tanto de invasores como de defensores. Los patriotas salían a recibirlos —hombres y mujeres, viejos y niños—; esperando su llegaba en lo alto de las rocas, en los pasos, lugares donde provocaban avalanchas artificiales y destruían al enemigo. Si el invasor triunfaba, encontraba muy poca cosa, pues enterraban todo aquello que tuviese valor.

—Pero —pregunté—, ¿cómo pueden permanecer esos tesoros escondidos todavía si la gente ve las llamas azules?

El conde sonrió, mostrando sus encías al descubierto; y también aquellos largos, agudos y caninos dientes.

El conde respondió:

—¡Los campesinos son gente ignorante!

Esas llamas solo aparecen una vez al año. Y en esa noche, ninguno de ellos sale de casa si no tiene necesidad; de lo contrario, no sabrían qué hacer, pues con la luz del día no se puede precisar el punto exacto de la llama. Seguro que usted no se atrevería a pasar de noche por allí nuevamente para buscar el tesoro.

—No se equivoca —declaré—. Soy igual de ignorante que un muerto.

Después charlamos sobre otros temas.

—Vamos, hábleme de Londres —dijo el conde—. Explíqueme qué tal es lo que usted me ha conseguido allí.

Una vez me hube excusado por mi falta de tacto profesional, me dirigí hacia la habitación para traerle los documentos que se encontraban en mi maleta. Al cruzar la estancia, vi que la mesa había sido levantada y la lámpara, encendida. Las luces del estudio y de la biblioteca también lo estaban, y el conde se encontraba echado en el sofá, leyendo nada menos que una Guía inglesa de Bradshaw. Al entrar yo, quitó los libros y papeles que había sobre la mesa, y nos pusimos a comentar los planos, escrituras y todo tipo de cifras. El conde se mostraba profundamente interesado por todo aquello, haciéndome muchísimas preguntas sobre la finca y sus contornos. Y por cómo se interesaba, pude ver que ya había estudiado anteriormente todo lo tocante a los alrededores de aquella casa; tanto que resultó saber más que yo de ese negocio. Al hacerle esa observación, me respondió con un tono de absoluta seguridad:

—Es verdad, amigo mío, ¿no cree usted necesario que esté bien informado? Piense que yo iré solo a Londres, sin la compañía de mi amigo Jonathan Harker, quien no podrá estar allí para corregirme y asesorarme, pues se hallará en Exeter, a muchas millas de distancia; trabajando sobre otros documentos judiciales, que le proporcione mi otro amigo, Peter Hawkins. ¿No tengo razón?

Estudiamos a fondo el negocio de la compra de una finca de Purfleet. Tras haberle dado todos los detalles, y de que firmara los documentos necesarios, comenzó a hacerme preguntas de cómo había conseguido una finca tan sumamente interesante, así que yo le repetí todas aquellas notas que hice por entonces y que expongo seguidamente:

«En Purfleet, yendo por una carretera secundaria, descubrí una finca con un anuncio ruinoso de “en venta”, la cual me pareció que tenía todo lo que usted pedía. Se halla circunvalada por un alto muro, de piedra antigua, que lo hace, a la vista, muy sólido, aunque al encontrarse muy deteriorado, necesita algunas reparaciones. Las verjas son de roble y hierro oxidado. Son diez hectáreas de terreno, con tantos árboles que, muchos rincones adquieren un aspecto lúgubre. Hay un pequeño lago, de difusa imagen y profundo fondo, que se alimenta, probablemente, de algún manantial, pues el agua es clarísima y fluye en una corriente de un caudal bastante apreciable.

»La finca se llama Carfax, cuyo nombre proviene de Quatre face (Cuatro Caras), que son las que tiene la casa, en relación con los cuatro puntos cardinales.

»La casa es muy grande, y con trazas de muy distintas épocas, incluso la medieval. Uno de los lados es de piedra gruesa y las pocas ventanas que tiene, son con barrotes y están situadas en la parte superior, como si en el pasado hubiera constituido parte de un castillo. Muy cerca se encuentra una vieja capilla, donde me fue imposible entrar, pues no disponía de las llaves. Pero he tomado varias fotografías desde diversos ángulos. La casa fue construida más tarde, de forma irregular, y su extensión no puedo dársela con exactitud, pero debe de ser muy grande. Hay pocas casas vecinas; solo vi un caserón, que en la actualidad es un manicomio privado. Sin embargo, este queda oculto desde los jardines de Carfax».

Cuando terminé de leer, el conde manifestó: